La
mirada de Ann paseaba por los juguetes desparramados en el piso y observaba
como Howard los acomodaba y los iba poniendo en una caja. Ninguno de los dos
estaba listo para despedirse de sus cosas. Fue todo muy rápido. El teléfono
volvió a sonar, pero esta vez ya no quiso atender.
—Howard…
es él. El hijo de puta del pastel. Llama otra vez.
—Hola…—atendió
Howard pero inmediatamente cortaron.
—Estoy
tan cansada, lo haría pedazos. Lo mataría con mis propias manos. Maldito hijo
de puta.
—
¿Tienes la dirección de la pastelería?
—Si…
Se
abrigaron y subieron al coche cerca del atardecer. La ira, la rabia y el
desconsuelo los había conducido por este camino abrupto e irracional. ¿Qué iban
a buscar? Estacionaron el automóvil en la parte trasera de la pastelería y
mientras decidían en silencio si bajarse o no, vieron a un hombre alto con un
delantal blanco depositando una bolsa de basura dentro de un enorme conteiner.
—
¡Ahí esta! Ese es el hijo de puta que nos estuvo llamando estos días.
Se
bajaron cuando el hombre ya había cerrado la puerta. A los pocos metros sus
oídos percibieron aquellos sonidos que les habían resultado extraños en el
teléfono. El horno, las maquinas trabajando y una radio. Ann golpeó la puerta
tres veces. Debió repetir los golpes dos veces más hasta que la puerta se
abriera. El hombre del delantal se erguía frente a ellos y de cerca se podían
ver las manchas de dulce y chocolate sobre aquel blanco que de lejos parecía
impoluto. Sus miradas se encontraron.
—Es
usted.
—Si
soy yo…—decía mientras se abría paso e ingresaba a la pastelería sin pedir
permiso. Howard la siguió por reflejo ya que aún no había descifrado qué hacían
allí. Su esposa en cambio, lucia segura y a la espera de respuestas.
—Señora,
deme unos minutos que ya le alcanzo su pastel.
—No
es necesario. Scotty no recibirá su pastel de cumpleaños. El lunes lo atropelló
un auto y estuvo en una especia de coma hasta hoy a la mañana, cuando falleció.
—Señores,
lo siento mucho. No sabía.
—¿Debería
saberlo? No. Vine para para pedirle que deje de llamarnos.
El
pastelero les ofreció unas sillas y mientras se limpiaba las manos enharinadas
en la parte trasera del delantal, les ofrecía una taza de café. Su semblante
había cambiado y no parecía el mismo hombre tosco y maleducado de antes. Sus
ojos brillaban y el matrimonio no entendía por qué aquella noticia le había
provocado semejante sacudón.
—Siéntense.
Permítanme serviles unos pastelitos y unas tortas con el café. Seguramente no
han comido nada en el día de hoy.
—No
señor, gracias. Estamos bien. Ya debemos irnos. — dijo Howard mientras buscaba
la mirada de Ann para incorporarse y marcharse. Ella se había acomodado en la
silla y asentía mientras él le ofrecía una bandeja repleta de pastelitos que aún
humeaba. Al cabo de unos segundos la boca se le hizo agua y la falta de comida de
esos últimos días se presentó con fuerza. Tomó un pastelito y lo saboreó con
calma.
El
pastelero también se había servido una taza de café y los observaba mientras
devoraban los primeros pastelitos. ¡Cuántos recuerdos le traían esos rostros! De
pronto todo lo que había querido olvidar, se volvió nítido y tangible. Las
miradas, los ojos rojos de tanto llorar, las diferentes etapas; la del odio y
la bronca, la de la resignación. Todo estaba ahí otra vez, delante de sus
pupilas, representado por ese matrimonio tan distinto a él y a Jane.
—Lo
siento mucho. No fue mi intención molestarlos con las llamadas. Si hubiese
sabido que su hijo…
—No
podría usted saberlo.
—Créanme
que sé lo que sienten en este momento. Lo sé. —carraspeó antes de llevarse la
taza a la boca.
Ann
y Howard lo observaron expectantes. ¿Qué es lo que iba a decir? ¿Qué podría
saber el, un pastelero? Ann pensó en el
día que lo observaba mientras ella hacia el pedido. Había pensado que ese
hombre no debería tener hijos por la manera tan fría y cortante con la que la
había atendido. Sin darle importancia a un acontecimiento tan significativo. Ahora,
allí todo tomaba otro color y a través de esa mirada brillosa pudo observar el
mismo dolor que sus ojos debían expresar.
—Aaron
murió cuando tenía seis años. También fue un accidente. Jane, mi esposa, y yo
estábamos desbastados. No pudimos soportar tanto dolor. Ella decía que al
verme, veía a Aaron y a los pocos días del entierro, se suicidó. Desde ese día,
no he dejado de trabajar. Solo vuelvo a casa a dormir y regreso aquí, donde el
calor de los hornos y el sabor de mis pasteles, me ayudan a seguir viviendo.
Ann
y Howard se pararon al unísono y se acercaron al pastelero. Ese enojo y esa
bronca que habían traído consigo habían quedado del otro lado de la puerta o
quizás dentro del coche. Ahora, un aura de empatía los envolvía. Miraban y
sentían lo que él estaba sintiendo. Compartían el mismo dolor. Jamás pensaron
que compartiesen tantas cosas con un simple pastelero. Tampoco pensaron que
allí, en ese lugar sucio y desordenado encontrarían la paz que tanto estaban
buscando.