PERDIDO
ALEJANDRO
Ana no regresó a la habitación. Podía oírla moverse por la casa, pero no
parecía querer acercarse. ¿Es que no pensaba aclararle aquello que le había
dicho? ¿Cómo o más bien, cuándo, se había acabado todo?
Se puso de pie y caminó de pared a pared, intentando calmarse y buscando
en su interior las respuestas a todas las preguntas que iban surgiendo en su
mente. ¿Era cierto? ¿La había perdido? ¿Seguía amándola? Volvió a sentarse
sobre aquella cama y no pudo alejar los recuerdos que habían compartido juntos
durante tantos años en ese mismo lecho. Él no le mentía; en verdad la quería.
¡Por supuesto que la quería! Pero, como siempre, ella había contraatacado y
había puesto en jaque su posición: no era suficiente. ¿Lo era?
¿Qué hacer? ¿Debía quedarse y dormir en el sillón como hacía después de
una discusión? ¿Cuán grave e irreparable era la situación? ¿Debía marcharse?
¿Dónde iría? Y de nuevo la misma incógnita: ¿qué hacer?
No supo cuánto tiempo pasó desde que ella lo abandonó en la habitación.
Lo único que pudo hacer fue quedarse quieto, intentando resolver lo que ocurría
dentro de sí, como primera medida. No era solo la pérdida del bar, ni los
problemas económicos. Era un pasado, un presente y un amor. Eran Lucía y Juan.
Era su vida. Lo poco –¿o mucho? –que había construido desde su llegada a la
isla.
–Alejandro.
La voz de Ana llegó como un susurro. Giró la cabeza y la halló, fuerte y
firme en el umbral de la puerta. Detrás, la casa en penumbras. Llevaba la bata
puesta y en su rostro las señales del cansancio y de las lágrimas derramadas.
–No sé qué debo hacer–confesó él, con una sinceridad de espanto.
–No sabes qué hacer desde que te conozco. Nunca lo supiste exactamente–se
miraron.
–Me iré.
–Me parece lo mejor, sí. Pero mañana. Ahora necesitas dormir.
–No te preocupes. Dudo que pueda hacerlo. Solo esperaré a que Hugo
despierte y le pediré un lugar en su comedor.
–¿Tan mal está la situación que no puedes ir a un hotel?
–Muy mal.
–Dios. ¿Cómo es que llegamos a esto? No me respondas–exclamó cuando lo
vio abrir la boca para decir algo–. Olvídalo. No quiero hablar de esto a las
tres de la madrugada. Duerme. Mañana desayunaremos juntos y veremos qué hacer
con los muchachos. Cómo se lo diremos y demás.
–Admiro tu practicidad, Ana. Me da la sensación que llevas pensándolo
hace bastante tiempo.
–Sí. A decir verdad, sí. Sabía que este día llegaría.
–¿Cómo?
–Hablaremos en el desayuno, con un café de por medio y después de pensar
bien lo que le diremos al otro. No quiero herirnos, Alejandro. Hazme caso.
Intenta descansar–cerró la puerta una vez más, dejándolo con un vacío
desastroso en el pecho.
Tal y como Ana había preparado, diagramado y organizado; desayunaban
café, inmersos en un silencio espeso. Sabía que ella tomaría la palabra y que, a
él le tocaría oír verdades de las que había pretendido huir durante los últimos
años.
–Quiero que me cuentes sin dejar detalles afuera, qué fue lo que ocurrió
con el bar. Habías dicho que era una mina de oro y por momentos todos lo
creímos así. ¿Qué fue lo que pasó, Alejandro? –se llevó la taza a la boca y lo
observó atenta.
–Querrás decir cómo lo eché a perder.
–No he dicho eso.
–Malas decisiones, supongo. Hice inversiones que no debía; como embarcarme
en la remodelación completa del lugar. La suba de los precios no me ayudó. Las
crisis. Clientes que dejaron de venir… y… el robo.
–¿Qué robo?
–No te lo había contado para no preocuparte, Ana. No quise que se
asustaran.
–No quiero excusas. No des más vueltas, Alejandro. Este es el momento de
hablar.
–Hace un año atrás, uno de los empleados…
–El tal Jonay, ¿no es cierto? –ella interrumpió y él asintió–¡Lo sabía!
Te lo había dicho, Alejandro. Ese hombre no era de confiar.
–Pues, nada. Uno de los días en que sabía que juntábamos el dinero para
pagarle a los proveedores y a los muchachos entraron a primera hora de la
mañana y se llevaron todo. No hemos podido recuperarnos de ese golpe. Y ya sé,
no hace falta que lo digas. También tenías razón sobre la bancarización y las
formas de pago. Ya sé que es toda mi culpa.
–Alejandro. Dime algo. ¿Tanto te cuesta ver que a veces no tienes la
razón?
–Al parecer, sí.
–Entonces, desde ese día todo ha ido mal–él asintió.
–He tenido que sacar préstamos, créditos. Hemos estado pagando deudas y
más deudas. Y no ha alcanzado con las ganancias del otro bar.
–El que nunca debiste comprar.
–Exacto.
–¿Y la última opción es venderlo?
–El abogado, el doctor Gutiérrez, un conocido de Hugo y quien nos ha
estado asesorando y representando, quiere comprarlo. Pagaría las deudas y se
quedaría con el bar. Puede que quede algo de dinero y bueno yo había pensado
que quizás podríamos invertirlo.
–Bien. Cuando estén listos los papeles, firmaremos. Pero vuelvo a
repetirte. Ese dinero no será para el bar. Los muchachos necesitan tener un
respaldo para ir a la universidad.
–Sí, tranquila. Lo he entendido.
–Bien. Ahora quiero que me expliques porqué. ¿Por qué te has guardado
todo esto?
–Bueno, yo… yo… creía que los estaba protegiendo. Que era lo mejor. Hugo
se ha cansado de decirme que hablara contigo.
–¡Guau! Tu mejor amigo tiene más visión que tú.
–Al parecer todo el mundo ve cosas que yo no. Quizás haya algo malo en
mí.
–Eres demasiado ingenuo, demasiado niño. Creí que después de tantos años
juntos, de dos hijos… madurarías y verías la vida como en realidad es. Pero no.
Al contrario. Tomas decisiones sin pensarlas, sin analizarlas; eres impulsivo y
no sabes controlarte. No te detienes a pensar que quizás puedas arruinarlo
todo.
–Es cierto, pero recuerdo que esa impulsividad era lo que más te
gustaba. Me lo has dicho, Ana.
–Sí. Amaba que fueras arriesgado y que te importara poco el futuro. Así
como adoraba tu tranquilidad por las mañanas; tu modo de saborear el café hasta
beberlo casi frío. Mírate. Si es que no le has dado ni un sorbo a tu taza. Adoraba
esa dualidad en ti. Tienes razón. Pero ocurrieron muchas cosas en el camino.
Tuvimos hijos, Alejandro. Tuvimos dos niños de una vez y todo cambió. Mis
prioridades y las tuyas, se colocaron en sitios diferentes.
–Comenzó a molestarte mi tranquilidad por las mañanas–repitió como
procesando lo que oía.
–Entre muchas otras cosas. Me dejaste sola. Con ese discurso del
crecimiento, de la ambición… me abandonaste. Te empeñaste en invertir en ese
bar, me usaste para conseguir el dinero de papá–Alejandro negó con efusividad–.
No digas que no. Me enredaste para cumplir con tu deseo. ¿Y el mío? ¿Dónde
quedó? Olvidado junto con aquel argentino al que conocí en Barcelona. Aquel
jovencito que me sonrió una tarde de lluvia y que lo único que añoraba era
dormir a mi lado. Nada más. No necesitabas nada más. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas
de eso? Apuesto que aquel muchacho debe sentirse totalmente traicionado.
–Aquel que conociste desapareció hace mucho tiempo Ana y sabes muy bien,
mejor que yo, porqué. Porque la vida arrastra, empuja… obliga. ¿Tú me hablas de
realidad a mí? No puedo creerlo. Yo sé
muy bien lo que es la realidad y cuánto cuesta todo, Ana. Yo, a diferencia de
ti, tuve que hacer malabares para invitarte a salir y poder pagar la cuenta. Yo
no tenía dónde dormir, prácticamente. Con lo único que contaba en ese momento
era con una habitación de mala muerte y tu amor. Nada más. Y por supuesto que
me aferré a ti y fuiste todo para mí.
–Me alegra que reconozcas eso. Fui. Hace tiempo que no lo soy.
–Fui muy feliz aquellos años, Ana. A tu lado conocí el mundo y gracias a
eso, quise crecer. Por ti y por mí. ¿Qué tan malo puede ser eso? Quise ser
mejor. La oferta de trabajo que se apareció era tentadora, no puedes negármelo.
–No, no. Era fabulosa y auguraba un futuro de ensueño para los dos. Sin
embargo, decidiste dejarlo todo seis meses después de que nos instaláramos
aquí. Me alejaste de mi familia y de mi casa, de mis proyectos. Y yo estaba
feliz de hacerlo, no te lo niego. Porque te amaba como a nadie. Y te hubiese
acompañado de vuelta a Argentina si me lo pedías.
–Ana… ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué me arrepiento de todo?
–No. Ya es muy tarde para eso. Ya ha pasado demasiada agua debajo de
nuestros puentes.
–Pues tampoco podría hacerlo, ¿sabes? No me arrepiento de haberlo
intentado. Sí, me he equivocado y mi necedad ha hecho estragos en nuestras vidas.
No soy bueno siguiendo a los demás porque siempre he estado solo.
–Es ahí donde te equivocas. No has estado solo. ¡Jamás! Hemos estado
aquí para ti por mucho tiempo. Demasiado, diría yo. Primero he sido yo, y luego
yo junto a los niños. Esperándote por las noches, dejándote carteles con
corazones, cartitas. Por Dios, si apenas te veíamos.
–Ahora lo veo. Ahora veo que he estado mirando las cosas de manera
errónea. Y lo peor es que no puedo arreglarlo, tampoco.
–No. No podemos volver el tiempo atrás. No podemos recuperar todos los
años que perdimos y en los que nos alejamos más y más. A mí no me interesa
hacerlo, Alejandro y sé que a ti tampoco. Me has dejado de amar hace muchos
años.
–Si lo sabías, si lo notaste… ¿Para qué o por qué te quedaste aquí?
–Pensé que si ya no nos amábamos como antes al menos seríamos unos buenos
compañeros de vida. Que podríamos caminar juntos hacia la vejez aun cuando el
único sentimiento que nos uniera fuese un profundo cariño. Pero tampoco. ¡Ni
eso! Has destruido esa posibilidad también y con ella, me di cuenta de que
merezco más. Merezco un compañero, sí, pero además alguien que me ame. Que
tenga ganas de compartir su vida entera y su alma conmigo.
–Siento que he estado intentando sostener una pared que no tiene
cimientos ni bases sólidas. Estoy agotado. He estado agotado desde hace tiempo.
–Es momento de descansar, entonces. Todos. Tú, yo y los muchachos.
–¿Seguiremos siendo una familia, Ana?
–Eso dependerá de ti, Alejandro.
***
–Gracias por recibirme, Hugo. En verdad… muchas gracias.
–No te preocupes. ¿Para qué están los amigos? El espacio es pequeño,
pero creo que te servirá. Ya prácticamente no se utiliza, ahora que Betty se la
pasa más instalada en el apartamento de nuestro hijo.
–¿Cómo está él? Disculpa que no te he preguntado antes. Es que con todo
lo sucedido no he tenido cabeza. Perdón.
–Tranquilo. Ya lo sé. Andrés está mucho mejor. La operación ha salido de
diez y creen que, con paciencia, volverá a ser el que era.
–Cuánto me alegro, Hugo. En verdad y de todo corazón.
–Yo también. Fueron momentos muy duros. Mucha tensión, pero tanto él
como su madre son ¡excepcionales!
–¡Claro que sí! Te has ganado la lotería con ese par.
–Definitivamente. Bueno, te dejo para que te acomodes, hombre. No te
retengo más. Allí tienes el baño y puedes utilizar todo lo que necesites. No
hace falta que preguntes.
–Gracias por todo, Hugo.
–¿Irás al bar más tarde?
–Sí. Por la noche. ¿Vienes conmigo?
–No. Lo siento. Planeo llevarles algo de cenar a Betty y a Andrés.
–Me parece bien.
–Me voy, Ale.
–Ve tranquilo. Gracias de nuevo.
–Adiós.
Hugo desapareció de aquel pequeño apartamento que no era más que una
gran habitación con baño privado y una cocinita con pocas comodidades. Por
mucho tiempo lo habían rentado, pero últimamente se encontraba desocupado. Con
rastros de humedad en los rincones, con olor a encierro y tristeza, pero con un
amplio sillón en el que abrazar sus penas. Dejó su bolso, con las pocas
pertenencias que se había llevado de la casa y se recostó. ¿Qué hacer? Esa era
la gran pregunta que se venía repitiendo desde hacía un par de días. Por primera
vez en su vida, se encontraba sin rumbo ni dirección.
Perdido, completamente perdido.