Se despertó agitada y se sentó en la cama con los
ojos bien abiertos. Todo se encontraba igual, en el mismo sitio. La luz de la
calle que bañaba los mismos rincones y el leve sonido del reloj sobre la mesa
de luz. Estiró el brazo y prendió la luz del velador. Las 2:40. Se levantó y
caminó descalza hasta la cocina mientras pensaba que aquella era la tercera vez
en que se despertaba así en la madrugada. Agitada y con ese pinchazo en la
nuca. Tomó un vaso, abrió la canilla y lo llenó de agua. Se sentó a oscuras a
beberla pausadamente, tratando de calmar el frentico latido de su corazón.
El vaso vacío sobre la mesa y sus rodillas
acalambradas le dieron cuenta de que había estado allí por más de una hora. El
reloj de pared marcaba las 3:45. Sabía que no volvería a dormir así que comenzó
a pensar qué podría hacer para entretenerse. La noche anterior había planchado
toda la ropa y la anterior a esa, limpiado en detalle la cocina y el comedor.
Regresó a su habitación y se sentó en la cama con
la computadora encima. Googleó su nombre por quinta vez esta semana. Halló lo
que ya sabía y un dato más que desconocía: La hora y el día de su boda. El
lugar lo conocía bien porque era el mismo que, juntos, habían pensado para
casarse.
—No puede ser. —susurró sin abrir la boca
demasiado.
Siguió investigando los sitios y los links que se abrían acerca de él,
de sus películas, de sus escándalos, de ella y de su familia. De las salidas al
cine con los sobrinos, de la página de Facebook y los twitts más famosos.
Algunas fotos en Instagram y…
—Pero qué mierda….
Entre tanta información se había colado una en particular. Ella
sonriéndole con la mirada mientras le servía un cortado. Era exactamente la
primera vez que se "encontraron". ¿cómo había llegado esa imagen a Google? ¿Quién la
había sacado? ¿es que acaso…? No. Nadie supo nada nunca de ellos dos y menos de
su corta relación. No hubo paparazis, notas, ni escándalos. Nada. Como si ella
no hubiese existido en la vida del famosísimo actor, Rodrigo Lacoste.
La computadora le preguntaba si deseaba cerrar
todas las pestañas y ella respondió que sí. La imagen de la playa que tiene
como fondo de pantalla, le fue devolviendo la calma poco a poco. Pero no por
mucho. El hilo de pensamiento que comenzó con el sonido del mar rebotando en
sus oídos, terminó con la noche que habían pasado juntos en un hotel de esa
misma localidad.
—La puta madre… —en un impulso cerró la computadora
y la apoyó del otro lado de la cama. Las 4:15. Aun le quedaban dos horas para
comenzar a alistarse para ir a trabajar. Tomó su celular y comenzó a buscar el
nombre de algún contacto que estuviese despierto a esa hora. Nadie. Del WhatsApp
saltó a algún juego que le quitara su
nombre y la fecha de su boda de la cabeza.
La alarma sonó tres veces, avisándole que debía levantarse. Se había
quedado dormida con el celular en la mano. Se puso de pie de un salto y a los
apurones se metió en la ducha. Con el pelo aun húmedo y unas ojeras traslucidas
llegó al restaurante donde había comenzado a trabajar la semana anterior. La sonrisa de su jefe la recibió en la
puerta.
—¿otra noche complicada, Solcito?
—Algo así. ¿todo bien, por acá?
—Sí. —respondió mientras aplastaba su cigarrillo y
entraba detrás de ella.
El movimiento de la mañana porteña la aisló de sus pensamientos por un
buen tiempo. Lola, su compañera y Guillermo su jefe, resultaron ser un bálsamo
para sus nervios. Chistes, sonrisas y palabras de aliento en el momento justo,
hacían de aquel lugar, su lugar. Ese sitio especial donde encontraba la paz
que había salido a buscar el día que renunció a su antiguo puesto.
Para las tres de la tarde no había más que dos ancianos tomando café y
leyendo el diario. Lola limpiaba las mesas vacías y Guillermo se fumaba el decimocuarto
cigarrillo en la vereda. El tránsito había mermado y de a poco, las horas sin
dormir le iban pesando cada vez más. Se sentó junto a la barra con una taza de
café enorme frente a sus ojos. Intentaba mantenerse despierta y rogaba que el
restaurante se llenara una vez más de gente. Carlos la observaba desde la
ventanita que divide el comedor con la cocina.
—¿Qué le pasa, Sol? ¿No durmió? —No la tuteba.
—No. La verdad que últimamente me está costando
pegar un ojo. Necesito una palangana de café para despabilarme. —apoyó la
cabeza sobre sus brazos y entrecerró los ojos.
—Arriba, morocha. Hay un cliente en la ocho. —la
despertó Guillermo al pasar.
Sol se restregó los ojos y le dio un sorbo al café. Dio un salto de la
silla y se dirigió a la mesa que le correspondía atender. Se detuvo cuando
reconoció esa gorra y esos lentes oscuros. Inmediatamente se miró los pies y
maldijo haberse quedado dormida. Había venido a trabajar de la peor manera.
Giró sobre sus talones y cuando estaba a punto de pedirle a Lola que atendiera su mesa…
—Señorita. —Su voz le llegó como un rayo,
atravesándola completamente. Esa voz. Esa voz que le había dicho que la amaba,
que ella era todo… y la misma voz que le
había dicho que lo suyo no podía ser. Que era imposible y que lo mejor sería
terminar. Terminar para casarse con Lourdes Ayala. Modelo, actriz, vedette….
—Sol. —Guillermo se le acercó y notó las lagrimas
que brotaban de sus ojos y caían sobre su remera. Tenía las manos apretadas y
arrugaba cada vez más el delantal que llevaba puesto. —Lola. Atendé la ocho,
por favor. —Levantó la voz y se llevó a Sol a la cocina. Lola entendió poco de
ese intercambio, pero hizo lo que le pidieron. Volvió con la comanda y con la
necesidad de saber qué había ocurrido.
El panorama que encontró fue extraño; Sol, sentada en una silla con la
cabeza para abajo y un repasador húmedo sobre su nuca. Carlos abanicándola con
un cuaderno y Guillermo buscando el número de teléfono que había dejado para
comunicarse por cualquier emergencia.
—¿Qué pasó? —preguntó desconcertada.
—Creo que se le bajó la presión. —respondió
Guillermo con el celular en la oreja. —No me atiende nadie, Sol. ¿el teléfono
de tu hermano es…?
—Ya estoy mejor, Guille. No te preocupes.
—Ay, Sol. ¡Que justo, eh! Justo que vino ese bombonazo.
¿saben qué? Me parece que es Rodrigo Lacoste. —Sol escuchó la confirmación que
necesitaba y hundió su cabeza aún más dentro de sus piernas.
—¿Quién es ese? —Quiso saber Carlos.
—El que trabaja en Soñar y amar.
—¿eh?
—La novela, Carlos. ¿acaso su mujer no ve la
novela?
—No. Bah… no sé. Puede ser. Yo llego y me tiro a
dormir. —Carlos dejó de abanicar a Sol y
estiró el cuello desde la puerta para ver al famoso que visitaba el bar.
—Dale, Sol. Vení y nos sacamos una foto. ¿querés?
Seguro que cuando lo veas se te pasa todo.
—Lola. No seas desubicada y andá a llevarle el
pedido al señor de la diez.
—Siempre tan amargo, vos. —le sacó la lengua a su
jefe y se retiró.
—Solcito… ¿y si salís un rato afuera? Quizás si
tomas algo de aire, te sientas mejor. Hace mucho calor acá.
—No, no. Yo me quedo acá. Gracias.
—Anda a mojarte la cara, aunque sea, nena. Haceme
caso. —la levantó sin muchos problemas y la acompañó al baño. Por suerte, éste
quedaba detrás de una pared y desde la mesa donde Rodrigo se encontraba, no la
vería.
—Guille. Un café cortado y un tostado para la ocho.
—gritó Lola y Guillermo abandonó el brazo de Sol.
—Anda. Yo estoy bien. —lo tranquilizó y lo dejó ir.
Entró al baño y lo que vio en el espejo no le gustó nada. Era ella, la misma
que Rodrigo había abandonado aquel día y que juró jamás volver a ver. Ella, con
los gestos desencajados, con la mirada perdida. Ella, la Sol desahuciada y
triste. Vacía. Cuando las lagrimas intentaron salir se acercó a la pileta y
abrió la canilla. Se mojó la cara, el pelo. Intentó borrar los rastros de esa
Sol que pretendía enterrar. Pasado un tiempo considerable y calculando cuánto
tardaría en terminar su tostado, salió.
—¿Sol? —Otra vez la incertidumbre, el derrotero y el pinchazo en la nuca. El perfume importado que usaba se le instaló en la nariz y
la mareó. Cuando estuvo a punto de caer, algo la detuvo.