Las mañanas se le
hacían eternas. No sabía si era porque se levantaba muy temprano, o porque la
soledad y el aburrimiento le jugaban una mala pasada. De una forma u otra, de
día o de noche, ya no quería salir. Hacía rato que las reuniones no le
interesaban, no le divertían, ni mucho menos la entretenían. Abandonó la
lectura, los juegos de mesa con sus amigas y los miércoles de cine. Dejó de
lado los colores, y se tiñó de gris, negro y marrón. La música sólo era un
pasatiempo que duraba unos pocos segundos, revoleteaba por sus oídos, y se desvanecía estrepitosamente de un momento
a otro. Nada le gustaba. Nada le llamaba
la atención. ¿Sería la edad? ¿Era aquello, normal?
Viajera incasable,
soñaba con recorrer el mundo de la mano del amor. No obstante, trabajó cada día
de su vida por el bien común, con un anhelo inquebrantable. Cuando llegue su
momento, no quería otra cosa, más que
poder disfrutar de sus días de ocio. De sus días en paz, del silencio y la
soledad.
Habían sido muchos los
años de compañía, de movimiento, de ruidos y de idas y venidas. De despedidas,
de encuentros y de noches en blanco. Por eso, cuando llegó el momento, sonrió
de gozo y se despidió de todos sus compañeros con la felicidad a flor de piel.
Y aquí estaba hoy, un mes
después, disfrutando de sus días de paz, sin trabajar, sin exigirle a su cuerpo
cansado más de lo que pudiera dar. Y sola; tal y como lo había deseado las
últimas semanas bajo la hojas amarillas del otoño.
Intenta concentrarse en
que aquello, era lo que tanto habían querido sus piernas, sus manos, su piel y
su cabeza. Era aquello lo que la había mantenido viva durante los últimos crudos
inviernos. Era aquello, la luz al final del camino. Y sin embargo, el sol sale
cada mañana, le entibia sus partes y su corazón sigue igual de frio que antes. ¿Había
sido aquella una sabia decisión? Quién pudiera saberlo, ¿no?
Recorre una y otra vez
su pequeña casa, y se propone volver a
su rutina cada día. Pero cada día, una excusa es más poderosa que las ganas de
salir de su agujero. Recuerda cuando aún cansada y agotada, dejaba sus cosas
sobre la pequeña mesa que ocupa la cocina, y apresuraba el paso para
encontrarse con sus amigas. O cuando venían a visitarla y se quedaban hasta
altas horas de la noche, compartiendo y charlando.
Ya nadie visita su
agujero, y la soledad que tanto añoró, y el silencio que tanto persiguió, se le
clava como un puñal en el medio del pecho, y no la deja respirar. Tal vez si
tuviera familia… Tal vez si se hubiera casado… Tal vez si sus padres y hermano
no hubiesen perecido en el labor… todo sería distinto. Quién sabe.
Piensa y evalúa la
posibilidad de volver al trabajo comunitario. Volver a cargar en sus espaldas
el yugo del sacrificio común. Pero tampoco cree que esa sea la mejor idea. No
era feliz en el camino, pero tampoco lo es en su casa solitaria. Pero… ¿Dónde
hallar la felicidad? Tal vez exista una manera de llegar a ver aquellos
paisajes lejanos, que se imaginó una y otra vez. ¿Pero sola? Jamás había andado
sola. Siempre en grupo, siempre con alguien.
Nada se escucha en los
alrededores esa madrugada. Todos se fueron ya a trabajar. Ella sigue apoyada en
la mesa de la cocina, luchando contra su naturaleza protectora, esa que le
impide moverse de donde está. Anoche armó el bolso y lo apoyó junto a la puerta
de entrada. No pesa nada. Solo lleva una muda de ropa y una parva de sueños
desesperados por volverse realidad. En el bolsillo de la derecha guardó una
foto de su familia y con ella el recuerdo de la primera hoja que cargó. Hoy,
liviana, chamuscada y a punto de desquebrajarse por completo.
¿Se
animará esta pequeña hormiga a salir de su agujero y recorrer el mundo, sin una
carga sobre sus hombros? Ella quiere averiguarlo. Seguramente, vos también.