lunes, 28 de agosto de 2017

Bufandas de más

Todo es blanco y aquí en mi alrededor 
nos humillan con grandeza 
el Tano, el Polaco, el Andrés… 
Madre, cayeron los tres.
La carta perdida. Julián Ratti.  



Argentina. Abril, 1982.

—Llevate esta bufanda, te la mando la Rosa. Especialmente para vos, papito. —le extendió la prenda y él la guardó en su bolso sin mirarla prácticamente —¿querés llevarte el camperón de papá?
—No, vieja. No me va a entrar en este bolso.
—¿seguro? Lo traigo.
—No, mamá. Ya está bien. Tengo que apurarme, el Tano me espera para ir juntos a la estación.
—No entiendo porqué no querés que vayamos con vos.
—Prefiero que no. Además, va haber mucha gente y no me van a ver ni ustedes a mí, ni yo a ustedes.
—¿vos decís?
—Sí, vieja. Somos muchísimos. La estación es chica.
Se calzó el bolso y salió de la habitación con la gorra verde en la mano. En la puerta lo esperaba una pequeña comitiva conformada por su padre, su hermana y los vecinos de la cuadra.
—¡Pedro! —gritaron al unísono y lo abrazaron; le entregaron chocolates para el viaje, gorros, más bufandas, dibujitos y cartitas de los más pequeños de la familia. Dejó para lo último a los suyos. Laurita, su pequeña hermana de tan sólo diez años, lo miraba expectante y sonriente, sin entender a dónde y qué iba a hacer su hermano a Las Malvinas. La besó en la coronilla no sin antes partir la tableta de chocolate blanco a la mitad, y entregársela.
—¡Shh! Escóndela debajo de la almohada. Así papá no te la come. —le guiñó un ojo y continuó con su padre, quien, sin decir palabra, lo abrazó y le hizo sonar las costillas. Parecía como si quisiese metérselo dentro.
La última fue ella, su madre. Ya había estado llorando desde temprano pero ahora su quebranto había recrudecido. Se tapaba la boca con el pañuelo para no hacer escándalos en la vereda.
—Vieja. No me llore. Mire… vamos, ganamos y volvemos. El Tano, el Polaco y el Andrés me cuidan la retaguardia. —Pedro hablaba pausadamente y con tranquilidad, pero ella no parecía contagiarse de su espíritu positivo. —Venga. —La abrazó fuerte, de la misma manera que había hecho su padre con él. Ella se perdió entre sus brazos. ¿Cuándo se había vuelto tan pequeña, si hasta no hace un tiempo, la cosa era al revés?
—Me escribe, papito. Me escribe todos los días. —le dijo con los mocos colgando.
—Todos los días va a ser imposible. ¿en qué momento defiendo a la Patria, entonces?
—Todas las semanas, pues.
—Bien. Eso tiene más color.
Se despegaron al mismo tiempo que el Tano tocaba bocina de su destartalado Fiat 1500.
—Me voy. —los miró a los tres y a pesar de que lo invadían las ganas de quedarse a desayunar con ellos, discutir con el viejo sobre futbol y comer los ravioles de la madre, se iba. Se iba por una causa mucho más grande que la familia Ezquivel.  Como si hubiesen presentido la duda que titilaba dentro de su hijo, los padres se acercaron a él y le dieron un último abrazo.
—Cuidate, papito. —dijo ella.
—Volves, eh. —dijo él.
El Tano tenía a su madre muy enferma por eso iba solo a la estación. La noche anterior había terminado con María Clara, su novia desde el colegio, porque decía que ella no aguantaría la lejanía.
—Prefiero dejarla, a volver y que me señalen por cornudo. —había dicho cuando le preguntaron por ella.
Tal y como Pedro había vaticinado, la estación de Mercedes palpitaba con estrepito. La gente se movía de acá para allá, como si fueran hormigas. El Tano dejó el Fiat en el taller de un conocido que le permitió guardarlo hasta su regreso. Caminaron a paso rápido por el andén en busca de su comandante. Los colores verdes de los uniformes, se entremezclaban con el blanco de los guardapolvos de los alumnos que habían venido a despedirse de ellos. Y las familias lloraban y sacudían los brazos con fuerza. Los petisos se ponían en puntas de pie para poder ver, los altos cargaban a los niños en los hombros. 
Pedro y el Tano se hacían paso entre las personas hasta que una voz conocida los llamó por su nombre.
—¡Tano! ¡Pedro! Acá. —El Polaco con la sonrisa a flor de piel, les gritaba desde una de las ventanillas del tren. Tenía los pelos más rubios que nunca. —Suban. Nos toca en este. —Llegaron hasta él, a los empujones. —Llegan tarde.
—El Tano se quedó despidiéndose de Clarita hasta hoy. —bromeó Pedro y enseguida se acomodó en el asiento.
—¿tus viejos no vienen? —Le preguntó el Polaco, al verlo concentrado en el bolso.
—No. Les pedí que se quedaran en casa.
—…
—¿y Andrés?
—Lo cambiaron de vagón. Está más adelante.
—¿Por qué? —quiso saber el Tano.
—No sé. Vino un milico a buscarlo y se lo llevaron más allá.
El pitido del tren les indicó la inminente partida. La gente seguía abalanzándose contra el tren en busca de último contacto. Los llantos se entremezclaban con los gritos, los aplausos y los alumnos que cantaban el Himno Nacional. Las ruedas oxidadas del tren, avanzaban lentamente como si tampoco tuviesen ganas de partir.
—Mira, Pedro. —El Polaco lo jaló de la chaqueta y lo obligó a acercarse a la ventana. —Ahí está tu vieja. No te hizo mucho caso. —bromeó.
Pedro apoyó la mano sobre el vidrio mientras sus ojos encontraban los de ella. Dio gracias a Dios haber estado lejos para que no lo viera llorar.
—Vamos a volver. —comentó el Tano mientras se acomodaba en el asiento.
—No sin antes matar unos cuantos ingleses. —agregó el Polaco con picardía.
—¿Trajeron papel y lápiz? —preguntó Pedro sin despegarse de la ventanilla, aun cuando la estación y su multitud se alejaban más y más y se le hacía imposible verla.
—Sí. ¿Para? ¿Ya vas a escribir?
—Sí. Ya los extraño.

 

sábado, 19 de agosto de 2017

De la 83 a la 67

—¡No! No…. No. —Jean Pierre revoleó los brazos y su asistente se tapó la cara con la carpeta que traía en las manos porque sabía lo que ocurriría. —Saquen a esta estúpida de acá, ahora mismo.
Nadine salió de la pileta tiritando de frío. Tenía la piel de gallina y el sombrero que le habían hecho poner tenía unos ganchitos que se le clavaban en el cuero cabelludo. Se quitó los lentes y le devolvió todos los accesorios a un hombre que se le acercó. Entregó las pulseras enormes y el collar horrible que le habían dado.
—Los lentes, por favor. —dijo el hombre en voz baja.
—Disculpe. —Extendió la mano y se deshizo de la última prenda. Caminó por el costado de la pileta hasta que dio con la asistente del fotógrafo que cargaba una bata blanca para que se pusiera.
—Nadine…Perdón, pero…
—Sí. Ya lo oí. No te preocupes. Mi representante va a arreglar con Jean Pierre. —le sonrió mientras se ponía la bata y recibía un poco de calor en esa tarde fresca. —Estaba helada el agua.
—Lo siento. De verdad.
—Nos vemos pronto, Luci. —se despidió con dos besos y abandonó el lugar.
Se cruzó con otras dos modelos en el ascensor; rubias y esbeltas igual que ella. Venían sonriendo, haciendo chistes. Antes de apretar el botón de planta baja, las vio abrazar a Jean Pierre con efusividad y sonreír más aun, tanto que parecía que sus mandíbulas se romperían si seguían abriendo la boca. La puerta se cerró y mientras descendía desde el piso 16, llamó a Charly, su representante.
—Ya me enteré. Luci me acaba de llamar. Esta fue nuestra última oportunidad, Nadine. La desperdiciaste.
—Charly… yo no…
—Shhh. No me digas nada. No hace falta. No sos ni la primera ni la última drogadicta en el entorno.
—Pero esta vez yo no…
—Da igual.  Como te dije, andá pensando en dedicarte a otra cosa. Jean Pierre era el único fotógrafo que podía aceptarte, así como estás ahora. Yo ya no puedo hacer nada por vos.
—Voy para tu casa. Y hablamos ¿queres?
—No. No vengas. Haceme caso, casate con ese idiota que anda atrás tuyo como un perro alzado y viví de su fortuna. —cortó.
La puerta del ascensor se abrió y los tacos de Nadine resonaron sobre las baldosas del hall. Salió a la calle, estiró la mano y detuvo un taxi.
—¿Dónde?
—El parque de la 83.
—¿el parque de la 83? —preguntó dudoso.
—Sí. Vamos, hombre. Estoy apurada.
El taxista frenó en la esquina, le cobró y mientras que Nadine se preparaba para bajar le dijo;
—Cuídese, señorita. Este no es lugar para una mujer.
Nadine abrió la puerta y se quedó parada en la vereda por unos minutos. En un rato oscurecería. Sacó su celular y envió un mensaje a un número que no tenía agendado, pero se sabía de memoria.  “Estoy en la esquina. Traeme 20.” Al cabo de unos minutos, un jovencito se le arrimaba y le entregaba un sobrecito pequeño. Nadine le pagó y se cruzó de vereda antes de que el semáforo de la avenida se pusiera en verde. Volvió a parar un taxi, pero esta vez iría a su casa.
—Hola, bonita. —sonrió el portero de su edificio al verla venir.
—Hola. ¿Cómo le va? —ella le devolvió la sonrisa al único hombre que la había mirado con ojos de padre.
—Bien, bien. Me temo que tiene compañía.
—Uff. Bueno. Gracias. Hasta mañana.
—Me llama cualquier cosa, eh.
—Sí. Quédese tranquilo.
Otro ascensor. Otros diez pisos hacia arriba. No aguantó y la bolsita marrón se abrió antes de que las puertas se detengan frente a su departamento. Salió del cubículo rascándose la nariz.
—¡Hola! Veo que empezaste sin mí. —la voz de Camille le llegó como un martillo.
—¿Qué haces acá?
—Me lo encontré a Charly en la agencia y me contó lo que pasó hoy con Jean Pierre.
—No estaba drogada.
—¿no? —arqueó la ceja.
—No. Ese francés es un idiota. Pero ya está, no me interesa. —se recostó en el sillón y se dejó llevar por las manos juguetonas de ella. —¿salimos? —la detuvo antes de iniciar algo más íntimo.
—¿Cuánto tomaste?
—Poco. Todavía me queda.
—Hoy es miércoles. No hay nada interesante abierto. —dijo mientras se servía una copa. —¿querés?
—Sí. Doble, por favor. —Nadine se recogió el pelo y se quitó los zapatos—Laura me invitó a su fiesta de cumpleaños.
—¿Laura? ¿desde cuándo te hablás con esa estúpida?
—Me la cruce hoy a la mañana en el set. Estuvo antes que yo.
—No. No. Ahí yo no voy. Vayamos al bar ese donde Charly nos llevó para Navidad. ¿te acordas?
—Yo voy a la fiesta de Laura.
—Uy, hoy te pegó mal. —apoyó el vaso y se le acercó —Bueno. Te acompaño, pero si nos bañamos juntas.
—No, voy así. —Se volvió a poner los zapatos, agarró su cartera y abrió la puerta. —¿venís?
Llegaron a la fiesta abrazadas y a los besos. Camille estaba muy tomada y Nadine se había terminado todo el contenido de la bolsita en el camino. Reían a carcajadas. Laura las encontró en medio de la pista bailando desaforadamente.
—¡Que bueno que viniste!
—¿si no? —Camille giró sobre sus pies y la miró con bronca.
—Veo que estás bien acompañada. —dijo a los gritos sin dejar de bailar.
Muy bien acompañada.
—Gracias por invitarme, Lau. —intervino Nadine.
—No hay porqué. No fue idea mía. —le dijo al oído.
—¿ah no? —Laura negó con la cabeza. —Camille, me traerías un trago. Su compañera se retiró y las dejó solas en la pista.
—Mat quiere verte. Él me pidió que te invitara. No porque yo no quisiera, pero…
—Si. Ya sé. No hace falta ni que lo digas. ¿y dónde está?
—No sé. Lo crucé en la barra hace un rato largo. Nadine… aléjate de Camille. No es una buena…
—Acá está, mi amor. Doble como a vos te gusta.
—Gracias.
La música siguió sonando. Nadine saltaba por la pista, se abalanzaba sobre Camille y se refregaba sobre su cuerpo. Sentía como si una corriente eléctrica la recorriese. Su compañera sonreía mientras tomaba y tomaba.
—Voy al baño.
—Bueno. Yo voy por otro trago.
Se encontró con él en uno de los pasillos. Salía del baño de caballeros con la camisa arremangada y el cabello mojado. Nadine aún sentía la energía palpitando en su cuerpo. Cuando se encontraron sus miradas, el mundo se desvaneció a su lado. Mat la cobijó en sus brazos y le dio un beso lento en la mejilla.
—No estás sola.
—No.
—Pensé que Camille odiaba a Laura.
—Sí. —Mat la empujó dentro de un cuarto y cerró la puerta detrás de sí. —No puedo con ella.
—¿Cuánto tomaste hoy?
—20. Nada más.
—¿nada más? —Mat sonreía y ella lo que veía eran estrellas de colores adornando sus labios.
—Cogeme, Mat. Cogeme bien duro. Acá mismo. No puedo más. Mira…—Tomó su mano y se la refregó por la vagina humedecida.
—No, Nadine. Así no. —Mat quitó la mano y la observó.
—Dale. Yo sé que estás caliente. Cogeme, Mat. Por favor.
—Te llevo a mi casa. Camille no sabe dónde vivo.
—¿para qué me vas a llevar a tu casa? —gritaba.
—Para cuidarte.
—No necesito que me cuides. Yo me cuido sola.
—No podés sola.
—Sí, que puedo. Claro que puedo. Yo, Nadine Sough, puedo con todo. —abrió la puerta y lo dejó solo en la oscuridad.
Cuando volvió a la pista se encontró con Laura que la observaba con una cara extraña como si estuviese derritiéndose.
—Camille te estaba buscando. Le dije que te había visto saliendo. ¿estabas con Mat?
—Sí.
—Que bueno. Eso es lo que necesitas. Alguien así. —se le acercó y le susurró. —Mat te quiere de verdad.
—Lo sé. Por eso… Laura te pido por favor, aléjalo de mí.
La dejó con la palabra en la boca y se dirigió a la salida. Miró hacía ambos lados y no encontró a Camille. Seguramente, había vuelto a entrar o estaría como siempre, esperándola en su casa. Maldijo la hora en que le había dado una copia de la llave.
—Taxi…—Una vez más su cabellera rubia revoloteaba en el parque de la 83. Esta vez había escrito 50; los últimos 50 que tenía en efectivo. Otra vez la misma cara y el mismo intercambio. El joven se alejó de la esquina y se perdió entre los árboles. Miró su celular; tenía tres mensajes. Uno de Camille, preguntando dónde estaba. Otro del número desconocido confirmándole la entrega y el ultimo era de Mat:
Te amo, te amé desde el primer momento en que te vi. Venite conmigo. Te aseguro que vas a ser feliz. 343 de la 67, depto. 8.
Guardó el teléfono y caminó hacia el centro del parque. Se sentó en el banco más alejado de las luces de la calle y volvió a llenar su nariz de energía. Una y otra vez hasta que los 50 se le que escurrieron entre los dedos blancos. Temblando, deshizo el camino y estiró la mano para pedir un taxi.
—¿Dónde, señorita?
—343 de la 67.
—Perfecto.
Nadine no llegó a la casa de Mat, convulsionó en el camino y el chofer del taxi la alcanzó hasta el hospital. Murió media hora después debido a una sobredosis de cocaína.


jueves, 3 de agosto de 2017

Segunda oportunidad

Natalie había pasado una infancia complicada, repleta de malos momentos. El primero había sido la muerte de su padre; el mejor que nadie hubiese podido tener. Al poco tiempo, su madre se juntó con un hombre que se metía en su cuarto por las noches sin que nadie lo supiera. De ahí en más, el negro y el gris cubrieron la vida de Natalie, una y otra vez. A los diecisiete, se mudó a la casa de una amiga, mucho más grande que ella y se dedicó a trabajar de mesera en un restaurante pequeño. Si bien alejarse de su madre y su padrastro, le había sentado bien, el destino no tardó en traerle más colores oscuros a su vida.
La mañana en que conoció a Tony, llovía a cántaros en la ciudad. Debió saber que esa tormenta solo traería problemas. Sin embargo, un par de ojos verdes y el flequillo desordenado, la conquistaron mucho antes de hacer su pedido.
Al principio, Tony se comportaba como el novio ideal y ella creyó que, de una vez por todas, el destino le permitiría ser feliz. Tres meses después de aquella mañana lluviosa, Natalie se enteró que estaba embarazada y lloró de la emoción.
No supo cómo y por qué, pero lo que debía ser un festejo terminó siendo un martirio. Tony no se tomó la noticia de la mejor manera y al contrario de sus expectativas, en vez de abrazarla y sonreír, se molestó y la empujó contra la pared, gritándole que ese bebé no era suyo. Allí, con el hombro dislocado y la seguridad de haber perdido a su bebé, la pesadilla volvió a apoderarse de su vida.
—Subí. —le dijo con la voz más fría que de costumbre y ese fue el comienzo del final. Natalie se acomodó en el asiento del destartalado auto y no habló hasta que Tony frenó en una esquina y apagó el motor. Había pasado una semana desde el incidente. —Tenes que entender que yo no puedo tener hijos. Hace unos años, un doctor me dijo que soy estéril. —los ojos de Natalie comenzaban a llenarse de lágrimas y se llevó la mano a la boca para no gritar. —Y me volví loco cuando me dijiste que esperabas un hijo mío. Porque Natalie…—le acaricio el cabello lentamente y de la misma manera que lo hacía cada vez que quería darle un mensaje particular — Eso es imposible, cariño.
Natalie permaneció callada, asimilando lo que acababa de escuchar. ¿Imposible? No. No era imposible. Seguramente ese doctor estaba equivocado; había habido un error porque ella estaba embarazada de él. De él y de nadie más. El miedo ocupó la primera fila y no la dejo moverse o hablar. Así permaneció por muchos meses más. Ahogaba su bronca con alcohol, empapelaba su soledad con drogas. Los ojos verdes de Tony ya no le inspiraban dulzura y su flequillo revuelto no bastaba para hacerla suspirar. Como no tenía donde ir, permaneció a su lado sonriendo cuando debía hacerlo y acompañándolo en silencio. Sabía que era una mala decisión, pero otra opción no le quedaba.
Y entonces, en una reunión con amigos de Tony, conoció a Lily.
Ella fumaba marihuana en la punta del sillón, inserta en su mundo, mientras los hombres jugaban al póker y hablaban de su nuevo trabajo. Natalie, callada como de costumbre, se limitaba a beber y a llenar la copa de Tony, cada vez que se vaciaba.
—Ey. —una voz femenina a sus espaldas la sobresaltó. — la mujer de Tony, ¿no? —Natalie se dio vuelta y se encontró frente a la mujer más hermosa que jamás hubiese visto. Sus ojos marrones bien abiertos y las pupilas dilatas, y una sonrisa particular. Apenas movió la cabeza en señal de respuesta. —Mi nombre es Lily. Encantada. —estiró el brazo y Natalie se lo quedó mirando. Tardó unos segundos en devolver el cumplido.
Esa noche Natalie volvió a ver el sol entre la penumbra. Lily había llegado a su vida, para salvarla de la destrucción. Comenzaron las charlas, los llamados telefónicos en medio de la noche, las reuniones a toda hora. Lily se había convertido en su mejor amiga, su consejera.
—Algo hay que hacer, entonces. —le dijo cuando Natalie hubo terminado de narrar el episodio del departamento.
—No. Ya está.
—Ahora… yo te pregunto… ¿Qué haces con él?
—No lo sé. Realmente no lo sé. —Se tapaba la cara, avergonzada.
—Es un hijo de puta. Nunca me calló bien. Nunca. Un tipo que le pega a las mujeres, es un cobarde. Un maldito cobarde.
—Ya pasó, Lily.
Tres días después de esa charla, Lily llamó a su celular en medio de la noche. No había problema con sus llamados nocturnos porque Tony trabajaba de noche y nunca estaba.
—¿Qué pasó?
—Tengo una gran idea. ¿estás sola?
—Sí. Tony está trabajando.
—Bien. Voy para allá. —Media hora después el timbre sonaba en la puerta.
—¿Qué plan? ¿de qué me estás hablando?
—De esto, hablo. —Arrojó unos papeles sobre la mesa que Natalie no alcanzaba a entender. —Es el trabajo que Brad y Tony están preparando.
—¿Qué trabajo?
—El del banco.
—¿Qué banco?
—Ay, por Dios, Nat. A ver… —la tomó de los hombros y la sentó de prepo en una silla. —Tony… mi amor, es un ladrón. Como Brad, como Tim, como Luck y Simon. ¿O acaso qué pensabas que hacía?
—Ay…No sé. No sé. —Natalie se refregaba los ojos.
—Están planeando robar el Banco Nacional, en unas semanas.
—¿Y?
—Y nosotras lo vamos a hacer primero.
—¿Te volviste loca, Lily?
—No, mira. —Lily se pasó la madrugada explicándole los detalles. Tenía todo arreglado y corría con la suerte de conocer a todos los contactos que su novio Brad poseía. —Piénsalo. —le dijo antes de partir.
Natalie pasó varios días pensando sobre la idea que había tenido su amiga. Las palabras que le había dicho, resonaban en su cabeza una y otra vez. “Lo hacemos, nos llevamos el dinero y nos vamos de este lugar. Desaparecemos. Para siempre. Imaginate, Nat. Tu y yo en la playa, disfrutando de la buena vida”
—Te estoy hablando. —la voz de Tony la sacó del trance. —¿en que estás pensando? —le preguntó Tony mientras fumaba un cigarrillo en la cama.
—En nada.
—Mañana me voy a pescar con Brad y los muchachos. No vuelvo hasta el martes. —Natalie sabía que cuando se iban unos días era para arreglar los detalles del robo siguiente. Obviamente que sabía lo que Tony hacía. Jugaba el papel de estúpida, pero no lo era.
—Está bien.
Tony partió a las ocho de la mañana y quince minutos después, Lily aparecía en el departamento, con más papeles y números de teléfonos.
—¿lo pensaste?
—Sí.
—¿y?
—Hagámoslo. —exclamó con voz decidida.
Los siguientes dos días no durmieron. Repasaron el plan paso a paso, una y otra vez. Lily consiguió armas, identidades falsas, y reservó dos boletos de avión. Natalie visitó un par de veces el banco para observar la rutina y los movimientos. El asalto que estaban planeando sus parejas sería en una semana, el de ellas, al día siguiente.
La noche anterior se fueron a dormir temprano, aunque no pegaron un ojo. Apenas se hizo la hora pactada, las dos salieron a cumplir con lo planeado. Todo sucedió rápidamente. Llegaron, le apuntaron al cajero y cargaron su bolsa con el dinero de la caja. Ni se molestaron en tomar más. Aquello sería suficiente para salir del país. Se subieron al auto que habían rentado el día anterior y partieron.
—No puedo creer lo que acabamos de hacer. —Comentó Lily mientras manejaba con una sonrisa en la cara.
—Ni yo. ¿y ahora? ¿Dónde vamos?
—Nos vamos a quedar en la cabaña que tiene mi padrino, hasta mañana. Y después abandonamos esta ciudad.
—Pensé que nos iríamos hoy mismo. —agregó Natalie, preocupada.
—Te dije que no conseguí ningún boleto de avión sino hasta mañana temprano. Tranquila. Solo nos quedaremos esta noche, nada más.
Llegaron a la pequeña cabaña alejada de la ciudad, una hora después.
—¿tenes las llaves? —le preguntó Natalie mientras estacionaban frente al lugar.
—Mi padrino nos está esperando. Se separó de su mujer hace unos meses y se vino a vivir acá. Alejado de todo.
—¿Sabe que…?
—No. Sólo le dije que veníamos a pasar la noche.
—Parece un lugar hermoso para….
—¡Lily! —el gritó desde la puerta las interrumpió. Un hombre balanceaba el brazo y sonreía.
—¡Ey! —Lily bajó rápidamente y caminó hacia la puerta. Natalie permaneció sentada mientras observaba la escena y esperaba la aprobación para bajar. —¡Nat! Vamos.
Natalie abrió la puerta del auto y se acercó lentamente a la entrada. Lily ya estaba adentro y desde el interior se podían oír las risotadas de los dos. Llegó a la cocina guiada por los murmullos y los chistes. Cuando por fin se asomó y vio la escena, se detuvo en el umbral de la puerta. Lily preparaba café, sonreía ante los chistes y los comentarios del hombre que la observaba con atención. 
—Nat… este es mi padrino.
Los ojos del hombre se posaron en ella y recién ahí lo reconoció. Era el mismo que había entrado a su cuarto tantas veces cómo había podido. Una sensación extraña la invadió. Llevó su mano a la cartera donde aún tenía el arma que había sostenido en el banco, la tomó y le apuntó. No oyó los gritos de Lily. Sin pensarlo dos veces, jaló el gatillo y terminó con la vida del que había sido su padrastro. Lily se abalanzó sobre ella e intentó quitarle el revolver. En el forcejeo, ella también recibió un balazo en el estómago. Murió antes de que Natalie pudiera entender lo que acababa de ocurrir.

Corrió fuera de la cabaña y vomitó sobre el parqué delantero. Gritó, lloró, pataleo. Cuando por fin logró calmarse, tomó la bolsa con el dinero y se alejó de aquel lugar. Ya no había marcha atrás. Había que aprovechar esa segunda oportunidad.