lunes, 27 de abril de 2020

LUC: Capítulo 17: Confesiones con fiebre



“Amar es buscar y ser buscado al mismo tiempo”
Yukio Mishima.

Llegó a su casa. Romina había cerrado, pero la estaba esperando con cara de preocupación. Le explicó lo que había ocurrido y como la vio más tranquila, se retiró. Una vez sola, se quitó la ropa, se metió en la ducha y después, directo a la cama. Ya entre las sábanas se permitió volver a llorar. Perdería la casa; aquel lugar donde había sido tan feliz. Donde sus abuelos le habían enseñado tanto. El dolor la atravesó completamente.
Se despertó de madrugada volando de fiebre. Volvió a bañarse para intentar bajarla. No lo logró. Preparó, como le había enseñado su abuela, una palangana con agua y vinagre. Buscó un repasador viejo y lo sumergió. Regresó al cuarto, se recostó y colocó el trapo sobre su frente. Después del quinto cambio, se volvió a dormir. Soñó que Sebastián estaba acostado junto a ella, que era quién le cambiaba los paños y la cuidaba. Le hablaba, le decía que ahora las cosas serían distintas, que él había entendido lo que ella necesitaba. La besaba y le repetía que la amaba. De pronto, la habitación se convertía en una especie de celda horrenda donde su verdugo era ni más ni menos que Juan Manuel. Él la observaba con desprecio desde la puerta. Ella intentaba ponerse de pie, pero los brazos de Sebastián y la fiebre se lo impedían.
Se despertó sobresaltada con el sonido de su celular. Eran las once de la mañana.
—Hola… —dijo con la garganta dolorida.
—Estaba preocupado. No me atendías. ¿Estás bien?
—¿Juan?
—Sí.
—Estoy enferma… ayer me mojé y …
—¡Uh! Esta noche voy para allá.
—No hace falta. Ceci viene a quedarse, ya hablé con ella.
—¿Segura?
—Sí. Tranquilo. Además, no quisiera que vengas y contagies a Vicky.
—Bueno… ¿Vas a ir al médico?
—Sí. En un rato.
—Avisame cómo te va, qué te dicen. ¡No vayas manejando, Sandra!
—No, no…
Cortó y le escribió a Cecilia para que no metiera la pata. Su amiga enseguida la llamó también.
—Salgo y me voy a tu casa.
—No, Cecilia. No. Te conté por si Juan pregunta o lo que sea… para que Pablo no meta la pata.
—¿Qué te duele?
—Todo.
—¿Te tomaste la fiebre?
—Todavía no.
—Salgo y voy para allá. No se discute.
A las seis de la tarde, Cecilia entraba por la puerta, seguida por Romina que se había hecho cargo del negocio durante todo el día.
—¡Mira cómo estás! —se acercó le dio un beso en la coronilla—¡Estás hirviendo!
—El doctor me recetó Ibuprofeno. Ahora me toca de nuevo y se me baja. —Cerró los ojos con pesadez y los volvió a abrir—¿Romi? ¿Todo bien?
—Sí. Está lloviznando, no anda nadie. En un rato cierro.
—Perfecto.
Cecilia le alcanzó un té con galletitas a la cama. Una vez que comió se sintió un poco mejor.
—Ya me enteré.
—¿Qué te dijo?
—Que te habías quedado con el auto y que te ayudó. Que fueron a su casa y… ¿tomaron mate?
—Así es.
—También me dijo que…
—Voy a perder la casa.
—Sí. No lo podía creer cuando me contó.
—Me quiero morir. No puedo creer que después del esfuerzo tan grande que hicieron, la casa le quede a este hijo de puta.
—¡Qué bronca! ¿Y no hay nada qué hacer?
—No. Las leyes son una mierda en este sentido. Sebastián dice que debería hablar con él, llegar a un acuerdo, para que me deje seguir con el negocio. Pero…
—Es una buena opción. ¿Juan Manuel qué opina?
—Todavía no le conté las últimas novedades.
—Ajá…—se contuvo de hacer comentarios— ¿Querés más galletitas? —le preguntó al ver que acababa de comerse la última.
—No, gracias.
Cecilia se llevó todo y regresó al cuarto. Se acostó junto a Sandra y ahí se quedó sin decir nada.
—Hablá. —le ordenó.
—No iba a decir nada.
—Sé lo querés decir o más bien, de lo que querés hablar.
—¡No! —Sandra se acomodó y se puso de costado para mirarla. Cecilia hizo lo mismo.
—Está cambiado.
—¡Te lo dije!
—Fue raro. ¿Sabés? Fue la primera vez que…
—Que… ¡Dale! No te detengas.
—Me sentí protegida. Antes no me pasaba y eso, también fue parte de la ruptura. Sentía que yo era quien lo cuidaba a él…Y nada. Ahora es distinto. Él está distinto.
—Él se muere por estar con vos, Sandra.
—Me dijo que le de otra oportunidad, ¿sabés?
—¿Y?
—¿Y qué?
—¿Qué vas a hacer?
—Nada.
—¡Dios mío!
—Ceci… ¿Qué voy a hacer con Juan Manuel? Con una mano en el corazón, si tengo que decir la verdad…lo quiero. Lo quiero de verdad. Me gusta como es. Y… la paso muy bien.
—Te la voy a hacer corta y fácil. ¿En quién pensas antes de ir a dormir? ¿En Juan o en Seba?
—En Sebastián.
—Ahí tenés la respuesta, entonces. Por mucho que lo quieras a Juan, nunca vas a sentir lo mismo que sentís por mi primo. Y mirá si no tengo razón que terminaron juntos en el restaurante de Brasil.
—¿Te contó?
—Uno más uno, dos. Estás jugando con fuego, Sandra. Te vas a quemar y… ¡muy muy feo!
—Lo sé. —Metió la cabeza entre las almohadas—¿Qué hago?
—Hablá con Juan Manuel. Cortalo.
—Lo voy a lastimar.
—Lo que estás haciendo es muchísimo peor.
—Justo que había encontrado al hombre ideal…
—Puede ser todo lo ideal que quieras, pero si no lo amás…
—¡Ya sé!
—Se merece que le digas la verdad. Y vos también deberías ser más sincera con vos misma. ¿Cuál es la verdad del asunto con Sebastián? ¿Qué te pasó realmente? Estabas muy enamorada de él y de pronto…
Sandra escuchaba a Cecilia y en su cabeza se sucedían las imágenes de las últimas horas con Sebastián.
Lo amaba como nunca había amado a nadie. Lo amaba con el cuerpo, con el alma… Sebastián se había convertido en la persona más importante de su pequeño mundo. Lo amaba tanto que le dolía. Le dolía depender de otra persona. Porque, aunque lo negara, él lo era todo para ella. Hasta que una tarde cualquiera, salió del taller y se subió al colectivo. En el viaje, mientras escuchaba la radio a través de sus auriculares, se fijó en una pareja que acababa de acercarse a ella. Él pidió un asiento para su mujer embarazada y se apostó a su lado apenas ella se sentó. La panza mediana de la chica era acariciada una y otra vez por él papá que hacía de guardián de los dos. Se sonreían, se miraban. En ese instante pensó en ella y en la posibilidad de tener un hijo de Sebastián; se imaginó en ese lugar, con el bebé en su vientre y a él mirándola con amor. Se imaginó en una casa que, seguramente, sería la suya porque Sebastián aún vivía bajo el techo de Susi, su mamá. Se imaginó a los dos contando las monedas para comprar los pañales, la leche y pagar las consultas médicas. Pensó que no contaba con una obra social porque su patrona no le había pagado jamás en blanco. Pensó que ella estaba preparada para ser madre porque… porque era grande y tenía una casa propia. Pero… ¿Y él? Él seguía estudiando Diseño Gráfico en la Universidad de Buenos Aires y cada tanto trabajaba por temporadas en una librería de San Justo. ¿Qué harían si algún test de embarazo daba positivo? Suponiendo que el amor lo pudiera todo y que fuera lo suficientemente fuerte para salir adelante y sobrellevar una familia, ¿Podría él crecer de golpe y convertirse en padre?
Se bajó en la parada de su casa e intentó quitar esos pensamientos de su cabeza. Trató de no pensar en el futuro, en la edad de Sebastián, ocho años menor que ella. Lo intentó…
Esa noche, como tantas otras noches, salieron a cenar y terminaron en un hotel alojamiento. Ni ella quería llevarlo a su casa ni tampoco quería acostarse con él en la casa de su mamá. Se besaron con el mismo fulgor que la primera vez meses atrás, e hicieron el amor con calma como siempre lo hacían. Sebastián le dedicaba tiempo a cada parte de su cuerpo y Sandra se lo agradecía con gemidos y suspiros. Después era su turno y así, acababan los dos envueltos en sudor y en miradas largas. Desnudos, contemplando la poca luz que iluminaba la habitación, se quedaron dormidos por unas horas. Cuando Sandra despertó, usó el baño y al salir, los ojos marrones de Sebastián la esperaban ansiosos por seguir devorando su piel. Ella lo observó con atención y de su boca se cayó una pregunta que marcó un antes y un después para los dos.
—¿Qué vamos a hacer?
—¿Con…? —él extendió el brazo invitándola a recostarse. Ella no se movió.
—Con esto. Con lo que nos pasa.
—Supongo que vivirlo. ¿Qué más?
—Seba… ¿Qué pasaría si te dijera que quiero ser mamá? —Y él hizo lo peor que pudo haber hecho. Se rio. —¿De qué te reís? —le preguntó cruzándose de brazos. El ambiente cambió de un momento a otro.
—De nada… me dio gracia. No sé. Deben ser los nervios. ¡Vení! ¡Veni a la cama conmigo!
—Respondeme.
—No sé qué querés que te diga. Si querés ser mamá… te felicito. —Se hundió. Se hundió hasta el inframundo y un poco más. ¿Te felicito le había dicho?
—Me voy a casa.
—¿Por qué?
—No quiero estar acá. —se agachó, levantó su ropa interior y comenzó a vestirse.
—Sandra… ¿Vos querés tener un hijo mío? ¿Eso es lo que me estás preguntando? ¿De eso estás hablando?
—No. No dije eso.
—No te entiendo. Pensé que esta relación era…
—¿Era qué?
—Que… bueno… —comenzó a tartamudear. —que sí, es seria, pero… no estaba pensando en el futuro. Por lo menos no así.
—¿Y qué esperás para el futuro, Sebastián?
—No sé. Recibirme, primero…
Y ahí, en ese hotel, le cayó la ficha. Él estaba en otro momento de su vida. Él necesitaba estar con alguien de su edad, alguien que pensara en salir los sábados a la noche, alguien con quien no debiera preocuparse por los años, la edad y, sobre todo, por el futuro. Ahí, semi desnuda, en ese cuarto de hotel se dio cuenta que él, tarde o temprano la dejaría. Que lo que tenían se diluiría y que él terminaría eligiendo su juventud y no la madurez y los planes de ella. Una lágrima se le escapó y, sin hacerle caso, tomó el pantalón y se lo puso.
—¿Qué dije?
—Nada.
—¿Por qué te vas?
—Porque no quiero estar acá. Te lo dije hace unos minutos. ¿Te lo tengo que repetir?
Se puso a la defensiva porque…porque antes de que él la dejara a ella, como la habían dejado todas las personas a su alrededor, ella lo dejaría primero.
—Vení. Hablemos. ¿Querés que pida algo? Quedate, San. —salió de la cama y fue a su encuentro.
—Dejame ir, Sebastián.
—¡No! —la tomó por las muñecas y la empujó contra su pecho. —Te amo. Te amo tanto.
—Yo a vos… —susurró y dejó que la besara una vez más.
—Tenemos muchas cosas que hacer antes de pensar en hijos, ¿no te parece? —el puñal se enterró más en su pecho.
—¿Cómo qué? —le preguntó y se alejó de su lado.
—No sé. Conocernos más, salir, viajar… convivir… Ya lo descubriremos. —dio un paso más. Ella uno hacía atrás. —¿Qué te pasa? —los gestos de Sebastián cambiaron al sentirla tan lejos.
—Tenemos que terminar. Esto… no funciona.
—¿Qué decís?
—Lo que escuchás.
—No entiendo. Si… nos amamos.
—No alcanza.
—¿No alcanza? —los ojos de Sebastián se abrieron de par en par— ¿Qué mierda te pasa, Sandra?
—Nada. No me pasa nada. Me voy. —agarró la cartera y su campera y caminó hasta la puerta.
—Sos una boluda. —se sentó en la cama y se agarró la cabeza.
—No va a funcionar porque vos sos un pendejo. —salió y así se terminó aquella historia de amor.
Cecilia la tapó y ella abrió los ojos. No estaba dormida, solo recordaba. La mirada brillosa por las lágrimas que se acumulaban dispuestas a salir.
—Creí que me abandonaría. Que se iría como se habían ido mis papás. —la verdad era esa. Simple. Ni siquiera a su psicóloga le había dicho que el punto de inflexión era ese. Que se sentía sola y que no se animaba a abrir su corazón por temor a que a la dejasen otra vez. Que no había nadie en el mundo que la quisiese…
—¡No! Él no te haría eso, jamás.
—No sé, Ceci. Él es chico…—la cara de Cecilia se transformó—Quiero decir que tiene mil proyectos. ¿Qué te hace pensar que no va a elegir su carrera, su futuro? ¿Qué tengo yo para ofrecerle?
—Todo lo que él necesita. Y no hace falta que tenga que elegir. No se trata de eso. Las dos cosas pueden ir juntas, de la mano.
—Hoy lo veo posible, hace dos años… el panorama era otro.
—Hace dos años no quisiste darle la oportunidad.
—Puede ser, pero…
—Pero…  elegiste dejarlo. Elegiste poner tus prejuicios por encima de lo que sentían. ¿Qué crees que pasó en estos dos años? ¿Qué crees que él hizo? Olvidarte, claramente no…
—Cortamos y su vida mejoró.
—Mejoró porque, a pesar de haber estado destruido, su ruptura hizo que él abriera los ojos. No lo justifico, pero lo que pasó entre ustedes lo ayudó a crecer, a madurar. Sufrió muchísimo y sé que intentó olvidarse de vos, pero… no pudo.
—Yo también lo intenté. Juan… no me lo va a perdonar jamás, Ceci.
—¿Y vos? ¿Te vas a perdonar volver a dejarlo ir?

jueves, 23 de abril de 2020

LUC: Capítulo 16: Rueda de auxilio.


“A veces creo que cuando decimos te quiero, en realidad queremos decir auxilio.”
Sergio Carrión.

—¡Yo no puedo creer que jamás me lo hayas contado!
—Ay, Romina. ¡Tampoco la pavada! Como si te hubiese ocultado que estaba embarazada.
—Pero… ¿Fuiste a clases, alguna vez?
—No. Nunca. Mi abuelo cantaba conmigo. Él me enseñó.
—Tenés una voz preciosa. Deberías, no sé, hacer algún taller…ir a canto. ¡Algo!
—Me gusta, pero no para tanto.
—¡Salame!
—¿Y vos? No me contaste por qué no estaba tu novio el viernes en el bar.
—Uff… Ni me lo nombres que me da dolor de panza.
—Pero, ¿qué pasó?
—Me cagó.
—¿Cómo que te cagó?
—Me estaba metiendo los cuernos, Sandra.
—¡No!
—¡Sí! Se veía con otra mina. Lo enganché hablando con ella unos días antes de mi cumpleaños. No lo pudo negar el muy pelotudo.
—¡Qué guacho!
—La verdad yo no entiendo como la gente no puede ir de frente. Decir la verdad. Mirá, no me gustas más. Me pasan cosas con otra persona. Y ya. Uno tiene que andar enterándose de la peor manera. ¿No te parece?
—Sí… claro. Horrible…
—Lo odio.
Y a ella también la odiarían. A ella también la defenestrarían por estar con Juan Manuel y pensar en Sebastián. Bueno… no sólo pensar. Lo de Brasil había sido grave, muy grave.
Los días pasaron rápido, el profesorado comenzó y con ello, la cabeza de Sandra se ocupó con las materias que le habían quedado, los horarios y la rutina que acompasaba sus sentimientos. Tener las tardes y las noches repletas de actividades no la dejaban pensar en el problema que la acechaba cada día más. Juan Manuel, también ocupado con el comienzo de clases de Victoria, poco hacía para organizarse y Sandra tampoco lo reclamaba. Un tiempo separados serviría para apaciguar las cosas.
—¡San! —La llamó Romina una tarde que llovía torrencialmente y había decidido faltar a clases. Las calles de Buenos Aires solían inundarse y no quería arriesgarse a quedarse con el auto. Sus compañeros tampoco irían así que no se preocupó demasiado. Aprovechó a ponerse al día con el material de lectura. En eso estaba cuando el grito de Romina la sorprendió.
—¡Voy!
Salió bajó la lluvia y correteó hasta el negocio donde la esperaban con la puerta abierta.
—Te buscan.
—¿Quién?
—Dos hombres.
Asomó la cabeza y sus sospechas se hicieron carne y hueso. Ahí estaba su papá y el abogado del que le había hablado aquella vez. ¡Maldito! Irguió la espalda y avanzó con la cabeza en alto.
—Buenas tardes.
—Hola, Sandra. —se acercó Aníbal y ella lo esquivó acomodándose de brazos cruzados en un extremo del negocio. —Bueno, tal como te había dicho… mi abogado el señor Galindo, estará al frente de los trámites. La casa perteneció a mis padres y, por ende, me corresponde como herencia. —dijo sin dar vueltas— En estos días te estará llegando la notificación y…
—Le dije que ni lo sueñe.
—Señora…—interrumpió el otro.
—Señorita.
—Disculpe. Señorita. Mi cliente tiene todo el derecho…
—¡Su cliente y una mierda! ¿Dónde estuvo su cliente cuando mi abuelo se accidentó? ¿Dónde estuvo cuando mi abuela se enfermó y se murió? ¿Dónde?
—El señor… bueno…—intercambiaron una serie de miradas extrañas.
—Estuve preso, Sandra. Por eso no pude acercarme.
—¿Preso? Pero… ¡por favor! Eso no se lo cree nadie. Háganme el favor y váyanse de acá. Esta casa la cuido yo. ¡Fuera!
—Le voy a dejar mi tarjeta y le aconsejo, búsquese un abogado porque el próximo paso será la notificación de que hemos iniciado el juicio. Vendrán a tasar la casa y, desafortunadamente señorita, deberá acordar con mi cliente para entregar la vivienda.
—Acá voy a estar para recibirla.
Romina que presenció el intercambio atenta, se acercó apenas los hombres traspasaron la puerta de salida. Sandra temblaba.
—¿Te quiere sacar la casa?
—Sí. Pero que ni lo sueñe. Primero, sobre mi cadáver.
—¿Sabías que había estado preso?
—No.
—¿Lo conocías?
—No. —Una lágrima de broca rodó por su mejilla. La mirada aún sobre la ventana donde había visto como se subían a un coche y se alejaban de ahí.
—¿Juan Manuel no es abogado?
—Sí.
—¿Le vas a pedir…?
Sandra no la escuchó. Dio dos pasos y salió hacía la vereda. Lloviznaba.
—¿Querés un paraguas?
—No. En un rato vuelvo.
Comenzó a caminar sin rumbo fijo. Necesitaba andar. Moverse. La cabeza le dolía, el pecho subía y bajaba agitado. Estaba asustada. La lluvia mojó su cara, su pelo, su ropa, sus zapatillas. Cruzó las calles empapándose los pies sin importarle nada de nada. En su mente se repetía como en loop, la cara chupada del abogado diciéndole que le iban a quitar la casa. ¿Qué haría? ¿Dónde iría? Ya había consultado con Juan Manuel y, como lo suponía, ninguna ley la amparaba. Debía entregar la vivienda. Un grito desgarrador perforó su garganta. ¡No! No la vencerían. No. Retomó sus pasos y regresó. Romina la esperaba atenta en la ventana, preocupada de que algo le hubiese ocurrido.
—¿Cómo estás?
—Enojada.
—Es entendible. Pero… vas a tener que ocuparte de este asunto.
—Sí. Creeme que lo voy a hacer. Ya mismo.
Se duchó, metió la ropa mojada en el lavarropas y se subió al coche. Iría a ver a Juan Manuel a su estudio. Sabía que él se quedaba hasta tarde y estaba segura que llegaría antes de que se fuera para comentarle la situación. Cargó los papeles que tenía de la casa y se fue. Creía que él podía guiarla para enfrentar lo que se venía de la mejor manera. Debía estar preparada.
Avanzaba por la calle, haciendo olas hacia los costados. Con el temor de quedarse en el medio del agua, aceleró y atravesó las esquinas de Casanova lo más rápido que pudo. Hasta que, en una bocacalle, una de las ruedas delanteras chocó contra el cordón y de a poco fue desinflándose. Había pinchado. Siguió hasta donde el llanto y la bronca se lo permitieron. Puso balizas y se bajó a revisar. Tenía el agua más arriba de los tobillos. Sabía colocar el auxilio, pero… en ese momento recordó que no lo había inflado y que la rueda pinchada de la última vez seguía en el baúl.
—¡La puta madre que me parió! —rezongó mientras cerraba con fuerza la puerta y colocaba la alarma.
Cruzó la calle y se resguardó debajo de un techo que apenas si la cubría. Intentó llamar a su mecánico, pero nada, no le respondió. Juan Manuel; saltaba el contestador. Iba a tener que dejar el auto ahí y volver al día siguiente o más tarde. Regresó al coche, abrió el baúl de nuevo y agarró la rueda pinchada. Volvió a cruzar y abrió la aplicación de Uber. Cuando vio el monto de lo que le saldría el viaje, lo cerró con ira.  
¿Algo más le iba a pasar ese día?
—¿Sandra?
Levantó la vista y desde un auto gris, Sebastián la observaba sorprendido.
—¿Qué haces acá?
—Pasaba… ¿Qué te pasó?
—Se me pinchó la rueda. —y señaló el Fiat estacionado en la mano de en frente.
—¿Te ayudo con el auxilio?
—También pinchado. —dijo levantando la rueda que tenía entre las piernas.
—Subí que te llevo a la gomería.
—No. Gracias. Espero un Uber.
—Cancelalo. Subí.
—Dame un segundo. —volvió a cruzar y tomó los papeles de la casa. Los metió debajo de su ropa para que no se mojaran. Sebastián salió para ayudarla. Le abrió la puerta de atrás y ella arrojó la rueda dentro.
—Conozco una gomería por acá cerca.  
—Genial. Dejame ahí que después vuelvo.
—Estás empapada. ¿Querés pasar por tu casa?
—No, no. Quiero resolver esto rápido. —Sebastián arrancó, hizo unas cuadras y al llegar, otra mala noticia. La gomería estaba cerrada.
—¿Qué pasa? —quiso saber ella cuando lo vio venir después de golpear las manos bajo la lluvia—No hay nadie.
—¡Qué día! Bueno…
—Te llevaría a tu casa, pero…No sé la dirección. Nunca fui.
—Es cierto… Aunque…—el nudo que había tenido atado desde que había salido de la casa, se volvía cada vez más macizo y rígido.
—No querés ir a tu casa. —ella negó con la cabeza, incapaz de hablar. Se pasó la mano por la cara para secarse las gotas de lluvia y las lágrimas.
—Bueno… te invito a conocer la mía. —Puso primera y salió sin darle tiempo a que dijera que no.
La casita de Sebastián estaba ubicada cerca del colegio Word en un barrio muy lindo y tranquilo. A pesar de la catarata de agua que seguía cayendo del cielo, el vecindario se veía pintoresco. Se bajaron los dos y entraron. De afuera parecía más pequeña; tenía los muebles bien acomodados y las pocas cosas alrededor, volvían el espacio más amplio. Las paredes de un tono bermellón llamativo, el techo blanco.
—Me mudé hace un año.
—Te felicito.
—Gracias. ¿Mate?
—Dale.
—El baño queda ahí. —dijo señalando el pasillo—Por si querés secarte un poco.
—Gracias.
Cuando salió Sebastián había dispuesto la mesa con perfección. Unas galletitas dulces, el termo y el mate sobre un mantelito a cuadros. ¿Qué había pasado con el Sebastián de antes?
—¿Amargo tomás?
—Sí, como venga.
Tomó el primer mate y se quedó observando la bombilla por unos cuántos minutos. No quería levantar la vista porque sabía que él la estaba mirando. Extendió el brazo y le devolvió el mate.
—Muy rico.
—¿Qué pasa, Sandra? —le dijo de una vez.
—Me van a sacar la casa. —respondió y sus ojos se volvieron agua, pero no lloró. Se tapó la cara avergonzada y cuando quiso levantarse para refugiarse en el baño, los brazos de Sebastián la detuvieron.
—Ey… ¿Cómo es eso? —la cubrió entera y Sandra se dejó engullir. Era lo que más necesitaba en ese momento, pero no se animaba a pedirlo.
—Sí… —tragó con fuerza y atajó la primera lágrima. No quería mostrarse rendida.
—Tranquila. —la guio hasta el sillón que estaba detrás de la mesa y se sentó a su lado sin dejar de abrazarla en ningún momento.
Pudo contener las lágrimas unos segundos y en ese momento de cordura, se separó de él y de sus brazos, ubicándose en el extremo del sillón. Se secó las mejillas con las palmas de la mano y se concentró en sus dedos para poder hablar.
—Mi papá reclama la casa. A pesar de que jamás vino a ver a mis abuelos, le corresponde. ¿Podés creer?
—Pero… ¿No hay algún papel que haya dejado tu abuela, algo a tu nombre?
—No. Ya me asesoré. Voy a quedar a merced de él y de lo que quiera hacer con la casa. Quizá la venda, quizá quiera venirse a vivir ahí. No sé. Pero… la única certeza es que me quedo en la calle.
—Pensemos. —se puso de pie y preparó otro mate.
—Voy a tener que dejar la carrera. —esa afirmación hizo que el llanto regresara con más fuerza. La única cosa que la mantenía en pie era el sueño de tener un título y ahora también lo perdería.
—¡No! ¡No podés dejarla!
—¿Y cómo voy a hacer? —lo enfrentó con la mirada.
—Vamos a resolverlo. Tenemos que pensar.
Los siguientes minutos pasaron con lentitud. Sebastián cebaba mate y le acariciaba la mano a Sandra que intentaba volver a su postura. Era la primera vez que había dejado salir su dolor. Desde muy chica había aprendido a sonreír aún sin estar contenta. Había aprendido a hacer chistes, a ser la payasa y la divertida del grupo. Había aprendido a dejar de lado su pasado, su historia y enfocarse en lo que tenía por delante. Le había hecho creer al mundo que era fuerte y que podía con todo y que, a pesar de lo dura que fuera la vida con ella, jamás perdía la alegría. Hasta que ocurrió lo de su abuela, lo de Roxana y lo de Sebastián. Poco a poco, con cada pérdida, dejaba de lado aquel papel gracioso y se hundía cada vez más en una especie de oscuridad pastosa, una sombra negra como las noches sin luna, que lo único que hacía era sacar lo peor de ella. Y desde entonces, no había podido volver a sonreír como antes.
—Quiero saberlo todo, San. Quiero saber en qué estás pensando.
—Son muchas cosas.
—Tengo todo el tiempo del mundo para vos.
Sandra le habló del negocio, de la carrera, de Romina. Lo puso al tanto de su situación financiera y de cómo eran sus gastos.
—Se me ocurre que podías hablar con tu papá para que te permita conservar el negocio. Esa es la fuente de tus ingresos, con eso sobrevivís, ¿no?
—Sí. Pero… ¡No! Yo no voy a hablar con él nunca.
—Deberías.
—No. Antes me voy a vivir debajo de un puente. Vendo el auto. Alquilo algo mientras busco trabajo. Seguro en algún taller voy a conseguir.
—¿Y la carrera?
—¡La voy a dejar!
—No. Tenés que seguir.
—Ay, Sebastián… —se puso de pie y se aferró al respaldo de la silla. —La vida es muy difícil. ¿No lo ves? Hay momentos en lo que hay decidir.
—¡Ya lo creo! Por eso… no tomés una mala decisión.
—Tengo que pensar en sobrevivir. En comer.
—¿Tenés abogado? Conozco…
—Juan Manuel es abogado.
—Ah. Bueno. Mejor, entonces. —Sandra se dio cuenta de que Sebastián cambió de posición.
—Me voy a mi casa.
—Te llevo. De paso pasamos por la gomería a ver si está abierto.
Efectivamente, pudieron arreglar el auxilio y al cabo de una hora, Sandra estaba sobre su auto y Sebastián parado junto a la ventanilla del acompañante.
—Me gustó merendar con vos. Hacía mucho que no hablábamos sin pelear.
—Es verdad.
—Perdoname por lo de la otra noche en Thaler. Estaba un poco borracho…
—No pasa nada. Gracias por los mates y el auxilio.
—Sandra… —ella apretó el embriague, puso primera y lo miró.
—¿Qué?
—Dame otra oportunidad. Las cosas cambiaron en estos dos años.
—Seba, yo…
—Ya sé. Juan Manuel. Tu casa, tu papá. Todos ellos están antes que vos y que yo. No es justo.
—Me tengo que ir.
—Bueno. —le dio un golpecito al costado del auto y se alejó.



domingo, 19 de abril de 2020

LUC: Capítulo 15: Una medida de bronca y dos de tequila.


“Quise ahogar mis penas en licor, pero las condenadas aprendieron a nadar.”
Frida Kahlo

Romina la convenció. Romina la llevó obligada a Thaler a festejar su cumpleaños. Llegó una hora más tarde porque hasta último momento no estaba segura de ir. Hasta que un mensaje de su ayudante más fiel, la hizo correr al baño, ducharse y arreglarse un poco para acercarse a Morón aquel viernes. Se dijo que la salida le haría bien y que necesitaba un momento de esparcimiento y de conectar con otra gente que no fueran Cecilia, Juan Manuel, Leo, Romina y los habituales clientes del negocio. Ya comenzaba a extrañar las noches de cursada en el Joaquín. Ya necesitaba ocupar su tiempo en otra cosa porque se estaba volviendo loca.
—Hola…
—¡Viniste! —Romina la alcanzó en un abrazo sincero. —¡Qué alegría! Sentate. Ya pedimos unas pizzas.
—Genial. —Verla tan contenta la animó.
Colgó la bandolera que traía en el respaldo de la silla y encima de ella, colocó el saquito de hilo. En la mesa había diez personas, si se contaba ella. A su lado una pareja que… ¿Discutía? Le pareció escuchar unas frases llamativas, pero como la música estaba fuerte no lograba discernir qué ocurría. Más allá otras chicas, de la edad de Romina, reían a carcajadas. Y de este lado dos varones que poco interactuaban con el resto. A pesar que buscó, Sandra no encontró al novio de la cumpleañera entre los presentes.
—Ro… —la llamó. —¿Y Joaquín?
—Ni me hables. —una revoleada de ojos llamativas y un—; Después te cuento.
Llegaron las pizzas y con ellas las ganas de que la cena se terminara lo más rápido posible. Si bien al principio se había sentido feliz de haber ido, media hora después de su llegada, se concentró en su celular, que era lo más interesante que había a su alrededor. Devoró tres porciones en menos de quince minutos. Una vez que terminó, buscó en su cartera la billetera y…
—¿Ya te vas? —le preguntó Romina.
—Sí. Estoy muerta. Quería venir un ratito a saludarte. Ya cumplí…
—¡Ahora viene el brindis! ¿Podes esperar una media hora más?
—Mmm… Bueno, media hora. —volvió a su celular.
Entraba y salía de Facebook y de Instagram. Revisaba los estados de WhatsApp una y otra vez. ¿Qué más podía hacer por media hora? Regreso a las redes sociales y una vez que terminó ahí, siguió con los estados nuevos que iban apareciendo a cada momento. No entendía como las personas eran capaz de subir lo que estaban haciendo todo el tiempo. Le parecía patético, pero… ahí estaba abriendo el primer estado. Luego el siguiente y…
Una foto de una cerveza. De fondo el ventanal que separaba las mesas de la otra sección. Giró la cabeza y desde donde estaba pudo ver el mismo cartel luminoso que aparecía en el fondo de la foto de Sebastián. Nerviosa se puso de pie y lo buscó por cada uno de los grupos que había, hasta que lo divisó en una mesa de varones. Se sentó inmediatamente.
—¿Te sentís bien? —Por fin habló el chico que tenía enfrente.
—Sí, gracias.
Media hora. Media hora más y se iba. Con suerte no se cruzaban. El mozo tardó un poco más en traer las copas de sidra para celebrar el cumpleaños de Romina. Tanto, que el karaoke comenzó antes de que pudieran cantar el feliz cumpleaños. La gente se iba amontonando alrededor de las mesas cercanas al escenario y a Sandra se le hacía casi imposible no armar un revuelo para salir. Cuando levantó la vista, lo vio parado con un vaso en la mano riendo de alguna ocurrencia justo delante de la puerta de salida.
—¡Buenas noches, Thaler! —gritó el animador y todos respondieron con euforia. —Vamos a dar comienzo a esta noche de karaoke que hoy, por ser un día especial, arranca un poco más temprano que de costumbre. Bueno, quince minutos antes… No es tanta diferencia, ¿no? Hoy tenemos cuatro cumpleaños. ¿Verdad?
En ese momento a Sandra se le prendió fuego la cara y quiso esconderse debajo de la mesa. Giró sobre su asiento y le dio la espalda al escenario desde donde, seguramente, nombrarían a Romina y todos mirarían hacia ese lado; incluso Sebastián.
—Bien. Me informan que los cumpleañeros son: Gastón. —lo buscó con la mirada hasta que unos brazos se alzaron entre las mesas—Un fuerte aplauso para él. Iván. ¿Dónde estás, Iván? Allá… Bien. Un aplauso para el muchacho. ¿Cuántos cumplís? ¿Veinte? ¡Saquen a este pendejo de acá! —Bromeó y todos se rieron. Sandra continuaba con la mirada fija en el plato con restos de muzzarella esperando a que nombraran a su amiga. —Barbie. ¡Ey, Barbie! —continuó el animador. — ¿Cómo estás? Barbie, les cuento, es fiel a los viernes de karaoke en Thaler. ¡Feliz cumple, Barbie! Y… por último, Romina. Romi… ¿Dónde andas? Allá. Un fuerte aplauso para los cuatro y ahora sí les vamos a cantar el feliz cumple a todos ellos. Pero antes, le vamos a pedir a los cumpleañeros que se acerquen al escenario, por favor.
Las amigas de Romina se esmeraron para ser oídas; a los gritos, como para que todo el mundo las miraras comentaron a cantar:
—¡Romi! ¡Romi! ¡Romi!
—Ahora sí. Están los cuatro acá con nosotros. Y podemos, entre todos cantarles… a la una, a las dos y a las tres…
Terminaron de entonar las estrofas del feliz cumpleaños y el animador estaba lejos de querer soltar a su amiga para que la noche siguiera como lo tenía planeado. La media hora que le había prometido, se había convertido en una. Sandra se quería ir, pero ahora Sebastián estaba ubicado justo delante de la puerta de salida. Debía camuflarse para que nadie la viera. Debía pasar desapercibida. Debía…
—Quiero que elijas a una persona de tu eterna confianza para que suba y juegue con vos esta noche.
—A mi amiga Sandra.
¿Qué? ¿Oyó bien?
—¡Sandra, amiga de Romina! Al escenario por favor. ¿Cuál es tu amiga?
—La de vestido. Esa.
—¡Piedra libre para Sandra!
Y no tuvo otra opción que girarse y enfrentar no sólo al público, al animador y a su amiga, sino también a Sebastián que, para ese momento, seguro ya la había visto. Sonrió por inercia y antes de pararse, porque sabía que no iba a poder zafar y que si se negaba sería peor, agarró el vaso de tequila que el chico de enfrente acababa de pedir y se lo tomó de un solo trago. Borracha. Borracha era la única manera de aguantarse aquel papelón.
—Un aplauso para Sandra, que se animó. —dijo mientras la ayudó a subir al escenario.
—Estás despedida, Romina. —le dijo ella cuando estuvo a su lado.
Cuando llegó el turno de Gastón, unos brazos cercanos a la puerta se sacudieron con ganas.
—¿Y? ¿Quién sube?
—Sebastián, se ve que tiene ganas de jugar. —comentó y Sandra no pudo evitar buscarlo con la mirada. Él se acercaba con los ojos fijos en ella. 
—Bueno, ahora estamos todos. ¿Saben que es noche de…?
—¡Karaoke! —gritó el público.
—Ey, Ey… —Sandra se acercó al costado del escenario y se prendió a la remera del mozo que justo pasaba por ahí. —Traeme algo bien fuerte. —le rogó.
—Enseguida, bombón.
—Primera canción para Iván y Federico. ¿Están listos?
Sonaba “Provócame” de Chayanne y el público los abucheó. El trago de Sandra iba por la mitad cuando le tocó el turno a Barbie y a Yanina. Se defendieron con bombón asesino y pudieron permanecer en el escenario porque movieron la cola al compás de la música. Después le llegó el turno a Gastón y a Sebastián. La rompieron. Hicieron vibrar a todo el mundo con el tema “Mujer amante” de Rata Blanca. Sandra sabía a que Sebastián le gustaba cantar y que, junto a Pablo, solían juntarse a zapar cada tanto. Lo que él no sabía era que…  
—Y por último… vamos a ver qué pasa con Romi y Sandra. —dijo el animador y les entregó el micrófono. El trago ya se había acabado y había comenzado otro.
Le gustaba cantar y lo hacía bastante bien. No se consideraba una super estrella o que tuviese una voz privilegiada, pero creía que al menos, no desafinaba. Para ellas, un lento. El piano con los acordes de Franco de Vita y “Buen perdedor” inundó el bar. Romina tosió y comenzó a entonar las primeras estrofas hasta que la miró a Sandra y la animó a seguirla.
Temerosa se acercó el micrófono a los labios y cantó…

No tienes por qué disimular
Esas lagrimas están de más
Si tienes que irte vete ya
Sin embargo, esperaba
Que te quedaras, pero
El agua hay que dejarla correr
Mientras yo me tragaba palabras
Que no pude decir
Y si el viento hoy sopla a tu favor
Yo no te guardaré rencor
Claro que se perder
No será la primera vez
Hoy te vas tú, mañana me iré yo
Seré un buen perdedor
El mundo no cambiará
Alguien sin duda ocupe tu lugar

Romina la dejó sola en la segunda oración y se movió a un costado, dejando que Sandra se luciera. No sabía que tuviese una voz tan armoniosa y dulce escondida. La gente estaba completamente enamorada de ella, de sus ojos cerrados, de cómo apretaba el micrófono con una mano y con la otra jugueteaba con el volado de su vestido floreado, como en trance. Terminó la canción y tras un segundo de silencio, el público la ovacionó.
—¡Ah, bueno! ¿Romina? ¿Vos sabías del talento de tu amiga? —se acercó el animador.
Sandra aún con los ojos cerrados, dio un paso hacia atrás y sintió una mano helada rozando la suya. Parpadeó y reaccionó. Por primera vez había cantado ante una audiencia que no fuesen sus abuelos. Por primera vez había dejado escapar su voz para que la escuchasen los demás. Otra primera vez junto a Sebastián.
—Bueno, bueno… tenemos a los finalistas de esta noche. Por un lado, Gastón y Sebastián. Fuerte el aplauso. Y por otro, Sandra y … ¿Romina? —se burló. —Bien. Ahora vamos a definir quién se va a llevar las dos botellas de champagne de regalo. Esta vez… la canción la eligen ellos. Cada uno tendrá unos minutos para elegir una canción de nuestra lista y esa canción… la cantará el equipo contrario. Así que, Gastón y Sebastián piensen una canción para las chicas y ustedes, chicas, para los muchachos.
Sandra supo enseguida qué canción elegiría para Sebastián. No dejó que Romina opinará al respecto, directamente pregunto;
—¿Pueden ser en inglés?
—La que quieran.
—Ya la tenemos, entonces. —dijo sonriente. El tercer trago ya se le había subido a la cabeza.
—Bien. ¿Ustedes, chicos?
—Sí. —Respondió Sebastián y en ese momento, para los dos, no existió nadie más que ellos y las canciones que cada uno había elegido para el otro.
—Arrancan los varones. A ver… las mujeres eligieron…
“Love of my life” de Queen comenzó a sonar y Sebastián la buscó con la mirada.

Love of my life, you've hurt me
You've broken my heart and now you leave me
Love of my life, can't you see?
Bring it back, bring it back
Don't take it away from me, because you don't know
What it means to me
Love of my life, don't leave me
You've stolen my love, you now desert me
Love of my life, can't you see?
Bring it back, bring it back (back)
Don't take it away from me
Because you don't know
What it means to me

Aquella canción era suya, de ellos. Él se la había tarareado en más de una oportunidad. Ella entrecerró los ojos y se llevó el vaso a la boca. Gastón intentó mantener el tono, pero no pudo. Cuando terminaron fueron aplaudidos sí, pero no con la misma euforia que al principio.
—Parece que las chicas eligieron bien, eh. Aunque… veremos qué han elegido los varones.
La canción empezó de una vez, sin intro comenzó la pista de Mr. Big y su canción “To be with you”. La misma que Sandra había estado cantando una y otra vez debajo de la ducha en los hoteles donde escondieron su amor durante unos meses. Esa canción de la que solo conocía el estribillo y que Sebastián había buscado para ella y que tanto los referenciaba. La voz de Sandra se rasgó y cantó…

Hold on, little girl
Show me what he's done to you
Stand up, little girl
A broken heart can't be that bad
When it's through, it's through
Fate will twist the both of you
So come on baby, come on over
Let me be the one to show you
I'm the one who wants to be with you
Deep inside I hope you feel it too (feel it too)
Waited on a line of greens and blues (waited on a line)
Just to be the next to be with you.

Cuando abrió los ojos solo lo vio a él. Lo vio cantar con ella esa canción que tenía mucho de los dos. Él sabía que ella pensaría en la ducha, en el hotel, en todo lo que los unía como un entramado perfecto armónico y con el tempo exacto. Los dos juntos habían sido rock.
Se bajó del escenario mareada, envuelta en aplausos. Buscó su silla, agarró su cartera y el saco y salió a la calle. La humedad de los últimos días de febrero, atontaban a cualquiera. Miró hacía ambos lados y recordó que no había venido en el auto. Tomó su celular y buscó la aplicación de Uber. En eso estaba cuando Sebastián salió a su encuentro.
—¿Ya te vas?
—Sí.
—¿No vas a celebrar tu victoria?
—Eso no fue una victoria. Eso fue… humillante.
—¿Humillante? ¡La rompiste! —levantó la ceja y volvió al aparato. Sebastián que había salido a buscarla, imaginándola en sus brazos y besándola como la había besado en Brasil, se encontró con la pared infranqueable en la que a veces se convertía Sandra. Esa que lo alejaba y lo disminuía. Esa que odiaba tanto. —¿Y tu novio? ¿No vino hoy?
—No. Y veo que tampoco vino… ¿Cómo se llamaba? ¿Tami?
—Ja. Siempre igual, vos.
—¡Vos también! Sebastián… dejemos de hablarnos. No nos escribamos más, por favor. Es…
—¿Es qué? Es complicado, sí. Siempre lo fue. Desde el primer día.
—Es injusto.
—Injusto.
—Sí. Injusto. Para Juan Manuel, para Tamara, para vos y para mí.
—Injusto es que vos y yo queramos estar juntos y no lo hagamos. —dio un paso hacia adelante.
—Yo creo que te dejé en claro…—su cabeza era un bombo. Entre los tragos y la tensión, no podía hilvanar una idea.
—No me importa.
—No seas…
—¿Un pendejo?
—Caprichoso.
—En Brasil me di cuenta de que esto…—la acorraló contra la pared. —no se terminó. Que estos dos años fueron… una pausa.
—¿Una pausa?
—Sí. Yo necesitaba madurar un poco más, lo reconozco. Y vos…
—Llegó el Uber. —Sandra pasó por debajo de su brazo y corrió hasta el auto que la esperaba en la puerta del bar.
Se subió y se hundió en el asiento. A sus espaldas quedaba Thaler, la mirada ardiente de Sebastián, Queen y Mr. Big. Quedaban, como habían sido los últimos años, en pausa.