martes, 9 de mayo de 2017

Tic tac

Samuel pispió de reojo el reloj ubicado sobre la puerta trasera. 8:20. Volvió su mirada hacia el plato que estaba preparando y a la lista de órdenes que le quedaban por hacer. Cuando por fin tuvo un respiro, se sentó un momento. 11:15. “Ya casi” pensó. Era su segunda semana en aquel lugar.
La campanilla sobre la ventana que dividía la cocina del restaurant, sonó por última vez a las 11:30. Milanesas con papas fritas. El trabajo de Samuel se dio por concluido pasando las 12 de la noche. Limpió él mismo sus utensilios y se dirigió, con un paso lento, al baño a cambiarse de ropa. Odiaba llegar a casa y oler a frito, aunque… ¿Quién lo odiaba más, él o su mujer? Se vistió lentamente y salió. Aún quedaban el gerente que, mientras bebía una copa, cerraba la caja y su novia, una de las camareras.
—¡Ey! Pensé que ya te habías ido. — gritó el joven desde el mostrador.
—Ya casi. —Respondió Samuel, mientras regresaba a la cocina a chequear, como siempre, que no quedara nada desordenado. —¡La puta madre! —Refunfuñó y arrojó su bolso sobre la mesada refulgente, cuando vio que su ayudante no había sacado la basura. Tomó con cuidado la gigantesca bolsa de residuo y con mucha paciencia, intentando no dañarse la ya achacada cintura, abrió la puerta trasera y depositó la carga al final del pasillo. Regresó a la cocina despotricando a más no poder. Cuando cerró la puerta, volvió a mirar el reloj. 12.45. Para esa hora, debería estar llegando a casa.
—La puta que te parió, Juan. —Gruñó e hizo una nota mental; levantarlo en peso el lunes.
Samuel volvió a lavarse las manos con detergente y jabón y como cada noche, metió la mano en el bolsillo del pantalón para enviarle un mensaje a su mujer.
—¡¿Será posible?! —El teléfono con la pantalla negra, le subió un nivel a su enojo.  Se calzó el bolso en el hombro y se dirigió al frente del restaurante. Le pareció extraño encontrar todo apagado. —¡Guille! ¡Laura! —Llamó, primero en un tono normal y después, un poco más fuerte.  Revisó la cocina, el depósito y el baño. Nada. Respiró profundo e intentó encontrar una solución. 1:20. 
Lo primero que hizo y, respondiendo a sus instintos animales, fue tratar de barretear la puerta. Lo único que obtuvo fue un fuerte pinchazo en el ciático que lo dejo tendido boca abajo por más de media hora. Cuando el dolor le permitió incorporarse, caminó hasta la cocina y se sirvió un vaso de agua. Tomó un trago y la arrojó en la pileta. Necesitaba algo más fuerte. Destapó una botella de vino blanco, helado y se sirvió un vaso hasta casi rebalsar. Después de un trago largo, se dirigió al teléfono de línea e intentó marcar.
—cuatro… uno…siete… ocho… ¿ocho? —Estuvo veinte minutos tratando de comunicarse, hasta que por fin admitió que no recordaba el número de su casa. Pensó en todas las veces que Susana le había insistido en aprenderlo y memorizarlo. ¡Si la hubiese escuchado!
2:45. El hambre empezó a jalar las cuerdas de su estómago vacío. Se preparó un sándwich de jamón y queso, unos maníes y unas papitas y se sirvió la segunda copa de la noche. Pero antes de sentarse, volvió a intentar barretear la puerta. Esta vez no dejó que el dolor lo alcanzara, luego del segundo intento, desistió y volvió a la mesa. Arrastró una de las sillas y sobre ella, apoyó sus cansadas piernas.  Necesitaba pensar… pero antes había que comer. No podía elaborar un plan con el estómago vacío.
Sonó el teléfono y Samuel cabeceó. Por poco no se rompe la cabeza contra el piso. Se había quedado dormido. El resto del vino caliente, fue a parar al mantel cuando quiso ponerse de pie, para atender, pero sus extremidades no le respondieron. Acalambrado, se ayudó con las manos y por fin, pudo sentarse. Estaba tan cansado que no podía incorporarse. Seguro era Susana.
Juntó fuerzas de donde pudo y se paró. A los tumbos llegó hasta el mostrador, pero cuando manoteó el teléfono, dejó de sonar.
—¡La puta madre! —tronó la voz de Samuel.
Desvelado, comenzó a dar vueltas en círculo alrededor de las mesas. Se preparó un café. 3:30. Cuando el sueño comenzó a vencerlo una vez más, un sonido irreconocible proveniente del depósito, lo alertó. Lentamente, tomó la barreta del piso y caminó hacia el cuarto del fondo. Por un momento creyó que sería una laucha, un ratón. Mientras se acercaba con el caño en alto, iba pensando un plan de acción. Sabía que el deposito contaba con dos puertas, una que daba a la cocina y otra al pasillo de afuera. En el camino y con mucho cuidado, tomó las llaves que yacían sobre la mesada. Buscó la marcada con cinta adhesiva roja y la apartó. Una vez en la puerta, la introdujo e intentando no hacer ningún ruido, la giró. Cerró. El ruido persistía. Algo o alguien había entrado al restaurante. Volvió sobre sus pasos y dio la vuelta. La adrenalina corría por la sangre de Samuel con fuerza.
Poco antes de alcanzar la puerta, notó que la misma estaba entornada y la luz del depósito encendida. Se acercó lentamente. Un paso más y sus ojos verían al intruso que, parecía estar revolviendo entre las bolsas, cajas.
—¡Ahhhhh! —con un grito de guerra, pateó la puerta y entró. El ladrón soltó la caja que tenía en la mano, del susto que se dio. Intentó escaparse por la otra puerta mientras que Samuel avanzaba blandiendo su arma. —¿Cómo entraste, pendejo? —El joven, quien no tenía más de dieciocho años, temblaba contra la pared y no era capaz de decir palabra. —¿Cómo entraste?
—E…e…e…
—¡Habla! —Después de un largo rato de interrogatorio el ladrón terminó por decirle cómo había entrado al lugar. —Veni conmigo, pibe. —Lo casó de la campera y prácticamente lo arrastró hasta la cocina. De pasaba miró el reloj; 4:20. Como no quería soltar la barreta, lo hizo sentar en una silla mientras él tomaba su bolso y sus cosas. —¡Vamos!
—¿A dónde? —Se atrevió a preguntar el joven.
—Me vas a mostrar cómo hiciste para entrar.
Los dos caminaron hasta la reja que separaba el pasillo de la vereda. El ladrón le señaló la pared metálica.
—¿Saltaste la reja? —El joven asintió. —¿Por dónde? Esto está muy alto. —Samuel lo soltó por fin y lo dejó hacer. El flaco, con una agilidad de puma, apoyó un pie en uno de los huecos y haciendo fuerza con los brazos llegó hasta la cima. Se dio vuelta para ver lo que hacía Samuel quien ya se calzaba el bolso y se acercaba para subir. El ladrón pasó primero un pie, cuidando no pincharse con las puntas filosas y luego el otro. Deslizó las manos con suavidad y se dejó caer a la vereda. Samuel tenía un pie enganchado e intentaba subir cuando el ladrón lo miró por última vez.
—¡Ey!  No te vayas, flaco. ¡Aguanta! —Gritaba Samuel que acalambrado se resistía a soltar los caños de la reja. —¡Yo me voy de acá! Sea como sea. —se decía a sí mismo para darse ánimo. Y funcionó. Funcionó hasta llegar a lo alto. Ahora quedaba pasar un pie… y luego…
El sonido de la sirena policial y las luces azules lo sorprendieron cuando intentaba pasar la segunda pierna y lloraba porque una de las puntas le había lastimado la entrepierna. Sangraba, lo podía sentir.
—Alto ahí. —La voz de un oficial, detuvo su maniobra por unos pocos segundos. Su segunda pierna ya venía en camino —¡Quédese quieto, carajo! —Samuel necesitaba acomodarse, entonces hizo caso omiso a las ordenes policiales. —La put…
La puteada de un oficial fue lo último que oyó Samuel. Cuando abrió los ojos, estaba tendido en una camilla. Dos policías y su mujer aguardaban en la punta de la cama.  La cara de Susana no era de las más amables. Samuel decidió jugar el papel de desentendido y fue directamente por los policías.
—Me imagino que, para estas alturas, ya sabrán que no soy ningún ladrón.
—Señor… quisiéramos que nos explique su situación, por favor. Porque el dueño del restaurante acaba de hacer una denuncia. Un hombre, un vecino creemos, le dio aviso a un patrullero que se cruzó y  cuando llegamos...—El oficial le explicó que habían encontrado el deposito dado vuelta, y una mochila con cosas del lugar adentro.
—!Fue ese hijo de puta! Fue el ladrón. No. No. Eso no es mío. Yo no me robé nada. —Ahora fue el turno de Samuel de explicar cómo habían sucedido los hechos. Les contó que lo habían dejado encerrado y del ladrón. Pasaron largas horas hasta que lo dejaron en paz y corroboraron su historia. Susana permanecía seria a los pies de la cama. Una vez que se fueron los oficiales, se acercó.
—Susi…
—Ni me hables.
—Pero…
—Pero nada. Llamé y llamé… Nadie me atendió, Samuel.
—Me quedé dormido. Cuando llegué…
—¿y no trataste de llamarme? ¿De llamar a casa?
—Es que… no me acordé el número.
Dos horas después, la pareja salía del hospital.
—Quiero pasar por el restaurante. Quiero hablar con el jefe.
—No. Guillermo pasó hoy temprano y me dijo que estás despedido. Me dejó el sobre con la liquidación de este mes.
—Pero… ¿Por qué? Si no hice nada.
—Me dijeron que no podían confiar en vos.
—¡La puta que los parió!