—¡Callate!
Ahí viene. —Se acomodó en la cola del banco y puso la mejor sonrisa. Una
sonrisa como la que habitualmente ponemos cuando nos preguntan si les queda
bien aquello y nosotros sonreímos y decimos, “Claro”. En fin, una sonrisa falsa.
— ¿Cómo estás? ¿Qué andas haciendo?—Le dio dos besos. Sí. Dos. A falta de uno.
Como si te tratara de una diva de la tele.
—Buen día, Aida. Bien. ¿Usted? Me
escapé un ratito del hospital para hacer un trámite para la viejita.
—Ay. Y… ¿Cómo anda Doña Ana? Me
contaron que…
—Bien. Mejor. Gracias a Dios. Pero
todavía no le dan el alta. Así que… Acá estamos. —Sonrió amablemente y se
alejó.
La cola no se movía. Eran las diez y diez, el banco ya
estaba abierto, pero la cola seguía en la misma posición. Aida le había dado la
espalda para seguir conversando con la vecina, que también esperaba para
cobrar. El sol de Febrero les calentaba las pantorrillas y los abanicos no
daban a basto. Se balanceaban sin parar, de acá para allá. Su aleteo constante
se entremezclaba con el canto de los pájaros y los “Adiooos” de la gente que
pasaba frente al banco, saludando a los conocidos de la familia.
Fabiana, unos pasos más allá, se había refugiado bajo la
sombra diminuta de un arbolito, dejando un espacio bastante amplio entre ella y
la hipocresía de la señora que le acaba de dar dos besos pegajosos en las
mejillas. Sí. Dos. Deseaba limpiarse. No lo hizo.
El ambo blanco resplandecía en la
mañana soleada de aquel pequeño pueblito al sur de Buenos Aires. Las bicicletas,
las motos, los autos mal estacionados, irrumpían en la realidad de los
habitantes como moneda corriente. El banco, frente a la plaza. La plaza frente
a la iglesia. La iglesia junto a la Municipalidad y paremos de contar. Ese era
el centro. Hacía la derecha, veinte cuadras a medio poblar, otras veinte para
la izquierda y el campo imponente, mordiendo el polvo de las calles de tierra.
—Nena… ¿Te vas? —Preguntó
sorprendida al verla subirse a la bicicleta. — Mira que ya se está moviendo.
Parece que…
—Sí. Tengo que volver al hospital.
Estoy de guardia y ya perdí mucho tiempo. Vuelvo más tarde… o mañana.
—Saludos a Doña Ana. Voy a ver si
paso a visitarla en estos días.
—Bueno. Serán dados. ¡Hasta luego,
Aida! —Movió la cabeza y se marchó por la avenida principal, directo al
hospital.
La cola avanzó un poco más, pero se
detuvo, dejando a las vecinas en la puerta del banco. Al rayo del sol. El reloj
de la Iglesia marcaba las once menos cinco.
—Yo no lo puedo creer.
—¿Qué cosa, Aida?
—Que esta chica haya salido así.
¡Pobre Ana! Ella y Don Juan se rompieron el lomo para darle estudio… —revoleó
los ojos detrás de los lentes gruesos—…y así les paga.
—Sí. La verdad que sí. Es una
vergüenza para la familia. Y tan bueno que salió Panchito. Nada que ver. ¿Viste?
—Sí. Nada que ver. Ésta salió a los
Martinez. Bien atorran…
—¡Shh! Las paredes oyen, vecina.
—Tenés razón. Pero la verdad… —se
acercó, casi para susurrarle— no sé como hace para pasearse por el pueblo así,
descaradamente. Vergüenza ajena da.
—Ay. Mira. Cartón lleno. —Dijo la
vecina, mientras observaba con picardía a una pareja que se acercaba a la cola.
—¿Qué?¿Que pas…—tartamudeó— Buenos
días, Don Martín. ¿Cómo le va? —Se apresuró a darle un beso, digo dos, al
intendente del pueblo. —Buenos días Carina. —Dirigiéndose a su mujer— ¿Qué
andan haciendo por acá?
—¿Cómo le va, Aida? ¿No hay mucho
movimiento, parece? —Aida meneó la cabeza. Él no respondió que había venido a
hacer. —Voy a ver qué pasa que no se mueve la cola. Muchos abuelitos al sol.
Carina
se quedó en la puerta del banco, esperando a su marido, ojeando el celular.
—¿Cómo anda usted? Está más delgada.—Las
dos señoras la observaban de arriba abajo.
—Gracias. Y...—se miró la panza
chata—.Debe ser el calor. Mucho líquido.
—Sí. Puede ser. ¿Sabe qué? Recién se
acaba de ir su prima. —La cara de la mujer cambió. Tenía muchas primas. Pero
sabía muy bien a cuál se refería la anciana del abanico.
—¿Ah, sí? ¿Fabiana? —Intentó
disimular su gesto pero no pudo.
—Sí. Un minuto antes y se la
encontraba. —Sonreía sin parar. —¡Uy! Ahí se movió la cola. Un placer verla…
como siempre. Salúdeme a Pedro. Hace mucho que no lo veo en el Centro de
Jubilados. —Dos besos pegajosos más.
Carina y Martín, el Intendente, se
marcharon al cabo de unos minutos. Aida y la vecina se miraban solapadamente,
sin decir palabra. Una hora más tarde, de camino a casa, retomaron el tema de
conversación. La comidilla del momento. La novedad del pueblo. Fabiana
Martínez, la enfermera, y el Intendente eran amantes.
—Creo que está embarazada.
—¿Quién? ¿Carina?
—No, zonza. Fabiana.
—¿De…?
—Sí. ¿De quién más? Eso es lo que me
contó Laura.
—¿Qué Laura?
—Laura Pérez. La hermana de la
secretaria de Martin. Dice que se ven todos los días un rato. O ella pasa por
lo de la mamá de Martín…. o él pasa por
el hospital.
—Pero si Martín vive en la otra
punta.
—¡Ay, querida! Me extraña. Un pelo
de cachufla…Tira más que una yunta de bueyes. —Se abanicó más fuerte.
—¡Que descaro!
—Terrible. —Hizo un silencio— ¡Pobre
Carina! A pesar de ser media… —dudó porque su vecina era una tía lejana—…
asquerosa, es una buena mujer. —La vecina enmudeció y ella que no deseaba dejar
de hablar, agregó; — Y lo sabe, eh. Porque Laura fue muy detallista cuando me
contó de la vez que le hizo un escándalo a Martin en la casa de su mamá y
estaba ella ahí… tomando mate, como si nada.
—Juana nunca la quiso a Carina. Eso
lo sabe todo el pueblo.
— Eso es cierto. Pero… ¿Fabiana? La
hija de un simple verdulero, con el Intendente…
—No sé a dónde vamos a parar.
—Yo tampoco. ¿Te veo más tarde?
—Sí. Te paso a buscar a las seis. ¿Te
parece?
—Grandioso. ¡Hasta luego!
—Adiós, querida.
Uno… dos…besos pegajosos.
Fin.