martes, 27 de marzo de 2018

F.A. Capítulo 1: martes


Se despertó agitada y se sentó en la cama con los ojos bien abiertos. Todo se encontraba igual, en el mismo sitio. La luz de la calle que bañaba los mismos rincones y el leve sonido del reloj sobre la mesa de luz. Estiró el brazo y prendió la luz del velador. Las 2:40. Se levantó y caminó descalza hasta la cocina mientras pensaba que aquella era la tercera vez en que se despertaba así en la madrugada. Agitada y con ese pinchazo en la nuca. Tomó un vaso, abrió la canilla y lo llenó de agua. Se sentó a oscuras a beberla pausadamente, tratando de calmar el frentico latido de su corazón.
El vaso vacío sobre la mesa y sus rodillas acalambradas le dieron cuenta de que había estado allí por más de una hora. El reloj de pared marcaba las 3:45. Sabía que no volvería a dormir así que comenzó a pensar qué podría hacer para entretenerse. La noche anterior había planchado toda la ropa y la anterior a esa, limpiado en detalle la cocina y el comedor.
Regresó a su habitación y se sentó en la cama con la computadora encima. Googleó su nombre por quinta vez esta semana. Halló lo que ya sabía y un dato más que desconocía: La hora y el día de su boda. El lugar lo conocía bien porque era el mismo que, juntos, habían pensado para casarse.
—No puede ser. —susurró sin abrir la boca demasiado.
Siguió investigando los sitios y los links que se abrían acerca de él, de sus películas, de sus escándalos, de ella y de su familia. De las salidas al cine con los sobrinos, de la página de Facebook y los twitts más famosos. Algunas fotos en Instagram y…
—Pero qué mierda….
Entre tanta información se había colado una en particular. Ella sonriéndole con la mirada mientras le servía un cortado. Era exactamente la primera vez que se "encontraron". ¿cómo había llegado esa imagen a Google? ¿Quién la había sacado? ¿es que acaso…? No. Nadie supo nada nunca de ellos dos y menos de su corta relación. No hubo paparazis, notas, ni escándalos. Nada. Como si ella no hubiese existido en la vida del famosísimo actor, Rodrigo Lacoste.
La computadora le preguntaba si deseaba cerrar todas las pestañas y ella respondió que sí. La imagen de la playa que tiene como fondo de pantalla, le fue devolviendo la calma poco a poco. Pero no por mucho. El hilo de pensamiento que comenzó con el sonido del mar rebotando en sus oídos, terminó con la noche que habían pasado juntos en un hotel de esa misma localidad.
—La puta madre… —en un impulso cerró la computadora y la apoyó del otro lado de la cama. Las 4:15. Aun le quedaban dos horas para comenzar a alistarse para ir a trabajar. Tomó su celular y comenzó a buscar el nombre de algún contacto que estuviese despierto a esa hora. Nadie. Del WhatsApp saltó a algún juego que le quitara su nombre y la fecha de su boda de la cabeza.
La alarma sonó tres veces, avisándole que debía levantarse. Se había quedado dormida con el celular en la mano. Se puso de pie de un salto y a los apurones se metió en la ducha. Con el pelo aun húmedo y unas ojeras traslucidas llegó al restaurante donde había comenzado a trabajar la semana anterior.  La sonrisa de su jefe la recibió en la puerta.
—¿otra noche complicada, Solcito?
—Algo así. ¿todo bien, por acá?
—Sí. —respondió mientras aplastaba su cigarrillo y entraba detrás de ella.
El movimiento de la mañana porteña la aisló de sus pensamientos por un buen tiempo. Lola, su compañera y Guillermo su jefe, resultaron ser un bálsamo para sus nervios. Chistes, sonrisas y palabras de aliento en el momento justo, hacían de aquel lugar, su lugar. Ese sitio especial donde encontraba la paz que había salido a buscar el día que renunció a su antiguo puesto.
Para las tres de la tarde no había más que dos ancianos tomando café y leyendo el diario. Lola limpiaba las mesas vacías y Guillermo se fumaba el decimocuarto cigarrillo en la vereda. El tránsito había mermado y de a poco, las horas sin dormir le iban pesando cada vez más. Se sentó junto a la barra con una taza de café enorme frente a sus ojos. Intentaba mantenerse despierta y rogaba que el restaurante se llenara una vez más de gente. Carlos la observaba desde la ventanita que divide el comedor con la cocina.
—¿Qué le pasa, Sol? ¿No durmió? —No la tuteba.
—No. La verdad que últimamente me está costando pegar un ojo. Necesito una palangana de café para despabilarme. —apoyó la cabeza sobre sus brazos y entrecerró los ojos.
—Arriba, morocha. Hay un cliente en la ocho. —la despertó Guillermo al pasar.
Sol se restregó los ojos y le dio un sorbo al café. Dio un salto de la silla y se dirigió a la mesa que le correspondía atender. Se detuvo cuando reconoció esa gorra y esos lentes oscuros. Inmediatamente se miró los pies y maldijo haberse quedado dormida. Había venido a trabajar de la peor manera. Giró sobre sus talones y cuando estaba a punto de pedirle a Lola que atendiera su mesa…
—Señorita. —Su voz le llegó como un rayo, atravesándola completamente. Esa voz. Esa voz que le había dicho que la amaba, que ella era todo…  y la misma voz que le había dicho que lo suyo no podía ser. Que era imposible y que lo mejor sería terminar. Terminar para casarse con Lourdes Ayala. Modelo, actriz, vedette….
—Sol. —Guillermo se le acercó y notó las lagrimas que brotaban de sus ojos y caían sobre su remera. Tenía las manos apretadas y arrugaba cada vez más el delantal que llevaba puesto. —Lola. Atendé la ocho, por favor. —Levantó la voz y se llevó a Sol a la cocina. Lola entendió poco de ese intercambio, pero hizo lo que le pidieron. Volvió con la comanda y con la necesidad de saber qué había ocurrido.
El panorama que encontró fue extraño; Sol, sentada en una silla con la cabeza para abajo y un repasador húmedo sobre su nuca. Carlos abanicándola con un cuaderno y Guillermo buscando el número de teléfono que había dejado para comunicarse por cualquier emergencia.
—¿Qué pasó? —preguntó desconcertada.
—Creo que se le bajó la presión. —respondió Guillermo con el celular en la oreja. —No me atiende nadie, Sol. ¿el teléfono de tu hermano es…?
—Ya estoy mejor, Guille. No te preocupes.
—Ay, Sol. ¡Que justo, eh! Justo que vino ese bombonazo. ¿saben qué? Me parece que es Rodrigo Lacoste. —Sol escuchó la confirmación que necesitaba y hundió su cabeza aún más dentro de sus piernas.
—¿Quién es ese? —Quiso saber Carlos.
—El que trabaja en Soñar y amar.
—¿eh?
—La novela, Carlos. ¿acaso su mujer no ve la novela?
—No. Bah… no sé. Puede ser. Yo llego y me tiro a dormir.  —Carlos dejó de abanicar a Sol y estiró el cuello desde la puerta para ver al famoso que visitaba el bar.
—Dale, Sol. Vení y nos sacamos una foto. ¿querés? Seguro que cuando lo veas se te pasa todo.
—Lola. No seas desubicada y andá a llevarle el pedido al señor de la diez.
—Siempre tan amargo, vos. —le sacó la lengua a su jefe y se retiró.
—Solcito… ¿y si salís un rato afuera? Quizás si tomas algo de aire, te sientas mejor. Hace mucho calor acá.
—No, no. Yo me quedo acá. Gracias.
—Anda a mojarte la cara, aunque sea, nena. Haceme caso. —la levantó sin muchos problemas y la acompañó al baño. Por suerte, éste quedaba detrás de una pared y desde la mesa donde Rodrigo se encontraba, no la vería.
—Guille. Un café cortado y un tostado para la ocho. —gritó Lola y Guillermo abandonó el brazo de Sol.
—Anda. Yo estoy bien. —lo tranquilizó y lo dejó ir. Entró al baño y lo que vio en el espejo no le gustó nada. Era ella, la misma que Rodrigo había abandonado aquel día y que juró jamás volver a ver. Ella, con los gestos desencajados, con la mirada perdida. Ella, la Sol desahuciada y triste. Vacía. Cuando las lagrimas intentaron salir se acercó a la pileta y abrió la canilla. Se mojó la cara, el pelo. Intentó borrar los rastros de esa Sol que pretendía enterrar. Pasado un tiempo considerable y calculando cuánto tardaría en terminar su tostado, salió.
—¿Sol? —Otra vez la incertidumbre, el derrotero y el pinchazo en la nuca. El perfume importado que usaba se le instaló en la nariz y la mareó. Cuando estuvo a punto de caer, algo la detuvo.
Cerró los ojos antes de encontrarse con los de él.


lunes, 15 de enero de 2018

¿Un viaje más?



—Hasta el lunes, Juanita. —se despidió de ella con la mano abierta y la sonrisa clavada en los labios. La misma sonrisa que lo acompaña cada mañana, cada mediodía y cada tarde cuando va a buscar o a dejar a los chicos al colegio.
Gerónimo se compró la camioneta con sus ahorros y con algo de plata que le prestó su hermano mayor. Empezó a hacer viajes escolares hace tres años y nunca ha sido más feliz. Disfruta de los niños, de sus miradas, de sus risas y pasa los días entre chupetines y canciones infantiles.
Gerónimo es el más joven de los choferes que estacionan su camioneta frente al colegio. Apenas tiene 36 años. Acompañado por Elvira, una mujer regordeta de gestos simpáticos, pasa casa por casa y recoge a los 9 nenes que deja bien temprano y retira más tarde. En el camino de vuelta, algunos suben y otros bajan. Vuelven al colegio y dejan a los pequeños del turno tarde. Para las seis, Gerónimo ya ha entregado a cada uno, dejado a Elvira en su casa y regresado a la suya.
—¿Gero, sos vos?
—Si, vieja. Soy yo. —le responde desde la puerta.
—¿Cómo te fue?
—Bien. —llega hasta la cocina y le planta un beso en la frente a ella. A la mujer que no lo parió, pero lo crio. —¿Está caliente la pava?
—Si, mi amor. Recién la corrí. ¡Ah! Antes que me olvide. Llamó Carla, me dijo que por favor la llames apenas llegues.
—¿Pasó algo?
—No me dijo. Parecía apurada. Ni le pregunté.
—Bueno… ya la llamo. Espero que no sea nada de los papeles… —se acercó al sillón y marcó el numero de memoria. —¿Carla? Si, soy yo. ¿Qué pasó? ¿todo bien? Ah… okey. Sí, decime. No, no. No, la camioneta no suelo usarla los fines de semana. ¿mañana? ¿Dónde? Sí, conozco. Sí, sí. Vos sabes que tengo todo en regla y que puedo ir hasta Capital. ¿Cuántos son? Ajá. Sí. Sí. Genial. Sí, de ultima le saco las cosas de atrás y hay lugar para una silla de ruedas. Dale, no hay drama. Que pase por casa y se la lleva. No… no hay porqué. Mandale saludos a tu vieja. Dale, Car. Perfecto. Seis y media. Un beso.
—¿Qué era, hijo? —Magdalena se había sentado a su lado y esperaba noticias.
—se le rompió una de las camionetas y mañana tiene que llevar a un grupo de nenes de la 501 a un paseo… y me pidió si le podía prestar la mía para hacer el viaje.
—¿y quién la maneja?
—Ramón.
—Ahhhh. Si es Ramón, todo bien.
—Sí, por eso le dije que sí. El me la cuida.
La tarde fresca de Julio se fue despidiendo y dándole lugar a la noche. Gerónimo se encerró en el garaje a revisar los últimos detalles para que el vehículo estuviera diez puntos. Sacó las cajas y los trapos que tenía en la parte de atrás y despejó el lugar. Mientras controlaba el agua y el aceite, el grito de Magdalena lo sorprendió.
—Hijo… teléfono.
—Voy. —se limpió las manos así nomás con un trapo y entró. —¿hola? Ey… ¿Qué pasó? ¡Uh! ¡No me digas! ¿recién? ¿Cómo está? No… Sí, obvio. Si, tal cual. ¿se suspende? Ah. ¡¿Yo?! No sé… la verdad que nunca laburé con nenes así. ¿van solos? ¡Ahhhh! Así, sí. ¿Bueno… cuantos son entonces? Bien. ¿y cada uno con un acompañante? Y si… dale. La verdad que la plata me vendría muy bien a esta altura del mes. Genial. Okey. A las 8 en…. Sí, decime que anoto. Bien. Dale… perfecto. Ah, ¿también? ¿Y dónde vive? Ah… listo, listo...mejor. No, no pasa nada. Mandale un abrazo a Ramón que se mejore y que se cuide.
—La presión ¿no? —le preguntó Magdalena mientras colocaba los platos en la mesa.
—Sí. Voy yo.
—Unos mangos más, hijo. Unos mangos más.
—Seh…
Se levantó a las seis, se duchó, desayunó y salió despacito hacia la dirección que Carla le había dado. Cuando llegó ya estaban los chicos acompañados por sus padres. Estacionó y se bajó a saludar. Lo sorprendieron con festejos y aplausos.
—Buenos días. Yo soy Gerónimo. —dijo levantando la mano con vergüenza.
Una mujer grande se le acercó y lo saludó con un beso. Le explicó que los chicos vienen esperando esta salida hace meses. Que cuando supieron que casi se suspendía, se entristecieron hasta que una de las maestras, les avisó que habían conseguido chofer. Cuando por fin terminó con los detalles de la salida, lo tomó del hombro y lo acercó al grupo de adultos que charlaba sin dejar de mirar a los chicos, dos pasos más lejos. No todos eran los padres, algunos eran abuelos. Cuando se le acabaron los saludos y dio vuelta a la ronda, se los quedó mirando.
—¿nos vamos?
—Estamos esperando a la señorita Nati. —dijo una de las mujeres.
—Pero… ya son las… 8:15.
—Ella es así. Vive atolondrada.
—llega tarde siempre. —Gerónimo revoleó los ojos y se dedicó a observar a los chicos a su lado.  Nunca había tratado con nenes con capacidades diferentes. No sabía como hablarles, qué decirles. ¿Dónde había ido a parar todo su encanto con los chicos?
—Chicos. Ahí viene la Seño. —alguien comentó e hizo que desviara la mirada hacia donde todo el grupo señalaba.
La señorita Nati era la dueña de la cabellera dorada más hermosa que jamás había visto. Todavía le faltaba recorrer una cuadra y aun así, desde donde estaban, podían ver su enorme sonrisa. Tenía un… ¿pullover? rosado y un bolso enorme sobre sus piernas. Era ella la dueña de la silla de ruedas que Carla había mencionado. Pero… pero… ¿pero como podía ser que ella fuese la maestra? Mientras avanzaba y era interceptada por los chicos, Gerónimo pensaba que quizás había sufrido algún accidente en el ultimo tiempo. Quizás…
—¡Hola! —Ya estaba ahí a su lado. —¿Vos sos Gerónimo?
—Eh…eh… Sí. Soy yo. —Se agachó y la saludó.
—Yo soy Natalia. Hablé con Carla y me dijo que tenías todo listo. ¿puede ser?
—Sí. Si. Te estábamos esperando a vos.
—Se ve que no te conoce, Nati. —bromeó el único hombre del grupo aparte de él.
—Ja. Ja. Ja. Que chistoso que estás, Rober. Bueno… si ya estamos todos, vámonos. —Y volvió a sonreír. —Suban chicos.
—¿Cómo… como… hacemos esto? —le preguntó Gerónimo alternando la mirada entre sus ojos azules y la silla de ruedas.
—Ahora cuando se acomoden todos, me ayudas a subir adelante… y ya. —Simple. Sin vueltas. Sin dejar de sonreír.
Ella extendió los brazos y se colgó de su cuello para poder subir al asiento de adelante. Gerónimo tardó un poco más para saborear la fragancia dulce que salía de su cuello traslucido. Tenía pecas y tres lugares junto a la oreja.
—Gracias. —guardó la silla en la parte de atrás y se acomodó al volante.
—¿es… temporario? —le preguntó mientras giraba la llave.
—¿Qué cosa?
—La parálisis.
—¡Ah! No, no. Es para siempre. —comentó sin darle lugar a más preguntas. —¿están listos? —Gritó y se giró para ver las caras de atrás. Un coro de si, respondieron su pregunta. —Pues… allí vamos. ¡Adelante, Gerónimo!
La salida terminó siendo más larga de lo que habían planificado porque Gerónimo no quería volver. Además del Rosedal, visitaron los bosques de Palermo y les hizo un city tour por el Centro Porteño. Caminaron por Puerto Madero y desistieron de ir a San Telmo porque tanto grandes como chicos, estaban agotados. Para cuando subieron a la autopista, los ronquidos opacaron los ruidos de la ciudad.  Cinco minutos más y los únicos dos despiertos eran él y la Señorita Natalia.
—¿hace mucho que trabajás en la escuela?
—Tres años.
—¿Y sos maestra…?
—Sí. Maestra especial.
—¿y?
—¿y qué?
—Debe ser duro, ¿no?
—No. Es el mejor trabajo que puedo tener. Ellos son los seres más dulces que hay sobre la tierra. Inocentes, honestos…—volvió a sonreír. ¿es que acaso tiene pegada la sonrisa en la cara?
—Pregunto porque a mi al principio me costó. No sabía cómo tratarlos. Cómo dirigirme a ellos. Me da vergüenza admitirlo, pero…
—No te preocupes. No te juzgo. Desafortunadamente, no estamos criados para convivir con ellos. Ni ellos, con nosotros.
—Es verdad.
Un silencio rodeado de ronquidos se tejió entre los dos.
—¿Sos del barrio? —le preguntó Natalia sin dejar de mirar el paisaje por la ventanilla.
—Sí. ¿vos?
—También.
—¿y como es nunca te vi? ¿Cuántos años tenés?
—33. ¿Vos?
—36.
Otro silencio. Esta vez un poco más largo que el anterior.
—Perdón si me desubico con la pregunta… —Gerónimo aclaró —pero… ¿Cómo haces?
—¿Con la silla?
—Sí.
—Hago una vida normal. Ya aprendí a manejarme sola. Lo único que me cuestan son los vehículos altos como este. Lo demás puedo sola.
—Mira vos… ¿y con los chicos? ¿en el cole?
—Re bien. Claramente, soy una más.
Gerónimo no quiso dejar a nadie en la dirección donde los levantó. Como cada día de su semana se encargó de llevar uno por uno. La ultima fue la Señorita Nati. Bajó la silla primero y la acomodó en la vereda. Otra vez los brazos de ella sobre su cuello, su perfume que aun revoloteaba por su piel y las mismas sensaciones que la mañana. La sentó y le entregó su bolso.
—Gracias por traerme. De verdad. No solo a mí, sino a los chicos.
—No hay porqué. Para mi fue un placer y la verdad que quería quedarme un poco más con…
—¡Nati! —Una voz masculina y la puerta abriéndose.
—Hola, mi amor. Te presento el es Gerónimo. El chofer que nos salvó la excursión.
—¿Qué tal? —apretón de manos y sonrisas incomodas. — ¡Que tarde volvieron! Tu mamá ya me llamó seis veces.
—Es que este Santo… nos llevó a recorrer la ciudad. ¿podes creer? Los chicos estaban felices. Camila que nunca se ríe estaba extasiada.
—Bueno Gerónimo, es el héroe del día.
—Así es.
—Bueno… me voy a ir retirando. Me alegro que la hayan pasado lindo. Yo también me divertí. Adiós.
—¡Gerónimo! —le gritó ella antes de que diera la vuelta a la camioneta. —Deme su número, por favor. La próxima excursión la quiero hacer con usted.
—Pidaselo a Carla, por favor. Yo no me lo acuerdo.
Apresuró el paso, se subió y se alejó de la pareja que lo miraba entre sorprendidos y confundidos.
Magdalena lo esperaba sentada en el sillón de la ventana, preocupada. Cuando lo vio venir, abrió las puertas del garaje y corrió a poner la pava para los mates.
—Viejita…
—¿Cómo te fue?
—Bien.
—¿Cómo se portaron los nenes?
—excelente.
—Ya puse la pava.
—Bueno.
—Estas raro. ¿Qué pasó? ¿pasó algo en el viaje?
—No…
—¿seguro? Te conozco. Este no parece un viaje más.
—No, la verdad que no. Este no fue un viaje más. 

Dos horas después.

            —Hijo… teléfono.
—¿Quién es? —le preguntó mientras bajaba.
—Una tal Natalia.