Todo es blanco y aquí en mi alrededor
nos humillan con grandeza
el Tano, el Polaco, el Andrés…
Madre, cayeron los tres.
nos humillan con grandeza
el Tano, el Polaco, el Andrés…
Madre, cayeron los tres.
La carta perdida.
Julián Ratti.
Argentina.
Abril, 1982.
—Llevate
esta bufanda, te la mando la Rosa. Especialmente para vos, papito. —le extendió
la prenda y él la guardó en su bolso sin mirarla prácticamente —¿querés
llevarte el camperón de papá?
—No,
vieja. No me va a entrar en este bolso.
—¿seguro?
Lo traigo.
—No,
mamá. Ya está bien. Tengo que apurarme, el Tano me espera para ir juntos a la
estación.
—No
entiendo porqué no querés que vayamos con vos.
—Prefiero
que no. Además, va haber mucha gente y no me van a ver ni ustedes a mí, ni yo a
ustedes.
—¿vos
decís?
—Sí,
vieja. Somos muchísimos. La estación es chica.
Se
calzó el bolso y salió de la habitación con la gorra verde en la mano. En la
puerta lo esperaba una pequeña comitiva conformada por su padre, su hermana y
los vecinos de la cuadra.
—¡Pedro!
—gritaron al unísono y lo abrazaron; le entregaron chocolates para el viaje,
gorros, más bufandas, dibujitos y cartitas de los más pequeños de la familia.
Dejó para lo último a los suyos. Laurita, su pequeña hermana de tan sólo diez
años, lo miraba expectante y sonriente, sin entender a dónde y qué iba a hacer
su hermano a Las Malvinas. La besó en la coronilla no sin antes partir la
tableta de chocolate blanco a la mitad, y entregársela.
—¡Shh!
Escóndela debajo de la almohada. Así papá no te la come. —le guiñó un ojo y
continuó con su padre, quien, sin decir palabra, lo abrazó y le hizo sonar las
costillas. Parecía como si quisiese metérselo dentro.
La
última fue ella, su madre. Ya había estado llorando desde temprano pero ahora
su quebranto había recrudecido. Se tapaba la boca con el pañuelo para no hacer
escándalos en la vereda.
—Vieja.
No me llore. Mire… vamos, ganamos y volvemos. El Tano, el Polaco y el Andrés me
cuidan la retaguardia. —Pedro hablaba pausadamente y con tranquilidad, pero
ella no parecía contagiarse de su espíritu positivo. —Venga. —La abrazó fuerte,
de la misma manera que había hecho su padre con él. Ella se perdió entre sus
brazos. ¿Cuándo se había vuelto tan pequeña, si hasta no hace un tiempo, la
cosa era al revés?
—Me
escribe, papito. Me escribe todos los días. —le dijo con los mocos colgando.
—Todos
los días va a ser imposible. ¿en qué momento defiendo a la Patria, entonces?
—Todas
las semanas, pues.
—Bien.
Eso tiene más color.
Se
despegaron al mismo tiempo que el Tano tocaba bocina de su destartalado Fiat
1500.
—Me
voy. —los miró a los tres y a pesar de que lo invadían las ganas de quedarse a
desayunar con ellos, discutir con el viejo sobre futbol y comer los ravioles de
la madre, se iba. Se iba por una causa mucho más grande que la familia
Ezquivel. Como si hubiesen presentido la
duda que titilaba dentro de su hijo, los padres se acercaron a él y le dieron un
último abrazo.
—Cuidate,
papito. —dijo ella.
—Volves,
eh. —dijo él.
El
Tano tenía a su madre muy enferma por eso iba solo a la estación. La noche
anterior había terminado con María Clara, su novia desde el colegio, porque
decía que ella no aguantaría la lejanía.
—Prefiero
dejarla, a volver y que me señalen por cornudo. —había dicho cuando le
preguntaron por ella.
Tal
y como Pedro había vaticinado, la estación de Mercedes palpitaba con estrepito.
La gente se movía de acá para allá, como si fueran hormigas. El Tano dejó el
Fiat en el taller de un conocido que le permitió guardarlo hasta su regreso.
Caminaron a paso rápido por el andén en busca de su comandante. Los colores
verdes de los uniformes, se entremezclaban con el blanco de los guardapolvos de
los alumnos que habían venido a despedirse de ellos. Y las familias lloraban y
sacudían los brazos con fuerza. Los petisos se ponían en puntas de pie para
poder ver, los altos cargaban a los niños en los hombros.
Pedro
y el Tano se hacían paso entre las personas hasta que una voz conocida los
llamó por su nombre.
—¡Tano!
¡Pedro! Acá. —El Polaco con la sonrisa a flor de piel, les gritaba desde una de
las ventanillas del tren. Tenía los pelos más rubios que nunca. —Suban. Nos
toca en este. —Llegaron hasta él, a los empujones. —Llegan tarde.
—El
Tano se quedó despidiéndose de Clarita hasta hoy. —bromeó Pedro y enseguida se
acomodó en el asiento.
—¿tus
viejos no vienen? —Le preguntó el Polaco, al verlo concentrado en el bolso.
—No.
Les pedí que se quedaran en casa.
—…
—¿y
Andrés?
—Lo
cambiaron de vagón. Está más adelante.
—¿Por
qué? —quiso saber el Tano.
—No
sé. Vino un milico a buscarlo y se lo llevaron más allá.
El
pitido del tren les indicó la inminente partida. La gente seguía abalanzándose
contra el tren en busca de último contacto. Los llantos se entremezclaban con
los gritos, los aplausos y los alumnos que cantaban el Himno Nacional. Las
ruedas oxidadas del tren, avanzaban lentamente como si tampoco tuviesen ganas
de partir.
—Mira,
Pedro. —El Polaco lo jaló de la chaqueta y lo obligó a acercarse a la ventana.
—Ahí está tu vieja. No te hizo mucho caso. —bromeó.
Pedro
apoyó la mano sobre el vidrio mientras sus ojos encontraban los de ella. Dio
gracias a Dios haber estado lejos para que no lo viera llorar.
—Vamos
a volver. —comentó el Tano mientras se acomodaba en el asiento.
—No
sin antes matar unos cuantos ingleses. —agregó el Polaco con picardía.
—¿Trajeron
papel y lápiz? —preguntó Pedro sin despegarse de la ventanilla, aun cuando la
estación y su multitud se alejaban más y más y se le hacía imposible verla.
—Sí.
¿Para? ¿Ya vas a escribir?
—Sí.
Ya los extraño.