Faltaban quince minutos para
las doce de la noche. Agazapados detrás de unos arbustos, Federico y Leonardo,
esperaban a Pablo y Ezequiel.
—¿A qué hora te
dijo que venían? —le preguntó Federico a un Leonardo atento a las calles, a las
luces y a las sombras.
—Once y media.
—¿y qué hora
es?
—las doce,
casi.
—No van a
venir. ¡Acordate!
Permanecieron unos minutos
más, acuclilladlos y acalambrados. Los nervios de Leonardo crecían cada vez que
un minuto pasaba en su reloj pulsera. Federico tenía ganas de volver a su casa.
No sabía por qué se había encaminado en aquel disparate. Y para colmo, los dos
artífices del plan, no parecían llegar.
El ruido de una bicicleta
destartalada les crispó la piel. Se miraron en lo más profundo de los ojos.
¿Quién podría ser? ¿a esas horas? Si bien la noche estaba clara y hacía
bastante calor, nadie se aventuraría a esa parte del pueblo. Se acomodaron de
tal manera que el recién llegado no los descubriera. Antes, querían estar
seguros de que se trataba de Pablo o Ezequiel. Esperaron atentos, casi sin
respirar a que, desde la esquina, la sombra que emergía desde la oscuridad, se
volviera nítida bajo la luz de calle.
—Es Ezequiel.
—susurró Leonardo, con una sonrisa cortada en los labios.
—No. Eze no
tiene bici. Debe ser Pablo.
—Shhh.
Esperemos.
La silueta se acercaba
lentamente al arbusto. Con el juego de luces y sombras, los lentes de Leonardo
no alcanzaban a distinguir a la persona que se dirigía hacia ellos. Federico no
dudó. Saltó hacia la vereda, dejando su escondite en evidencia y enfrentando al
desconocido.
—¿Fede? —La voz
lo detuvo en seco.
—¿Mari?
Mariana era la novia de
Ezequiel. Hacía poco tiempo que salían, pero, se había convertido en parte de
la banda, sin muchas vueltas.
—Leo… Es Mari.
—Leonardo se acercó, sacudiéndose los pantalones, repleto de pasto.
—¿Y Eze, Mari?
—No sé. Me dijo
que venía para acá con Pablo. ¿No llegaron?
—No. Los
estábamos esperando para entrar. —Comentó Federico mientras tomaba la bicicleta
de Mariana y la apilaba junto a la de ellos.
—¿Quieren
esperar? ¿o entramos?
—Esperemos.
—dijo Leo y Federico lo miró con escepticismo.
—¿No me digas
que te arrepentiste? —Ironizó con ganas, aunque fuese él, quien más quería
partir.
—Nada que ver.
Pero digo… la idea era que entremos todos juntos.
—Ya fue. Vamos.
No creo que vengan, ya.
—Quizás a Pablo
no lo dejaron salir y se quedaron. Yo opino como Fede. Entremos. —Resolvió
Mariana, sin darle importancia a la cara de pánico de Leo.
Federico y Mariana avanzaron
hasta la reja oxidada que los separaba de la tan famosa casa “embrujada”. Leo
no se había movido de su lugar.
—¡Leo! Dale. No
seas cagón. Vamos.
—Vayan. yo me
quedo a esperar a los chicos. Cuando lleguen, entro con ellos.
Mariana ya había empujado la
puerta y avanzaba con sigilo. Federico no la quería perder de vista.
Definitivamente no quería ir solo.
—Mari…—susurró.
—Estoy acá.
—Fede caminó lentamente sorteando basura, latas de aluminio, maderas.
—¿Trajiste linterna?
—¡Uy! ¡Qué
pelotudo! Me la olvidé.
—Bueno… Ya fue.
Usemos la mía. Pero, no te separes. Quien sabe lo que encontremos ahí adentro.
—bromeó.
Entraron a la casa con la luz
de la linterna de Mariana como guía. Federico caminaba a su lado tratando de
que sus pasos, disimularan el sonido de sus dientes que rechinaban sin cesar.
Caminaron hacia la ventana y de allí, vieron cómo Leo tomaba su bicicleta y
abandonaba el lugar. Mariana soltó una carcajada tal, que hizo temblar los
cimientos de la casa.
—¡Shh! No hagas
ruido. —la codeó Federico.
—No pasa nada.
Relajate. O voy a pensar que estás como Leo…
—¡No! Nada que
ver. Vamos. Sigamos.
Después de inspeccionar la cocina,
avanzaron hacia el living. Unos cuantos muebles destruidos, unos sillones
viejos. Investigaron el interior de los cajones de un mueble donde encontraron
papeles mordidos por las ratas y muchas fotos antiguas.
—¿Sabes la
historia de esta casa? —Le preguntó Mariana a Federico mientras subían con
cuidado las escaleras, camino a las habitaciones de arriba.
—Sí. Que vivió
una señora… que supuestamente era bruja.
—Sí. Pero hay
más.
—No me
interesa.
—Se dice que la
señora no era la bruja. —comenzó, sin prestarle atención al comentario de su
amigo. —sino que en realidad era su hija… que estaba poseída por el demonio.
—Estás contando
la historia del exorcista, Mariana. ¡Dejate de joder!
—Y dicen,
también, que la madre… cuando no pudo contenerla más... La encerró en su
habitación y allí la dejó hasta morir.
A pesar de que tratara de que
los comentarios de Mariana no lo asustaran, Federico temblaba como una hoja.
Ella, en cambio, seguía dando detalles—que las paredes de la habitación estaban
todas arañadas. Que una vez muerta, la nena había vuelto a asesinar a su madre,
por venganza…— y seguía avanzando a través de la casa.
Cuando salían de una de las
habitaciones, oyeron un ruido extraño en planta baja. Los dos permanecieron
quietos a la espera.
—Deben ser los
chicos. —agregó Mariana y se precipitó escaleras abajo, linterna en mano y
dejando a Federico solo en el pasillo, sin más compañía que la oscuridad.
—¡Mari!
Esperame. —los primeros cuatro pasos los dio rápidamente. Luego, el miedo lo
tomó por los tobillos y ralentizó sus pies. Bajó lentamente, con el corazón
galopando entre sus costillas. No veía la luz de la linterna y eso lo aterraba
aún más. —Mari… Mari…
Llegó a los pies de la
escalera, giró la cabeza hacia ambos lados y no distinguió nada. Se dijo que ya
no estaba para juegos y decidió salir. Volver a casa. Una mano lo tomó por el
hombro cuando cruzaba el umbral de la puerta. Dio tal respingo que hasta las
maderas del piso chillaron. Mariana no aguantó y soltó otra carcajada antes de
que pudiera asustarlo con una máscara que había traído escondida.
—¡Sos una
pelotuda! Me voy.
—No… Para,
Fede. No te vayas. Nos falta la habitación de la nena.
Le costó convencerlo. Al cabo
de unos minutos y tras varios comentarios alegando su falta de coraje,
retomaron el recorrido. Subieron sin rodeos y se dirigieron directo a la última
habitación. Como la puerta estaba trabada, tuvieron que empujarla entre los
dos, para abrirla. Con el envión, Mariana terminó desparramada en el piso.
Federico la ayudó a ponerse de pie y tanteó el piso en busca de la linterna que
habían perdido con la caída.
—La puta madre…
—¿La
encontraste?
—No.
Las manos de Federico que, arrodillado,
avanzaba hacia el centro de la habitación, tocaban a ciegas las maderas
empolvadas del suelo. Avanzaron hasta que sus dedos rozaron una superficie
distinta a la que venía palpando. Otra vez la piel se le erizó. Pero esta vez,
el grito se le atoró en la garganta.
—Fede… ¿La
encontraste? —Repetía Mariana, sin cesar. Un silencio extraño los rodeaba.
Mariana avanzó en puntas de pie hacia la dirección que creía que Federico había
recorrido. De repente la luz de una linterna iluminó un sector. Allí, parada en
una esquina, una niña de bucles ondulados y vestido rosa, la miraba con rareza.
A sus pies, Federico retrocedía con la cola pegada al suelo.
Los gritos y las corridas se
sucedieron tan rápido que no hubo tiempo. Federico y Mariana saltaron la reja
oxidada y corrieron por la calle vacía, olvidando sus bicicletas. No pararon
sino hasta llegar al pueblo. Cada uno volvió a su casa, con el corazón
saliéndoseles del pecho.
Ezequiel, linterna en mano y
Pablo, detrás de él, se descostillaban en la ya abandonada habitación.
—¿les viste las
caras? —preguntó Pablo sin poder parar de reír.
—Se cagaron en
las patas.
—Sí. Que buena
idea tuviste…
—Gracias,
Sabri… —Exclamó Ezequiel, acercándose a su prima, que, voluntariamente había
querido participar de la broma que venían planeando desde hacía semanas.
Los tres caminaron hasta la
salida haciendo chistes y riéndose de los burlados.
—Mañana,
Mariana te mata. —Comentó Pablo, entre sonrisas.
—¿Por? ¿Quién
le va a contar?
Recorrieron el patio trasero
con la olvidada linterna y dieron con sus bicicletas atadas a un árbol.
—Ay… que risa.
Debimos haber traído la cámara.
—Sí…
Mientras Ezequiel guardaba
las cosas, Sabrina se acomodaba la despeinada cabellera y Pablo intentaba abrir
el candado de su cadena, un sonido particular los alertó. Miraron hacia ambos
lados y no hallaron más que las sombras que hacían las copas de los árboles.
Cada uno volvió a sus tareas. Pero… otra vez, el mismo sonido.
—¿Qué mier…?
—Pablo levantó la vista y desde la ventana de una de las habitaciones, vio un
par de ojos rojos que los observaban. —Chi…chic…chicos… —tartamudeaba.
—¿Qué?
—Ezequiel y Sabrina siguieron la línea del brazo de Pablo y se encontraron con
la mirada endemoniada.
A pesar de que nadie le creyó
a Leonardo cuando respondió que no, que no había sido él, ni Ezequiel, ni
Pablo, ni Mariana, ni Federico o Sabrina, regresaron jamás a la casa embrujada.
Aun hoy, siguen ahí, sus bicicletas abandonadas.