martes, 31 de octubre de 2017

Tu mascota


Son las diez de la noche y me tomé la última pastilla que me ayuda a superar todo lo que ha pasado. Apago la luz porque a oscuras se saborea mejor. Ella duerme como si nada le importase. De a ratos la observo a través de la noche y la envidio. Ojalá yo pudiera descansar. Con los rayos del sol llegan los reproches, los comentarios inútiles y el trabajo. El trabajo de tener que poner una cara para cada ocasión. Una para el jefe, una para mi vieja, una para el kiosquero que me pregunta qué fue lo que te pasó.
El día transcurre como lo ha hecho hasta la semana pasada. Sin embargo, yo no soy el mismo que el jueves anterior. Me arrastro hasta el departamento donde ella me recibe como si nada hubiera pasado. Salta, muerde, corre alrededor de la mesa y se choca con el sillón. Ya no me da gracia. Además, me da bronca que no esté ni siquiera un poco triste. ¿es que acaso no te extraña?
El fin de semana llega con la torta de naranja que me trae tu mamá para desayunar. Viene a llevarse algunas de tus cosas. También me pide que te entregue. Me mira como si yo fuese un ladrón de cenizas. Dice que a vos te gustaría estar en el parque de tu casa. Yo me voy al baño porque necesito una pastilla para no cometer una locura. ¡Ésta era tu casa, carajo! Pero no hay más en el cajón. La último me la tomé anoche, mientras veía dormir a tu mascota.
Mi suegra —si aún le puedo decir así— se llevó la lámpara de madera y tu ropa. Dice que es mejor que ella lo haga. Yo creo que ella se quiere llevar todo para no tener que volver nunca más. Yo también haría lo mismo, no la culpo. Para cuando se fue ya no podía sofocar los temblores. Me metí a la cama con la ropa puesta. Ahí estaba ella, acostada en el almohadón que le hiciste, descansando otra vez. Maldita. Yo seguía temblando. Intenté levantarme, pero no pude. Caí como un saco de papas junto a ella. Me desperté con la sensación de que algo me humedecía las mejillas. Era ella que me lamía la cara.
Ahí acostado en el suelo helado, empapado en sudor, lameteado por un perro al que no quería, me entregué a mi destino. Solo espero que, del otro lado, estés vos para hacer la travesía un poco más llevadera.



domingo, 29 de octubre de 2017

Colgado de los pies


—¡Lo conseguí! — Gritó con fuerza, pero nadie lo oyó. Bueno... nadie, no. El eco le devolvió la frase y la hizo revotar entre las montañas invertidas. ¿y ahora? Ya había logrado su objetivo. ¿que haría? La sangre bombeaba y corría vertiginosa hacia sus ojos. La podía sentir empujando sus parpados, latiendo como un pequeño corazoncito, justo detrás de sus pupilas. —¡Lo conseguí! —volvió a decir, casi en un suspiro. ¿cuánto había tardado? ¿meses? ¿años? No importaba ya.  Se instó a disfrutar de ese momento mágico. Un momento único que había deseado desde el día en los vio por primera vez.
            Él era apenas un niño cuando en una de las últimas visitas a la casa de su abuela, alguien (ya no recordaba quién) le había comentado acerca de un grupo de jóvenes que solían adentrarse en la selva y colgarse de los árboles, cabeza para abajo.
—¿Cómo lo hacen? —Preguntó guiado por una curiosidad genuina.
—Ponen sus pies así. —Aquella persona que aún seguía sin recordar, lo jaló de la cintura y lo hizo girar en el aire. Tomó sus tobillos y así lo condujo hasta afuera. —Y se cuelgan. Así. —Sus empeines rozaron la superficie áspera del único árbol que había en el patio de su abuela y tembló. Tembló del miedo. Tenía tantas ganas de vomitar. Su cabeza parecía estar a punto de estallar. Por suerte esa persona no lo había soltado. Sólo le había demostrado la maniobra. —Y ya. —Por fin lo depositó en el suelo.
—¿y de donde son…?
—De la India.
—¿Dónde queda la India?
—Lejos, muy lejos. Es imposible llegar. Tan imposible como colgarse de un árbol con los pies. —se burló.
—¿y por qué lo hacen?
—Cuenta la leyenda que, si un hombre se cuelga de sus pies durante un tiempo determinado, un deseo se le será concedido.
—¿un deseo?
—Sí. Lo que quieras.
—¿Y que pidieron esos hombres de la India?
—Riqueza.
—¿Riqueza?
—Sí. Después de colgarse de cabeza, se volvieron muy, muy ricos.
Desde ese día, ningún camino pudo torcer su decisión. Tarde o temprano terminaría colgado de un árbol. Finalizó sus estudios y se convirtió en un profesional. Logró tener un título, el cual le permitió viajar y entrenarse con los más grandes maestros. Visitó la India muchas veces. Solo y acompañado. Trabajó muy duro hasta convertirse en un gran maestro en diferentes técnicas acrobáticas.
Hoy después de aquel día, por fin, cumplió su sueño.
Desde el árbol que había elegido en la ladera de una montaña alejada de la ciudad, observaba la vista del revés, que le regalaba el mundo. Respiró varias veces, concentrándose en las recomendaciones de sus maestros. Había cumplido con cada detalle e indicación. Sus músculos tensándose le permitían una estabilidad perfecta para mantenerse allí colgado. Con cada exhalación, el bombeo de la sangre fue decreciendo poco a poco. Ya no sentía ese latido desesperado detrás de sus pupilas. Su cuerpo se estaba acostumbrando a esa posición.
Allí permaneció contemplándolo todo: saboreando su victoria. De a ratos reía de felicidad y otras, lloraba. Lloraba porque en verdad deseaba agradecerle a aquella persona que lo había conducido hacia tal hazaña y la había convertido, sin saberlo, en el motor de su existencia.
Recapituló sobre su vida y pensó que, en algún punto, aquel objetivo que se había puesto de niño, —el de volverse rico— lo había abandonado y le había dado paso a una obsesión que rayaba la locura y que lo había conducido hacia tierras extrañas; como en la que estaba. En algún momento, no sabe cuál, le habían dejado de importar los billetes y la aquel deseo pequeñito que empezó en el patio de su abuela y que había crecido como un gigante sin darle paso a nada más.
Cerró los ojos y pidió su deseo, en comunión con su ser interior.
—Quiero ser rico. Muy rico. —dijo para sí.
El cielo se tiñó de rosa y luego de naranja. Sus pantorrillas fueron las primeras en sentir el frío nocturno. Había llegado la hora de abandonar el lugar y buscar otro sueño que alimentar, pero… ¿cuál? Mientras el manto estelar se convertía en su techo, pensaba y pensaba acerca de su próxima proeza. ¿Qué haría? ¿Dónde iría? Comenzó a hilar ciertos puntos de su vida que, como las constelaciones sobre su cabeza, formaban dibujos y planos.
—No tengo trabajo. —dijo y enseguida lo dejó de lado porque sabía que se volvería rico apenas llegara a la ciudad. —Viajaré por el mundo. —comentó con una sonrisa amplia y con los brazos cruzados sobre el pecho, tratando de calentarse un poco más el torso. —Me casaré con Olivia. —¡No! Cierto que Olivia lo había abandonado cuando supo lo de su obsesión y que la misma, los había dejado en la ruina. —Recuperaré su amor. ¡Sí! Eso haré. Esa será mi próxima meta. Además, cuando sepa que soy millonario, volverá conmigo. Volverá a mi lado. —Sonrió de costado, cuando ya la noche oscura se había tragado la ladera, el árbol y la montaña. Había que descender.
Intentó mover sus brazos entumecidos y estirarlos para calentar los músculos rígidos de tantas horas de tensión. Con mucho esfuerzo, logró volver a la primera posición, con los brazos extendidos a pocos metros del suelo. Estaba realmente cansado. Retomó la respiración y se instó a pensar en frases positivas. Las mismas que lo habían guiado a lo largo del arduo camino. Mientras lo hacía, comenzó a balancearse lentamente, tratando de alcanzar la rama con sus manos.
—Vamos. Concéntrate. —repetía ante cada intento fallido. Hacía frio, mucho frio. Comenzó a pensar que había elegido una mala ubicación. Que debería haber buscado un sitio más cálido. O un árbol más cerca del pueblo. Quizás debería haberlo intentando en el único árbol del patio de la casa de su abuela.
Cansado de intentar por horas bajo la luna llena, se dio por vencido. Sus piernas parecían haberse convertido en parte de la rama porque ni siquiera sentía sus músculos tensarse. Su tronco cada vez más tieso, les daba menos posibilidades a los brazos de alcanzar su objetivo.
—¡La puta madre! —Gritó con todas sus fuerzas, con la misma potencia que había gritado “lo conseguí”. La garganta se le quebró con el último suspiro. —¿Cómo me bajo? ¿Cómo me bajo de este árbol de mierda? —repetía en su cabeza. —Pensá. Pensá. ¿Qué decían los maestros? —Entonces recordó que había estado tan ocupado en aprender el arte de colgarse de los pies que no había aprendido el de bajarse.

Mientras sus ojos veían el mundo por última vez, allí, en la ladera de una montaña alejada de la gran ciudad, recordó también quién había plantado esa locura en su cabeza. Sus últimas palabras fueron;
—¡Fotógrafo de mierda!