domingo, 27 de marzo de 2016

La hormiga y vos



Las mañanas se le hacían eternas. No sabía si era porque se levantaba muy temprano, o porque la soledad y el aburrimiento le jugaban una mala pasada. De una forma u otra, de día o de noche, ya no quería salir. Hacía rato que las reuniones no le interesaban, no le divertían, ni mucho menos la entretenían. Abandonó la lectura, los juegos de mesa con sus amigas y los miércoles de cine. Dejó de lado los colores, y se tiñó de gris, negro y marrón. La música sólo era un pasatiempo que duraba unos pocos segundos, revoleteaba por sus oídos, y  se desvanecía estrepitosamente de un momento a otro.  Nada le gustaba. Nada le llamaba la atención. ¿Sería la edad? ¿Era aquello, normal?
Viajera incasable, soñaba con recorrer el mundo de la mano del amor. No obstante, trabajó cada día de su vida por el bien común, con un anhelo inquebrantable. Cuando llegue su momento,  no quería otra cosa, más que poder disfrutar de sus días de ocio. De sus días en paz, del silencio y la soledad.
Habían sido muchos los años de compañía, de movimiento, de ruidos y de idas y venidas. De despedidas, de encuentros y de noches en blanco. Por eso, cuando llegó el momento, sonrió de gozo y se despidió de todos sus compañeros con la felicidad a flor de piel.
Y aquí estaba hoy, un mes después, disfrutando de sus días de paz, sin trabajar, sin exigirle a su cuerpo cansado más de lo que pudiera dar. Y sola; tal y como lo había deseado las últimas semanas bajo la hojas amarillas del otoño.
Intenta concentrarse en que aquello, era lo que tanto habían querido sus piernas, sus manos, su piel y su cabeza. Era aquello lo que la había mantenido viva durante los últimos crudos inviernos. Era aquello, la luz al final del camino. Y sin embargo, el sol sale cada mañana, le entibia sus partes y su corazón sigue igual de frio que antes. ¿Había sido aquella una sabia decisión? Quién pudiera saberlo, ¿no?
Recorre una y otra vez su pequeña casa,  y se propone volver a su rutina cada día. Pero cada día, una excusa es más poderosa que las ganas de salir de su agujero. Recuerda cuando aún cansada y agotada, dejaba sus cosas sobre la pequeña mesa que ocupa la cocina, y apresuraba el paso para encontrarse con sus amigas. O cuando venían a visitarla y se quedaban hasta altas horas de la noche, compartiendo y charlando.
Ya nadie visita su agujero, y la soledad que tanto añoró, y el silencio que tanto persiguió, se le clava como un puñal en el medio del pecho, y no la deja respirar. Tal vez si tuviera familia… Tal vez si se hubiera casado… Tal vez si sus padres y hermano no hubiesen perecido en el labor… todo sería distinto. Quién sabe.
Piensa y evalúa la posibilidad de volver al trabajo comunitario. Volver a cargar en sus espaldas el yugo del sacrificio común. Pero tampoco cree que esa sea la mejor idea. No era feliz en el camino, pero tampoco lo es en su casa solitaria. Pero… ¿Dónde hallar la felicidad? Tal vez exista una manera de llegar a ver aquellos paisajes lejanos, que se imaginó una y otra vez. ¿Pero sola? Jamás había andado sola. Siempre en grupo, siempre con alguien.
Nada se escucha en los alrededores esa madrugada. Todos se fueron ya a trabajar. Ella sigue apoyada en la mesa de la cocina, luchando contra su naturaleza protectora, esa que le impide moverse de donde está. Anoche armó el bolso y lo apoyó junto a la puerta de entrada. No pesa nada. Solo lleva una muda de ropa y una parva de sueños desesperados por volverse realidad. En el bolsillo de la derecha guardó una foto de su familia y con ella el recuerdo de la primera hoja que cargó. Hoy, liviana, chamuscada y a punto de desquebrajarse por completo.  
¿Se animará esta pequeña hormiga a salir de su agujero y recorrer el mundo, sin una carga sobre sus hombros? Ella quiere averiguarlo. Seguramente, vos también.

domingo, 20 de marzo de 2016

Febrero



Con el chupetín chicle en la boca, o con las manos pegoteadas de mielcita, recorrí las veredas de mi barrio. Pese al sol insistente del verano, que rasguñaba cada piedra de las calles de tierra y no dejaba florcita viva. No era común ver a los otros chicos jugar afuera en la hora de la siesta, a menos que sea sábado o domingo. Pero había otras ocasiones en que los retos, o las precauciones no se hacían escuchar.
Enero. Muy pocos se iban de vacaciones. La mayoría se quedaba a pasar sus horas de más calor, dentro de su pelopincho o en la del vecino. O mojándose con la manguera. Yo, gracias a Dios, siempre me iba unos días. Pero obviamente, llegaba para la fecha indicada; pactada de antemano e implícitamente.  Siempre estaba en casa en Febrero.
Febrero traía consigo, además de más calor y más calor, un día al que todos estábamos esperando. No había una fecha exacta y eso era lo más excitante. Nadie sabía cuando iba a pasar. Por eso, había que estar atentos. Cada uno de nosotros, pispiábamos los movimientos cada tarde durante la siesta, en Febrero. En puntitas de pie, solía recorrer la casa y a través de la persiana miraba si había algún indicio.
Y por fin llegaba la tan ansiada tarde. No sé si a alguno de los chicos había sido el ideólogo. O quizás algún padre, como los míos, había instigado para llevar a cabo el ritual, ese día en particular.  Ese día de más calor.
Antes de poder participar, había que cumplimentar una serie de pasos, importantísimos. Tan importantes, que si no lo hacías, te olvidabas de aquel día y luego, a esperar hasta el otro Febrero. Una vez que te cerciorabas que lo que llevaras puesto era adecuado, podías proseguir con el plan. Uno…dos… tres baldes bien cargados de agua y ubicados estratégicamente junto al alambrado. Con el permiso de tu mamá, y con la plata de tu mamá o la de tus ahorros, podías apresurarte a comprar lo más esencial al quiosco. Si es que no eras provisorio, como yo,  y las tenías desde hace tiempo. Paso dos; las bombuchas. Todas coloridas ellas, bien llenitas de agua, se desparramaban y se balanceaban unas sobre otras dentro del fuentón colorado.  Te mirabas la ropa y ya estabas un poco mojado. Porque seguro que compraste las más truchas y de tres, dos se te reventaron en las manos. Pero mejor. Porque ahora, cuando la guerra empiece, ya no podrán vanagloriarse con tu ropa empapada.
Y por último, y ya con casi todo listo, corres con las ojotas hechas sopa, a la cocina… a buscar un jarroncito, potecito, botellita o cualquier elemento que te permita cumplir con tu objetivo. Salís a la vereda y ahí ves que vienen. Ellas corren a la casa de La Cris… ya tiene todo listo también. Ellos las persiguen con bombuchas y con jarras. Algunas son más rápidas y otras terminan bañadas y hasta ligan un golpe en el apuro, por no ser mojadas. Yo me escondo atrás de un árbol y espero con mi arsenal en la mano. Ya casi. Y acá vienen. Y ahí está mi tan ansiada tarde de Febrero, escurriéndoseme de los dedos.

viernes, 11 de marzo de 2016

Veo... veo!



Sus dedos finos y largos habían recorrido esa página una y otra vez aquella mañana. Una y otra vez como cada mañana, de cada martes de lectura. Pero hoy, su hermana había tardado un poco más de lo normal en la oficina y eso, le había dado unos cuantos minutos extra de soledad absoluta.  No porque le molestase.  Ya estaba acostumbrado a estar solo, pero hoy… hoy el día no era normal. O por lo menos eso le decía su interior. Hoy, algo había cambiado en él.
            Si pudiera verse al espejo vería que en su mirada yace un color distinto, nuevo. Sus ojos ya no reflejan el vacio, sino más bien, algo mágico e inexplicable que emana de una pequeña lucecita, en un rincón de sus pupilas. Una lucecita titilante que pronostica lo desconocido. Algo le hace mover las piernas impulsivamente mientras intenta concentrarse en el braille.  No hay caso. Abandona el texto intranquilo, nervioso por las sensaciones que lo invaden. Se pregunta si ha llegado el momento. Si es ese, el momento que tanto espera. 
            —Por fin. —Susurra y cierra el libraco de un sopetón. El corazón late más rápido de lo normal y está seguro que pronto llegara el pinchazo. Inhala y exhala y agradece que su hermana se haya demorado hoy. No quiere que esté ahí cuando…
            —Rami… ¡Llegué!—La voz ronca de su hermana lo ocupa todo. La puede ver rebotar entre los muebles, entre las paredes de aquel rectángulo. — ¡Con que ahí estabas! ¿Por qué no me contestás? —Un beso empapado en su mejilla opaca— ¿Terminaste el libro? ¿Te gustó?
            —Más o menos.
            —¿De qué se trata? —No lo dejo pronunciar palabra. —Bueno… después me contás. Me voy a pegar un baño rapidito. Apesto.
            El agua de la ducha corriendo y el canto seco de una voz ronca y desafinada en el baño. La ventana entre abierta y la humedad que se filtra por cada poro de una piel demacrada, blanquecina y magra. El libro gordo y rígido yace bajo su mano derecha. El bastón apoyado sobre la pared, a su espalda.  No más agua y no más canto. Un minuto después y el rectángulo al que llaman casa y donde vivieron desde que tienen memoria, se baña de un aroma florar que impregna cada rincón. Su corazón sigue agitado y lo único que le preocupa es que su hermana lo vea morir.
            —Che… viste el otro día que vino Juan y…. —habló entre dientes, y casi riendo.
            —¡Qué graciosa que sos! Siempre con el mismo chiste pavo vos…—Se llevó la mano a la cabeza y se acomodó el jopo. — Lo único que te falta es preguntarme si quiero jugar al “veo veo”. —Una carcajada en el fondo. Su garganta se secó y quiso agua. Se levantó, olvidando su bastón. Al fin y al cabo, no lo necesitaba. Conocía palmo a palmo su hábitat.
            —Es un chiste Ramiro… Solo un chiste. ¿Qué te pasa que estás tan insoportable?
            Una pregunta retorica ¿no? Porque no pensaba responderle. Prefirió el silencio. Sin embargo un golpe seco le gano de mano.
            —¿Estás bien? Rami… ¿Estás bien? —Como siempre, antes que él respondiese…—Te avisé que moví el sillón y puse el aparador ahí. ¿Te acordás? —La voz se hizo más presente y sintió el perfume dulce junto a él, mientras se masajeaba la rodilla machucada. —¿Te ayudo?
            —No. No es nada. —Las palpitaciones siguen ahí, la garganta seca sigue ahí. Y ella sigue ahí.  Y bueno… Será que su destino es ver morir a su hermano ciego. ¡Que lastima! —Me voy a dormir.
            De pasada, tomó su bastón, y recorrió los pocos pasos acompañado de aquel fiel amigo. Lo apretó con fuerza, a modo de despedida, pensando que sería la última vez que sus dedos finos sintieran el calor de la madera terciada. Antes de cerrar, se dijo que no podía irse así, dejándola con un “me voy a dormir” como las últimas palabras.
            —Mari…
            —¿Qué pasó? ¿Necesitas algo?
            —Gracias. —Y la puerta se cerró.
            Él se acostó con el corazón saliéndosele del pecho y esperando el tan ansiado final. Ese final que había imaginado tantas otras veces. Y allí estaba. Frente a él. Él día había llegado. 
Y se durmió, más antes se despidió de aquel mundo oscuro y negro, de los sonidos y los destellos repentinos.  El cuerpo se dejó llevar y las palpitaciones fueron cediendo de a poco. Y ya no más.
            Lo despertó una quemazón en las mejillas, las podía sentir ardiendo bajo sus parpados. Abrió los ojos, pero no hubo más que luz. Y se dijo que estaba en el cielo, aunque jamás creyó que llegaría hasta ahí. Parpadeó. Se incorporó y de a poco sus ojos se ajustaron al alrededor.  Una mesa de luz, una foto y un velador. Una ventana enorme por donde ingresaba esa luz caliente y ahí… justo al lado, su bastón blanco. Intentó incorporarse, pero estaba demasiado confundido. Apoyó las manos sobre las sabanas azules y contempló cada detalle.
            —Sí. Esto debe ser el cielo. —Sonrió y una lágrima recorrió su mejilla enrojecida. Un golpe en la puerta.
            —¡Ey! Dormilón. Levántate. Ya está el mate listo. —Dos golpes más y la puerta se abrió de par en par. —Che… ¿Te ayudo?
            Y he aquí, la creatura más bella que sus ojos jamás hayan visto. Estaba convencido que era un ángel con la voz ronca de su hermana. Pero entonces… la luz, la ventana, el bastón… Y otra lágrima cayó. Y otra más y otra más.  Y así, hasta que comprendió que en realidad si, si estaba en el cielo.
            —Mari…
            —¿Qué?
            —¿Jugamos al “veo veo”?
Fin.