— ¿Hola?
— ¿Hola Laura?
—Sí.
—Soy yo. Te
llamo para avisarte que llego el lunes. Todo se complicó y bueno… no pude
viajar hoy.
—Ah. Bueno.
Le cortó y se
mantuvo concentrado en el cuadro que adornaba su habitación. La tormenta no
amainaba, los relámpagos iluminaban el cielo y él no sentía deseos de sonreír y
fingir. Estaba cansado de fingir. Volvió a marcar.
—¡Hola pá!—la
voz dulce de su hija, lo apaciguó.—Estoy manejando. ¿Qué necesitas?
—Nada. Quería
saber cómo estabas.
—Bien. Estoy
yendo a lo de Rafaela. Vamos a una fiesta con ella y su hermano.
—Ah. Ten
cuidado, por favor. Ya sabes. A la una, en casa.
—Si papá. Un
beso.
Se volvió sobre el cuadro, pero
esta vez esbozó una sonrisa. Se la imaginó arreglada, con una goma de mascar en
la boca, y la música bastante fuerte. Escuchar a Sara Alicia, lo calmaba, le
devolvía la paz. Esa paz que perdió por el camino, y que no pudo recuperar. No
sabe si fue el matrimonio, o la vida rutinaria, pero últimamente, todo había
tomado otro color. Aunque Laura seguía igual. Siempre bella, elegante y
arreglada, se notaba a leguas que entre ellos, algo se había muerto. Lo único
que lo mantenía vivo eran sus hijos. Y Sara Alicia no era ni más ni menos, que
la luz de sus ojos.
El lunes, cuando llegó, apoyó su
bolso sobre la mesa del comedor y subió las escaleras, a las zancadas, en busca
de su hija. Desde que habló con ella, un mal presentimiento se le instaló en el
corazón. No pudo comunicarse, el día anterior, y su desconcierto y angustia
crecieron. Le pareció extraño que Laura no estuviera en casa. Aunque no se
sorprendería si estaba en la peluquería o en el shopping.
Abrió la puerta de la habitación
de su hija y encontró la cama hecha. Claramente había salido. La cherokee no
estaba. Se instó a relajarse y a pensar que tal vez, madre e hija habían salido
a dar un paseo. Sus voces en la puerta de entrada, unos minutos después, lo
confirmaron. Se escondió en el closet de su hija, para asustarla, como había
hecho miles de veces, durante su niñez. Arrimó la puerta con cuidado y esperó a
que entrara.
No escuchaba ya la voz de su
hija. En cambio, oía a Laura esbozar frases, que le resultaban raras y
sinsentido.
—Que amable
fue el doctor. ¿No te parece, Sara Alicia?... Ahora todo pasó. Ya todo pasó. Recuéstate
que te traigo un juguito de naranjas… Debí pasar por la farmacia a comprar la
medicación que nos indicó el doctor. ¡Qué tonta!... Ven, mi amor. Acuéstate.
¿Te duele algo?...—Aunque él quería abrir la puerta de sopetón y asustarlas,
permaneció acurrucado entre los abrigos y pantalones, tratando de entender lo
que hablaba su mujer. ¿Qué había ocurrido con Sara Alicia? ¿Por qué no
respondía? Nunca se quedaba sin palabras. Todo era muy raro. Creyó que lo mejor
sería esperar a que se fuera Laura, y salir de su escondite.
Abrió la puerta despacio y asomó
la cabeza. Sara Alicia dormía. La notó pálida, demacrada y triste. Ella, que
siempre tenía una sonrisa, parecía confundida, cambiada. No era la misma de
siempre. Caminó en puntas de pie, para no hacer ruido y se encontró con Laura
en el pasillo.
—¿Dónde
estabas? Vi el bolso en el comedor, pero no te encontré por ningún lado.
—¿Qué pasa con
Sara Alicia?—No le respondió y fue directo al grano—Vengo de su habitación y no
la vi bien. ¿Está enferma?
—Creemos que
sí. —Mintió porque no sabía si había oído su conversación, al llegar— Venimos
de ver al doctor.
—¿Y? ¿Qué
dijo? ¿Qué tiene?
—Que hay que
esperar. Veremos cómo evoluciona.—Se movió con el vaso de jugo y siguió su
camino.
—Yo hablé con
ella, el sábado. La escuché bien. —la siguió.
—¿A qué hora,
hablaste con ella? —El vaso temblaba en su mano y enseguida lo apoyó sobre la
mesa de luz. Le daba la espalda.
—Después de
que te llamé.
—Ah—suspiró
aliviada.
—Por eso, te
digo… que yo la oí bien. Estaba bien.
—El domingo
amaneció con fiebre. Y hoy decidí llevarla al médico.
No preguntó más. Laura se sentó a
orillas de la cama y se mantuvo ahí. Hablaba de las novedades del barrio, de
los vecinos, de todo. De Gonzalo, de Alberto. Menos de Sara Alicia. Algo andaba
mal. No quitaba los ojos de su pequeña. Respiraba tranquilamente sobre la
almohada. No bebería el jugo aún.
—Vamos, Laura.
Dejémosla descansar.
El martes llamó a la oficina y
avisó que llegaría más tarde. Laura dormía aún. Parecía cansada. No quiso
despertarla. Antes de bajar a preparar el desayuno, pasó por la habitación de
su hija, para ver como se sentía. Se asustó sobremanera, cuando no la vio en la
cama. Miró a su alrededor, y la halló acurrucada detrás de la puerta. Lloraba.
—Sarita…¿Qué
pasó? ¿Qué te duele? —No respondió. A pesar de su estado de debilidad, se colgó
de su cuello y se aferró a su espalda con todas sus fuerzas. Su estado lo
paralizó— ¿Qué pasa, hija? ¿Por qué lloras? Vamos a la cama. Ven. —Movió las
colchas y encontró una mancha carmesí, que asomaba entre las sabanas. Ella
seguía sollozando y no levantaba la cabeza.
La cargó en sus brazos, como
había hecho cuando era una niña y volaba de fiebre. La levantaba en el aire, y
la llevaba hasta la tina, para bañarla. Bajó las escaleras y la subió a la
camioneta. Se volvió a buscar su billetera, y su abrigo. Lloviznaba. Aceleró y
en menos de cinco minutos, estaban en el hospital.
—¿Dónde
estaban? —preguntó horrorizada, al verlos entrar a la casa. Tenían los piyamas
puestos. El mundo de Laura parecía desmoronarse ante sus ojos.
—Fuimos al
hospital. —Laura empalideció de repente y las piernas le temblaron. Para no
caerse, simuló sentarse en uno de los sillones—No te preocupes. La niña está
bien. —Hizo un silencio profundo y agregó; —Gracias a Dios.
Padre e hija
subieron la escalera despacio. La dejaron atrás, sola, en el living.