miércoles, 29 de marzo de 2017

Bicicletas abandonadas

Faltaban quince minutos para las doce de la noche. Agazapados detrás de unos arbustos, Federico y Leonardo, esperaban a Pablo y Ezequiel.
—¿A qué hora te dijo que venían? —le preguntó Federico a un Leonardo atento a las calles, a las luces y a las sombras.
—Once y media.
—¿y qué hora es?
—las doce, casi.
—No van a venir. ¡Acordate!
Permanecieron unos minutos más, acuclilladlos y acalambrados. Los nervios de Leonardo crecían cada vez que un minuto pasaba en su reloj pulsera. Federico tenía ganas de volver a su casa. No sabía por qué se había encaminado en aquel disparate. Y para colmo, los dos artífices del plan, no parecían llegar.
El ruido de una bicicleta destartalada les crispó la piel. Se miraron en lo más profundo de los ojos. ¿Quién podría ser? ¿a esas horas? Si bien la noche estaba clara y hacía bastante calor, nadie se aventuraría a esa parte del pueblo. Se acomodaron de tal manera que el recién llegado no los descubriera. Antes, querían estar seguros de que se trataba de Pablo o Ezequiel. Esperaron atentos, casi sin respirar a que, desde la esquina, la sombra que emergía desde la oscuridad, se volviera nítida bajo la luz de calle.
—Es Ezequiel. —susurró Leonardo, con una sonrisa cortada en los labios.
—No. Eze no tiene bici. Debe ser Pablo.
—Shhh. Esperemos.
La silueta se acercaba lentamente al arbusto. Con el juego de luces y sombras, los lentes de Leonardo no alcanzaban a distinguir a la persona que se dirigía hacia ellos. Federico no dudó. Saltó hacia la vereda, dejando su escondite en evidencia y enfrentando al desconocido.
—¿Fede? —La voz lo detuvo en seco.
—¿Mari?
Mariana era la novia de Ezequiel. Hacía poco tiempo que salían, pero, se había convertido en parte de la banda, sin muchas vueltas.
—Leo… Es Mari. —Leonardo se acercó, sacudiéndose los pantalones, repleto de pasto.
—¿Y Eze, Mari?
—No sé. Me dijo que venía para acá con Pablo. ¿No llegaron?
—No. Los estábamos esperando para entrar. —Comentó Federico mientras tomaba la bicicleta de Mariana y la apilaba junto a la de ellos.
—¿Quieren esperar? ¿o entramos?
—Esperemos. —dijo Leo y Federico lo miró con escepticismo.
—¿No me digas que te arrepentiste? —Ironizó con ganas, aunque fuese él, quien más quería partir.
—Nada que ver. Pero digo… la idea era que entremos todos juntos.
—Ya fue. Vamos. No creo que vengan, ya.
—Quizás a Pablo no lo dejaron salir y se quedaron. Yo opino como Fede. Entremos. —Resolvió Mariana, sin darle importancia a la cara de pánico de Leo. 
Federico y Mariana avanzaron hasta la reja oxidada que los separaba de la tan famosa casa “embrujada”. Leo no se había movido de su lugar.
—¡Leo! Dale. No seas cagón. Vamos.
—Vayan. yo me quedo a esperar a los chicos. Cuando lleguen, entro con ellos.
Mariana ya había empujado la puerta y avanzaba con sigilo. Federico no la quería perder de vista. Definitivamente no quería ir solo.
—Mari…—susurró.
—Estoy acá. —Fede caminó lentamente sorteando basura, latas de aluminio, maderas. —¿Trajiste linterna?
—¡Uy! ¡Qué pelotudo! Me la olvidé.
—Bueno… Ya fue. Usemos la mía. Pero, no te separes. Quien sabe lo que encontremos ahí adentro. —bromeó.
Entraron a la casa con la luz de la linterna de Mariana como guía. Federico caminaba a su lado tratando de que sus pasos, disimularan el sonido de sus dientes que rechinaban sin cesar. Caminaron hacia la ventana y de allí, vieron cómo Leo tomaba su bicicleta y abandonaba el lugar. Mariana soltó una carcajada tal, que hizo temblar los cimientos de la casa.
—¡Shh! No hagas ruido. —la codeó Federico.
—No pasa nada. Relajate. O voy a pensar que estás como Leo…
—¡No! Nada que ver. Vamos. Sigamos.
Después de inspeccionar la cocina, avanzaron hacia el living. Unos cuantos muebles destruidos, unos sillones viejos. Investigaron el interior de los cajones de un mueble donde encontraron papeles mordidos por las ratas y muchas fotos antiguas.
—¿Sabes la historia de esta casa? —Le preguntó Mariana a Federico mientras subían con cuidado las escaleras, camino a las habitaciones de arriba.
—Sí. Que vivió una señora… que supuestamente era bruja.
—Sí. Pero hay más.
—No me interesa.
—Se dice que la señora no era la bruja. —comenzó, sin prestarle atención al comentario de su amigo. —sino que en realidad era su hija… que estaba poseída por el demonio.
—Estás contando la historia del exorcista, Mariana. ¡Dejate de joder!
—Y dicen, también, que la madre… cuando no pudo contenerla más... La encerró en su habitación y allí la dejó hasta morir.
A pesar de que tratara de que los comentarios de Mariana no lo asustaran, Federico temblaba como una hoja. Ella, en cambio, seguía dando detalles—que las paredes de la habitación estaban todas arañadas. Que una vez muerta, la nena había vuelto a asesinar a su madre, por venganza…— y seguía avanzando a través de la casa.
Cuando salían de una de las habitaciones, oyeron un ruido extraño en planta baja. Los dos permanecieron quietos a la espera.
—Deben ser los chicos. —agregó Mariana y se precipitó escaleras abajo, linterna en mano y dejando a Federico solo en el pasillo, sin más compañía que la oscuridad.
—¡Mari! Esperame. —los primeros cuatro pasos los dio rápidamente. Luego, el miedo lo tomó por los tobillos y ralentizó sus pies. Bajó lentamente, con el corazón galopando entre sus costillas. No veía la luz de la linterna y eso lo aterraba aún más. —Mari… Mari…
Llegó a los pies de la escalera, giró la cabeza hacia ambos lados y no distinguió nada. Se dijo que ya no estaba para juegos y decidió salir. Volver a casa. Una mano lo tomó por el hombro cuando cruzaba el umbral de la puerta. Dio tal respingo que hasta las maderas del piso chillaron. Mariana no aguantó y soltó otra carcajada antes de que pudiera asustarlo con una máscara que había traído escondida.
—¡Sos una pelotuda! Me voy.
—No… Para, Fede. No te vayas. Nos falta la habitación de la nena.
Le costó convencerlo. Al cabo de unos minutos y tras varios comentarios alegando su falta de coraje, retomaron el recorrido. Subieron sin rodeos y se dirigieron directo a la última habitación. Como la puerta estaba trabada, tuvieron que empujarla entre los dos, para abrirla. Con el envión, Mariana terminó desparramada en el piso. Federico la ayudó a ponerse de pie y tanteó el piso en busca de la linterna que habían perdido con la caída.
—La puta madre…
—¿La encontraste?
—No.
Las manos de Federico que, arrodillado, avanzaba hacia el centro de la habitación, tocaban a ciegas las maderas empolvadas del suelo. Avanzaron hasta que sus dedos rozaron una superficie distinta a la que venía palpando. Otra vez la piel se le erizó. Pero esta vez, el grito se le atoró en la garganta.
—Fede… ¿La encontraste? —Repetía Mariana, sin cesar. Un silencio extraño los rodeaba. Mariana avanzó en puntas de pie hacia la dirección que creía que Federico había recorrido. De repente la luz de una linterna iluminó un sector. Allí, parada en una esquina, una niña de bucles ondulados y vestido rosa, la miraba con rareza. A sus pies, Federico retrocedía con la cola pegada al suelo.
Los gritos y las corridas se sucedieron tan rápido que no hubo tiempo. Federico y Mariana saltaron la reja oxidada y corrieron por la calle vacía, olvidando sus bicicletas. No pararon sino hasta llegar al pueblo. Cada uno volvió a su casa, con el corazón saliéndoseles del pecho.
Ezequiel, linterna en mano y Pablo, detrás de él, se descostillaban en la ya abandonada habitación.
—¿les viste las caras? —preguntó Pablo sin poder parar de reír.
—Se cagaron en las patas.
—Sí. Que buena idea tuviste…
—Gracias, Sabri… —Exclamó Ezequiel, acercándose a su prima, que, voluntariamente había querido participar de la broma que venían planeando desde hacía semanas.
Los tres caminaron hasta la salida haciendo chistes y riéndose de los burlados.
—Mañana, Mariana te mata. —Comentó Pablo, entre sonrisas.
—¿Por? ¿Quién le va a contar?
Recorrieron el patio trasero con la olvidada linterna y dieron con sus bicicletas atadas a un árbol.
—Ay… que risa. Debimos haber traído la cámara.
—Sí…
Mientras Ezequiel guardaba las cosas, Sabrina se acomodaba la despeinada cabellera y Pablo intentaba abrir el candado de su cadena, un sonido particular los alertó. Miraron hacia ambos lados y no hallaron más que las sombras que hacían las copas de los árboles. Cada uno volvió a sus tareas. Pero… otra vez, el mismo sonido.
—¿Qué mier…? —Pablo levantó la vista y desde la ventana de una de las habitaciones, vio un par de ojos rojos que los observaban. —Chi…chic…chicos… —tartamudeaba.
—¿Qué? —Ezequiel y Sabrina siguieron la línea del brazo de Pablo y se encontraron con la mirada endemoniada.


A pesar de que nadie le creyó a Leonardo cuando respondió que no, que no había sido él, ni Ezequiel, ni Pablo, ni Mariana, ni Federico o Sabrina, regresaron jamás a la casa embrujada. Aun hoy, siguen ahí, sus bicicletas abandonadas.  


domingo, 12 de marzo de 2017

El gato de Estela

Yo no sé qué miran. ¿Acaso nunca vieron un gato? Bueno… seguramente sí. Sólo que quizás nunca vieron un gato con una pata. Aunque tampoco es la gran cosa. Estela ya se acostumbró. ¿que quién es Estela? Estela es mi dueña, mi ama… como mi mamá, pero humana. Cuando nací, —escuché— los padres de Estela me iban a sacrificar, pero ella, que tiene un corazón de oro, les rogó que no lo hicieran. Así fue que me permitieron quedarme en esta casa, a pasar los pocos años que el veterinario me dio, rodeado de amor y cariño.
Todos los que me ven en los brazos de Estela se paran a observar y a preguntar. Si salimos al parque se la pasa explicándole a todos, qué fue lo que pasó conmigo y mis tres patas perdidas. Está cansada de decirlo una y otra vez. Por eso, ya casi ni salimos. A mí me da mucha pena, porque sé que le encanta ir al parque.

Anoche Estela tuvo mucha fiebre. La madre se quedó con nosotros en la habitación, toda la noche. El padre dijo, preocupado, que si no había alguna mejora la llevarían al hospital. Se fueron hace unas horas.

Estela no ha vuelto aún. Los padres, sí. No me cambiaron el agua, ni me sacaron a hacer pis afuera. Se los ve tristes y enojados. Temo que si Estela no regresa… ustedes saben. Ellos nunca me quisieron.

Hace tres días que Estela está en el hospital. Hoy temprano vino el hermano del padre de Estela y mientras me acariciaba el cuero, le contó que ya habían conseguido dos dadores de sangre. Se ve que mi Estelita, no está bien. La extraño tanto.

Los padres de Estela parecen estar acostumbrándose a mi presencia y ya no me miran con desdén o con ganas de sacrificarme. He notado que, en los últimos días, cada vez que pasan a mi lado, se detienen a tocarme, aunque sea un momento. La mamá de Estela me saca a hacer pis entre dos y tres veces al día, y gracias a Dios, me cambian el agua a diario. Creo que ocuparse de mí, la distrae de las preocupaciones y del miedo que azota la casa.  Aunque no la paso tan mal, nada se compara a cuando ella me cargaba entre sus brazos, o me acostaba dentro de su cama cuando tenía miedo.

Anoche pasó algo muy inusual que me quitó el apetito. El tío— el mismo de la sangre— volvió a la casa, cuando no había nadie y se llevó unos papeles. Nadie ha regresado desde entonces. 

Hoy temprano, regresaron los dos y no han vuelto a salir. Oí la ducha y los llantos. Empecé a maullar como un loco. Alguien me tenía que explicar que estaba ocurriendo. Que había pasado con Estela. Tanto ruido hice que el padre se acercó a ver que me pasaba. Lo vi directo a los ojos y lo supe. Supe que Estela no iba a regresar jamás. Los dos lloramos por un largo rato. Mientras me acariciaba el lomo, sentía sus lágrimas mojarme como la lluvia. A los pocos minutos, la madre de Estela se nos unió y ahí, uno junto al otro, nos despedimos de la persona que más amábamos los tres.


La casa de las alfombras

Toda la familia la miró de arriba a abajo. Era la primera novia que traía el hijo más chico de la familia y en la casa, era un acontecimiento. Todo el mundo creía que el muchacho era homosexual y pese a estar más abiertos de mente que sus antepasados, el resquemor y las apariencias jugaban un papel muy importante en la casa de los Oroztiaga.
Cuando supieron de la relación, prácticamente, la mansión se volvió una fiesta. Se habían mandado a lavar las cortinas y todas las alfombras. Cada cosa estaba lista y pronta, para el gran día. El chico la presentó cordialmente a sus padres y a sus hermanos mayores un atardecer de primavera. Los miembros de la familia aguardaban pacientemente su momento para saludarla e investigarla más de cerca; Oler su perfume, rozar sus ropas. Aún no creían lo que veían sus ojos.

La velada transcurrió en un ambiente cálido y cómodo, donde las sonrisas y las miradas fugaces copaban los rincones. La parejita, tomada de las manos, recibía con gracia y paciencia, los comentarios y los chistes que los hermanos mayores.
—¿Dónde estudias, querida? —le preguntó la madre del muchacho sin despegar la vista del plato.  
—No estoy estudiando ahora. Me quedan unas pocas materias para recibirme, pero.... Quizás este año…
—Ah. —interrumpió.
Vino el postre. Después de un cigarrillo al aire libre, el chico volvió a ocupar su lugar en la mesa y cada uno continuó con la algarabía y la jerga. El alcohol ya venía haciendo efecto en las bocas abiertas de los hombres y en los cachetes colorados de las mujeres.
—Nena. — habló el padre desde la otra punta de la larga mesa. — Joaquín mencionó que vivís hace poco en la ciudad.
—Así es. Vivo sola en un departamento chiquito. Aunque, pensándolo bien, no estoy sola.
—¿Ah no? —interrumpió otra vez, la mujer.
—Vivo con Salem, mi gato. —Todos sonrieron, pero inmediatamente, miraron al chico que jugueteaba con la servilleta en su regazo.
La última parte de la cena, en donde por lo general, en la casa de los Oroztiaga, se toma café o un aperitivo, pasó desapercibida. Joaquín y Clara se adentraron en el caserón, para realizar la recorrida, mientras que los demás intentaban ocultar la tormenta que se avecinaba.
—¡Que hermosa casa, Joaco! Me encanta. Tenías razón. Es grandísima. Debe ser difícil mantener la limpieza con tantas alfombras y…
—Veni. Entremos acá. —La guío hacia una habitación escasa en muebles y con un ventanal enorme que daba al patio trasero. Una alfombra roja hacia juego con las cortinas y los almohadones. —Clara, tenés que controlarte.
—¡¿Eh?! —Giró sobre sí, sorprendida, con los ojos abiertos de par en par. —¿Controlarme? ¿A qué te referís?
—Con mamá, Clara. No la estás haciendo para nada fácil.
—No entiendo.
—Que no estudias, que vivís sola… ¿No podes, acaso, guardarte un poco de intimidad?
—¿y por qué lo voy a ocultar? ¿Qué tiene de malo?
—Que así, mi vida…—Se acercó y le acomodó el mechón que se le caía sobre la frente—No vamos a poder seguir con...
—¡Joaco! —la voz de su hermana mayor los sorprendió.
—¡Ahí vamos! —Giró la cabeza y la miró a los ojos. — Menos intimidades. ¿escuchaste?  
Clara y Joaquín bajaron y se encontraron con la familia esperándolos. Sus caras no parecían tan relajas como antes y, aunque él sabía muy bien por qué, siguió como si nada ocurriese, sin prestarle atención a los gestos y los desaires notables hacia su novia. Siguieron hablando de tonterías por un rato más y se dispusieron las habitaciones para dormir.
—Clara, vos dormís con Laurita en la primera habitación de la izquierda. —La chica buscó la mirada de Joaquín, pero fue en vano. Él seguía conversando tranquilamente con su padre. —Vayan, vayan. Laurita… mostrale a la chica dónde es.  
Joaquín no la miró. Aunque sentía su mirada, clavada como un puñal sobre su espalda, no volteó. Cuando por fin hubo desaparecido de la vista de todos, se aflojó la camisa y se sirvió una copa más de vino.
—No me gusta. —Sentenció la madre, al cabo que se sentaba sobre el apoyabrazos de uno de los sillones.
—Ya sé, mamá. Todo el mundo se dio cuenta.
—No estudia, vive sola y tiene un gato. ¿Algo más?
—A mí sí me gusta. Y eso es lo que cuenta.
—Bueno… supongo que sí. Prefiero eso a…
—Basta mamá, con ese tema.
—Bueno, bueno. ¿te gusta la alfombra nueva que compre para el recibidor? ¿No es hermosa?
—Sí. Está muy linda.
—¿Qué te pasa? A vos también te encantaban las alfombras de mamá…—extendió el brazo y le acarició la pierna. —La mayoría las elegimos juntos, ¿te acordás?
—Sí. Me voy a dormir. Mañana temprano volvemos a la capital.
—Una cosa más. —lo detuvo antes que se alejara— Nada de deambular por los pasillos a la madrugada.
—Dejalo en paz, mujer. Anda a dormir, hijo. —dijo y le guiñó un ojo.

Laurita se acostó y se durmió. Clara salió de la cama y en puntas de pie, caminó hasta la puerta. Abrió con cuidado y ojeó el pasillo. Estaban todas las luces apagadas, salvo la última. ¿Sería aquella, la habitación de Joaquín? Siempre se desvelaba y últimamente, sufría de un molesto insomnio.
Guiada por la curiosidad, avanzó hacia el final del pasillo. Necesitaba hablar con él. Ya se había arrepentido del plan, de todo. No quería seguir. No sabe si había sido por la conversación que había tenido con Laurita, mientras preparaban las camas o si era la conciencia que le estaba pegando en el pecho y en el estómago. De todas maneras, no importaba. La farsa se terminaba esa noche. ¿En qué había estado pensando cuando aceptó?
—Joaco…—susurró, sobre la puerta. —¿Estás ahí? —Apagaron la luz. Quizás se había equivocado. Unos segundos después, Joaquín abría la puerta con cuidado, y emergía desde la oscuridad.
—¿Qué hacés acá?
—Necesito hablarte.
—Mañana.
—No. Ahora.
—¡Ay, Clara! —murmuró, mientras que la tomaba de la mano y la arrastraba a la misma habitación de más temprano. —¿Qué pasa? ¿Qué no puede esperar hasta mañana, me queres decir?
—No quiero seguir, Joaco. —Dijo, dudosa. El enmudeció y lo blanco de sus ojos se hacían cada vez más grandes, tanto, que parecían lámparas en la oscuridad. —¡Perdón!
—No… No. No me podés hacer esto. Quedamos en que…
—Sí, ya sé. Pero…  no puedo. No puedo. No son malas personas, Joaco. Si…
—No lo puedo creer. Pensé que ibas a ayudarme. Me dijiste que…
—Bueno. Pero no. Me arrepentí. Si hubiese sabido que…
Él no decía nada y ella lo decía todo, con su cuerpo, con su actitud. Él la conocía lo suficientemente bien como para saber que no cambiaría de opinión. Su plan se iba a pique, mucho antes de siquiera comenzar. Porque la presentación, era sólo el primer paso.
—Me voy a dormir. Mañana me vuelvo temprano a capital y…
—¡Pensalo, Clari! ¡Por favor! —le rogó con el alma y las lágrimas a punto de salir.
—No, Joaco. Tu familia no se lo merece. ¡Dale! —Se acercó y lo abrazó, pese a no recibir respuesta del otro lado. — Deciles la verdad. A vos también te va a ayudar a…
—¡No! —la alejó bruscamente y salió de la habitación. —Vos no sabes de lo que son capaz. —murmuró, pero Clara no lo escuchó.  

Clara tenía el bolsito armado y sus pocas pertenencias guardadas y listas sobre el sillón. No había visto a Joaquín durante el desayuno y creyó que talvez, había tomado conciencia de que aquello era una locura. Mientras esperaba el coche que la llevaría a la estación— sola o acompañada— daba vueltas por el living siguiendo las líneas doradas de la gran alfombra. El padre del muchacho bajó las escaleras y la encontró ensimismada en el camino de las formas.
—¡Te vas a marear, nena! —bromeó. — ¿Y tu novio? ¿Dónde anda? Ya casi llega el coche, y todavía no bajó.
—No sé. No lo vi, tampoco.
—Voy a preguntarle a…
—¡Acá estoy! —tronó la voz de Joaquín, desde lo alto. —Estaba saludando a Laurita.
—¡Amoooor! —Era la voz de su mamá, que venía desde una de las habitaciones de abajo. Clara lo observó detenidamente, mientras descendía uno a uno, los escalones con su valija en la mano.
—Ahí voy, ma.
Al pasar, Joaquín la miró directo a los ojos. Ninguno dijo una sola palabra. Ella caminó detrás de él y juntos, entraron a la biblioteca donde los esperaba la señora.
—Les quiero mostrar algo antes de irse. Anoche se me pasó. —De una caja forrada en terciopelo sacó unos papeles.
—Dale, mamá. Vamos a perder el tren.
—Déjala, Joaco. ¿Qué será?  —Ironizó y se acercó a ver.
—Mira. —extendió unas fotos del muchacho de pequeño. Clara se detuvo unos segundos en cada una. En una en particular tardó un poco más; Joaquín llevaba puesto un vestidito rosa y calzaba, los zapatos de su madre. —Siempre fue mi miedo… ¿sabes?
—¿Qué cosa? —preguntó Clara, sorprendida.
—Yo no lo puedo creer —Joaquín revoleaba los brazos.
—Que sea… ya sabes… gay. —susurró. —Pero ahora que estás vos… —elevó de nuevo el tono y continuó hablando normalmente. —Me siento más tranquila.
Clara abandonó la biblioteca porque de pronto le dieron ganas de vomitar. La bocina del coche, sonó como la campanilla en el ring de boxeo. Se acababa el primer round. Joaquín salió a decirle al chofer que aguardara unos minutos.
—¿Queres ir al baño? Estas pálida. —Le dijo mientras tomaba los bolsos.
—No. Estoy bien.
—¡Volve pronto, nena! —dos besos; uno en cada mejilla. —¡Cuídalo! Es un tesoro invaluable, mi hijo.   
—Sí, claro.
Joaquín la observaba subir, despacio, mareada. Tras un beso en la frente a su madre, subió él también.   

El tren pitó fuerte y se alejó de aquel pueblo, perdido en el tiempo y apartado de la modernidad. Vestigios de una época antigua quedaban detrás. Ninguno habló por largo rato.
—Gracias. —Rompió el silencio Joaquín. —Por no decir nada. Entiendo que no quieras…
Clara contemplaba el campo, el verde, el amarillo, las vacas, los alambrados y a Joaquín, su amigo. Su mejor amigo.

—¿Cuándo volvemos? —preguntó, por fin.