jueves, 28 de mayo de 2020

La última canción: Capítulo 24: Una canción para esta noche


“Los grandes amores dejan recuerdos en todas las canciones”
Anónimo.

Sebastián no quiso tocar el tema de su papá por dos razones; la primera, Sandra se molestaba demasiado fácil y aunque las cosas venían muy bien entre ellos, no quería arruinarlo con conversaciones que borraran las sonrisas. Y segundo, todavía no lograba dar con el epicentro del problema. Por un lado, ella se mostraba fría y lejana, pero al mismo tiempo, sentía que no podía soltar el tema. Podía entender el rencor, pero… ¿Con qué necesidad se aferraba a él? ¿Es que acaso no prefería olvidar?
La noche del viernes, ya sin la venda y con la herida cicatrizando, Sandra accedió a salir con él a algún lado. Lo había estado pateando con la excusa de que no quería que la vieran con la cara inflamada, ni con la frente vendada… y además estaba el tema de la plata. El negocio solo alcanzaba para los alquileres, para pagarle a Romina, los servicios y la comida. La plata que cobró del seguro del auto, se le escapó de las manos cuando pagó la reja y los impuestos.
—Yo te invito. —le había dicho él, tratando de que accediera.
—No. La semana que viene vamos. Es principio de mes y suele haber más ventas.
—¡Sos testaruda!
—¡Vos también lo sos!
—¿Yo?
—¡Sí! ¡Vos! Vamos la semana que viene, ¿sí?  
Y la semana que viene llegó. Llegó el viernes y Sebastián la pasó a buscar por su casa. Sandra lo esperaba con un gesto raro que no alcanzó a interpretar.
—¿Y esa cara?
—¿Tenemos que salir? Hace frío… ¿Por qué no nos quedamos y pedimos algo? Una peli… o terminamos de ver Vikingos.
—No. El fin de semana pasado estuvimos encerrados acá. Me prometiste que saldríamos. Vamos, dale. Agarrá tu campera. Paso al baño y nos vamos.
—¿Y dónde vamos? —le preguntó mientras se ponía la campera y buscaba un pañuelo.
—A Thaler.
—¿Morón?
—Si. —Sebastián salió del baño abrochándose los pantalones y la encontró cruzada de brazos en el pasillo.
—No voy a cantar, Sebastián.
—¿Por qué no?
—Porque… me duele la garganta. Porque no tengo ganas.
—¡Dale! ¿Vos te acordás como estaba la gente aquella noche en que estuvimos los dos?
—El karaoke es para ir con amigos. No, con pareja.
—¿Y quién dijo que vamos solos?
—¡¿Quién va?!
—Ceci y Pablo. Gastón y Paula, su novia.
—¿Y por qué me entero recién ahora?
—Porque… Me olvidé. ¿Vamos? —Sandra no se movió—Dale, vamos… la vamos a pasar re bien. ¡Vas a ver! Además, ya es hora de que empecemos a salir como…—y de detuvo.
—¿Cómo qué?
—Como novios, como pareja.
—Ah… No sabía que éramos novios. ¡Mirá vos! —Sebastián se acercó y la envolvió entre sus brazos.
—Dijimos que íbamos a vivir el hoy. ¿O no? —Sandra asintió perdida ya en su mirada—Hoy nos vamos a divertir. Y… ¡Les vamos a romper el culo al resto! —soltó una carcajada que retumbó en la pequeña casa.
—¡Ah! ¡Esto es una competencia! ¡Ya veo! —Ella enredó las manos en su cintura y sonrió—Cecilia canta horrible, Gastón también. Vamos a ver… Pablo y …
—Paula. ¿Ya estás saboreando la victoria?
—Puede ser.
En el coche se rieron tanto que a Sandra le dolía la panza. Le rogó que dejara de hacer chistes porque de lo contario se haría pis encima. Llegaron a Thaler y en la puerta se encontraron a Gastón y a la novia. Las presentaciones pertinentes y entraron. Se sentaron en una mesa cerca del escenario. Sandra le pidió a Sebastián que se ubicaran justo enfrente para que no tuviera que atravesar todo el lugar para llegar. Gastón y Paula resultaron ser una pareja muy divertida a lo que enseguida, la conversación se llenó de risas y de anécdotas. Él recordaba la noche de su cumpleaños cuando ella había robado su premio.
—Pau… ella canta tan bien como vos. —le dijo y Sebastián codeó a Sandra con disimulo.
—¿Cantás? —le preguntó Sandra, más concentrada en lo que había dicho Gastón que en el orgullo que le inflaba el pecho a Sebastián.
—Sí. Estoy estudiando en el conservatorio y además doy clases. —En ese momento Sandra fulminó a Sebastián con la mirada.
—Ah… Entonces, ya tenemos ganadora. —dijo y se llevó el vaso de cerveza a la boca para ocultar los nervios.
—¡Yo creo que sí! —comentó Gastón con sorna—Pero… confieso que van a estar cabeza a cabeza. Vos cantás muy bien, Sandra.
—¡Buenas! —Cecilia y Pablo llegaron en el momento justo. Se acomodaron y la charla siguió como si nada.
Hablaron de todo un poco, rieron, comieron y tomaron bastante. Sandra se había acabado el segundo trago cuando el animador se subió a la tarima para anunciar el comienzo del karaoke. Si o sí necesitaba estar un poco alcoholizada para poder llevar a cabo la competencia.  
—¿A quién se le ocurrió esta magnífica idea? —preguntó Pablo con ironía.
—¡A mi primo! —respondió Cecilia.
—¿Y quién me hizo acceder? —Cecilia esta vez no dijo nada y en cambio, le sonrió con dulzura. —Ya me estoy arrepintiendo.
—¡Somos dos! —comentó Sandra.
—Buenas noches a todos… con este frío que nos empaña los vidrios, vamos a comenzar esta noche de karaoke y diversión. Muchas parejas se han anotado y queremos creer que todos cantan hermosamente bien. ¿No? —el público gritó que sí—¡Así me gusta! Bien. El ganador o los ganadores, más bien, se llevarán de regalo una tarjeta de consumición libre. O sea que, si ganan, van a poder volver y… ¡Chuparse todo! —la gente aplaudía con ganas. —Bueno… ahí me dicen de la barra que todo, no. Ya verán qué se puede y que no. ¿Están listos?
La primera pareja que subió al escenario la rompió. Los seis cruzaron miradas y aunque nadie dijo nada, las ganas de levantarse e irse fueron mucho más grandes que cinco minutos atrás. La segunda, dos amigas algo borrachas, cantaron un clásico de la cumbia argentina y a pesar, de que todo el mundo aplaudió y cantó con ellas, ganó la primera. Así fueron pasando de a dos, hasta que fue el turno de Gastón y Paula. Compitieron con una pareja de hombres que desafinó tanto que ni siquiera los dejaron continuar. Luego, Cecilia y Pablo competirían con Sebastián y Sandra. Cuando dijeron los cuatro nombres, Cecilia se tapó la cara avergonzada mientras que Pablo y Sebastián la obligaban a ponerse de pie. Pablo lo hizo muy bien, tenía una voz muy dulce, pero… Cecilia, no tanto. Se reía más de lo que cantaba. Cuando sonó la canción que Sebastián había elegido, Sandra lo tomó de la mano para darse ánimos y abrió el tema, dejando salir su voz con seguridad. El público aplaudió tanto que Cecilia y Pablo bajaron avergonzados y tristes al finalizar la ronda.
La final: sin muchos rodeos fue entre el hombre de la primera pareja, Paula y Sandra. A Sebastián y a Gastón los desplazaron inmediatamente. Permanecieron en un costado haciendo de hinchada para sus mujeres.
—No sabía que Sandra cantase tan bien. —le dijo Pablo a Cecilia.
—Tiene tantas virtudes que ni ella las conoce a todas. Aunque… vos no te quedás atrás. —dijo y lo besó.
Paula brilló con una canción de Celine Dion que pocos hubieran podido entonar. El hombre se destacó con un tema de Rod Stewart y cuando fue el turno de Sandra y el tema que había elegido… los nervios comenzaron a subir por sus piernas y se alojaron en el estómago. Había decidido cantar esa canción solamente para dedicársela a él. No le importaba si su voz se lucía o no, menos si ganaba. Quería que él entendiera que aquella letra y que las palabras que saldrían de su boca, solamente tendrían sentido para los dos.
Amaba La oreja de Van Gogh. Al principio le había dedicado otros temas; cuando estaba sola y dolida de no tenerlo a su lado, cuando sus estados dependían de el color del día. “Deseo de cosas imposibles”, “Dulce locura” y “Cuídate” habían sido sus himnos en aquella época tan triste. Ahora, otro tema de una de sus bandas favoritas, había cobrado otro sentido desde que había vuelto a abrir su corazón.

Un día más vuelve a empezar
Duerme la luna en san Sebastián
Busco que hacer, oigo llover
Y pienso en ti
Qué guapo estás al despertar
Tan despeinado y sin arreglar
Me hace feliz verte a mi lado
Y pienso en ti
Vamos a querernos toda la vida
Como se quieren la noche y el día
Cuando hablan de ti
Vamos a querernos en cualquier vida
Porque prefiero dejarme morir
Que estar sin ti
Nada es igual cuando no estás
Cuando no vuelves de pasear
Oígo reír, hago equilibrio
Y pienso en ti
“Mi vida sin ti” terminó y para Sandra no había nadie más en Thaler que él, que sus ojos marrones, que su sonrisa ladeada. Él. Solo él. El público la ovacionó también a ella, pero no le importó. Solo quería que él leyera entre líneas lo que le estaba cantando a viva voz. Aquella era una declaración de amor y esperaba que lo interpretara así.
El animador rompió el ambiente con un;
—¡Guau! Tenemos dos grosas en esta tarima esta noche. ¿A quién elegirá la audiencia? Vamos con el aplausométro. Primero… Daniel. —Sandra no oía nada. Quería bajar del escenario y besarlo. —Paula… —el público se puso de pie y vitoreó a la novia de Gastón. Sandra seguía hipnotizada. —Y Sandra… —la gente sí que aplaudió, pero, no tanto como con Paula quien finalmente fue declarada la ganadora final de la noche. —¡Muchas gracias! Y… ¡Felicitaciones!
Sandra ni siquiera felicitó a Paula, bajó de la tarima y acortó la distancia entre ella y el hombre que la esperaba de pie y listo para recibir su alma. Había dado el salto y ahí estaba su red. Fue directo a su boca.
—Te amo. —le dijo por primera vez.
—Ya lo sabía. —la besó como si no existiera nadie más. —Despedite que nos vamos.
—¿Ya?
—Sí. Me muero por hacerte el amor.
—Yo también.
Cecilia los alcanzó en la puerta. Los abrazó y tomó la mano de cada uno. Se la notaba muy emocionada. Sandra sonreía y Sebastián alternaba las miradas entre las dos.
—Gracias. —les dijo conmovida.
—¿Por? —preguntaron los dos.
—Por dejar de lado su orgullo y arriesgarse a este amor. ¡Los amo! —Otra vez los atrajo hacia ella y les plantó un beso en la mejilla a cada uno.
—Nosotros también, Ceci. Ahora… si puede ser, me la quiero llevar de acá.
—Toda suya.
Esa noche. Una canción. Una tarima de madera y un micrófono habían unido los pedazos rotos de cada corazón. Los había pegado con un pegamento indestructible: el amor.


viernes, 22 de mayo de 2020

La última canción: Capítulo 23: ¿Perdonar? Jamás.


“Perdónaselo todo a quien nada se perdona a sí mismo.”
Confucio.

Le dolía todo, pero, aun así, su alma irradiaba felicidad. Se subió al colectivo y se sentó en un asiento en el fondo. Le escribió a Romina dejándole saber que llegaría más temprano al negocio y que ella se quedaría tiempo completo. Después, a Cecilia que la volvió loca con mensajes durante todo el fin de semana. La había estado esquivando hasta que ya no pudo y le escribió para que se quedara tranquila;
Buen día. Estoy bien.
Yendo al negocio, volviendo a la rutina.  
Las dos tildes se volvieron azules en cuestión de segundos y un…
            ¿Te puedo llamar?
Le preguntó Cecilia y ella le respondió;
            Sí. Dale.
Enseguida, la cara de su amiga aparecía en la pantalla.
—¿Cómo es eso que ya estás yendo a trabajar? —le preguntó. Del otro lado, se la podía escuchar ir y venir.
—Tengo que cubrir a Romi. Estuvo sola todo el fin de semana. Tengo que ir, Ceci.
—¿Y cómo te sentís? Creo que deberías haber esperado…
—Mejor. —No le diría que había casi corrido a la parada pensando que alguien la estaba siguiendo. Supuso que la sensación se iría con el tiempo y eligió no pensar demasiado en eso. De lo contrario, no volvería a salir de su casa nunca más.
—¿Cuándo vas al médico?
—El viernes.
—Bien.
—Cecilia… ¿Para qué llamaste?
—Emmm… Recién corté con mi primo. —un silencio raro se extendió en la línea y después un grito que la dejó prácticamente sorda— ¡Amiga! ¡Estoy tan feliz! —Sandra sonrió. Le llevó menos tiempo en confesar el verdadero motivo de la llamada que lo que ella había creído —¡Quiero todos los detalles! ¡Quiero saber todo!
—Ceci…
—¡Ay, Sandra! ¡Qué felicidad! ¡Por fin! ¡Por fin los dos dejaron de ser tan idiotas! Te juro que…
—¡Cecilia! —dijo ofendida por el comentario.
—¿Qué? ¡Bueno! ¡Es la verdad! Quiero que me cuentes todo. ¿Qué pasó? ¿Cómo fue esa reconciliación?
—Ceci…
—¿Sí? Perdón, perdón… te escucho. Estoy tan emocionada que no te dejo hablar.
—Me tengo que bajar. Voy a guardar el teléfono. Más tarde hablamos.
—¡¿Qué?! ¡Maldita!
—Te quiero.
—Yo no.
Sandra caminó hasta el negocio con una sonrisa que le hacía doler el rostro herido. Así pasó por la verdulería y saludó a Leo, que enseguida se abalanzó sobre ella. La abrazó tan fuerte que el contacto le hizo acordar a su abuelo quien solía estrujarla contra su pecho como queriendo metérsela dentro. Pensó que quizás el accidente la había puesto demasiado sensible porque la preocupación de su vecino, le hizo escapar alguna que otra lágrima que supo esconder.
—Dios mío… Cuando Romina nos contó no lo podíamos creer.
—Fue un gran susto, pero ya estoy mejor. —dijo sonriendo e intentando dejarlo más tranquilo.
—¿Mejor? ¡Tenés la cara como un globo!
—¡Leo! —lo amonestó su mujer que acababa de bajar. —¿Cómo estas, San?
—Dolorida, pero bien. Viva.
—A eso hemos llegado. A agradecer que no nos maten. ¡Por el amor de Dios!
—Es cierto… ¿Ustedes? ¿Los mellis?
—Arriba con mi mamá. —la cara de Leonardo hizo reír a Sandra y distendió el ambiente. —No seas malo que bien que te gusta que te cocine. —lo reprendió.  
—Me voy a abrir. ¿Vino el herrero, Leo?
—Sí. —metió la mano en el bolsillo del pantalón y se lo extendió—Ahí está el presupuesto y su número.
—Gracias. Por todo. —caminó hasta la vereda y se detuvo cuando lo vio salir del pasillo de la que había sido su casa hasta hace unos pocos días.
—Buen día. —le dijo, pero ella no le contestó. Se quedó parada esperando a que él saliera y la dejara pasar para abrir el negocio. Sin embargo, él se detuvo y la miró con atención. —¿Qué te pasó?
—Me robaron. —respondió con sequedad.
—¿¡Qué?! ¿Cuándo?
—No importa. —dio un paso para entrar, pero Aníbal se interpuso.
—Quiero ser parte de tu vida, Sandra. Sé que no tuvimos un buen comienzo, pero estoy dispuesto a…
—Yo no quiero que lo seas. No gastes tu energía.
—Dame una oportunidad. Como un acto de buena fe, te permití quedarte con el local…
—¿Un acto de buena fe? —la bronca hacía que la sangre bombeara con fuerza en su cabeza. Debía calmarse. La herida de la frente le tiraba, las manos le transpiraban.
—Sí. Me parece que el precio del alquiler es tan bajo que…
—¡Hijo de puta! —murmuró y le dio un empujón. Caminó con rapidez hacía el fondo. Aníbal llegó unos minutos después que ella.
—Deberías agradecerme. —Haberlo dejado hablando solo había empeorado las cosas— Podría haberme quedado con todo. —le espetó con el ceño fruncido igual que lo hacía su abuelo cuando se enojaba. El parecido físico era extraordinario. La personalidad… la personalidad era otra cosa.  
—No quiero hablar más con vos. Tengo que trabajar. —Sandra abrió la reja y luego la puerta. Cuando estaba por atravesarla lo oyó decir;
—Pienso mudarme esta semana. Espero que tu actitud sea otra porque, de lo contrario, voy a tener que meditar muy bien si renovarte el contrato. —dijo aquello y se fue dejando tras de sí una estela amarga que a Sandra le hizo revolver el estómago. Lo odió más que nunca.
—¡Hijo de mil putas!
Intentó concentrarse en el trabajo; hizo una lista de las cosas que faltaban, abrió la caja, controló las cuentas y separó la plata para pagarle a los proveedores. Luego, se internó en las heladeras y separó la mercadería que había que devolverle al lechero. En eso estaba cuando el teléfono sonó;
—¿Cómo te sentís? —escucharlo la relajó un poco. Había llegado tan contenta…
—Bien. ¿Vos?
—Con mucho trabajo. ¿Esta noche nos vemos?
—Emm… no sé.
—¿No tenés ganas?
—¡Por supuesto que sí!
—¿Entonces?
—Está bien. Cierro y voy para tu casa.
—Te paso a buscar.
—No hace falta.
—Vas a llegar más rápido. Me muero de ganas de verte.
—Yo también.
—Nos vemos más tarde.
Sandra cortó y dejó el teléfono cuando escuchó que alguien entraba. Romina se tapó la boca con las dos manos cuando la vio levantarse del banquito donde se encontraba revisando la heladera.
—¡Por Dios!
—¿Tan mal se ve?
—Horrible.
—¡Gracias!
—Perdón… —se acercó y la abrazó. —¿Cómo estás?
—Acá… dándome cuenta que debí quedarme en casa.
—¡Sí! ¡Debiste! Yo no tenía problema de venir hoy. Lo sabés.
—No, Ro. Ya estuviste todo el fin de semana. No… es un abuso.
—Traje el termo porque… claramente ya no podremos calentar agua. Deberíamos comprar una pava eléctrica.
—Sí, tenés razón. Abro unas galles…
Hablaron sobre las ventas, sobre la reja nueva, sobre los nuevos chismes del barrio y sobre la presencia de Aníbal en la casa que les trastocaría toda la rutina. Aún más de lo que lo había hecho.
—Es un sorete, hijo de puta. Yo no puedo entender cómo alguien así salió de la panza de la santa de mi abuela. —murmuró por lo bajo para que el muchacho que acababa de entrar no la oyera.
—¿Entonces va a vivir acá?
—¡Sí! —le devolvió el mate a su amiga mientras le cobraba a un cliente— Veinticinco. Gracias—le dijo al adolescente y retomó la charla con Romina— Y el muy cínico me dijo que debería agradecerle por dejarme quedar con el negocio. ¿Podés creer?
—Terrible.
—Sí… ¡Lo odio! ¡Lo odio, Romina!
—Bueno… ¿Y cómo pasaste tu fin de semana? ¿Fue Ceci a verte?
—No.
—¿Estuviste sola?
—No.
—¿Juan Manuel?
—Nop.
—Sandra…
—Estuve con Sebastián.
—¿Sebastián? ¿Sebastián primo de Cecilia?
—Ajam.
—¡Apa! ¡Apa! Sentate ahí y me contás todos los detalles.
—Jamás, Romina. No hay detalles.
—¿Están saliendo? ¿Y Juan Manuel? ¿Qué onda? Yo pensé que lo suyo iba bien serio…
Llegaron unos cuántos clientes que le impidieron seguir charlando. El mediodía y la salida del colegio hicieron que Romina también se pusiera a ayudar a pesar de no haber venido a trabajar. Bajaron la persiana a las 13:30.
—¿Qué vas a hacer? —quiso saber Romina.
—Me voy a quedar acá, acomodando algunas cosas…
—¿Querés venirte a casa?
—No, no…
—¡Dale! Picamos algo y después te acompaño de vuelta. Te va a hacer bien salir un poco. —Sandra le agradeció y accedió. En el camino, mientras Romina hablaba de su papá y de sus hermanos, ella se preguntaba por qué nunca le había prestado atención a la historia que le estaba contando. Tampoco la había tenido nada fácil y con cada paso, Sandra la admiraba un poco más. Llegaron a una especie de casilla que parecía caerse a pedazos. Romina abrió la puerta y la invitó a seguir. Cruzaron el patio y pasaron el costado de la casita de madera. En el fondo, había otra de material y de dos pisos. Hacía allí se dirigieron. El corazón de Sandra se aflojó un poco al atravesar la puerta y encontrar las comodidades básicas dentro.
—La casilla era de mi tío, el hermano de mi papá. —explicó Romina como si estuviera leyendo los pensamientos de su amiga.
—Ah… Pensé que vos y tus hermanos …
—No. Ya no. Antes sí. Cuando éramos tres. —se dirigió a la cocina y abrió la heladera—¿Sanguchito de milanesa?
—Perfecto. Y… ¿no hay nadie? —preguntó mirando alrededor.
—Mi papá está trabajando. Es albañil. Te dije, ¿no? Mis dos hermanos más grandes…Mmm… uno está con él en una obra y el otro es plomero gasista. Si no anda por acá, debe estar en alguna casa. Mi hermana, la que me sigue a mí, últimamente se la pasa más en lo del novio que acá y la más chica está en la escuela.
—Tu mamá falleció cuando nació… Natalia.
—Natalie. Sí.
Romina iba y venía trayendo el tomate, la lechuga, la mayonesa. Sandra la observaba con atención y de pronto se odió. Había estado siempre tan abocada a sus dramas que jamás se percató de que alguien tan cercano y a quien podía denominar como una amiga, tuviera una vida tan sufrida. Siempre habló más de ella que lo preguntó por sus asuntos. Y de pronto, se dio cuenta que así había hecho con todo el mundo. Se había metido en su caparazón y había sido ella, su dolor y nada más. Y nadie más.
—Gracias por recibirme en tu casa, Ro.
—Gracias por venir. Ahora sí… Quiero saber qué pasó con Juan. —Sandra sonrió y comenzó con su relato. Aunque esta vez, se aseguró de dejarla hablar también a ella, para que juntas compartieran sus sentimientos.
El negocio se movió bastante durante la tardecita. Tuvo que reponer la heladera de las bebidas en dos oportunidades. Sebastián entró cuando un cliente salía. La observó guardar la plata en la caja, acomodarse el mechón de pelo que le caía sobre el rostro y…
—¡Estás hermosa! —le dijo y ella se sobresaltó. Estaba tan concentrada en el cálculo que no lo oyó entrar.
—Ey… —sonrió complacida de verlo.
Sebastián se acercó, dio una vuelta detrás del mostrador y la abrazó. Olió su perfume, ese que permanece en el hueco del cuello y aguarda a que alguien especial lo note. Tomó su rostro con cariño y antes de besarla, controló los golpes de su rostro.
—Sigue inflamado.
—Ya sé. Todos me miran como si fuera un monstruo.
—Mi monstruo… —acercó la boca y la besó lentamente.
—Malo… —se apartó con delicadeza. —Cierro la caja y vamos.
—Genial.
Conversaron sobre su día; él le habló de la campaña que estaban diseñando con su equipo y que debían entregar a fin de mes. Y ella de la vida de Romina, de la que poco sabía. Se subieron al coche y en el camino pidieron empanadas.
—Perdón por no cocinar, pero no tengo absolutamente nada en la heladera. Estuve muy ocupado durante todo el fin de semana…
—Ah, ¿sí?
Unos arrumacos, una cena tranquila. Sandra sentía que de a poco recuperaba la paz que alguna vez había sentido. Acostada en el sillón de Sebastián con sus dedos acariciando su cabello, nada podría ser mejor.
—¿Viste a tu papá, hoy? —Y así se iba la sensación de paz. ¡Adiós! ¡Chau! ¡Arrivederci!
—Sí. —se sentó de golpe. —¿Tenés gasas?
—En el baño. ¿Te ayudo?
—No. Yo puedo.
Se encerró en el baño y se miró al espejo. ¿Dejaría que la presencia de Aníbal estropeara el momento con Sebastián? No, por supuesto que no, pero… 
—¿Estás bien? —le preguntó del otro lado de la puerta.
—Estoy enojada. —le confesó mientras se quitaba la venda. Debía serle sincera no sólo porque quería que él supiera que el problema no era suyo, o de ellos, sino que quería ser honesta sobre sus sentimientos y ser capaz de una vez por todas, hablar con el corazón. —Con él. —aclaró.
—¿Te hizo algo?
—No. Solo con su presencia logra enloquecerme. ¡Auch! No quiero verlo nunca más. Me gustaría que… que se muera. Eso. Que se muera.
—Abrime…
—Voy. —la puerta se abrió y Sandra siguió con la limpieza. Sebastián la observaba con brazos cruzados, apoyado en el marco de la puerta.
—¿Por qué tanto odio?
—¿Por qué? Porque me abandonó. Porque abandonó a sus papás. Porque jamás volvió. Porque cuando lo hizo fue porque se enteró que podía sacarme la casa. Por todo eso. Ah, y porque es un criminal que estuvo preso…
—Te importa más de lo que querés admitir. Cuando se odia es porque hay un sentimiento… si no, simplemente ignorás.
—Nunca le voy a perdonar lo que hizo… Nunca. Mi abuela esperó por muchos años… se murió sin volver a ver a su único hijo. ¿Qué clase de persona hace eso?
—No te digo que lo perdones…
—Estoy cansada. ¿Vamos a dormir?
Hasta ahí llegaba su sinceridad.



lunes, 18 de mayo de 2020

La última canción: Capítulo 22: locos enamorados.


“Cuando el amor no es locura, no es amor.”
Pedro Calderón de la Barca.

—¿Mate o té? —le preguntó desde la puerta con la cara iluminada.
Aún pese a tener el rostro morado por el golpe y algo hinchado, había un reflejo particular que tenía razón de ser; una leve sonrisa pedía permiso para mostrarse constantemente. Había pasado el fin de semana más hermoso desde que había perdido a su abuela. El duelo había durado demasiado y era momento de animarse a salir. Sebastián había sido claro la noche anterior, cuando habían conversado hasta la madrugada después de hacer el amor.
—¿Querés ser mamá? —le había preguntado en un punto de la charla y ella se había quedado muda.
¿Quería ser mamá? Después del berrinche que la alejó completamente de él, no se había vuelto a preguntar lo mismo. Al contrario, se había esmerado en cuidarse y en no quedar embarazada. Sin embargo, desnuda y con la sensación de sus besos aun sobre su piel, no había nada que no deseara más que formar una familia con Sebastián.
—La verdad, San. Y no quiero que te pongas a pensar en cuántos años tengo yo, ni cuántos tenés vos. ¿Qué es lo que realmente querés?
—Me encantaría formar una familia. —se detuvo ahí. No aclaró que lo quería con él y solamente con él.
—A mí también. —le confesó y a Sandra el rostro se le volvió luna e iluminó la habitación. —Pero… —el cuerpo se le tensó de inmediato. —Tranquila… escuchá. —la besó con dulzura y continuó—; Necesito vivir muchas cosas todavía…
—Entiendo…—Sandra se alejó y él la atrajo de nuevo.
—No me estás dejando hablar. Necesito vivir muchas cosas todavía con vos. Sí, quiero todo. Quiero hijos, perros, casa…pero antes, Sandra, quiero que vos termines la carrera. Quiero que salgamos a cenar, que volvamos a cantar, que despertemos juntos en distintos lugares. Quiero que aprendamos el uno del otro sin correr. Sin saltarnos nada. Quiero todo en el tiempo que venga, cuando venga. No quiero decirte ahora que tengamos un hijo porque sí, me encantaría, pero hoy, esta noche… quiero hacerte el amor y en lo único que estoy pensando es en eso. Solo en eso. No hay mañana. Solo hoy.
—Solo hoy.
—Hoy. Mañana veremos.
Pestañeó borrando el eco de sus palabras y repitió;
—¿Mate o té?
—Mate. ¿Voy por unas facturitas?
—No. No te vayas. —le rogó.
Desayunaron en la cama y cerca del mediodía decidieron ponerse a pintar. Rieron como nunca lo habían hecho. Se contaron secretos que jamás se habían compartido y dejaron libre ese amor que los unía y los reconocía.
—¡Quedó precioso!
—Sí, ¿no?
—Gracias. —se colgó del cuello de Sebastián y lo besó sin detenerse en nada más que su boca.
—¿Nos damos un baño?
—Dale.
El baño fue baño y algo más.
Sandra se reía de las ocurrencias de Sebastián mientras se cepillaba el pelo antes de acostarse. La cotidianeidad y la normalidad entre los dos era tal que no parecía que habían estado dos años separados. Parecía que había sido una simple pausa y nada más. Un comentario sobre Brasil llamó la atención de ella que enseguida quiso saber;
—¿Tu novia se dio cuenta lo que pasó en el estacionamiento de Jurere?
—No. ¿Y Juan Manuel?
—Nunca me lo dijo. Aunque él siempre sospechó que algo pasaba. Desde el cumpleaños de Cecilia.
—Ese día me di cuenta que no te había superado. Que todo lo que yo había construido era una fachada. Que me importabas igual o más que antes. Cuando supe que tenías novio me… —se detuvo.
—¿Qué? —le preguntó Sandra, divertida.
—Quiero hablarte de Tamara, San. —le dijo con seriedad.
—¡Uff! No quería tocar ese tema, pero ya veo que es imposible.
—Sí. Es un tema delicado que, estoy seguro, nos va traer algunos dolores de cabeza.
—¿Por?
—¿Querés chocolate? —le preguntó camino a la cocina.
—No. Vení y hablá. ¡Cobarde! —se rio de su propio humor.
Al levantarse para guardar el cepillo, se vio en el espejo que tenía en la puerta del placar. A pesar de que los moretones seguían ahí, encontró entre la nariz y la frente, a la Sandra que había sido tres años atrás. La felicidad había llegado a sus ojos y sabía que en cualquier momento se expandiría a todo su cuerpo.  
—Puede que no te guste tanto esta historia. ¿Segura que no querés un chocolate?
—Bueno, dale. ¡Endulzame la velada!
—¿Con maní?
—Siempre.
Lo escuchó contarle la historia que tenía con Tamara y en el camino iba adivinando lo que él iba pensando a medida que avanzaba con los detalles de la relación. La conoció en un bar, en una de las tantas veces que había salido a tomar solo. Al principio, todo empezó como una amistad que, sin buscarlo, pasó al plano sexual. En ese momento Sandra lo detuvo:
—Sin demasiadas descripciones, por favor.
—Bueno. Voy al grano. Empezamos a salir. Los meses pasaron y le propuse mudarse conmigo.
—¿Cuántos meses pasaron?
—Un año más o menos. Cuando te encontré en el colectivo ya estábamos muy mal y verte… no ayudó.
—¿Y convivieron?
—No. Ese mismo día le pedí que esperáramos un poco.
—Lo pateaste a ver qué pasaba. —Sebastián asintió—¿Y qué pasó?
—Se enojó, obvio. Pero seguimos… a pesar de saber que todavía te llevaba clavada dentro mío. —Sandra no dijo nada. Él esperó unos segundos y continuó; —Creí que podía seguir con Tamara a pesar de todo. Y así lo hice. Nos separamos varias veces… fuimos y vinimos. Ella todavía cree que podemos volver.
—¿Y cómo llegaron a Brasil?
—Lo de Brasil fue…Uf, no sé. Teníamos pensadas las vacaciones hacía un tiempo ya. Le dije que no, que no quería ir. Insistió. Vino el cumpleaños de Cecilia y… bueno, pedí cambiar las vacaciones a mi compañero para poder irme lo antes posible.
—Entonces eso de que te cambiaron por un problema…
—Mentira.
—Ajá… ¿Y?
—¿Vos querés que te diga que me volví loco cuando te vi con Juan Manuel? ¿Qué nunca pensé que iba estar tan celoso? Al otro día, le dije a Tamara que viajáramos juntos. Simple despecho.
—Vos le dijiste a Ceci que ya te habías cansado de intentarlo conmigo.
—¿Cuándo?
—Te escuché cuando la llamaste.
—Estaba enojado. Muy enojado. Aunque después de lo que pasó en el estacionamiento ya no tuve dudas.
—¿Y ahora?
—Ahora me llama, me viene a buscar… Es una buena mina, ¿sabes?
—¿Pero aclaraste las cosas con ella?
—Sí.
—¿Sabe de lo nuestro? —apenas soltó la pregunta se arrepintió. La cara de Sebastián mutó y se transformó en algo que le causó gracia y a la vez la excitó.
—¿Qué es lo nuestro? —se acercó en cuatro patas. A Sandra le pareció que sus dientes se habían convertido en colmillos. La sonrisa clavada en el rostro y en los ojos una chispa ardiente que significaba una sola cosa. —¿Qué somos, Sandra? —se detuvo a unos pocos centímetros de su boca.
—No sé. —se animó a acercarse ella y antes de rozar sus labios le dijo; —¿Lo averiguamos? —y con la osadía que ninguno reconoció, sacó la lengua y lo saboreó con premura.
Sebastián, ante ese gesto, se arrojó sobre ella y devoró su boca que se abrió como una fruta madura. Siguió por su cuello y con rapidez le quitó la remera que tenía puesta. Sus pechos lo invitaron a meterse de lleno entre ellos y el gemido de Sandra le dejó saber que iba por buen camino. Fue por la ropa interior y se deshizo de ella en su segundo. Se abocó a darle placer hasta que ella le suplicó que la penetrara. Cuando estuvo dentro de ella se detuvo y la miró a los ojos. Ella levantó la mirada y se encontró con sus ojos marrones que esperaban a que conectaran.
—Escuchame bien lo que te voy a decir. —Sandra respiraba agitada debajo su pecho. Hacía un esfuerzo por dejar de lado las sensaciones físicas que la arrasaban y prestarle atención. —Te amo. No te puedo prometer qué va a pasar mañana, solo te puedo decir que hoy no quiero separarme de vos.
—Solo hoy. —dijo, repitiendo las palabras que él le había dicho la noche anterior.
—Solo hoy.
Se sintieron de una manera diferente los dos. El orgasmo fue devastador. La piel sudaba, el corazón aún seguía agitado, y los ojos continuaban cerrados. Sebastián salió de ella, se quitó el preservativo y se alejó hacía el baño. Sandra buscó su ropa y se metió entre las sábanas. Cuando lo vio venir, sonrió. Era prácticamente imposible que sintiese deseos de volver a hacer el amor cuando recién acababan de terminar. Pero… con Sebastián siempre había sido así.
—Estás colorada. —le dijo mientras se ponía los boxers.
—No.
—Sí. Y me encanta.
—¿Qué va a pasar mañana? —le preguntó Sandra mientras se arrimaba a él.
—Mañana vos vas al negocio yo a la empresa y a la noche nos vemos de nuevo. En mi casa esta vez.
—Ya lo tenés todo pensado.
—¡Por supuesto! —Sebastián bostezó y Sandra supo que en cualquier momento se quedaría dormido. Los ojos, pesados, comenzaban a cerrarse con lentitud. Lo observó hasta que por fin cayó en el mundo de los sueños. Cuando corroboró que no podía escucharla, le dijo;
—Te amo, Seba. —cerró los ojos y se durmió ella también.