lunes, 29 de abril de 2024

ATDLG: Capítulo 4

 

PERDIDO

ALEJANDRO

Ana no regresó a la habitación. Podía oírla moverse por la casa, pero no parecía querer acercarse. ¿Es que no pensaba aclararle aquello que le había dicho? ¿Cómo o más bien, cuándo, se había acabado todo?

Se puso de pie y caminó de pared a pared, intentando calmarse y buscando en su interior las respuestas a todas las preguntas que iban surgiendo en su mente. ¿Era cierto? ¿La había perdido? ¿Seguía amándola? Volvió a sentarse sobre aquella cama y no pudo alejar los recuerdos que habían compartido juntos durante tantos años en ese mismo lecho. Él no le mentía; en verdad la quería. ¡Por supuesto que la quería! Pero, como siempre, ella había contraatacado y había puesto en jaque su posición: no era suficiente. ¿Lo era?

¿Qué hacer? ¿Debía quedarse y dormir en el sillón como hacía después de una discusión? ¿Cuán grave e irreparable era la situación? ¿Debía marcharse? ¿Dónde iría? Y de nuevo la misma incógnita: ¿qué hacer?

No supo cuánto tiempo pasó desde que ella lo abandonó en la habitación. Lo único que pudo hacer fue quedarse quieto, intentando resolver lo que ocurría dentro de sí, como primera medida. No era solo la pérdida del bar, ni los problemas económicos. Era un pasado, un presente y un amor. Eran Lucía y Juan. Era su vida. Lo poco –¿o mucho? –que había construido desde su llegada a la isla.

–Alejandro.

La voz de Ana llegó como un susurro. Giró la cabeza y la halló, fuerte y firme en el umbral de la puerta. Detrás, la casa en penumbras. Llevaba la bata puesta y en su rostro las señales del cansancio y de las lágrimas derramadas.

–No sé qué debo hacer–confesó él, con una sinceridad de espanto.

–No sabes qué hacer desde que te conozco. Nunca lo supiste exactamente–se miraron.

–Me iré.

–Me parece lo mejor, sí. Pero mañana. Ahora necesitas dormir.

–No te preocupes. Dudo que pueda hacerlo. Solo esperaré a que Hugo despierte y le pediré un lugar en su comedor.

–¿Tan mal está la situación que no puedes ir a un hotel?

–Muy mal.

–Dios. ¿Cómo es que llegamos a esto? No me respondas–exclamó cuando lo vio abrir la boca para decir algo–. Olvídalo. No quiero hablar de esto a las tres de la madrugada. Duerme. Mañana desayunaremos juntos y veremos qué hacer con los muchachos. Cómo se lo diremos y demás.

–Admiro tu practicidad, Ana. Me da la sensación que llevas pensándolo hace bastante tiempo.

–Sí. A decir verdad, sí. Sabía que este día llegaría.

–¿Cómo?

–Hablaremos en el desayuno, con un café de por medio y después de pensar bien lo que le diremos al otro. No quiero herirnos, Alejandro. Hazme caso. Intenta descansar–cerró la puerta una vez más, dejándolo con un vacío desastroso en el pecho.

Tal y como Ana había preparado, diagramado y organizado; desayunaban café, inmersos en un silencio espeso. Sabía que ella tomaría la palabra y que, a él le tocaría oír verdades de las que había pretendido huir durante los últimos años.

–Quiero que me cuentes sin dejar detalles afuera, qué fue lo que ocurrió con el bar. Habías dicho que era una mina de oro y por momentos todos lo creímos así. ¿Qué fue lo que pasó, Alejandro? –se llevó la taza a la boca y lo observó atenta.

–Querrás decir cómo lo eché a perder.

–No he dicho eso.

–Malas decisiones, supongo. Hice inversiones que no debía; como embarcarme en la remodelación completa del lugar. La suba de los precios no me ayudó. Las crisis. Clientes que dejaron de venir… y… el robo.

–¿Qué robo?

–No te lo había contado para no preocuparte, Ana. No quise que se asustaran.

–No quiero excusas. No des más vueltas, Alejandro. Este es el momento de hablar.

–Hace un año atrás, uno de los empleados…

–El tal Jonay, ¿no es cierto? –ella interrumpió y él asintió–¡Lo sabía! Te lo había dicho, Alejandro. Ese hombre no era de confiar.

–Pues, nada. Uno de los días en que sabía que juntábamos el dinero para pagarle a los proveedores y a los muchachos entraron a primera hora de la mañana y se llevaron todo. No hemos podido recuperarnos de ese golpe. Y ya sé, no hace falta que lo digas. También tenías razón sobre la bancarización y las formas de pago. Ya sé que es toda mi culpa.

–Alejandro. Dime algo. ¿Tanto te cuesta ver que a veces no tienes la razón?  

–Al parecer, sí.

–Entonces, desde ese día todo ha ido mal–él asintió.

–He tenido que sacar préstamos, créditos. Hemos estado pagando deudas y más deudas. Y no ha alcanzado con las ganancias del otro bar.

–El que nunca debiste comprar.

–Exacto.

–¿Y la última opción es venderlo?

–El abogado, el doctor Gutiérrez, un conocido de Hugo y quien nos ha estado asesorando y representando, quiere comprarlo. Pagaría las deudas y se quedaría con el bar. Puede que quede algo de dinero y bueno yo había pensado que quizás podríamos invertirlo.

–Bien. Cuando estén listos los papeles, firmaremos. Pero vuelvo a repetirte. Ese dinero no será para el bar. Los muchachos necesitan tener un respaldo para ir a la universidad.

–Sí, tranquila. Lo he entendido.

–Bien. Ahora quiero que me expliques porqué. ¿Por qué te has guardado todo esto?

–Bueno, yo… yo… creía que los estaba protegiendo. Que era lo mejor. Hugo se ha cansado de decirme que hablara contigo.

–¡Guau! Tu mejor amigo tiene más visión que tú.

–Al parecer todo el mundo ve cosas que yo no. Quizás haya algo malo en mí.

–Eres demasiado ingenuo, demasiado niño. Creí que después de tantos años juntos, de dos hijos… madurarías y verías la vida como en realidad es. Pero no. Al contrario. Tomas decisiones sin pensarlas, sin analizarlas; eres impulsivo y no sabes controlarte. No te detienes a pensar que quizás puedas arruinarlo todo.

–Es cierto, pero recuerdo que esa impulsividad era lo que más te gustaba. Me lo has dicho, Ana.

–Sí. Amaba que fueras arriesgado y que te importara poco el futuro. Así como adoraba tu tranquilidad por las mañanas; tu modo de saborear el café hasta beberlo casi frío. Mírate. Si es que no le has dado ni un sorbo a tu taza. Adoraba esa dualidad en ti. Tienes razón. Pero ocurrieron muchas cosas en el camino. Tuvimos hijos, Alejandro. Tuvimos dos niños de una vez y todo cambió. Mis prioridades y las tuyas, se colocaron en sitios diferentes.

–Comenzó a molestarte mi tranquilidad por las mañanas–repitió como procesando lo que oía.

–Entre muchas otras cosas. Me dejaste sola. Con ese discurso del crecimiento, de la ambición… me abandonaste. Te empeñaste en invertir en ese bar, me usaste para conseguir el dinero de papá–Alejandro negó con efusividad–. No digas que no. Me enredaste para cumplir con tu deseo. ¿Y el mío? ¿Dónde quedó? Olvidado junto con aquel argentino al que conocí en Barcelona. Aquel jovencito que me sonrió una tarde de lluvia y que lo único que añoraba era dormir a mi lado. Nada más. No necesitabas nada más. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de eso? Apuesto que aquel muchacho debe sentirse totalmente traicionado.

–Aquel que conociste desapareció hace mucho tiempo Ana y sabes muy bien, mejor que yo, porqué. Porque la vida arrastra, empuja… obliga. ¿Tú me hablas de realidad a mí?  No puedo creerlo. Yo sé muy bien lo que es la realidad y cuánto cuesta todo, Ana. Yo, a diferencia de ti, tuve que hacer malabares para invitarte a salir y poder pagar la cuenta. Yo no tenía dónde dormir, prácticamente. Con lo único que contaba en ese momento era con una habitación de mala muerte y tu amor. Nada más. Y por supuesto que me aferré a ti y fuiste todo para mí.

–Me alegra que reconozcas eso. Fui. Hace tiempo que no lo soy.

–Fui muy feliz aquellos años, Ana. A tu lado conocí el mundo y gracias a eso, quise crecer. Por ti y por mí. ¿Qué tan malo puede ser eso? Quise ser mejor. La oferta de trabajo que se apareció era tentadora, no puedes negármelo.

–No, no. Era fabulosa y auguraba un futuro de ensueño para los dos. Sin embargo, decidiste dejarlo todo seis meses después de que nos instaláramos aquí. Me alejaste de mi familia y de mi casa, de mis proyectos. Y yo estaba feliz de hacerlo, no te lo niego. Porque te amaba como a nadie. Y te hubiese acompañado de vuelta a Argentina si me lo pedías.

–Ana… ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué me arrepiento de todo?

–No. Ya es muy tarde para eso. Ya ha pasado demasiada agua debajo de nuestros puentes.

–Pues tampoco podría hacerlo, ¿sabes? No me arrepiento de haberlo intentado. Sí, me he equivocado y mi necedad ha hecho estragos en nuestras vidas. No soy bueno siguiendo a los demás porque siempre he estado solo.

–Es ahí donde te equivocas. No has estado solo. ¡Jamás! Hemos estado aquí para ti por mucho tiempo. Demasiado, diría yo. Primero he sido yo, y luego yo junto a los niños. Esperándote por las noches, dejándote carteles con corazones, cartitas. Por Dios, si apenas te veíamos.

–Ahora lo veo. Ahora veo que he estado mirando las cosas de manera errónea. Y lo peor es que no puedo arreglarlo, tampoco.

–No. No podemos volver el tiempo atrás. No podemos recuperar todos los años que perdimos y en los que nos alejamos más y más. A mí no me interesa hacerlo, Alejandro y sé que a ti tampoco. Me has dejado de amar hace muchos años.

–Si lo sabías, si lo notaste… ¿Para qué o por qué te quedaste aquí?

–Pensé que si ya no nos amábamos como antes al menos seríamos unos buenos compañeros de vida. Que podríamos caminar juntos hacia la vejez aun cuando el único sentimiento que nos uniera fuese un profundo cariño. Pero tampoco. ¡Ni eso! Has destruido esa posibilidad también y con ella, me di cuenta de que merezco más. Merezco un compañero, sí, pero además alguien que me ame. Que tenga ganas de compartir su vida entera y su alma conmigo.

–Siento que he estado intentando sostener una pared que no tiene cimientos ni bases sólidas. Estoy agotado. He estado agotado desde hace tiempo.

–Es momento de descansar, entonces. Todos. Tú, yo y los muchachos.

–¿Seguiremos siendo una familia, Ana?

–Eso dependerá de ti, Alejandro.

***

–Gracias por recibirme, Hugo. En verdad… muchas gracias.

–No te preocupes. ¿Para qué están los amigos? El espacio es pequeño, pero creo que te servirá. Ya prácticamente no se utiliza, ahora que Betty se la pasa más instalada en el apartamento de nuestro hijo.

–¿Cómo está él? Disculpa que no te he preguntado antes. Es que con todo lo sucedido no he tenido cabeza. Perdón.

–Tranquilo. Ya lo sé. Andrés está mucho mejor. La operación ha salido de diez y creen que, con paciencia, volverá a ser el que era.

–Cuánto me alegro, Hugo. En verdad y de todo corazón.

–Yo también. Fueron momentos muy duros. Mucha tensión, pero tanto él como su madre son ¡excepcionales!

–¡Claro que sí! Te has ganado la lotería con ese par.

–Definitivamente. Bueno, te dejo para que te acomodes, hombre. No te retengo más. Allí tienes el baño y puedes utilizar todo lo que necesites. No hace falta que preguntes.

–Gracias por todo, Hugo.

–¿Irás al bar más tarde?

–Sí. Por la noche. ¿Vienes conmigo?

–No. Lo siento. Planeo llevarles algo de cenar a Betty y a Andrés.

–Me parece bien.

–Me voy, Ale.

–Ve tranquilo. Gracias de nuevo.

–Adiós.

Hugo desapareció de aquel pequeño apartamento que no era más que una gran habitación con baño privado y una cocinita con pocas comodidades. Por mucho tiempo lo habían rentado, pero últimamente se encontraba desocupado. Con rastros de humedad en los rincones, con olor a encierro y tristeza, pero con un amplio sillón en el que abrazar sus penas. Dejó su bolso, con las pocas pertenencias que se había llevado de la casa y se recostó. ¿Qué hacer? Esa era la gran pregunta que se venía repitiendo desde hacía un par de días. Por primera vez en su vida, se encontraba sin rumbo ni dirección.

Perdido, completamente perdido.

martes, 23 de abril de 2024

ATDLG: Capítulo 3

 

DE A DOS

NADIA

Había creído que podía. Se había creído imbatible, capaz de hacerlo sola. Había creído que no necesitaría apoyo o compañía. Sin embargo, cuando se encontró con los últimos resultados y la noticia de una futura operación, supo o entendió que debía compartir lo que ocurría.

Nadia:

¿Esta noche estarás ocupada?

 

Marina:

Vicky me ha invitado a cenar, pero puedo suspenderlo si hay un plan mejor.

😉

 

Nadia:

No, no. Ve tranquila.

Otro día nos veremos.

 

Marina:

¡No!

¡Hecho! Acabo de escribirle a Vicky.

Envía a Ben a algún lado, llevo alcohol.

 

Nadia:

Aquí te espero.

 

Marina:

Ya era hora, cabrona.

 

Nadia:

No llegues tarde.

Adiós.

 

Esperó con paciencia a que Marina llegara a su casa. Benjamín ya había hecho planes con sus vecinos; irían al cine y después una pijamada con otros compañeritos. Gloria trabajaría hasta tarde así que Paula cuidaría de los muchachos. Cocinó con esmero un pollo al champiñón que, sabía, le encantaría a su amiga. Descorchó una botella de vino y se preparó para compartir una noche que se avecinaba larga y amarga.  Golpearon la puerta y antes de abrir, respiró profundo. Se convenció de que necesitaba hacerlo. Que ya había llorado lo suficiente, que ya se había sentido impotente y que ahora le tocaba enfrentarlo. ¡Y qué mejor que hacerlo de la mano de su mejor amiga!

–Hola.

–Hola, hermosa mía –Marina entró con una sonrisa en el rostro y una botella de vino en la mano –¡No me digas que has preparado…! –exclamó al percibir el aroma que provenía de la cocina.

–Por supuesto. Sé muy bien qué es lo que te gusta, cariño.

–Eres la mejor. ¿Lo sabías?

–No. ¡Qué va! Vamos. Ponte cómoda que enseguida sirvo la comida. Espero no te moleste que comencemos por aquel –dijo señalando la bebida ya abierta sobre la mesa.

–Pero… ¡para nada! ¿Y mi sobrino?

–Ahora mismo deben estar en el cine. Ya nos enteraremos cuando regresen. Se quedarán a dormir aquí al lado.

–¿Y no hay peligro de que quiera regresar?

–No. Paula sabrá entretenerlos.

–Esa chica es un sol. No entiendo como no ha estudiado para ser maestra o algo así.

–Debería comentárselo, sí. Es cierto. Es demasiado buena con los niños. Y ellos… ¡la aman! –se acercó con los platos cargados y se acomodó frente a su amiga.

–Mmm. Huele delicioso. ¿Hacía cuánto no cenábamos tú y yo? ¿Solas?

–¡Puf! Ya ni lo recuerdo.

–Esa maldita oficina nos ha quitado las ganas de vivir –Nadia revoleó los ojos en señal de desaprobación y Marina sonrió con picardía–¡Perdón! Es que a veces se me olvidan tus aspiraciones… y cuánto quieres crecer allí dentro.

–Es un trabajo que me gusta. Lo disfruto y…

–Y el señor Rojas se ha portado tan bien conmigo–agregó en un tono sarcástico, imitándola.

–¡No te burles!

–No me burlo. Pero es que ya has pagado con creces tu famosa deuda, ¿no crees?

–Oh, sí. Ahora solo me quedo porque sé que, si te dejase sola, lo arruinarías todo–comentó sonriente.

–¡Calla! ¿Comemos?

–Por favor.

Mientras devoraban la especialidad de Nadia, conversaron de nimiedades; del trabajo, de los gastos, de las vacaciones y de las relaciones amorosas de ambas. Marina contó en qué estaba con Damián y la supuesta separación de su mujer. Nadia no dijo mucho al respecto porque a decir verdad desde que había intentado construir una relación con el doctor Hernández en Alovera, no había vuelto a estar con nadie y no se sentía capaz de expresar una opinión en cuanto a relaciones amorosas se tratara. El amor, al menos de pareja, ocupaba el último lugar en su lista de pendientes.

Con los platos sucios en el fregadero, las dos se tendieron en el sofá que por las noches se convertía en la cama de Nadia, con una copa en la mano.

–Ya hemos hablado de muchas cosas, pero aún no me has dicho por qué estoy aquí. O más bien, porqué has decidido hablar ahora y no hace dos meses atrás cuando sé que algo ha ocurrido contigo. ¿Qué ha pasado, Nadia? ¡No me digas que ha aparecido el padre de Ben!

–¡No! ¿Qué dices? Nada que ver.

–¿Entonces?

–Hablo cuando puedo. Ya me conoces –jugueteaba con el borde de la copa buscando las palabras exactas.

–De ciertas cosas–la corrigió–. Porque con otras no tienes problemas en contarme. Algo grave ha pasado y me alegro que hayas decidido hacerme partícipe esta noche–dijo como una caricia, animándola a hablar.

Pasaron unos largos segundos hasta que la voz de Nadia ocupó el lugar y con ella, su historia se hizo visible.

–Verás…–bebió un sorbo de vino antes de continuar para juntar fuerzas–me han diagnosticado cáncer de mamas. El día de aquel resfriado, ¿recuerdas? –Marina asintió sin moverse–. Ese día le comenté al doctor que me atendió, que sentía una pequeña molestia en mi pecho izquierdo. Y bueno, me hicieron una mamografía y unos estudios más, en los que salió que había algo allí.

–¿Ese mismo día te dijeron que tenías cáncer? –se apresuró a preguntar.

–Por la tarde, cuando regresé por los resultados… un doctor, algo más amable que el primero, me explicó lo que aparentaba verse en las imágenes. Me habló sobre la urgencia de la cuestión y al siguiente día me ocupé de lo que debía ocuparme. Ha habido más estudios y hoy ha llegado el resultado de la biopsia. Por supuesto; maligno. No te aburriré con detalles de qué tipo de tumor es, porque todavía no termino de entenderlo yo.

–Espera un momento–Marina se puso de pie y caminó frente a su amiga un par de veces antes de hablar. Nadia podía imaginar su cabeza entrelazando pensamientos– ¿Cómo es que no me lo has dicho antes? ¿Cómo has podido aguantar? ¿Y has estado soportando todo esto sola? ¿Todo este tiempo? –Nadia asintió y bajó la cabeza, agotada.

Marina apoyó su copa y la de su amiga sobre la mesita y se acercó con lentitud. Sabía cómo era ella; la conocía lo suficiente. Romper esa coraza que había traído desde el continente no era nada fácil. Sabía cuánto significaba este momento de supuesta debilidad para ella. Nadia siempre se mostraba fuerte, alegre, sonriente. Ella era el pilar de todo el mundo y ahora, así de vulnerable debía aceptar ayuda y acompañamiento de los demás cuando siempre la cosa había sido al revés.

–Pues ya no lo estás, ¿sabes? Yo estaré a tu lado en todo momento, Nadia. Y juntas haremos lo que haga falta hacer, ¿oíste?

–Tengo mucho miedo, Mari. Más que por mí...

–Por Ben–completó y Nadia asintió–. Lo sé, cariño. Lo sé.

–Tanto que… –el corazón de Marina acabó por desgarrarse de dolor y sin esperar, se abalanzó sobre su amiga, cubriéndola con sus brazos.

Lloraron las dos. Temblaron las dos. Desahogaron su alma hasta quedar laxas; elevaron plegarias a Dios y materializaron el deseo de estar mejor, de sortear este gran escollo. Quizá las buenas energías, las buenas intenciones, de a dos, funcionaran mejor.

***

La madrugada las encontró recostadas en la habitación de Ben, ambas con los ojos enrojecidos de tanto llorar. La angustia y el temor se habían hecho visible y las dos conocían todo lo que aquello podría traer y cuál podría ser el desenlace. Marina giró para enfrentarla y Nadia hizo lo propio. Se miraron con atención casi sin pestañear.

–Imagino que, conociéndote, querrás ocultárselo a tu hijo. Salvarlo de las preocupaciones, ¿verdad?

–No sé qué hacer.

–Deberías decírselo–opinó Marina resuelta.

–Pero…

–Sí, lo sé. Será muy duro para él, pero es un muchacho despierto e inteligente. No lo subestimes. Además, toda la ayuda que puedas conseguir, será bienvenida. Sabes que se vendrán tiempos difíciles, Nadia. No será fácil y que él lo sepa, te ayudará a transitarlo mejor.

–Lo sé. Es solo que… no quiero que piense que voy a morirme, ¿sabes? No quiero que esté pensando en eso cuando debería estar disfrutando de su vida, de sus amigos, de la escuela. ¿Te he contado que, al parecer tiene novia?

–¿Otra?

–Así cómo lo oyes. Paula me ha enviado una foto de él y una niña pelirroja hermosísima, conversando en la puerta de la escuela.

–¡Cuánto ha crecido! ¡Santo Dios! Pensar que apenas decía algunas palabras cuando lo conocí.

–Muchísimo, sí. Pero, si bien está más grande y maduro, sigue siendo mi bebé.

–¿Y qué harás cuando comiences con las quimios? Sabes que el cabello se caerá, que no te sentirás muy bien.

–Entre otras cosas, sí.

–Sea lo que sea que decidas, aquí estaré.

–Gracias. Sabes que eres mi familia y que desde que llegamos con Ben, tú has sido un ángel para nosotros. Contar contigo es una bendición.

–Ya, ya. Sabes cuánto los quiero a ustedes también. Iremos paso a paso. Lo importante aquí es cargarse de buenos pensamientos. Te has permitido llorar, dudar, estar triste, asustada, pero ya está. ¿Okey? ¡Ya! A partir de mañana comenzaremos a pensar distinto. Hay que visualizarse sano. La mente es poderosa, amiga. Muy poderosa.

–Lo sé. Lo intentaré.

–No, no. Es más que intentarlo. ¡Lo lograremos! Ya lo verás. Ahora cuéntame más del doctor Aguirre. Quiero saberlo todo–Nadia soltó una pequeña carcajada que trajo algo de la calma y la esperanza anhelada.

–Es muy joven; tanto que dudé si realmente estuviese recibido–se burló Nadia.

–¿Cuán joven?

–Estimo que como treinta y pico.

–Uy, justo lo que estoy necesitando para olvidarme del energúmeno de Damián.

–Cuéntame de él. ¿Qué es lo que está pasando entre ustedes?

–Pues nada. No pasa nada. Él se empeña en pedir tiempo para separarse y yo sé que no lo hará jamás. No tiene las agallas para vivir, para ir por lo que en verdad desea. Es un cobarde, básicamente.

–No todos podemos ser tan seguros como tú, Mari.

–No se trata de seguridad. Se trata de buscar ser feliz. Nada más simple que eso. ¿Para qué quedarse en un sitio que te amarga, que saca lo peor de ti? ¿Por qué no vivir por siempre y para siempre en un subidón maravilloso de alegría y adrenalina, de risas… de fiestas?

–Eres única. ¿Lo sabes?

–¡Y a mucha honra! En este mundo repleto de falsedad y amargura, cualquiera que se anime a ser, es tildado de diferente. Pero no me molesta, eh. Todo lo contrario. Orgullosa, cargo mi bandera de libertad.

–Sí, sí. Mucha liberación, mucha libertad, mucha adrenalina, pero tú lo sigues amando.

–Por desgracia, sí. Digamos que intento hacerme la superada, pero sé que su última conexión ha sido hace una hora y diez minutos. A quién quiero engañar, ¿verdad?

–Somos todo eso y más, Mari. El subidón y la adrenalina. Y también la amargura y la tristeza. No podemos evitarlo.

–¡Puaj! Por eso, dime algo. ¿Cuándo es que tienes que ir al médico? Quiero conocer al doctorcito.

–El próximo viernes tengo que llevar los resultados de la biopsia. Allí sabremos cuáles son los pasos a seguir.

–Bien. Iré contigo–declaró mientras se quitaba el vestido para ponerse el pijama–. Además de acompañarte, quizás el doctor Aguirre resulte ser un buen aliciente para dejar de pensar en el idiota ese.

Nadia rio ante el comentario y llevó las copas a la cocina. A su regreso, se detuvo en el umbral. Marina ya se acomodaba en la cama. Como cada vez que cenaban, la cita acababa con las dos durmiendo juntas hasta el otro día.

–Mari.

–¿Sí?

–Quería preguntarte algo.

–Claro. Lo que quieras.

–¿Te molestaría cambiar tus vacaciones por las mías? Quisiera llevar de paseo a Ben antes de que comience el tratamiento. Quizás ya no podré hacerlo después, tú sabes.

–¡Por supuesto que sí! No he programado nada aun así que puedo moverlas, tranquila. ¿Dónde planeas ir?

–Quisiera regresar a Madrid.

–¿¡A Madrid!? ¿Y qué harás allí?

–Intentar ver a Becca.

–¿Has hablado con ella?

–No.

–¿Y planeas caerle de sorpresa?

–Pues, sí.

–¿A qué se debe este cambio? –se sentó sobre la cama y la observó con atención–. Por lo que me has contado, las cosas con tu hermana no han acabado bien–Nadia se la quedó mirando sin decir nada– ¡Oh! Ahora entiendo todo–dijo cuando se dio cuenta de lo que pensaba su amiga.

–No iré allí a dar lástima si es eso lo que estás pensando–se alejó camino al baño y Marina abandonó su posición para seguirla.

–¿Entonces? ¿A qué vas? –le preguntó con seriedad.

–Quiero que conozca a su sobrino.

–¿Y cómo sabes que estará feliz de hacerlo?

–Rebeca amará a mi hijo sin importar lo que haya ocurrido entre nosotras. La conozco lo suficiente.

–Sigo sin entender.

–Si algo me sucediese… –comenzó a decir mientras colocaba la pasta en su cepillo.

–¡No! ¡No, no, no! Ni siquiera lo digas. ¡Ni siquiera lo pienses, maldición! ¿Qué fue lo que hablamos?

–Si algo me sucediese…–continuó con seguridad–quisiera que Ben tuviese a alguien más en su vida a aparte de ti.

–¿Estás segura de que te hará bien?

–No lo sé, pero quiero hacerlo. No le diré nada de mi situación. Solo intentaré hacer que conozca a Ben. Nada más.

–Si te digo que creo que estás equivocada, irás de todas maneras. Entonces, dime. ¿Qué día planeas viajar?


 

lunes, 15 de abril de 2024

ATDLG: Capítulo 2

 

A PIQUE

ALEJANDRO

Ana se levantó temprano y salió a correr como cada mañana. Alejandro acababa de despertarse y los mellizos dormían como si no existieran las preocupaciones, como si el mundo no importara. Correr la ayudaba a aclarar su mente y con cada paso que la alejaba de su hogar, sentía que las decisiones que deseaba tomar podían hacerse realidad. Madre ejemplar que había dejado de lado todo para criar a sus hijos; incluso se había dejado a ella misma. Lo había dado todo por su familia, por su esposo; tanto que sentía que ya no poseía nada de nada.

Vacía. Vacía y sola.

–Buenos días –saludó al que había sido su compañero de vida desde la juventud y él apenas si le sonrió–. ¿Los chicos?

–No he podido levantarlos. Ya los he llamado no una, sino varias veces. No me hacen caso.

–¿Es que no puedes con algo tan simple, Alejandro? –preguntó ofuscada por la falta de consideración de su pareja quien tampoco acusó recibo de su enojo. ¿Es que siempre debía resolverlo ella? Caminó hasta la habitación de sus hijos y encendió la luz–¡Vamos! ¡Arriba! –levantó la persiana y dejó que el sol terminara de hacer su trabajo.

–¡Mamá! –gritaron los dos y ella esperó unos minutos sabiendo que con eso no bastaría. Como ninguno atinó a levantarse de la cama, descorrió las mantas de ambos.

–¡No volveré a repetirlo! En cinco minutos los quiero en el comedor. No llegarán tarde de nuevo, ¿oyeron?

Salió apresurada y se dirigió a la cocina. Allí Alejandro con su santa paciencia servía el café para los dos. La enervaba que fuese tan lento, que se tomara el tiempo para hacer las cosas cuando bien sabía que las mañanas se escurrían en un santiamén y que todo estaba cronometrado. Esa paz que antes había disfrutado y anhelado, ahora ponía sus nervios de punta.

–¿Leche? –preguntó sin mirarla.

–No, gracias. ¿Vendrás conmigo hoy?

–No, Ana. Lo siento. Esta tarde Hugo necesita faltar y deberé cubrirlo.

–¿¡Otra vez!?

–Sabes muy bien cuál es su situación. No puedo pedirle que venga a trabajar cuando su hijo está internado, Ana.

–No estoy diciendo que le exijas algo como eso, pero, vamos, ¿no puedes contratar un reemplazo? Creí que la sucursal caminaría sola. ¿No habías dicho eso?

–Lo siento –repitió como si aquello arreglara algo.

–Habíamos quedado en que iríamos los dos. No quiero hacerlo sola, Alejandro.

–No puedo, Ana. Quizá alguna de tus amigas podría ir contigo, ¿no crees?

–Quería que vinieras tú. No necesito a mis amigas allí, quiero a mi marido. A mi compañero.

–No te encapriches, Ana. No puedo y no es porque no quiera hacerlo. Es que…

–¡Buenos días! –saludó a sus hijos alejándose del dolor que le estaba causando el… ¿hombre de su vida? –. ¡Hasta que por fin se levantaron! ¿Es que acaso no durmieron nada anoche? Allí tienen café. Hay fruta en la nevera. Tienen quince minutos. Alejandro, ¿los llevas tú?

–Sí, claro.

–Bien. Me voy a duchar. Desayunan y se marchan con papá, ¿okey? –ordenó mientras se alejaba hacia el dormitorio.

–¿No puedes llevarnos tú? –preguntó Juan –. Papá, no te ofendas, pero…

–Pero… ¿Por qué? –se volvió a enfrentar a su hijo. Lucía se llevó la taza a la boca para no opinar. No le gustaban los conflictos y este parecía ser la antesala de uno. Un silencio extraño los rodeó; Ana no lograba entender la situación y Alejandro, mucho menos–. Juan. ¿Por qué no quieres que papá los alcance al colegio?

–No importa. Olvídenlo–respondió arrepentido de haber hablado.

–Sí que importa –agregó su padre–. Has abierto la boca, ahora toca hacerse cargo. Vamos. ¿Qué ocurre?

–Nuestros compañeros se burlan de él, mamá –respondió Juan cortante desde la otra punta de la mesa–. Es incómodo. Nada más–agregó el muchacho.

–¿Y qué es lo que dicen de mí? ¿Se puede saber? –preguntó Alejandro, elevando el tono de voz.

–Cálmate, por favor–intervino Ana.

–Estoy calmado, mujer. Que hable. Que diga lo que dicen sus compañeritos de clase sobre mí. Esos hipócritas, ricachones idiotas, que no tienen valores ni moral. Apuesto a que ninguno de sus padres, han levantado un dedo en su vida para trabajar. ¿Y esos son tus amigos? ¡Por favor! Si es que no sirven para otra cosa más que gastar dinero. Ya lo había dicho yo. Esa escuela, Ana, es una completa porquería –tomó aire y continuó–. ¿Qué pueden decir de mí? ¡Dime! ¡Habla, Juan!

–Dicen que eres un fracasado, papá. Un extranjero fracasado –habló Lucía con un tono triste, ante la falta de respuesta de su hermano.

–Entre otras cosas –agregó Juan incisivo. El silencio se convirtió en una bomba a punto de explotar y a pesar de que nada ni nadie se movió, algo allí se quebró.

–¡Guau! –hizo dos pasos hacia atrás, alejándose de su familia–. Llévalos tú, Ana. Me voy al bar. Adiós–Alejandro tomó su abrigo, sus llaves y caminó hasta la puerta donde fue interceptado por su esposa.  

–No puedo creer lo fácil que te desligas de tus responsabilidades.

–No me estoy desligando. Ese mocoso quiere que los lleves tú, pues llévalos. Tengo cosas más importantes que hacer.

–¿Más importantes que tu familia?

–Hoy, sí.

–Te desconozco, Alejandro. No sé quién eres.

–¿Cómo qué no? Fracasado, sí… tonto, no. No creas que no lo sé, que no me doy cuenta. Tú también lo piensas. Nos veremos por la noche.

Ana permaneció en el umbral mientras veía como aquel hombre que una vez había dicho amarla, se alejaba de ella y del amor que habían compartido. Sin dudas, debía tomar decisiones. Serían dolorosas, lo sabía, pero no podía continuar viviendo de esa forma. Ninguno de ellos.

***

–¿¡Otra vez!? Últimamente se la pasan discutiendo. ¿Y qué piensas hacer para solucionarlo? –preguntó Hugo refiriéndose a la discusión con Ana.

–¿Qué quieres que haga?

–Que hables con la verdad. Que le digas de una vez cuál es la situación, Alejandro. Que estás hecho un loco por todo lo que sucede aquí, hombre. No puedes ocultarle lo que ocurre por mucho tiempo más. Gutiérrez se quedará con el bar y deberás decírselo. Ana es tu esposa. No merece quedarse fuera de esto. ¡Si llega a enterarse te corta las pelotas!

–No quiero ni pensarlo. Tanto esfuerzo que costó para llegar a nada.

–Menos mal que tu suegro ya no está entre nosotros. Yo creo que si viera en qué se ha convertido su capital, te asesina con sus propias manos.

–Un error que pagaré demasiado alto. Jamás debí pedirle ese dinero–se acomodó en la silla y se sirvió el resto de la botella de whisky que quedaba y que había dejado en el mismo lugar la noche anterior–. No nos alcanzará con un solo bar, Hugo. No para mantener el ritmo de vida al que Ana y los muchachos están acostumbrados. En poco tiempo terminarán la escuela e irán a la universidad. ¿De dónde sacaré el dinero, santo Dios? –tomó la copa con las dos manos y escondió su cabeza entre los brazos, abatido.

–Hombre. La vida no es solo dinero y dinero.

–En este momento para mí, lo es. Sé que la salud y todo eso es más importante pero ahora mismo estoy enterrado en tanta mierda que no puedo pensar en otra cosa.

–Por lo pronto, mi consejo es que hables, hombre. No podrás hacerlo solo. Deja de dártela de superhéroe y habla con ella. Sabrá entenderte. Ana es una mujer sensata e incluso hasta podría tener buenas ideas para salvar este desastre. ¡Vamos! –Alejandro negó con la cabeza, incapaz de quitarse la palabra fracasado de la mente.

–Creo que tienen razón–dijo tras largos minutos en silencio.

–¿Quiénes?

–No importa. Ve… ve a ver a tu hijo. Yo te cubriré esta noche.

Hugo se marchó. Alejandro acabó con su copa y aunque estuvo tentado de abrir otra botella, partió camino a la oficina del abogado que dos días antes le había hecho llegar una oferta tentadora de la que nada había comentado. El hombre estaba interesado en pagar sus deudas y comprar el bar. ¡Y cómo no! Aquel sitio era una mina de oro. Una mina de oro que él no había sabido explotar. Pero… lo hecho, hecho estaba. Algo de dinero sobraría de la transacción y con eso podría arreglar la pequeña sucursal que había adquirido dos años atrás gracias a la ayuda de su suegro.

Recordar aquella época lo amargaba. Ana no había querido que invirtiera en otro bar. Con uno había suficiente trabajo. ¿Para qué más? Había preguntado hasta el hartazgo. Sin embargo, Alejandro quería crecer. Ambicionaba con tener éxito y poder llegar a todos los lugares que una vez su madre había soñado para él, del otro lado del océano. Y así fue que se embarcó en aquel negocio sin escuchar los consejos de su esposa.

–¿Estamos de acuerdo? –la pregunta de Gutiérrez lo devolvió a la realidad.

–Sí.

–Bien. Debido a que se trata de un bien común; entiendo que fue adquirida por su esposa y por usted, deberán firmar los dos para concretar la compra.

–¿¡Los dos!? Creía que con mi firma bastaba.

–No. ¿Su mujer no está de acuerdo?

–A decir verdad, no lo sabe.

–¡Oh! –se sorprendió el abogado.

–Pero no se preocupe. Esta noche hablaré con ella y en estos días vendremos a firmar. Muchas opciones no tenemos, ¿verdad?

–Lamento decirle que no. Bueno, los estaremos esperando entonces. Le recuerdo que, para el primer día hábil del siguiente mes, deberán estar todas las deudas saldadas si no queremos tener más problemas.

–Lo sé muy bien. Hasta luego, Gutiérrez.

–Adiós, señor Ortiz. Que tenga un buen día.

¿Buen día? ¿Qué era aquello? Hacía tiempo que no tenía uno de esos.

La amabilidad del abogado lo asqueó. Caminó hasta el lugar que había conseguido con esfuerzo, que había alquilado primero y comprado después gracias a muchísimos sacrificios. Ingresó con la cabeza en alto pero el alma hecha añicos. Las penumbras de aquel sitio que, últimamente había comenzado a abrir solo por las tardes debido a la falta de personal, lo recibieron silenciosas. Habían vivido tantas cosas en ese lugar; allí se había enterado de la llegada de sus hijos. Entre las mesas y la barra habían dado sus primeros pasos, cuando Ana solía venir y hacerse cargo de la caja. Aquellas habían sido épocas gloriosas. En todo sentido.

Avanzó masticando la frustración que le provocaba todo. Sus pasos retumbaron e hicieron eco en el lugar. Ingresó a la cocina y recordó cada risa, cada historia que habían compartido con sus compañeros de trabajo durante tantos años. Y ahora le tocaba decir adiós. Despedirse del sueño que lo había tenido en movimiento durante mucho tiempo; que lo había motivado a salir de la cama. Y lo peor estaba por venir: lo sabía. Lo peor sería enfrentarse a las verdades que muchas veces Ana quiso hacerle ver y él no fue capaz de considerar. Le tocaba hacer lo que más odiaba, darle la razón al otro; al que había visto antes que él, cuán fracasado era.

Tosió para no llorar. Respiró profundo y salió de allí sabiendo que no regresarían jamás. Ni él, ni Hugo. Ni los muchachos, ni Ana. Nadie volvería a pasar por ese bar que una vez había sido suyo y que, en unos pocos días, no lo sería más.

–Creí que vendrías más tarde–le dijo su mujer al verlo entrar–. Colocaré un plato más.

–Terminen tranquilos. No planeo comer.

–¿Qué ocurre? –lo siguió hasta el dormitorio donde lo vio recostarse boca arriba.

–No sé por dónde empezar.

–Por el principio.

–Tendremos que vender el bar.

–¿Cuál?

–El grande.

–¡¿Qué?¡ ¿Qué estás diciendo?

–Siéntate. Tengo mucho que contarte.

Ana lloraba con cada palabra que Alejandro decía. Lloraba porque no la miraba y en cambio, fijaba la vista entre el techo y las lámparas de la habitación. Lloraba porque se había estado guardando todo aquello y no había compartido nada de nada con ella. ¿Tan poca cosa la creía? ¿Tan lejos estaban? Al parecer, mucho más de lo que ella imaginaba.

–Necesitaré tu firma para que Gutiérrez lo compre. Con ese dinero podré invertir en…

–No –fue lo primero que dijo después de que él le contara todo lo que ocurría. Y entonces la miró. ¡Por fin la miró! –. No te llevarás el dinero para invertirlo en ese bar de porquería. No otra vez.

–No entiendo.

–Hasta aquí llegamos, Alejandro. Hasta aquí. No puedo más. No más –Ana se puso de pie y le dio la espalda. Por primera vez; literal y metafóricamente.

–¿De qué me estás hablando?

–No confías en mí. Durante estos últimos años has hecho y deshecho sin consultarme, sin preguntarme qué pensaba, cuál podría ser mi opinión. Has puesto en riesgo nuestro patrimonio y has enviado todo al demonio. ¿Y todo por qué? Por un maldito capricho. Y en el camino… en el camino he dejado de ser tu compañera, tu mujer. Lo nuestro, esto… –los apuntó a los dos– no va más.  

–Estás mezclando las cosas, Ana.

–No. Bueno, puede ser que lo estoy mezclando todo, sí. Yo mezclo, pero no separo. Eso lo has hecho tú. Iré a firmar los papeles que necesitas. Pero ese dinero será para Juan y para Lucía. Tú arreglarás tus cosas y harás lo que siempre has querido hacer, como lo has querido hacer: solo. Conmigo no cuentas. Hasta aquí he llegado yo.

–No sé qué decir.

–No puedes decir nada porque sé muy bien que a ti te ocurre lo mismo. Ya no hay nada entre nosotros. Quitémonos las caretas de una buena vez. Somos un par de infelices, fingiendo que todo está bien.

–Yo te quiero, Ana. En verdad te quiero.

–No es suficiente para ninguno de los dos.

Ana se alejó de la habitación, dejándolo completamente solo. Definitivamente su mundo se había ido a pique. En menos de veinticuatro horas, todo había quedado patas para arriba. ¿Qué haría ahora que lo había perdido todo?