sábado, 29 de agosto de 2015

Trabajo del taller. Consigna: Escribir desde la perspectiva de los personajes masculinos de Sin Dios ni ley, de Serrano.



— ¿Hola?
— ¿Hola Laura?
—Sí.
—Soy yo. Te llamo para avisarte que llego el lunes. Todo se complicó y bueno… no pude viajar hoy.
—Ah. Bueno.
Le cortó y se mantuvo concentrado en el cuadro que adornaba su habitación. La tormenta no amainaba, los relámpagos iluminaban el cielo y él no sentía deseos de sonreír y fingir. Estaba cansado de fingir. Volvió a marcar.
—¡Hola pá!—la voz dulce de su hija, lo apaciguó.—Estoy manejando. ¿Qué necesitas?
—Nada. Quería saber cómo estabas.
—Bien. Estoy yendo a lo de Rafaela. Vamos a una fiesta con ella y su hermano.
—Ah. Ten cuidado, por favor. Ya sabes. A la una, en casa.
—Si papá. Un beso.
Se volvió sobre el cuadro, pero esta vez esbozó una sonrisa. Se la imaginó arreglada, con una goma de mascar en la boca, y la música bastante fuerte. Escuchar a Sara Alicia, lo calmaba, le devolvía la paz. Esa paz que perdió por el camino, y que no pudo recuperar. No sabe si fue el matrimonio, o la vida rutinaria, pero últimamente, todo había tomado otro color. Aunque Laura seguía igual. Siempre bella, elegante y arreglada, se notaba a leguas que entre ellos, algo se había muerto. Lo único que lo mantenía vivo eran sus hijos. Y Sara Alicia no era ni más ni menos, que la luz de sus ojos.
El lunes, cuando llegó, apoyó su bolso sobre la mesa del comedor y subió las escaleras, a las zancadas, en busca de su hija. Desde que habló con ella, un mal presentimiento se le instaló en el corazón. No pudo comunicarse, el día anterior, y su desconcierto y angustia crecieron. Le pareció extraño que Laura no estuviera en casa. Aunque no se sorprendería si estaba en la peluquería o en el shopping.
Abrió la puerta de la habitación de su hija y encontró la cama hecha. Claramente había salido. La cherokee no estaba. Se instó a relajarse y a pensar que tal vez, madre e hija habían salido a dar un paseo. Sus voces en la puerta de entrada, unos minutos después, lo confirmaron. Se escondió en el closet de su hija, para asustarla, como había hecho miles de veces, durante su niñez. Arrimó la puerta con cuidado y esperó a que entrara.
No escuchaba ya la voz de su hija. En cambio, oía a Laura esbozar frases, que le resultaban raras y sinsentido.
—Que amable fue el doctor. ¿No te parece, Sara Alicia?... Ahora todo pasó. Ya todo pasó. Recuéstate que te traigo un juguito de naranjas… Debí pasar por la farmacia a comprar la medicación que nos indicó el doctor. ¡Qué tonta!... Ven, mi amor. Acuéstate. ¿Te duele algo?...—Aunque él quería abrir la puerta de sopetón y asustarlas, permaneció acurrucado entre los abrigos y pantalones, tratando de entender lo que hablaba su mujer. ¿Qué había ocurrido con Sara Alicia? ¿Por qué no respondía? Nunca se quedaba sin palabras. Todo era muy raro. Creyó que lo mejor sería esperar a que se fuera Laura, y salir de su escondite.
Abrió la puerta despacio y asomó la cabeza. Sara Alicia dormía. La notó pálida, demacrada y triste. Ella, que siempre tenía una sonrisa, parecía confundida, cambiada. No era la misma de siempre. Caminó en puntas de pie, para no hacer ruido y se encontró con Laura en el pasillo.
—¿Dónde estabas? Vi el bolso en el comedor, pero no te encontré por ningún lado.
—¿Qué pasa con Sara Alicia?—No le respondió y fue directo al grano—Vengo de su habitación y no la vi bien. ¿Está enferma?
—Creemos que sí. —Mintió porque no sabía si había oído su conversación, al llegar— Venimos de ver al doctor.
—¿Y? ¿Qué dijo? ¿Qué tiene?
—Que hay que esperar. Veremos cómo evoluciona.—Se movió con el vaso de jugo y siguió su camino.
—Yo hablé con ella, el sábado. La escuché bien. —la siguió.
—¿A qué hora, hablaste con ella? —El vaso temblaba en su mano y enseguida lo apoyó sobre la mesa de luz. Le daba la espalda.
—Después de que te llamé.
—Ah—suspiró aliviada.
—Por eso, te digo… que yo la oí bien. Estaba bien.
—El domingo amaneció con fiebre. Y hoy decidí llevarla al médico.
No preguntó más. Laura se sentó a orillas de la cama y se mantuvo ahí. Hablaba de las novedades del barrio, de los vecinos, de todo. De Gonzalo, de Alberto. Menos de Sara Alicia. Algo andaba mal. No quitaba los ojos de su pequeña. Respiraba tranquilamente sobre la almohada. No bebería el jugo aún.
—Vamos, Laura. Dejémosla descansar.
El martes llamó a la oficina y avisó que llegaría más tarde. Laura dormía aún. Parecía cansada. No quiso despertarla. Antes de bajar a preparar el desayuno, pasó por la habitación de su hija, para ver como se sentía. Se asustó sobremanera, cuando no la vio en la cama. Miró a su alrededor, y la halló acurrucada detrás de la puerta. Lloraba.
—Sarita…¿Qué pasó? ¿Qué te duele? —No respondió. A pesar de su estado de debilidad, se colgó de su cuello y se aferró a su espalda con todas sus fuerzas. Su estado lo paralizó— ¿Qué pasa, hija? ¿Por qué lloras? Vamos a la cama. Ven. —Movió las colchas y encontró una mancha carmesí, que asomaba entre las sabanas. Ella seguía sollozando y no levantaba la cabeza.
La cargó en sus brazos, como había hecho cuando era una niña y volaba de fiebre. La levantaba en el aire, y la llevaba hasta la tina, para bañarla. Bajó las escaleras y la subió a la camioneta. Se volvió a buscar su billetera, y su abrigo. Lloviznaba. Aceleró y en menos de cinco minutos, estaban en el hospital.
—¿Dónde estaban? —preguntó horrorizada, al verlos entrar a la casa. Tenían los piyamas puestos. El mundo de Laura parecía desmoronarse ante sus ojos.
—Fuimos al hospital. —Laura empalideció de repente y las piernas le temblaron. Para no caerse, simuló sentarse en uno de los sillones—No te preocupes. La niña está bien. —Hizo un silencio profundo y agregó; —Gracias a Dios.
Padre e hija subieron la escalera despacio. La dejaron atrás,  sola, en el living.

viernes, 21 de agosto de 2015

¿Hablamos?



Tenemos tanto que decir, que el tiempo parece volar entre las palabras que esbozan nuestros labios. Tus sonrisas monocordes y tus ojos desvariados hacen de nuestra conversación, mucho más que un simple momento agradable. Aunque la mayoría de las veces, terminamos peleando, confieso que enroscarme en tus mensajes subliminales y contradictorios, me divierte. Me da gracia verte gesticular cuando digo lo que no querés escuchar. Tengo que sofocar las carcajadas que me inspiran tus adjetivos vacios y tus largas oraciones, cuando buscas cambiar mi opinión. Obviamente, no lo lográs.
—Creo que estás equivocado. —te digo y te parto al medio. No sabes que más decirme. No sabes cómo hacerme entender eso que pensás. Después de preguntarme por qué y de oír mi descarga, empieza mi diversión. Movés las manos de acá para allá. Buscas palabras que actúen a favor de tu parecer, y terminas dándome una lista de sinónimos. Me rio y más aumenta tu ira. Más aumenta tu ira, más me rio.
—No se puede hablar con vos. —me decís y yo tengo que tratar de tranquilizarme, tomar un poco de agua y contar hasta cien para calmarme. Siempre te enojas cuando hago eso. Y bueno;  Me dan ganas de decirte. Plantéame un fundamento con pie y cabeza y así, te voy a entender. Bueno. Lo que se dice, “entender”, no lo creo. Pero al menos, te escucharía sin reír.
Luego de dos horas de puro debate. No. Debate no es el término. Intercambio diría yo. Vos te vas con una cara tan larga que te la pisás. Y yo, sigo sin entender cómo es que te enojás, de esa manera, por una simple charla. Aunque si pienso en la posibilidad de que alguien se me ría en la cara, porque lo que digo  no tiene ni ton ni son, también me pondría así. Así que, te entiendo.
El otro día te pregunté por qué habías elegido ese color de camisa. No pudiste darme nada en concreto. Lo único que se te ocurrió fue; “Me gusta” y pero… ¿Por qué? ¿Por qué te gusta esa camisa y no aquella? Tu respuesta me dejó casi igual de indignada, que vos cuando me dejás hablando sola.
—¿Por qué todo tiene que tener un por qué para vos?— ¿Cómo me vas a decir eso? Esa tarde caíste más bajo de lo que yo creí. Obviamente que todo, absolutamente todo, tiene un por qué. Y me extraña que semejante declaración venga de vos. De vos, que todo lo analiza y al igual que yo, lo cuestiona. Últimamente, me estás sorprendiendo. Y no para bien. Gracias a Dios, todavía me hacés reír. Eso, mí querido, te salva de todo mal. De toda pregunta mal contestada, y de fundamentos vacios.
Me divierte hacerte enojar. Aunque el ochenta por ciento de las veces, no entienda un comino de lo que hablás, verte tambalear entre silabas y conectores, me excita. Me gusta tu cara de desencajado y de hombre pensante, que intenta convencer a su mujer. Me alegra que busques en tu historia, ejemplos y circunstancias, para enriquecer el punto. Un punto que después no entiendo. Pero esa no es la cuestión. La cosa es que hablar con vos, de cualquier cosa en la que no estemos de acuerdo, es una experiencia fenomenal. No sólo porque me pruebo y te pruebo a vos, sino porque, de eso se trata nuestra relación. Desafiarnos constantemente, y sacar lo mejor del otro.  Por eso, me encanta hablar con vos.

miércoles, 19 de agosto de 2015

Tus ojos



Despertó con el camisón empapado en sudor. No sabía si se debía al calor que azotaba la ciudad, o si era el sueño que acaba de tener. No. No era el calor. Pestañaba en la negrura de su habitación. La sal de la traspiración, le quemaba los labios y en sus oídos, retumbaban aquellos gemidos que la perseguían en sus sueños. Tragó saliva y se instó a relajarse. Apoyó los pies en el piso de parquet, y así permaneció por un momento. Disfrutaba del fresco de la madera que de a poco iba apagando el calor que emanaba de sus extremidades.
Cuando por fin se decidió, caminó a la cocina a ciegas y descalza. La luz intermitente de la heladera, iluminó el lugar. El frió rozó sus mejillas y la reconfortó. Se sentó en el suelo a beber el agua helada que había guardado antes de irse a dormir. ¿Qué hora sería? Calculó que había dormido bastante y que tal vez fueran las cuatro o  las cinco de la mañana. No más.
Era la tercera vez que soñaba con lo mismo. Las mismas manos que la recorrían, los mismos ojos que la miraban con insistencia y le provocaban las más hondas y oscuras sensaciones. Pensó que lo mejor, sería ver a un psicólogo y detallarle los últimos acontecimientos. Tal vez aquello la ayudaba.
Volvió a la cama y trató de no despertarlo. No deseaba explicarle que había soñado lo mismo que la noche anterior, y la anterior a esa. Pensaría mal de ella. Prefería morir, antes de confesarle a su marido que tenia sueños eróticos, que rayaban lo pornográfico, con otro hombre. Un hombre que le quitaba el aliento y la dejaba sin habla. Lo vivía como una infidelidad. Sabía que si se lo decía, jamás la miraría del mismo modo. Ella, ya no se veía de la misma manera.
— ¿Estás bien?
—Sí. Tenía sed. Hace mucho calor. Seguí durmiendo.
—Te amo.
Ella no respondió. En cambio, se acomodó en la cama, dándole la espalda, sin poder cerrar los ojos. Recordar lo que acaba de soñar, la hacía pensar en la última vez que había tenido relaciones con su marido. Ya no podía rememorar la ocasión, ni cuánto había pasado. Pensó que  seguramente, ese era el motivo o la razón de sus pesadillas. ¿Pesadillas? ¿Eran esas, pesadillas? ¿Acaso sentía miedo? No. No estaba asustada. Al contrario, gozaba como jamás lo había hecho.
No pudo dormir más. Se levantó despacio, sin hacer ruido, y se sentó en el jardín a contemplar el amanecer. Prendió un cigarrillo y recorrió en su mente, los últimos segundos de aquel sueño disparatado. Se concentró en los detalles del hombre que se recostaba sobre ella y la sofocaba de placer. Debía ser alto y fornido; por el peso que experimentaba su cuerpo, debajo del suyo. Ojos marrones, que parecían negros, profundos y misteriosos. Sus manos grandes y ásperas debían pertenecer a un hombre de trabajo duro. Tal vez un albañil, o un carpintero. Tenía la piel morena, o al menos, eso creía. No lo había visto con detenimiento. De las facciones de la cara, no podía sacar nada en limpio. No recordaba ninguna característica. Respiró profundo y descansó las piernas sobre la silla que había colocado delante de ella. Cuando por fin el cansancio la abrazó, era la hora de comenzar el día.
Caminaba por las calles de Buenos Aires, buscándolo. Aunque trataba de no pensar en ello, sus ojos aparecían en cualquier momento y de la nada. Regresaba a su casa, preparaba la cena, atendía a sus hijos y a su marido, y se recostaba con la esperanza de no sentirse culpable y sucia, la siguiente mañana.
—Vos no estás bien. No dormís de noche. Te escucho que te levantas y te sentás afuera. Hace como una semana que estás así. ¿Qué pasa?
—No sé. No puedo dormir.
—Mañana vamos al médico. Que te haga unos estudios y…
—No hace falta. Tu hermana me dio unos yuyos que supuestamente, te ayudan a dormir. Voy a ver si con eso…
—Bueno. Probá. Sino… vamos a ver a un doctor.
El cuerpo le demandaba descanso y tranquilidad, pero su corazón y su mente no daban tregua. Inventaba cualquier excusa para salir de la oficina, y recorrer las calles porteñas. Husmeaba en las obras en construcción. Visitaba talleres mecánicos con la excusa de algún problema en el auto. No descansaría hasta encontrarlo. Los días pasaban y  sus pensamientos no la dejaban en paz. Por las noches, la volvían loca y durante el día se le escurrían de las manos, en cada paso que daba.
Estaba más delgada y había descuidado sus tareas. La relación con su marido había empeorado y sus hijos se alejaban cada vez más. Todo era un completo desastre y en lo único que pensaba era en ese hombre. Él ocupaba cada uno de sus pensamientos.
Para despejarse y calmar sus nervios, aceptó visitar a su madre en Córdoba. Impulsada por su mejor amiga y sus hijos, partió rumbo a Río Cuarto. Por fin, pudo dormir sin soñar. Había comenzado a recuperar la cordura, y había tomado las riendas de su vida. A pesar de que ya no pensara en él, sabía que había mucho que replantearse. Llamó a casa y les avisó que se quedaría unos días más.
Una vez que recuperó la armonía y la calma, sacó un pasaje de regreso a Buenos Aires. Se despidió de sus hermanos y de su madre y se subió al micro. Revoleaba las manos, a modo de saludo, mientras el vehículo esperaba a los últimos pasajeros. Desde la ventanilla observaba el paisaje. Se sentía serena y tranquila. La agonía, la ansiedad y los sueños obscenos, que tanto la habían trastornado, quedaban atrás.  Estaba lista para regresar.
—Disculpe. Está sentada en mi asiento. —habló alguien y no se dio por aludida.
Le tocaron el hombro y giró la cabeza despacio. Ahí estaban. Atravesándola una vez más. Los ojos que tanto había buscado, se posaban en ella. Bajó la mirada, y sonrojada, se focalizó en sus manos grandes. Eran esas; Las que la habían recorrido tantas otras veces. Su piel morena y tostada era la misma que había besado con pasión.
—Te encontré. —susurró.

miércoles, 12 de agosto de 2015

Yo voto, tú votas.



—Santi, compraste el pan rallado ¿no? —le preguntó casi susurrando mientras veía el final de la novela. Él no respondió. — ¡Santiago!—elevó la voz y por fin la miró a los ojos. — ¿Dónde andas? Baja de la nube, boludo. ¿Compraste el pan rallado?
—Sí. Lo dejé en la alacena. ¿Vas a hacer milanesas?
—No. Arroz con pollo. Y sí. ¿Qué voy a hacer con el pan rallado?
—Bueno. Bueno. ¡Qué mala onda! ¿Te vino?
—No me hinches las pelotas, Santiago. Dejáme escuchar.
—Sí. Te vino. — Hizo una leve mueca y continuó ojeando los mensajes del celular, sin prestarle atención a la cara de rabia de su mujer, que se apelotonaba en la silla de enfrente.
—En quince minutos, me pongo a cocinar.
—Cuando quieras, mi vida. Sabes que yo…
—¡Más te vale!
Santiago se levantó de la silla y la dejó sola en la cocina. Estaba pasando por esos momentos en el mes, en los que sabía que lo mejor era no esbozar ninguna palabra. Cuando Andrés llegaba, nada de lo que diga o haga, iba a estar bien. Y menos, si hablaba de más. No podía decir nada que no sea vitalmente necesario. Ya lo había intentado varias veces, y había llegado a la conclusión que no debía agregar nada que no sea la respuesta. A veces, sólo se limitaba a mover la cabeza en señal de aprobación si era necesario, o negaba fervientemente si la situación lo requería. Obviamente, había que prestarle mucha atención a la energía que desprendieran sus hormonas. Ahí estaba la clave.
— ¡Santi! Santi, mira. Mira quien está en la tele. Tu amiguito. —le gritaba desde la cocina con las manos embadurnadas de pan rallado.
Santiago sabia de quién hablaba cuando se refería a su “amiguito”. Aunque no tenía ganas de volver a la cocina, se calzó las pantuflas y se asomó a ver la imagen. No deseaba pelear con ella en ese estado. No sería para nada beneficioso. Y quedarse en la habitación amotinado, lo conduciría derechito a ese abismo.
—Ahí lo tenés. Al chorro número uno. Y vos lo votaste. ¡Ja! Escucha lo que dice. Escucha. Mentiroso… mafioso… chorro. ¡Sos un chorro! ¡Un cho-rro!—le gritaba a la tele, mientras se desquitaba con los trozos de nalga empanizada. — ¿Por qué no te haces unos mates?
—Estoy hecho mierda negra, me voy a…
—…tirar un rato. —Completó la frase. — y sí. El señor siempre está cansado.
—Bueno. Ahora te hago unos mates. —Resignado creyó que con eso, se terminaría el trato hostil.
—No. No ¡Deja! Anda a dormir la mona un rato. A ver si cambias esa cara de traste que tenés.
“¿Yo? Ahora soy yo el que tiene cara de traste” Pensó y dijo;
—Entonces, ¿Qué hago? ¿Me voy o te hago mate?
—Lo que vos quieras.
—Yo hago lo que vos quieras. ¿Qué querés?
—Nada Santiago. —respondió. “¿Desde cuándo haces lo que yo quiera? ¡Andá!”—se mordió la boca para no decirlo en voz alta.
—Hago mate entonces. Poné la pava que yo lo preparo.
—¿no ves que tengo las manos sucias? —se dio vuelta y le mostró las manos pegajosas.
—Bueno. Yo pongo el agua.
—Santi… ¿Por qué fue que lo votaste?—lo sorprendió con la pregunta, antes que diera el primer paso.
—No lo voté. Te dije que era una joda. ¿Cómo lo voy a votar?
—Mmm… Para mí que lo votaste. Y te hacés el que no.
—¿Qué gano con mentir?
—¡Que no te hinche las pelotas! Sabes que ese tipo es un chorro y un hijo de puta. Y si vos…
—Todos lo sabemos. Por eso… No lo voté.
—Digamos que te creo. ¿A quién votaste?—Antes que empezará a hablar, exclamó—Y no me vengas con eso de que el voto es secreto y no se dice. Todos dicen a quien van a votar. Yo te dije a quien voté.
—Voté a Domínguez. ¿Contenta?
—¿Por qué lo votaste a Domínguez?
—No sé. Lo voté y punto.
—Pero… ¿Por qué? ¿Qué hizo o qué dijo que te llevó a votarlo?—Hizo un silencio—Nunca me hablaste de él. No… No. —Movía la cabeza de una lado al otro— Vos no lo votaste.
—Uy. ¡Cómo estás hoy! ¿Por qué estás tan enojada? —se maldijo por haber preguntado semejante cosa y se arrepintió de inmediato.
—¿Cómo porque estoy enojada? ¿Vos me estás cargando?
—No. No sé. ¿Por qué me tratas así? No es sólo por Andrés, hay algo más. ¿Qué es?
—No sé cómo hacés para hacerte bien el boludo.
—¿Eh?
—Vos votaste a ese chorro. Y eso, mi querido, te convierte en otro chorro. Igual o peor que él.
—A ver si entiendo… ¿vos estás enojada conmigo porque crees que voté a ese pelotudo?
—Y… Sí. Me decepcionaste. Políticamente. Obvio. —aclaró.
—Sos de lo que no hay. Te dije veinte millones de veces que no lo voté. ¡No lo voté!
—Bueno. Bueno. Ya está. Gracias a Dios, no ganó. Sino…
—Sino… ¿qué?
—Nada. Nos hundimos todos, Santiago. Todos. —Se lavó las manos. Se secó con el repasador, y lo miró fijamente. Él no se había movido de lugar donde se había quedado, para ver la tele. La contemplaba absorto y contraído, con la mandíbula apretada, y los ojos chiquitos.
—Santi…
— ¿Qué?—preguntó entre dientes.
— ¿y el mate?

sábado, 8 de agosto de 2015

La nena a su lado.



Miraba sin ver. Tal y como lo hace cada vez que se sienta en un lugar público. Se sumerge en sus propios pensamientos y se tira de cabeza en las aguas de las conjeturas y los cuestionamientos. En fin; no le presta atención a nada, salvo al libro que lleva de vez en cuando. Dice que no le gusta observar a las personas. Que tiene demasiados problemas y cosas que resolver como para perder el tiempo en desconocidos. En cambio, los personajes que salen de las páginas laminadas o de color mate, con sus letras sutiles y remarcadas, esos sí que le importan.
Se sentó en un banco de madera a recibir el sol cálido de la tarde de sábado. Se llevó un libro. Su favorito. Ese que leyó, fácil, doce veces. Martin Fierro de José Hernández. Sumergido en la relectura de los versos más significativos, no notó la presencia de una niña, sentada a su lado. Pasaron unos cuantos minutos, hasta que advirtió unos piecitos pequeños que bailoteaban en el hueco, entre el piso y el banco. Levantó un poco más la vista y se encontró con un cuerpo menudo y frágil. Le dispensó una sonrisa amplia y pudo ver que le faltaban unos cuantos dientes. Dos colitas y una bincha rosa, concluían con el tocado. Era un ángel. Ni más, ni menos que un ángel.
—Hola. —le dijo con una vocecita suave y dulce. Él no le respondió. Intentó reemprender la lectura y obviar la mirada incesante que le dispensaba la niña.
—¿Sabes leer? —le preguntó, mientras espiaba sobre el hombro.
Cerró el libro y la volvió a mirar. Trató de poner cara de malo para asustarla y que se fuera. Otra vez esa sonrisa hermosa, franca y noble, que sólo los niños son capaces de esbozar. Quiso devolvérsela, pero no pudo. La vida lo había vuelto duro, osco y miedoso.
Miró a su alrededor. La placita Ejército de Los Andes, en Villa Luro, estaba atestada de gente. Reconoció casi de inmediato, que venir un sábado a esa hora, no era una buena idea. Hizo una nota mental: “Venir por las mañanas”. Giró sobre sí y buscó alguna cara de preocupación. Buscó algún padre, madre, tío o abuelo que se hubiera distraído. Por más que intentó, no halló nada. Todos parecían absortos en sus cosas y en sus movimientos y nadie parecía notar a esa nena, sentada junto a un hombre solo, alejada de la multitud. El miedo se apoderó de él.
— ¿Te gusta la chocolatada?—interrumpió en sus pensamientos. Sus piecitos seguían balanceándose de acá para allá. Sus zapatillitas blancas aparecían y desaparecían con cada vaivén. —Parece que no. —agregó ante el silencio de su acompañante.
No quería hablarle. No quería establecer ningún tipo de vínculo. Deseaba seguir leyendo su preciado Martin Fierro y ahogarse en un mar de palabras, metáforas y rimas. Sin embargo, su lectura había sido interrumpida, y ya no podía retomarla. Por más ganas que tuviera, la presencia de esa personita, lo había alborotado.
“Paráte y andáte” Se repetía una y otra vez, mientras sus ojos seguían en busca de algún pariente o conocido. Su cuerpo se contorsionaba de un lado a otro del banco para obtener una panorámica de toda la plaza. “¡Qué va! Si acá no cabe ni un alfiler” Pensó mientras recorría cada espacio del lugar, repleto de niños, familias, cochecitos, vendedores. Nadie veía nada.
—¿Y tus papás?—le pregunto serio y con voz ronca. — ¿Dónde están?
—En mi casa.
—¿Viniste sola?—se asustó.
—No. Estoy con mi hermano y la novia. Están por allá. —Levantó su bracito y señaló el lado opuesto de la plaza.
—Andá con ellos. Te deben estar buscando. Y si no te ven, se van a preocupar. —Ya era muy tarde para no relacionarse. La preocupación y el miedo lo habían llevado a hablarle. Se preguntaba que haría y qué diría si alguien lo increpaba, por estar hablando con una niña. “Podría ser mi hija o mi nieta” intentó tranquilizarse.
—Me aburro en las plazas. Ya no son divertidas. Además, siempre venimos a la misma.
No la miraba. En cambio, posaba sus ojos en los automóviles, en los colectivos, en las plantas, en los árboles. Cuando alguien pasaba por su lado, simulaba leer. El hecho de pensar que alguien, pudiera ver algo sucio en esa situación, le carcomía la cabeza. No lo dejaba pensar con claridad y sabia que no estaba haciendo las cosas como debía. Se instaba a levantarse y a buscar a la parejita. Debería regañarlos y hacerles entender que no se debe dejar a una creatura sola, con todos los locos que andan en la calle.
—¿Cuántos años tenes vos? Yo tengo seis.
—Nena. Andá con tu hermano. Dale. Yo te miro desde acá. ¿Dónde me dijiste que estaban?
La nena volvió a señalar el mismo lado, pero con los lentes de lectura le era imposible ver con claridad.
—Bueno. Anda. Anda. Dale. Te deben estar buscando—volvió a repetir, nervioso.
Una señora que pasaba, los miró de reojo. Él notó que cuchicheó con otra persona sobre él. La necesidad de romper esa “relación” lo llevó a pararse bruscamente. La nena se asustó y se paró junto con él.
—¿Se va?
—Sí. Vos, mejor que te vayas con tu hermano. Ya mismo. Es muy peligroso para una nena andar sola por ahí. ¿Acaso no te lo enseñaron? —Aunque volvió a sonreírle, no se movió.
“Mocosa de mierda. Van a pensar que soy un pedófilo, un viejo asqueroso. Me voy a mi casa.” Guardó los lentes en el estuche, se puso la campera que había dejado a un costado y se dispuso a retirarse. Al cuerno, con la nena y el hermano. No iba a permitir que mancillaran su reputación. Se terminaba de acomodar, cuando escuchó;
—¡Sofí! Sofí. Ahí estás. ¿Dónde te habías metido?
—Acá. Hablando con mí amigo.
—¿Tu amigo? —levantó la vista consternado y se encontró con un hombre de unos cincuenta o sesenta años, repleto de canas. Lo miraba serio, como juzgándolo. Sabía que estaba en falta. La había perdido de vista.
—Sí. Él me estaba cuidando.
—Ah. ¡Qué bueno! — Miraba a la nena y al hombre, como si fuera un partido de ping pong— ¿estás bien, Sofí? ¿No te hicieron nada?
—Sí. Estoy bien. ¿Nos vamos? Me aburro en esta plaza. —lo endulzó con una mueca graciosa y un saltito en el lugar.
—Sí. Vamos. —Antes de partir, dirigiéndose al señor, expresó con naturalidad—Gracias.
—No hay porqué.
 Fin