"Franco; Se quedó en Boedo.
Solo. Cuídalo. Por favor. Te lo ruego… Después de todo es…”
No quiso ir al encuentro del
punto final. Mucho antes de terminar, rompió la carta en mil pedazos. Los
fragmentos cayeron sobre un platito de acero, que hacía de cenicero. Encendió un fósforo y allí
ardieron en unos pocos segundos.
¿Hacía cuánto que no lo veía? Ya
no recordaba la fecha, ni el mes. Lo último que sabía era que su madre se había
mudado a Mar del Plata y él había continuado sus estudios aquí, en la
capital porteña. Solo.
Tenerlo tan cerca, sabiendo que su hermano ya no estaba, lo inquietaba. Porque antes, cuando se marchaba de viaje, lo tranquilizaba que aún su presencia estaba en todos lados. Sin embargo nunca fue capaz de afrontar nada.
Se veían muy poco y era mejor así. Por ella, por él chico, por su hermano, por él y por su familia. En fin, por todos. Había aprendido a dejar todo atrás. A apartarse. A olvidar. Cerró con candado de siete llaves, esa maldita noche buena, donde cometió el peor error de su vida. Dejó ese recuerdo en el último mueble antiguo que tenía en la tienda, dentro de un cajón trancado por los años de humedad. Allí lo metió y no lo sacó nunca más. Lo obligó a vivir sin luz, sin agua y sin aire. Para que muriese. Ella, por su lado, juró hacer lo mismo. Y así vivieron hasta hoy. Hasta hoy que quemó su carta y él entró por la puerta de la tienda con una valija.
Tenerlo tan cerca, sabiendo que su hermano ya no estaba, lo inquietaba. Porque antes, cuando se marchaba de viaje, lo tranquilizaba que aún su presencia estaba en todos lados. Sin embargo nunca fue capaz de afrontar nada.
Se veían muy poco y era mejor así. Por ella, por él chico, por su hermano, por él y por su familia. En fin, por todos. Había aprendido a dejar todo atrás. A apartarse. A olvidar. Cerró con candado de siete llaves, esa maldita noche buena, donde cometió el peor error de su vida. Dejó ese recuerdo en el último mueble antiguo que tenía en la tienda, dentro de un cajón trancado por los años de humedad. Allí lo metió y no lo sacó nunca más. Lo obligó a vivir sin luz, sin agua y sin aire. Para que muriese. Ella, por su lado, juró hacer lo mismo. Y así vivieron hasta hoy. Hasta hoy que quemó su carta y él entró por la puerta de la tienda con una valija.
—¿Te
vas de viaje? —Preguntó cuando lo vio entrar.
—Es
de tu hermano. Llegó hoy temprano. —Le
extendió una llave.
—Veamos.
—Tomó la llave y bruscamente abrió la valija. Recorrió los objetos con manos
inquisidoras y preguntándose, seguramente al igual que el chico, si aquello
tendría algún significado. —Tu padre… tu padre… —Pronunció esas palabras y
sintió en lo más profundo de su ser, algo que se desprendía; algo que se
soltaba, que se abría.
—¿Hay
algo de valor?
—Tal
vez se pueda vender la muñeca. Hay coleccionistas que pagan muy bien por ellas. Pero depende. Si pertenece a una colección ó si fue o no restaurada...
Se marchó al rato con las manos
vacías. Franco permaneció en silencio mirando la valija y repitiendo en su
cabeza la conversación que acaba de tener con su… con su… con su sobrino. No
estaba listo para abrir ese cajón. Si bien habían cedido las siete cerraduras
de ese candado viejo y oxidado hacia solo un momento —eso era lo que había
sentido—, no estaba dispuesto a dejar escapar ese recuerdo. No aún. No así. O
quizás nunca. Con suerte, para cuando alguien lo encontrara ya él estaría muerto.
Dejó de pensar en eso. Maldijo la carta. Maldijo la muerte de su hermano. Se maldijo a él.
Dejó de pensar en eso. Maldijo la carta. Maldijo la muerte de su hermano. Se maldijo a él.
Pasó tres meses pensando qué
hacer con la maldita valija, que con ojos atentos lo observaba mientras daba
vueltas por la tienda. Tuvo deseos de tirarla. Tuvo deseos de abrir ese cajón
donde guardó aquel recuerdo y ponerla allí, para que también muriese por falta
de luz y oxigeno. No pudo. ¿Por qué? Sabía por qué. Se limitó a dejarla sobre una cajonera antigua.
Esther, su hija, apareció una
tarde calurosa junto a una amiga. Los padres de la chica buscaban una lámpara específica. Las dos
caminaron a través de los muebles y del pasado por varios minutos. Miraban,
comentaban, reían. Franco las observaba desde el mostrador, con el termo y el
mate recién preparados. ¡Qué grande y bella estaba su hija! Era el calco de su
madre. Verla sonreír, y hacer muecas con su amiga lo trasportó de vuelta y sin
escalas al cajón de aquel olvidado mueble, que nadie había querido comprar
jamás. Quizas por que nunca lo había ofertado. ¿Sabrían lo que había dentro? Y como si una pizquita de aquel recuerdo
lo nombrara suavemente, escuchó su nombre en la tienda. Posó sus ojos en
aquella cajonera antigua a la espera de más palabras. Pero el nombre de su… de
su… de su sobrino, no provenía de allí. Esther lo pronunciaba abiertamente y
sin tapujos. Ella y su amiga, hablaban de él a la distancia. La curiosidad, o
quizás el remordimiento, o quizás el fantasma del pasado le dio un empujoncito
y lo acercó. No supo bien por qué, pero ahí estaba, con un mate en la mano,
junto a las dos jovencitas.
—¿Qué
pasó con tu primo, Esther?
—Rodolfo
me contó que va a trabajar para la aseguradora del viejo.
—¿Y
la Facultad?—Preguntó sorprendido.
—La
va a dejar, dice. Va... creo... eso es lo que me contó Rodolfo. ¡Que lastima!
Tanto que le costó entrar… ¿No? —Su padre asintió.
Unos minutos después y la tienda estaba de vuelta vacía. Envuelta, otra vez, en esa aura mística que solo regala la sensación de transportarse al más allá.
Unos minutos después y la tienda estaba de vuelta vacía. Envuelta, otra vez, en esa aura mística que solo regala la sensación de transportarse al más allá.
Un ruido seco lo despabiló. Esther y su amiga ya se habían marchado, y
juzgando por la claridad de la tarde, podría decirse que aquella conversación había ocurrido
hacía un largo rato. ¿a dónde se había transportado Franco?
Se dio vuelta y la valija, que había apoyado sobre la cajonera, estaba abierta de par en par en el piso. Lo llamaba a gritos. Gritos que solo él era capaz de escuchar. No se sorprendió. Él estaba convencido que las cosas le hablaban. Y por ello, es decir gracias a esa habilidad oculta, había llegado hasta donde estaba.
Se dio vuelta y la valija, que había apoyado sobre la cajonera, estaba abierta de par en par en el piso. Lo llamaba a gritos. Gritos que solo él era capaz de escuchar. No se sorprendió. Él estaba convencido que las cosas le hablaban. Y por ello, es decir gracias a esa habilidad oculta, había llegado hasta donde estaba.
Se acercó despacio, tembloroso, como el condenado a muerte, se acercara a su verdugo. Se arrodilló en el piso,
con la cabeza gacha. Sus ojos claros, recorrían cada rincón de la valija que ya
había cesado de gritar. Rozó con sus dedos arrugados cada objeto. Una lágrima
cayó sobre el libro primero. Luego otra sobre las monedas, y el mar de sal que
se desató en su pecho y purgó por salir, terminó por empapar la valija de su hermano. Mojó
absolutamente todo. El ojo azul del caballo de porcelana desapareció,
hundiéndose en las lágrimas de Franco.
Frágil, laxo, y sin lágrimas en los ojos, cerró la valija.
Apretó los dientes, juntó aire en el pecho y extendió su mano. El cajón trabado
de aquella cajonera antigua que nadie había querido comprar jamás, se destrabó. La madera reaccionó con un rugido. Lo separó del mueble con mucho
cuidado. Lo acunó en sus brazos y lo apoyó sobre la valija.
Cuando estuvo listo, bajó la vista lentamente y allí lo encontró. Su recuerdo estaba vivo, respirando y repleto de luz.
Cuando estuvo listo, bajó la vista lentamente y allí lo encontró. Su recuerdo estaba vivo, respirando y repleto de luz.