—¡Lo conseguí! — Gritó con fuerza,
pero nadie lo oyó. Bueno... nadie, no. El eco le devolvió la frase y la hizo
revotar entre las montañas invertidas. ¿y ahora? Ya había logrado su objetivo.
¿que haría? La sangre bombeaba y corría vertiginosa hacia sus ojos. La podía
sentir empujando sus parpados, latiendo como un pequeño corazoncito, justo
detrás de sus pupilas. —¡Lo conseguí! —volvió a decir, casi en un suspiro.
¿cuánto había tardado? ¿meses? ¿años? No importaba ya. Se
instó a disfrutar de ese momento mágico. Un momento único que había deseado
desde el día en los vio por primera vez.
Él era
apenas un niño cuando en una de las últimas visitas a la casa de su abuela,
alguien (ya no recordaba quién) le había comentado acerca de un grupo de
jóvenes que solían adentrarse en la selva y colgarse de los árboles, cabeza
para abajo.
—¿Cómo lo hacen? —Preguntó guiado
por una curiosidad genuina.
—Ponen sus pies así. —Aquella
persona que aún seguía sin recordar, lo jaló de la cintura y lo hizo girar en
el aire. Tomó sus tobillos y así lo condujo hasta afuera. —Y se cuelgan. Así.
—Sus empeines rozaron la superficie áspera del único árbol que había en el
patio de su abuela y tembló. Tembló del miedo. Tenía tantas ganas de vomitar. Su
cabeza parecía estar a punto de estallar. Por suerte esa persona no lo había
soltado. Sólo le había demostrado la maniobra. —Y ya. —Por fin lo depositó en
el suelo.
—¿y de donde son…?
—De la India.
—¿Dónde queda la India?
—Lejos, muy lejos. Es imposible
llegar. Tan imposible como colgarse de un árbol con los pies. —se burló.
—¿y por qué lo hacen?
—Cuenta la leyenda que, si un
hombre se cuelga de sus pies durante un tiempo determinado, un deseo se le será
concedido.
—¿un deseo?
—Sí. Lo que quieras.
—¿Y que pidieron esos hombres de
la India?
—Riqueza.
—¿Riqueza?
—Sí. Después de colgarse de
cabeza, se volvieron muy, muy ricos.
Desde
ese día, ningún camino pudo torcer su decisión. Tarde o temprano terminaría
colgado de un árbol. Finalizó sus estudios y se convirtió en un profesional. Logró
tener un título, el cual le permitió viajar y entrenarse con los más grandes
maestros. Visitó la India muchas veces. Solo y acompañado. Trabajó muy duro hasta
convertirse en un gran maestro en diferentes técnicas acrobáticas.
Hoy
después de aquel día, por fin, cumplió su sueño.
Desde
el árbol que había elegido en la ladera de una montaña alejada de la ciudad,
observaba la vista del revés, que le regalaba el mundo. Respiró varias veces,
concentrándose en las recomendaciones de sus maestros. Había cumplido con cada
detalle e indicación. Sus músculos tensándose le permitían una estabilidad
perfecta para mantenerse allí colgado. Con cada exhalación, el bombeo de la
sangre fue decreciendo poco a poco. Ya no sentía ese latido desesperado detrás
de sus pupilas. Su cuerpo se estaba acostumbrando a esa posición.
Allí
permaneció contemplándolo todo: saboreando su victoria. De a ratos reía de
felicidad y otras, lloraba. Lloraba porque en verdad deseaba agradecerle a aquella
persona que lo había conducido hacia tal hazaña y la había convertido, sin
saberlo, en el motor de su existencia.
Recapituló
sobre su vida y pensó que, en algún punto, aquel objetivo que se había puesto
de niño, —el de volverse rico— lo había abandonado y le había dado paso a una obsesión
que rayaba la locura y que lo había conducido hacia tierras extrañas; como en
la que estaba. En algún momento, no sabe cuál, le habían dejado de importar los
billetes y la aquel deseo pequeñito que empezó en el patio de su abuela y que
había crecido como un gigante sin darle paso a nada más.
Cerró
los ojos y pidió su deseo, en comunión con su ser interior.
—Quiero
ser rico. Muy rico. —dijo para sí.
El
cielo se tiñó de rosa y luego de naranja. Sus pantorrillas fueron las primeras
en sentir el frío nocturno. Había llegado la hora de abandonar el lugar y buscar
otro sueño que alimentar, pero… ¿cuál? Mientras el manto estelar se convertía
en su techo, pensaba y pensaba acerca de su próxima proeza. ¿Qué haría? ¿Dónde
iría? Comenzó a hilar ciertos puntos de su vida que, como las constelaciones
sobre su cabeza, formaban dibujos y planos.
—No
tengo trabajo. —dijo y enseguida lo dejó de lado porque sabía que se volvería
rico apenas llegara a la ciudad. —Viajaré por el mundo. —comentó con una
sonrisa amplia y con los brazos cruzados sobre el pecho, tratando de calentarse
un poco más el torso. —Me casaré con Olivia. —¡No! Cierto que Olivia lo había
abandonado cuando supo lo de su obsesión y que la misma, los había dejado en la
ruina. —Recuperaré su amor. ¡Sí! Eso haré. Esa será mi próxima meta. Además,
cuando sepa que soy millonario, volverá conmigo. Volverá a mi lado. —Sonrió de
costado, cuando ya la noche oscura se había tragado la ladera, el árbol y la
montaña. Había que descender.
Intentó
mover sus brazos entumecidos y estirarlos para calentar los músculos rígidos de
tantas horas de tensión. Con mucho esfuerzo, logró volver a la primera
posición, con los brazos extendidos a pocos metros del suelo. Estaba realmente
cansado. Retomó la respiración y se instó a pensar en frases positivas. Las mismas
que lo habían guiado a lo largo del arduo camino. Mientras lo hacía, comenzó a
balancearse lentamente, tratando de alcanzar la rama con sus manos.
—Vamos.
Concéntrate. —repetía ante cada intento fallido. Hacía frio, mucho frio. Comenzó
a pensar que había elegido una mala ubicación. Que debería haber buscado un
sitio más cálido. O un árbol más cerca del pueblo. Quizás debería haberlo
intentando en el único árbol del patio de la casa de su abuela.
Cansado
de intentar por horas bajo la luna llena, se dio por vencido. Sus piernas
parecían haberse convertido en parte de la rama porque ni siquiera sentía sus músculos
tensarse. Su tronco cada vez más tieso, les daba menos posibilidades a los
brazos de alcanzar su objetivo.
—¡La
puta madre! —Gritó con todas sus fuerzas, con la misma potencia que había
gritado “lo conseguí”. La garganta se le quebró con el último suspiro. —¿Cómo
me bajo? ¿Cómo me bajo de este árbol de mierda? —repetía en su cabeza. —Pensá.
Pensá. ¿Qué decían los maestros? —Entonces recordó que había estado tan ocupado
en aprender el arte de colgarse de los pies que no había aprendido el de bajarse.
Mientras
sus ojos veían el mundo por última vez, allí, en la ladera de una montaña
alejada de la gran ciudad, recordó también quién había plantado esa locura en
su cabeza. Sus últimas palabras fueron;
—¡Fotógrafo
de mierda!