jueves, 27 de octubre de 2016

Final alternativo: Parece una tontería (Raymond Carver)



La mirada de Ann paseaba por los juguetes desparramados en el piso y observaba como Howard los acomodaba y los iba poniendo en una caja. Ninguno de los dos estaba listo para despedirse de sus cosas. Fue todo muy rápido. El teléfono volvió a sonar, pero esta vez ya no quiso atender.
—Howard… es él. El hijo de puta del pastel. Llama otra vez.
—Hola…—atendió Howard pero inmediatamente cortaron.
—Estoy tan cansada, lo haría pedazos. Lo mataría con mis propias manos. Maldito hijo de puta.
— ¿Tienes la dirección de la pastelería?
—Si…
Se abrigaron y subieron al coche cerca del atardecer. La ira, la rabia y el desconsuelo los había conducido por este camino abrupto e irracional. ¿Qué iban a buscar? Estacionaron el automóvil en la parte trasera de la pastelería y mientras decidían en silencio si bajarse o no, vieron a un hombre alto con un delantal blanco depositando una bolsa de basura dentro de un enorme conteiner.
— ¡Ahí esta! Ese es el hijo de puta que nos estuvo llamando estos días.
Se bajaron cuando el hombre ya había cerrado la puerta. A los pocos metros sus oídos percibieron aquellos sonidos que les habían resultado extraños en el teléfono. El horno, las maquinas trabajando y una radio. Ann golpeó la puerta tres veces. Debió repetir los golpes dos veces más hasta que la puerta se abriera. El hombre del delantal se erguía frente a ellos y de cerca se podían ver las manchas de dulce y chocolate sobre aquel blanco que de lejos parecía impoluto. Sus miradas se encontraron.
—Es usted.
—Si soy yo…—decía mientras se abría paso e ingresaba a la pastelería sin pedir permiso. Howard la siguió por reflejo ya que aún no había descifrado qué hacían allí. Su esposa en cambio, lucia segura y a la espera de respuestas.
—Señora, deme unos minutos que ya le alcanzo su pastel.
—No es necesario. Scotty no recibirá su pastel de cumpleaños. El lunes lo atropelló un auto y estuvo en una especia de coma hasta hoy a la mañana, cuando falleció.
—Señores, lo siento mucho. No sabía.
—¿Debería saberlo? No. Vine para para pedirle que deje de llamarnos.
El pastelero les ofreció unas sillas y mientras se limpiaba las manos enharinadas en la parte trasera del delantal, les ofrecía una taza de café. Su semblante había cambiado y no parecía el mismo hombre tosco y maleducado de antes. Sus ojos brillaban y el matrimonio no entendía por qué aquella noticia le había provocado semejante sacudón.
—Siéntense. Permítanme serviles unos pastelitos y unas tortas con el café. Seguramente no han comido nada en el día de hoy.
—No señor, gracias. Estamos bien. Ya debemos irnos. — dijo Howard mientras buscaba la mirada de Ann para incorporarse y marcharse. Ella se había acomodado en la silla y asentía mientras él le ofrecía una bandeja repleta de pastelitos que aún humeaba. Al cabo de unos segundos la boca se le hizo agua y la falta de comida de esos últimos días se presentó con fuerza. Tomó un pastelito y lo saboreó con calma.
El pastelero también se había servido una taza de café y los observaba mientras devoraban los primeros pastelitos. ¡Cuántos recuerdos le traían esos rostros! De pronto todo lo que había querido olvidar, se volvió nítido y tangible. Las miradas, los ojos rojos de tanto llorar, las diferentes etapas; la del odio y la bronca, la de la resignación. Todo estaba ahí otra vez, delante de sus pupilas, representado por ese matrimonio tan distinto a él y a Jane.
—Lo siento mucho. No fue mi intención molestarlos con las llamadas. Si hubiese sabido que su hijo…
—No podría usted saberlo.
—Créanme que sé lo que sienten en este momento. Lo sé. —carraspeó antes de llevarse la taza a la boca.
Ann y Howard lo observaron expectantes. ¿Qué es lo que iba a decir? ¿Qué podría saber el, un pastelero?  Ann pensó en el día que lo observaba mientras ella hacia el pedido. Había pensado que ese hombre no debería tener hijos por la manera tan fría y cortante con la que la había atendido. Sin darle importancia a un acontecimiento tan significativo. Ahora, allí todo tomaba otro color y a través de esa mirada brillosa pudo observar el mismo dolor que sus ojos debían expresar.
—Aaron murió cuando tenía seis años. También fue un accidente. Jane, mi esposa, y yo estábamos desbastados. No pudimos soportar tanto dolor. Ella decía que al verme, veía a Aaron y a los pocos días del entierro, se suicidó. Desde ese día, no he dejado de trabajar. Solo vuelvo a casa a dormir y regreso aquí, donde el calor de los hornos y el sabor de mis pasteles, me ayudan a seguir viviendo.
Ann y Howard se pararon al unísono y se acercaron al pastelero. Ese enojo y esa bronca que habían traído consigo habían quedado del otro lado de la puerta o quizás dentro del coche. Ahora, un aura de empatía los envolvía. Miraban y sentían lo que él estaba sintiendo. Compartían el mismo dolor. Jamás pensaron que compartiesen tantas cosas con un simple pastelero. Tampoco pensaron que allí, en ese lugar sucio y desordenado encontrarían la paz que tanto estaban buscando.

martes, 25 de octubre de 2016

El perdón



Nerina había dejado la ciudad estrepitosamente y se había refugiado en el campo de sus padres. Desde ese entonces, no había habido cartas, ni mensajes, ni telegramas con las mujeres de la casa. Sólo Don Manuel, su padre, la visitaba apenas tenía oportunidad.
            La última vez que había estado en Buenos Aires, había sido para el entierro de su madre. Pero aún en esa ocasión, no se había dejado ver. Había permanecido alejada del cortejo y desde la distancia, se despidió de la mujer que le había dado la vida. Y aunque su mente le gritaba que debía hacer las paces con Sofía, su hermana, su corazón no era capaz de olvidar la traición.
            Todo cambió la mañana en que recibió una carta en la que le informaban que su querido padre, Don Manuel de Alarcón, se encontraba al borde de la muerte. Recorrió las leguas que la separaban de la ciudad lo más rápido que pudo. Las lágrimas se secaban sobre sus mejillas congeladas, y a pesar que le nublaban la visión, se permitía liberarlas. Jamás le había dado vergüenza llorar, gritar, reír. Su padre le había enseñado que los sentimientos no se guardan. En cambio, si uno los almacena en el pecho, los positivos dejan de ser tan lindos, por no compartirlos y los negativos, se convierten en gangrena. “Y entonces, se te pudre el alma, hija.” Solía decir. Y aunque lo había convertido en su estandarte, no siempre le funcionaba. Fueron esas palabras las que oyó en su cabeza, aquella tarde frente a Sofía.
            Aminoró el trote en la última cuadra. Buscó relajarse y calmar su agitación, antes de enfrentarse a ella y a sus recuerdos.
            —Tranquila, Nerina. Tranquila. —Susurraba mientras se desmontaba del caballo. Caminó despacio, guiando al alazán, hacia el fondo de la propiedad.
            —¡Mi niña!—Reconoció aquella voz. La voz de la mujer que la había visto nacer y convertirse en mujer. La misma que hubiese ido tras sus pasos, si su madre se lo hubiese permitido.
            —Rosario. —Se abrazaron largo y tendido. Lloraron ambas. — ¿Cómo está?
            —Grave. Pero gracias a Dios, estás aquí. ¡Se alegrará tanto de verte!
            —¿Y Sofía?
            —En la misa de Santo Domingo. Llegará pronto. Vamos. Aprovechemos que estamos solas. —Subieron las escaleras en silencio. Atravesaron el pasillo y se detuvieron en la puerta de la habitación de su padre.
            —Vamos, Nerita. Hay que ser fuerte. —Abrió la puerta y el aroma a romero las abrazó.
            —¿Qué es eso?
            —Puse a quemar un poco de romero. Me dijeron en el mercado que…
            —¿Nerina?—La voz de su padre, que una vez había sido gruesa y fuerte, hoy se expresaba baja y con susurros.
            —Soy yo, papá. —Se acercó y tomó su mano. —Estás helado. Rosario, tráele una manta y prende el brasero, por favor. Hace mucho frío aquí.
            —Sí, claro. Enseguida vuelvo. —La puerta se cerró y la habitación quedó en silencio. Solo se sentía la respiración agitada del anciano que luchaba por enderezarse en la cama.
            —¿La has visto?
            —Aún no. —Respondió mientras le acomodaba las almohadas.
            —Hija, tienes que perdonarla. —Elevó la mano y acarició su mejilla helada y enrojecida— Tienes que olvidar. Tú sabes que para mí siempre…—tosió— siempre serás…
            —Shhh. No hace falta que lo digas. Usted y yo lo sabemos.
            —Papá… Ya estoy aquí—la voz de Sofía llegó a sus oídos lentamente. —¿A que no sabes a quien…?—Se detuvo cuando reconoció la figura que le daba la espalda. —¿Qué hace ella aquí?
            —Sofía, por favor.
            —Vine a ver a mi padre. —Respondió sin darse vuelta.
            —Ja. ¿Tu padre?
            —¡Basta! —Exclamó Rosario, quien entraba con la manta. —No es el lugar, ni el momento. Ahora las dos, se me van derechito a la cocina y las tres, vamos a tener una conversación como gente adulta. ¡Vamos! Salgan de aquí y dejen descansar al pobre Manuel.
            Nerina y Sofía deshicieron el camino hasta la cocina sin decir una palabra y con las caras largas. Fue cuando se acomodaron en la misma mesa que habían desayunado, almorzado y cenado de niñas, que la tensión se hizo insoportable. Una de las dos, debía hablar. Nerina, con su humor irónico, dejó fluir lo que tenía guardado desde hace años.
            —Me contaron que se casó con María Clara del Castillo, la hija del Regente General ¡Qué curioso! La vez que los descubrí parecía que…
            —Basta. Tú sí que no olvidas…
            —¿Cómo me voy a olvidar de lo que mi pequeña hermana estaba haciendo con mi prometido?
            —Él no…
            —Oh sí. Claro. Tienes razón. Para el momento que pusiste tus garras sobre él, aún no era mi prometido. Sólo faltaban unas pocas horas para anunciarlo, ¿no es cierto?
            —No fue así. Créeme, Neri...
            —Ya no tiene caso. No se quedó contigo tampoco. ¿Qué pasó? ¿No le gustabas lo suficiente?
            —Nerina de Alarcón. —tronó la voz de Rosario en la pequeña cocina. —Ya basta con necedades. ¿Acaso no ven que su padre está muriendo? Y ustedes, en lo único que piensan es sacarse los ojos. ¡Jesús! ¿Qué he hecho para merecer esto?
            —Es ella, Nana. Ella no quiere entender razones. —Sollozó Sofía que temblaba sobre la banqueta.  
            —No hay mucho para entender, Sofía. Tú te besuqueaste con el prometido de tu hermana. ¿Sí o no?
            —No fue así…
            —¿No fue así? Tu hermana es una loca que la lleva el demonio. Igualita a tu padre. Sí. Pero… ¿Qué piensas que harías tú, si la encuentras con el señorito Juan Cruz? —No había reproche en su voz, más bien ganas de solucionar las cosas y hacerla entender.
            —No lo sé.—dudó.  
            —¿No lo sabes?
            —Yo le pedí perdón, Nana. Ese mismo día. Me arrodillé a sus pies, rogándole que me perdonase. Quería explicarle que todo había sido un error. Que él…—las lagrimas iban cayendo una a una sobre su regazo.
            —Yo lo amaba, Sofía. Lo amaba.
            —Pero él me amaba a mí, Nerina. A mí.
            —¿Qué dices?
            —Lo que oyen. Tu querido prometido, estaba enamorado de mí. El me buscó aquel día en la biblioteca. El me arrinconó y me besó. Piensa. Recuerda. ¿Qué viste, Nerina?
            —No puede ser. Tú… tú estás inventándolo todo.
            —Rosario… tu sí me crees, ¿verdad?
            —¡Ay mi niña! —suspiró—No sé qué pensar. Ustedes dos me van a volver loca.
            —No la escuches. Miente. Miente para que la perdone.
            —No necesito que me creas.—Se enjugó las lagrimas y se puso de pie— Ni tú tampoco—dirigiéndose a su Nana que la observaba con un velo de pena y con la mirada brillosa—Ya no. Puedo vivir tranquila con mi conciencia. —caminó hacia la puerta. — Nerina, dejaste de ser mi hermana el día que no me quisiste escuchar. —exclamó y desapareció.
Rosario lloraba a moco tendido y Nerina daba vueltas por la cocina con una taza de mate cocido en la mano.
            —No es cierto. No puede ser cierto.
            —Niña, ¿Alguna vez… oíste su versión?
            —No. Nunca se lo permití.
            —Pues debiste. Es tu hermana. Tal vez…
Nerina depositó la taza en la mesa y salió hacia la caballeriza. Ensilló su caballo y salió.
            —¿Dónde vas? ¿Vuelves al campo?—le gritó Rosario desde la puerta.
            —No. Enseguida regreso.
Volvió al cabo de una hora, con los ojos hinchados y enrojecidos. Cayó de rodillas en el umbral de la puerta de la cocina y sollozó en silencio.
            —Niña. — Rosario se acercó despacio y lentamente, la ayudó a incorporarse— ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde has estado? Háblame.
            —Fui a su casa. Fui a verlo. Sofía…
            —¿Qué? ¿a quién?
            —Sofía no miente, Nana.
            —Ay Dios bendito. —Exclamó, mirando al cielo— Hombres. Hombres del demonio que solo traen problemas. Anda… Ve. Corre y dile que lo sientes. Amígate con tu hermana que tanto te quiere.
            —Ay Rosario. No va a ser tan fácil. La humillé, la desterré de mi vida… No me perdonará jamás. La conozco. ¿Acaso no oíste lo que me dijo?
            —Al menos, inténtalo. Vamos. Está en su recamara llorando. Puedo oírla desde aquí.
            —No. No ahora. No me escuchará. Me voy a mi habitación. Necesito pensar.
Manuel de Alarcón falleció tres días después de la llegada de Nerina a Buenos Aires. Después del cortejo y porque se lo prometió a su padre en su lecho de muerte, Sofía oyó lo que su hermana tenía para decirle. Vio las lágrimas, y compartió su dolor. Cuando hubo finalizado, ya laxa de tanto llorar, se acercó, tomó sus manos y susurró;
            —Ahora soy yo quien necesita tiempo para olvidar. Para sanar. Siento tu dolor, y acepto tus disculpas. Ese dolor que sientes, es el mismo que sentí yo, cuando te marchaste. Cuando por castigarme a mí, nos abandonaste. No. No llores más. Quizás… Quizás yo hubiese reaccionado de la misma manera. No lo sé. Pero hoy, mi corazón necesita tiempo. ¿Entiendes?
            —Sí, claro. Entiendo. Y sé que la distancia y el tiempo, son los mejores amigos para sanar un corazón herido. Mañana regreso a la estancia. Me quedaré allí unos días hasta cerrar algunos asuntos y luego volveré. Volveré a la ciudad, para estar cerca de ti. Por que cuando tu corazón decida perdonarme, aquí quiero estar. Bien cerquita. Para que puedas mandarme a llamar y que volvamos a ser lo que éramos.
            —Ya nunca seremos las mismas. Lo sabes. Pero confío en que pasaremos este trago amargo.
            —Ojalá.  

Más allá del mar



Mariano se recostó bajo la sombrilla para alejarse del sol recalcitrante del medio día. María del Carmen, más allá, leía una novela romántica con los lentes puestos para evitar que el reflejo la molestara. Llevaba un sombrero de ala ancha que protegía su cara, lo único que no deseaba tostar.
Sonrió y volvió su vista hacia el azul del mar. Las olas lo llevaron hasta el horizonte. El horizonte lo condujo hasta las costas europeas. Y luego, los caminos que desembocan al mar, lo guiaron tierra adentro. Su cuerpo descansaba en Buzios, pero su mente y su corazón corrían atravesando ríos, praderas y montañas para llegar a ella.

Quince días atrás
—Mariano, teléfono. —la voz de Delia, su empleada, recorrió la casa, llegó al estudio y le acarició los oídos.
—¿Quién es? —preguntó cuando la vio entrar con el aparato en la mano.
—Sofía.
—¿Y le dijiste que yo estaba?
—No le voy a mentir. Yo no miento. —extendió el brazo y le alcanzo el teléfono de mala manera.  No se movió de su lugar, pese al movimiento de manos de su jefe.
—¿Hola?
—Soy yo.
—Ya sé. ¿Pasó algo? ¿Qué querés?
—Verte.
—No.
—¿por qué? Necesito que hablemos. La ultima vez…
—¿de qué?
—De nada y de todo.
—No. Estoy muy ocupado. Te dejo. Tengo cosas que hacer.
—No me vas a cortar, Mariano.
—¿Qué?
—Nada. ¿Sabes qué? Laurita, mi nieta, te quiere conocer. Le hablé tanto de vos que…
—No deberías. No sé porque seguís empeñada en meterme en tu vida. No lo entiendo.
—Vos fuiste, sos y serás parte de mi vida. Siempre. Y yo de la tuya. ¿Ves? ¿Ves todo lo que tenemos que hablar? Viajo a Buenos Aires en una semana. Espero que…—el vacio de la línea le indicó que del otro lado, habían cortado.
—¿Qué quería? —quiso saber la mujer que aún seguía parada al pie del escritorio.
—Nada.  Viene a Buenos Aires en una semana.
—¿Otra vez? ¡Dios nos libre y nos guarde!   
Faltaban dos días para la llegada de Sofía y él se mostraba como si nada pasara. María del Carmen parecía no sospechar de la tormenta que se acercaba desde el viejo continente. El horizonte se presentaba caprichoso y encapotado. Nada bueno pasaría si decidía verla una vez más. Sabía que a pesar de los años, ella seguía avivando el fuego en sus entrañas, como lo había hecho desde el primer día. Sabía que el mismo fuego que le había calentado la entrepierna, lo metía en problemas. Y él como un iluso, siempre cedía y caía en su red. Una y otra vez.
—Mariano, estás muy callado. ¿Qué pasa? —quiso saber su mujer.
—Estuve pensando… ¿Qué te parece si nos vamos unos días a Brasil? A Buzios. Hace muchos años que no vamos y…
—Es una idea magnifica. Pero…—detuvo las agujas del crochet.
—¿Qué?
—Nada. No importa.
—No. Decime. No tenés muchas ganas. ¿Es eso?
—No. La verdad que no.
—¿Por? ¿Es por Matias?
—Mira, Mariano. Nos conocemos hace muchísimos años. Desde que vos…
—No hace falta que lo digas.
—Bueno. Hace mucho. Vivimos tantas cosas. Tenemos dos hijos hermosos, y un nieto en camino. Te veo dormir cada noche. Te veo comer,  trabajar. Todo.
—¿A qué vas con esta reflexión?
—Voy a que, todo esto —levantó su dedo y lo señaló, haciendo un círculo abarcándolo completamente—tiene nombre y apellido.
—No sé de qué me hablás. ¿Vamos, o no?
—No me tomes por idiota. ¿Cuándo llega? —se puso de pie dejando caer las agujas al piso.
—¿Quién?
—¡Ay Mariano! Tantos años… y todavía no te das cuenta que sos como un cristal. Trasparente. Desde el primer día.
—Quiero irme. No quiero estar acá cuando llegue.
—¿por qué? ¿A que le tenes miedo?
—No me hace bien verla.
—Y a mí no me hace bien ver cómo te pones cuando ella anda cerca. Pero tampoco quiero que me uses. Ya estoy cansada, Mariano. Siempre es igual. A ella se le ocurre aparecer, y pone nuestro mundo patas para arriba.
—No me trates así. Sabes que te quiero, que no te abandonaría nunca. Jamás.—le dio la espalda para que no viera a través de sus ojos empañados.
—Ay Mariano…—ella se acercó, apoyó la mejilla humedecida sobre su espalda encorvada —Me abandonaste mucho antes de conocerme.
—No, María. Me abandoné a mí mismo, cuando la conocí.