miércoles, 21 de septiembre de 2016

En un rincón del cajón



"Franco;  Se quedó en Boedo. Solo. Cuídalo. Por favor. Te lo ruego… Después de todo es…”
No quiso ir al encuentro del punto final. Mucho antes de terminar, rompió la carta en mil pedazos. Los fragmentos cayeron sobre un platito de acero, que hacía de cenicero. Encendió un fósforo y allí ardieron en unos pocos segundos.
¿Hacía cuánto que no lo veía? Ya no recordaba la fecha, ni el mes. Lo último que sabía era que su madre se había mudado a Mar del Plata y  él  había continuado sus estudios aquí, en la capital porteña. Solo.
Tenerlo tan cerca, sabiendo que su hermano ya no estaba, lo inquietaba. Porque antes, cuando se marchaba de viaje, lo tranquilizaba que aún su presencia estaba en todos lados. Sin embargo nunca fue capaz de afrontar nada.
Se veían muy poco y era mejor así. Por ella, por él chico, por su hermano, por él y por su familia. En fin, por todos. Había aprendido a dejar todo atrás. A apartarse. A olvidar. Cerró con candado de siete llaves, esa maldita noche buena, donde cometió el peor error de su vida. Dejó ese recuerdo en el último mueble antiguo que tenía en la tienda, dentro de un cajón trancado por los años de humedad. Allí lo metió y no lo sacó nunca más. Lo obligó a vivir sin luz, sin agua y sin aire. Para que muriese. Ella, por su lado, juró hacer lo mismo. Y así vivieron hasta hoy. Hasta hoy que quemó su carta y él entró por la puerta de la tienda con una valija.
                —¿Te vas de viaje? —Preguntó cuando lo vio entrar.
                —Es de tu hermano.  Llegó hoy temprano. —Le extendió una llave.
           —Veamos. —Tomó la llave y bruscamente abrió la valija. Recorrió los objetos con manos inquisidoras y preguntándose, seguramente al igual que el chico, si aquello tendría algún significado. —Tu padre… tu padre… —Pronunció esas palabras y sintió en lo más profundo de su ser, algo que se desprendía; algo que se soltaba, que se abría.
                —¿Hay algo de valor?
                —Tal vez se pueda vender la muñeca. Hay coleccionistas que pagan muy bien por ellas. Pero depende. Si pertenece a una colección ó si fue o no restaurada...
Se marchó al rato con las manos vacías. Franco permaneció en silencio mirando la valija y repitiendo en su cabeza la conversación que acaba de tener con su… con su… con su sobrino. No estaba listo para abrir ese cajón. Si bien habían cedido las siete cerraduras de ese candado viejo y oxidado hacia solo un momento —eso era lo que había sentido—, no estaba dispuesto a dejar escapar ese recuerdo. No aún. No así. O quizás nunca. Con suerte, para cuando alguien lo encontrara ya él estaría muerto.
Dejó de pensar en eso. Maldijo la carta. Maldijo la muerte de su hermano. Se maldijo a él.
Pasó tres meses pensando qué hacer con la maldita valija, que con ojos atentos lo observaba mientras daba vueltas por la tienda. Tuvo deseos de tirarla. Tuvo deseos de abrir ese cajón donde guardó aquel recuerdo y ponerla allí, para que también muriese por falta de luz y oxigeno. No pudo. ¿Por qué? Sabía por qué.  Se limitó a dejarla sobre una cajonera antigua.
Esther, su hija, apareció una tarde calurosa junto a una amiga. Los padres de la chica buscaban una lámpara específica. Las dos caminaron a través de los muebles y del pasado por varios minutos. Miraban, comentaban, reían. Franco las observaba desde el mostrador, con el termo y el mate recién preparados. ¡Qué grande y bella estaba su hija! Era el calco de su madre. Verla sonreír, y hacer muecas con su amiga lo trasportó de vuelta y sin escalas al cajón de aquel olvidado mueble, que nadie había querido comprar jamás. Quizas por que nunca lo había ofertado. ¿Sabrían lo que había dentro? Y como si una pizquita de aquel recuerdo lo nombrara suavemente, escuchó su nombre en la tienda. Posó sus ojos en aquella cajonera antigua a la espera de más palabras. Pero el nombre de su… de su… de su sobrino, no provenía de allí. Esther lo pronunciaba abiertamente y sin tapujos. Ella y su amiga, hablaban de él a la distancia. La curiosidad, o quizás el remordimiento, o quizás el fantasma del pasado le dio un empujoncito y lo acercó. No supo bien por qué, pero ahí estaba, con un mate en la mano, junto a las dos jovencitas.
                —¿Qué pasó con tu primo, Esther?
                —Rodolfo me contó que va a trabajar para la aseguradora del viejo. 
                —¿Y la Facultad?—Preguntó sorprendido.
                —La va a dejar, dice. Va... creo... eso es lo que me contó Rodolfo. ¡Que lastima! Tanto que le costó entrar… ¿No? —Su padre asintió.
Unos minutos después y la tienda estaba de vuelta vacía. Envuelta, otra vez, en esa aura mística que solo regala la sensación de transportarse al más allá. 
Un ruido seco lo despabiló. Esther y su amiga ya se habían marchado, y juzgando por la claridad de la tarde, podría decirse que aquella conversación había ocurrido hacía un largo rato. ¿a dónde se había transportado Franco?
Se dio vuelta y la valija, que había apoyado sobre la cajonera, estaba abierta de par en par en el piso. Lo llamaba a gritos. Gritos que solo él era capaz de escuchar. No se sorprendió. Él estaba convencido que las cosas le hablaban. Y por ello, es decir gracias a esa habilidad oculta, había llegado hasta donde estaba.
Se acercó despacio, tembloroso, como el condenado a muerte, se acercara a su verdugo. Se arrodilló en el piso, con la cabeza gacha. Sus ojos claros, recorrían cada rincón de la valija que ya había cesado de gritar. Rozó con sus dedos arrugados cada objeto. Una lágrima cayó sobre el libro primero. Luego otra sobre las monedas, y el mar de sal que se desató en su pecho y purgó por salir, terminó por empapar la valija de su hermano. Mojó absolutamente todo. El ojo azul del caballo de porcelana desapareció, hundiéndose en las lágrimas de Franco.
Frágil, laxo, y sin lágrimas en los ojos, cerró la valija. Apretó los dientes, juntó aire en el pecho y extendió su mano. El cajón trabado de aquella cajonera antigua que nadie había querido comprar jamás, se destrabó. La madera reaccionó con un rugido. Lo separó del mueble con mucho cuidado. Lo acunó en sus brazos y lo apoyó sobre la valija.
Cuando estuvo listo, bajó la vista lentamente y allí lo encontró. Su recuerdo estaba vivo, respirando y repleto de luz.

Juárez y Solanet


La veo subir al taxi. Lleva jeans y camisa. Se viste como me gusta que se vistan las mujeres. Arregladas y prolijas, pero no lo suficiente como para llamar la atención. Sutil, diría yo.
Se rasca la nariz con la zurda, e inmediatamente su voz ocupa el vehículo.
—Siempre te pica la nariz, cuando no podes rascártela. ¡Que lo tiró!
La miro de reojo y con un leve movimiento, apruebo su comentario. Sé que espera que lo haga. Que comparta con ella esa afirmación. Aunque no lo diga, sabe que pienso igual que ella. Sin embargo, su comentario siguiente, sí que me sacó del eje. No me lo esperaba.
—¿Por qué será que la gente no dice lo que piensa? Viviríamos en mundo mucho mejor. ¿No lo cree?
No le respondí. En cambio, le dispensé una mirada fugaz por el espejo retrovisor y les puedo asegurar, que notó como arqueé mi ceja, después de oírla. La incomodidad cruzaba las esquinas en rojo y el silencio reinaba en el auto, como único representante.
—Parece que va a llover. —Volvió a hablarme. No establecía contacto visual conmigo, pero aún así, me hablaba.  Asentí y al ver su gesto rudo, agregué un leve y claro sonido. “Mjum”
Viajamos con la boca cerrada por unas cuantas cuadras. 
—¿Qué calle, me dijo? —Saltó en el asiento de atrás, al escuchar por fin mi voz.
—Juárez y Solanet. —Su voz grave, segura, voló a mí, me atravesó y me produjo tal temblor, que tuve que parar para recuperarme. Me llevé la mano a la cabeza y por un momento, pensé que había tenido un accidente. Un calor me invadió la boca. Con la mano que me sobraba, me acaricié el labio superior. Hallé lo que temía encontrar; sangre.
Su voz preguntándome si me sentía bien, llegaba a mí como espasmos tediosos. Estaba consciente. Miré a mí alrededor, y por el espejo podía ver como un hombre se bajaba del auto de atrás, y se acercaba a achacarme la frenada repentina. Bajé el vidrió, hice una seña y aceleré.
—¿Se siente bien? —La oí con más claridad esta vez. Moví mi cabeza y asentí. Apreté fuerte el volante y como pude, saqué un pañuelo de la guantera. Lo apreté contra la nariz para detener la hemorragia.
—¿Dónde me dijo? —Le pregunté. Esperando a que otra fuese la respuesta.
—Juarez y Solanet.  ¿Conoce?
—Sí. Claro que sí. Ya casi llegamos.
—¿Quiere que paremos? Me tomo otro taxi.
—No. Estoy bien.
Ella se sumergió en su teléfono celular  y me dio tiempo para pensar en mi estrategia, mis posibilidades y mis planes. ¿Qué haría cuando llegara aquella dirección? Muchas preguntas y pocas respuestas. Me tranquilicé cuando noté que la sangre había dejado de brotar y la cabeza no me dolía tanto.
—¿Usted es del barrio? —Tenía que averiguar. Tenía que saber. Tal vez ella me pidiera dejarla en esa esquina pero no significaba exactamente que…
—Sí.
—¿Hace mucho?
—Y… toda la vida. —Sonrió. Aunque no puedo decirles si fue por el comentario o por lo que estaba leyendo en el celular. —¿Usted también?
—Sí.
—¿Dónde vive?
Dudé en decirle. No ganaba nada, más que confundirnos los dos.
—Por Juárez.
—Ah. ¿Pero a qué altura?
La mentira se iba enredando entre mis dedos y producía un nudo, imposible de desatar. No quería mentir. Pero tampoco podía decir la verdad.
—¿Tiene algún pañuelito? —Cambié de tema, tan bruscamente, que no le di tiempo a reaccionar.
—¿Eh? Sí. Creo que sí. —Metió la cabeza dentro de su cartera y extrajo una paquetito de Carilinas. Vi su mano trigueña alcanzármelos.
—Gracias. Me voy a detener un minuto. ¿Le molesta?
—No. Claro que no. No voy apurada.
—Gracias. —Mientras fingía limpiarme la nariz, trataba de pensar lo que haría una vez que llegue a Juárez y Solanet. ¿La dejaría bajar, así sin más?¿Sin confirmar mis dudas?
Tosió y noté que se revolvía de impaciencia en el asiento trasero. No podía perder más tiempo.
—Disculpe. —arranqué y en vano esperé su respuesta. Estaba enojada. Había tardado de más. Y hasta podría asegurar que se había dado cuenta, que la parada había sido una farsa.
—Ahí en la esquina. Déjeme ahí.
Frené. Consulté el reloj y le dije el importe. Me pagó con cambio. Se acercó hacia la puerta izquierda, deslizándose por el asiento y se dispuso a bajar.
—Señorita.
—¿Si? —se detuvo antes que sus pies, acariciaran el asfalto.
—Nada. ¡Que tenga buen día! Y disculpe otra vez por la demora.
—No hay problema.
La vi bajarse. Y aunque no lo supe con certeza, mi corazón me dijo que era ella. Ella, con esos jeans tan bonitos que tanto le gustaban. Con la camisa que le había regalado su mamá para el cumpleaños número 20. El mismo cumpleaños en que me presentó como su novio.
Tocó timbre. Como siempre, olvidó la llave adentro, y sin mirar para atrás recorrió la ventana y se escabulló en aquella casa que la vio crecer. En el mismo lugar donde la conocí treinta años atrás y en el mismo sitio donde la despedí para siempre, hace días no más.
La cortina se cerró y el auto arrancó.


La bruja y el niño



Camina por las calles de una ciudad que ha recorrido en otra vida, en otro momento, en otro tiempo. Lleva en su antebrazo la marca sagrada de su llegada a la tierra. Hoy, dos siglos después, ha regresado para terminar con lo que no pudo la última vez.  
                No vuela, pero sus pies parecen rozar la superficie. Lleva una capa larga, y una capucha enorme, tras la que oculta sus ojos del color del fuego. Aunque los simples mortales no pueden verla, se cuida de aquellos seres especiales que cohabitan en la tierra. Esos que son capaces de percibirla a kilómetros de distancia. Esos mismos que la amarraron una noche oscura y prendieron fuego ante los ojos suplicantes de sus dos hijos, doscientos años atrás.
                Ha decidido quedarse con su cuerpo, con el mismo que quemaron una vez en la hoguera, y que todo chamuscado se elevó hacia el cielo y voló, cuan pájaro en el aire. Dejando atrás el llanto lastimero de sus niños, el cuerpo golpeado del que intentó defenderla y las miradas condenatorias de aquellos que la arrastraron sobre el lodo primero, y se regocijaron ante el olor de su piel quemada, después. El mismo cuerpo que cargó con orgullo hasta la llegada de su tercera muerte terrenal. Porque las brujas no mueren en la hoguera. Las brujas se vuelven más poderosas con el fuego. 
Y entonces, cuando menos lo esperan, regresan. Regresan sedientas de venganza.
                Su corazón late impaciente y aprieta el paso. Todo ha cambiado, pero el sentimiento que la recorre, es el mismo. Un sentimiento de repugnancia, de odio, de rencor. Llega a la plaza central donde bajo las flores y los tibios rayos de sol, guarda en sus cimientos, vestigios de su hoguera. 
                Un sonido la pone en alerta. Sus pies se clavan en el suelo. Aprieta los puños con fuerza. Puede sentirlo. Puede sentir esa sangre bombear, desde el corazón hacía sus extremidades. Es un corazón puro, sin rencor.
                —¡Qué pena! —murmura en un idioma inteligible.
                Gira sobre sus pies, y su capa acaricia suavemente el verde que baña los alrededores. Eleva cuidadosamente sus ojos y por fin lo ve venir. Trae una bolsa de madera entre sus manos y sonríe. Sonríe como todos los niños a su edad. Como solían sonreír sus niños. Sus sentidos perciben todo, absolutamente todo. Puede notar los vendedores a su alrededor. Puede oír sus conversaciones. Pero sin embrago, cuando aquel niño aparece en el horizonte de su mirada, todo lo demás se apaga. Solo se detiene ante los latidos de su pequeño corazón y el tintineo de su risa contagiosa. Clava sus ojos de fuego sobre el niño, sin prestarle atención a su acompañante. Sus pies se elevan sobre la grama y se desliza lentamente hacia él.
                 La sangre no miente. Esa sangre que corre a través de las venas de ese pequeño, está maldita. Maldita por ella. Y si hoy estaba aquí, era en busca de esa sangre. Se detuvo cuando la risa del niño se detuvo. Su acompañante corrió hacia ella y pasó por su lado sin verla. Respiró. Pero cuando se volvió hacia su presa, los ojos azules del niño la escrudiñaban sin compasión. ¿Podía verla?
                Dudó si hacerlo a esa hora, en ese sitio. Sabía que debía cumplir con su tarea, pero su instinto maternal le jugaba una mala pasada. Cerró los ojos y se trasportó por milésima vez a aquella noche de horror. Volvió al humo, al fuego, al dolor y al llanto. Y fue así, que recordó los ojos azules que le sonreían desde las sombras; la mirada siniestra de aquel que la había delatado. Efectivamente, eran los mismos ojos. Allí, delante de sus pies, yacía la descendencia de aquel maldito.
                Un mechón de pelo rubio revoloteó en su frente y ante el miedo, la bolsa de papel cayó al suelo, desparramando las frutas a lo largo de la calle. Oyó su corazón latir más fuerte. Sí. Podía verla. El maldito llevaba la misma esencia de sus ancestros. Sin embargo, éste no era igual que los anteriores.Éste niño era especial. Se agachó a recoger una manzana, sin dejar de observar al pequeño que se mantenía tieso ante ella.
                — ¿Es que acaso no vas a correr si quiera? —Su voz lúgubre, hizo estremecer sus cuerdas vocales. Hacía cuánto que no hablaba. El niño de cabellera dorada como el sol, seguía inmóvil. Aunque podía percibir su temor, no apartaba la mirada de ella. — ¡Pero cuánta valentía! —Se incorporó, oscureciendo el paisaje. Las nubes borraron el celeste del cielo, y un viento huracanado golpeó las mejillas de los asombrados transeúntes, que corrían para refugiarse de la inminente tormenta.  De un momento a otro, solo ellos dos permanecían en las vacías calles de Salem.  Un niño y una bruja.
                —¿Qué pasa? ¿No le temes a los rayos? —Y la tarde oscura brilló titilante ante los gritos del firmamento. —O quizás…—Destapó su rostro arrugado y dejo ver sus ojos de fuego y sus cicatrices satánicas. Las dos bolas anaranjadas que eran capaces de ayuntar hasta los más extraños espíritus, se posaron sobre él.   —No puedes ocultar tu miedo ante mí. Puedo escuchar el bombeo de ese corazón temeroso que ansía desesperadamente correr en busca de consuelo.
                Y entonces, un brillo resplandeció en la tarde que se había vuelto negra. Fue cuando los dientes blancos del niño dorado, centellaron en la desolada ciudad.
                —¿Cuál es la gracia? La muerte no es para nada graciosa. No para un niño como tú.
La sonrisa del pequeño se hacía cada vez más grande, más blanca. Una gota cayó sobre su nariz, y otra más y otra. La lluvia los embebió a los dos. Las gotas heladas recorrían la cara de la bruja que intentaba controlar su ira. Caían, también, sobre la del niño que no dejaba de sonreírle.
                —No hace falta que me mates. —Por fin habló.
                —Ah. Con que puedes hablar. —El niño asintió— Claro que hace falta. A eso he venido. No puedo dejar este lugar sin saldar mis cuentas.
                —Mis abuelos ya han pagado sus cuentas.
                —¡No! —Rujió el cielo una vez más. —Tu sangre también tiene que pagar.
               —No es necesario, y lo sabes. —El azul de sus ojos se volvió más intenso. Su cabello brilló como un faro en la oscuridad y de su piel blanca, destellos de cristal encandilaron a la bruja. Hablaba como un hombre.
                —Tú… tú no eres…—Titubeó.
                —Sí y no.
                —No me importa quién eres. Aquí y ahora saldarás tu deuda.
                —Yo no te debo nada. Nadie en este tiempo, te debe nada. Lo sabes. De de otra manera, ya hubieses acabado conmigo. Tu poder es enorme, y yo no puedo hacer mucho. ¿Verdad?
                La lluvia seguía haciendo charcos en la calle, y los rayos no dejaban de caer en el horizonte. Sin embargo, el niño inundaba de luz su alrededor. Sus ojos detenidos en los de ella, sus labios abiertos y su rostro mojado.  Y fue cuando lo notó. El silencio. Ya no oía el latir del corazón de su oponente. ¿Hacia cuánto que no lo escuchaba? Había estado tan ocupada atemorizándolo, que no se había percatado de ese detalle. Todo era paz.
                —Si no acabo contigo ahora, mi alma no descansará en paz. Ni la mía, ni la de…
              —Ellos descansan en paz. Te lo puedo asegurar. Te lo vuelvo a repetir, no es necesario que termines así. Sí me matas, la lluvia lavará mi sangre de tus manos, pero no por mucho. Porque irás por más.
                —Te equivocas. Sólo quiero tu sangre. Tú… Tú eres el último. El ultimo de mi lista. Contigo se acaba mi camino, mi karma, mi destino. Contigo me entrego a la muerte eterna y te llevo conmigo para arder en el infierno.
                —Si así lo deseas. —Agachó la cabeza, y se arrodilló ante los ojos anaranjados. Su piel volvió al color normal, blanquecino y pálido. Sus cabellos al amarillo del sol. Ya no había luz en él. Y su corazón volvió a latir. Y entre la lluvia y el viento lo vio rendirse ante ella. Le ofreció su vida, su sangre.
                La bruja se agachó, susurró palabras extrañas al oído del pequeño. Sonrió. Volvió a cubrirse y se elevó por el aire. Mientras el sol se abría ante Salem, el sonido de un corazón puro, latía una vez más a través del atardecer que recuperaba el color.

En el nombre de Dios



Joanna gritaba con la mirada. Con los ojos miedosos y las lágrimas cayendo por sus mejillas, rogaba por su vida. Un sonido seco y sus ojos permanecieron abiertos pero esta vez, sin expresión alguna. Con la sangre que manaba de su herida, dos almas se alimentaban.
El cuerpo de la joven todavía estaba tibio cuando la policía llegó al lugar. La encontraron amarrada en la cocina, rodeada por un charco de sangre.  En su frente, una cruz pintada con lápiz labial. 
                —Este crimen se relaciona con el anterior. Mismo modus operandi. —apagó la grabadora y se retrajo en las fotos en la pared del living. Salvo la habitación donde había ocurrido el crimen, la casa parecía en orden. Limpia y organizada. Un poco de atención a los detalles y supieron que se trataba de la casa de la joven.
                —Agente Ramírez, aquí. —un cadete lo llamaba desde las escaleras. Avanzó con el paso seguro sabiendo lo que iba a hallar. Ya lo había visto en el caso de Linda Martinez. En la habitación de la joven, desperdigadas por el piso, cientos de fotos de la occisa en diferentes momentos de su vida cotidiana.
                —¿Estamos tratando con asesino serial? —preguntó el muchacho a su lado.
                —Así parece, cadete. Así parece.
Tres horas más tarde, revisaba el cuerpo de la joven junto con el forense.
                —Igual que Linda. —exclamó el forense mientras lavaba el cuerpo de la joven.
                —Lamentablemente, sí.
                —Un asesino serial. En este lugar. Increíble.
                —Lo que más me martiriza es saber que quizás me lo cruce todos los días. O que tal vez lo conozca.
                —Puede ser de otro sitio.
                —No lo creo. Las fotos que ha sacado indican que ha estado vigilando día y noche a sus víctimas. Es alguien de aquí. Lo sé.
Sonia Romero tenía veinte años. Vivía con sus padres hasta que ambos murieron en un accidente, dos años atrás. Sin hermanos. Trabajaba en la librería del pueblo. Dulce, bonita y rubia.  Las manos del detective temblaban mientras escribía los datos de la joven.
Se dirigió a la librería a interrogar a sus conocidos. La última vez que la habían visto, había sido el sábado, cerrando el negocio. Un compañero afirmaba que la había visto subirse a un coche negro. No vio placas ni detalles. Otra jovencita, aparentemente una amiga intima, le dio información de la vida amorosa de Sonia. Estaba saliendo con un muchacho más grande que ella y según su juicio, de muy mal talante. ¿Habría sido él quien la había venido a buscar? No. Según ellos, el novio la pasaba a buscar en una moto.
Los días pasaban y el tercer cadáver apareció sin haber resuelto los dos casos anteriores. A la pizarra del detective se agregaba el nombre de Julieta Rodríguez.  Lo mismo. Sólo que en este caso particular, el asesino había dejado algo más. Junto a las fotos, y bajo la cama de la joven, un rosario dorado brillaba ante el lente del fotógrafo que capturaba la escena. Con cuidado lo depositaron en una bolsa y lo llevaron de inmediato a analizar.
Se encontraron varias huellas en él. Debían pasar varias horas hasta que pudiesen separarlas y clasificarlas. El detective Ramírez, caminaba por las paredes. Odiaba no tener nada en concreto. Odiaba esperar a los resultados. Quería actuar, arrestar a alguien.
                —Señor, teléfono para usted. —le dijo su secretaria mientras él pretendía dormir un poco. Había descolgado el suyo y no deseaba ser molestado por unos minutos. Debía ser importante.
                —¿Hola?
                —Si usted quiere salvar a la próxima debería estar pensando en salvar su alma primero.
                —¿Quién es?
                —Salve su alma, detective. —Y colgó.
Permaneció quieto con el tubo en la mano hasta que la secretaria volvió a entrar. Traía un sobre en su mano.
                —Acaban de dejar esto para usted.
Desesperado arrancó la cinta y se encontró con un CD. Inmediatamente, lo colocó en la computadora y una filmación comenzó. El asesino había grabado sus asesinatos. Un compilado de las tres muertes. Cerró la notebook antes de ver como las mataba. Mandó a analizar el sobre y el CD. Nada. La llamada telefónica le había dado un indicio. Los asesinatos tenían un tono religioso. ¿Qué tenían estas jóvenes para ser asesinadas? ¿Qué tenían en común? Se volvió sobre su pizarra y los datos que tenía. No eran muchos. Pero… esperen un momento. Las tres asistían a la misma Universidad. Volvió sobre sus pasos, tomó su saco y se dirigió hacia la Universidad Católica.
Hablo con el cura que presidía el consejo, con los profesores y los alumnos. Un gran hallazgo le permitió sonreír por unos segundos. Las tres asistían a una misma clase; religión.
Sin pensarlo, anotó los horarios y esperó a que el profesor comenzara con su trabajo. Un hombre alto, corpulento y de cabellos enrulados hizo su entrada pasada la hora. Con él, el joven ayudante de cátedra que lo observaba en cada movimiento. El detective se había sentado al final del auditorio a observar todo. El profesor hablaba de los discípulos, de los pecados, de la fe, con lentitud, con cadencia. Más de un alumno cabeceaba ante su discurso. Dos horas después la sala se convertía en un hormiguero. El profesor y el ayudante permanecían en el escritorio hablando acaloradamente. Discutían.
                —Buenos días.
                —Buenos días. —contestó el profesor, mientras que el joven tomó sus cosas y se marchó sin saludar.
                —¿Profesor López?
                —Así es. ¿Con quién tengo el gusto?
                —Detective Ramírez. —extendió la mano y la apretó con fuerza contra las del hombre.
                —¿en qué puedo ayudarlo? —preguntó, mientras acomodaba sus papeles.
                —Quisiera hablarle de algunos alumnos. ¿Tiene un momento? ¿Nos sentamos?
                —Sí, como no. ¿de quién quiere hablar?
                —¿Sabe usted que a tres alumnas suyas han sido asesinadas?
                —Sí. Lamentablemente. Romero, Martínez y Rodríguez. Todo el mundo habla de eso. ¿Cómo para no saberlo?
                —Es cierto. Pero…
                —Supongo que… que ellas hayan compartido mi clase lo trae hasta aquí.
                —Así es.
                —Quisiera preguntarle dónde estuvo usted la noche en que…—Hablaron por media hora. El profesor parecía tranquilo. Calmo. Y sobre todo, tenía una coartada comprobable. Cuando estaban por despedirse, el ayudante ingresó a la sala corriendo. Lucia desencajado.
                —Disculpen. Pensé que habían terminado. —exclamó sin levantar la vista.
                —Sí. Terminamos. —el detective se puso de pie, saludó al profesor y se dispuso a salir no sin antes hacer un análisis del personaje que tenía en frente y unas cuantas anotaciones mentales. La primera, era averiguar de quien se trataba. Una vez cerrada la puerta, permaneció allí, tratando de oír lo que hablaban. Volvían a discutir. Alcanzó a escuchar unas palabras que lo alertaron de inmediato.
                —Le dije que no lo hiciera.
                —Son unos idiotas. No hacen nada bien. ¡Nada! —los pasos se acercaban y el detective se escabulló en salón contiguo justo a tiempo.
Se paso toda la noche estacionado en la casa del profesor. Lo había estado siguiendo por toda la ciudad. Nada raro. Lo único que le llamó la atención fue la necesidad de ir a misa después de cenar. Salió solo y caminó hasta la iglesia en plena penumbra. Lo más raro fue ver al ayudante de cátedra, llegar en una moto negra, unos minutos después que el profesor. Chequeó el arma y salió, guiado por el camino que se abría al costado de la iglesia. La puerta de la sacristía estaba abierta. Afortunadamente, no había nadie. Lentamente, abrió la puerta que conducía a la iglesia y observó la escena. El profesor hablaba enérgicamente con el ayudante de cátedra, mientras que otro joven permanecía a su lado con una gorra en la mano. Necesitaba escuchar. Con mucho cuidado se arrastró tras el altar y fue costeando los bancos hasta acercarse un poco más a los individuos.
                —No. Ella no.
                —¿Por qué no?
                —Porque es muy peligroso. Podría haber cámaras en la casa.
                —Lo podemos hacer en otro lugar.
                —Nos descubrirían.
                —No. Si no lo han hecho hasta ahora.
                —¿y tú? Pedazo de idiota. ¿Cómo se te ocurre enviarle un video al policía?
                —Le dije que no…
                —Tú te callas. Estoy hablando con tu hermano.
                —Ahora tenemos al tipo ese en nuestra puerta. Vamos a dejarlo así por un tiempo. Hasta que se calmen las aguas.
                —No. Hay que seguir. Hay que seguir con la tarea.
                —¡Dije que no y es no! —exclamó al tiempo que le daba una bofetada. Suspiró. —Lo siento, hijo. Seguiremos con la tarea…—lo ayudó a incorporarse—pero no ahora. Deja que se calme todo. Me dolería verlos a los dos, tras las rejas.
—Pero…papá…
                —¡Policia! ¡Arriba las manos! —gritó el detective mientras se acercaba, empuñando el arma.
                —Ja. Detective Ramirez. Bienvenido a la casa de Dios.
Un golpe seco en la espalda lo desmayó y cayó sobre el piso helado.
Se despertó y la cabeza le daba vueltas. Cuando por fin abrió los ojos se encontró con el profesor y sus dos hijos mirándolo fijamente. Pudo darse cuenta que estaba en su casa, en su cocina. Al igual que las jóvenes, atado a una silla. Una cámara filmadora lo grababa todo.
                —¡Quien diría que tendríamos que matarlo, tan pronto, detective! Quizás, si n fuese por este idiota, usted seguiría vivo un tiempo más.  Pero no por mucho. Sabía que sería usted quien descubriría todo. —el hombre se zarandeaba en la silla, intentando hablar. — ¿Nos quiere decir algo? —el profesor retiró la mordaza.
                —Los descubrirán. Aún si me matan. Todos saben que fui a verlo hoy. Todos sabrán que fue usted.
                —Oh no.  Para cuando descubran que fuimos nosotros, estaremos muy lejos. —le volvió a poner la mordaza. —Hijo mío, te libero de tus pecados. —hizo la señal de la cruz y se alejó. Los dos muchachos lo observaban con ansias, como si desearan ese momento. El más grande tomó un cuchillo y lo acercó a su mejilla. Por más que intentase mantener la calma, temblaba como una hoja.
                —Veamos qué tenemos por aquí. —le cortó la mejilla suavemente y con su sangre, le hizo una cruz en la frente. —Lo más lindo es que usted sabe cómo va a terminar esto. 
Mientras los hermanos rezaban, el detective logró zafarse de las muñecas. Aun así, se mantuvo tieso, expectante.
                —Veamos qué tiene para decir. —le quito la mordaza y fue en ese instante en que supo que si no actuaba rápido, su vida terminaría allí, en el piso de su cocina. Movió la cabeza rápidamente, dejando inconsciente a uno de ellos. Logró soltar ambas manos con rapidez y arremeter contra el segundo que cargaba el cuchillo. La pelea fue fuerte y sangrienta. Aparentemente la suerte estaba de su lado. El profesor los había abandonado.
Se deshizo de los dos. Llamó a la estación de policía y dio aviso a sus compañeros. El iría en  busca del último demonio. Llegó a la casa del profesor y siguiendo su instinto entró por la parte trasera de la casa. Tenía la ropa rota, la cara magullada y la camisa ensangrentada. Parecía no haber nadie en el lugar. Subió las escaleras, revisó las habitaciones, una a una. La última estaba cerrada con llave. Volvió a revisar su arma y arremetió contra la puerta. Lo que encontró dentro lo dejó sin aliento.  Miles de fotografías de asesinatos, cuerpos mutilados y muchas cosas más que no vio porque debió salir. Un ruido proveniente de abajo lo alertó. Caminó despacio, guiado por su instinto. Allí, a los pies de la escalera subía el profesor con un bolso en la mano.
                —¿Va a algún lado? —la pregunta lo paralizó. —Parece que no. —Disparó tres veces cuando lo vio abalanzarse hacia él.
Padre e hijos practicaban sacrificios que, supuestamente alababan a Dios. El cura de la iglesia era uno de sus cómplices. Las tres jovencitas habían sido catalogadas como pecadoras y por eso, se deshicieron de ellas. El más grande y apuesto, el ayudante de cátedra, las conquistaba para luego ser asesinadas.
 El detective Ramírez recibió una condecoración por su labor ejemplar y fue ascendido a comisario. Más no aceptó el puesto y se mudó a la zona costera, dedicándose a pescar y a pasar los días en el mar.