miércoles, 28 de octubre de 2015

Las agujas del reloj



Créeme cuando te digo que se esperan y desesperan. Lo sé. A mí nadie me puede decir lo contrario. No importa cuántas veces las vea durante el día o la noche oscura, sé que se buscan y se miran.
Una de ellas camina delante de la otra, pasa a su lado y le guiña el ojo. No puedo decir cual es hombre y cual mujer. O quizás, sean LOS, o LAS. Eso es algo que no sé. Como siempre las nombramos de manera femenina, quedémonos con eso. Tratándolas de ellas. No quiero complicarlos más.
Al principio creí que eran madre e hija. Después presté más atención y noté los roces suspicaces y las miradas cómplices. Las esperas y las tardanzas. Las vueltas repetidas. Una y otra vez. Y otra y otra vez. La cosa es que es tan corto el momento en el que se encuentran, que no creo que desperdicien un segundo, sin decirse lo que sienten.
Una noche silenciosa de verano, esas que bañados en repelente esperamos a que refresque, entré a la cocina a buscar agua y las oí por primera vez. Su voz se entremezclaba con el sonidito constante del segundero, pero pude advertir las vocecitas dentro del reloj floreado. Me quedé oyendo lo que decían, pero desafortunadamente sólo llegué a oír ciertas expresiones. ¿Cuáles? Bueno… Digamos que ahí fue cuando me di cuenta que no eran madre e hija sino algo más.  Un te quiero, un te extraño y un volvé pronto. Si, ya sé que una madre le podría decir tranquilamente eso a un hijo, pero créeme cuando te digo que esa voz aunque suavecita y aguda, estaba cargada de pasión y desesperación. Esa desesperación descontrolada que solo te causa un amor. El amor.
Aunque me moría de ganas de volver a oírlas, no lo hacían durante el día. Noté que cuando se cruzan casi no se hablan. Como ya les dije es muy corto el tiempo. Pero a las doce de la noche, a oscuras y a solas, se descontrolan. Hablan por demás. ¿Qué si a las doce del medio día no lo hacen? Bueno, déjame decirte que unas cuantas veces estuve en casa esperando oírlas, pero nada. Sólo advertí las miradas taciturnas de aquellos que se aman en la penumbra. Tal vez se marean. Tal vez el tercero en discordia sea el segundero, o no. No lo sé. Solo sé que de día, solo se rozan una vez por hora, y se aguardan. Se miran, se desean y se extrañan.  
¿Qué sí he oído a otras manecillas hablar? Pues claro. ¿Qué creías? ¿Qué me baso solamente en el reloj floreado de mi casa? No. Primero probé con las del único reloj pulsera que funciona. Nada. Absolutamente nada. Me decepcioné mucho. Pero creo que se debe a lo pequeñas que son. Un amigo me recomendó utilizar un amplificador de sonido, pero aún no he hecho la prueba. En cambio, las del reloj de mi antigua casa, donde aún viven mis padres, hablan aún más que las mías. ¡Puf! Esas no tienen vergüenza. Se aman a plena luz del día. Ese instante en el que se cruzan… desastres. Hacen desastres. Mi mamá me contó una vez que el reloj estuvo parado a las seis y media por tres días. Luego siguió funcionando solo. No quiero ni pensar lo que habrán hecho. Aunque si  quisiera, creo que no podría imaginarlo. ¿Y vos? Lo sé. Es difícil procesar lo que te digo.
Las de mi amigo Fernando son otra historia. No se aman, se odian. Una noche me quedé con él, como testigo, para que oyera conmigo. Sí. Efectivamente. Esas dos no se soportan. Era un griterío cuando pasaban una junto a la otra que hasta nos dio ganas de quitarle las pilas a ese reloj chino. No creo que tenga nada que ver que sea un reloj chino, pero Fernando comentó aquello y me hizo dudar. Y no, no hablaban en chino. En español y bien clarito se puteaban de arriba abajo. Creo que el único que se salvaba ahí era nuestro querido segundero. Callado, pasaba sin ser percibido quizás por vergüenza ajena o por extrapolarse de los líos que armaban las otras dos. Terrible. Creo que si hubiese podido apurar su paso para que el instante de encuentro pase más rápido, lo hubiese hecho. Pobre. Me dio pena.
Y de eso mismo modo inquisitivo y preguntón, me fui metiendo en la casa de mis vecinos, de mis amigos, de mis familiares, de mis compañeros de trabajo. Las escuché dulces y melosas, nacionales y extranjeras, locas y cuerdas. Imagínense que no debe ser nada fácil dar vueltas alrededor de ese círculo perfecto que las aplasta y las comprime. Admiré su postura y su amor incondicional.
Si. Si y sí. Es difícil enterarse de cosas tan extrañas como la relación amorosa de las manecillas del reloj. Supongo que otras cosas, y cuando digo cosas me refiero al termino literal, también lo harán. Por lo menos, así lo creo yo. De la misma manera que lo hacen vos y ella, o yo y mi mujer. Ellas también tienen todo el derecho de amarse una vez por hora. ¿O no?
Desde entonces, me la paso en silencio, tratando de oír lo que me ha sido imperceptible antes. Lo que siempre estuvo delante de mis ojos, y nunca supe ver.  Es decir, de ver el amor en cada cosa que se me cruza en la camino.
¿Qué hora es? ¿Casi las doce? Te dejo. Me están esperando.

Duerme Buenos Aires.

"La virtud del texto está en los diálogos, en la verosimilitud de ellos, pues son repetitivos y a veces ni siquiera se escuchan entre sí los personajes. Buena reflexión final antecedida  de un título convincente. En conjunto, bien elaborado. Adelante. " Ricardo Tejerina. 



Buenos Aires dormía y yo estaba más despierto que nunca.
El picaporte giró y tus pasos huecos y silenciosos, recorrieron el comedor. Te vi pasar en puntas de pie, tratando de hacer el menor ruido posible. Sabía de donde venías. Lo sé desde hace tiempo.
Estaba esperando tu reacción, al no encontrarme dormido en la cama. Esa cama que compartimos por tantos años. Escuché el agua correr, y supuse que estabas lavándote los dientes. Siempre lo haces antes de acostarte. Esperé. No tardaste mucho en aparecer por el living y encontrarme sentado en el silloncito, junto a la ventana.
—¿Qué haces ahí, Ricardo? —me preguntaste sorprendida, con los ojos bien abiertos.
—Te estaba esperando.
—¿Para? Vamos a dormir. Estoy muerta.
Como viste que no te seguí, te volviste enseguida. Me miraste detenidamente, de arriba abajo y descubriste la botella sobre la mesa.
—Estuviste tomando. Con razón. ¡Dale! Vamos a la cama. Mañana me tengo que levantar tempranísimo.
—Andá a dormir. Yo me quedo acá. Esperándote.
—¿Esperándome? Acá estoy, Ricardo. —Como no te respondí, agregaste; —Estás borracho.
No lo estaba. La realidad era que casi no había probado el licor. Preferí mantenerme lúcido y atento para enfrentarte. Creo que no fue una buena idea. Tengo tanto que decir, que no sé por dónde empezar. Tal vez, hubiera sido mejor, estar un poco “entonado”.
—¿Qué mirás?
—A vos.
—¿Qué tengo?
—No sé.
—No sé qué querés decir. No te entiendo, Ricardo. ¿Venís a la cama?
Hiciste el segundo intento, pero al verme decidido a permanecer allí, te acercaste a la perilla, y prendiste la luz. No sé qué fue lo que viste, pero tus ojos desorbitados, parecían salírsete de las cuencas. Te apoyaste en la pared para no caerte. De un segundo a otro, empalideciste y tu piel brillante, se volvió opaca y lánguida. Tuviste que sentarte.
—¿Que hacés con eso en la mano?—Esgrimiste. Como si no supieras lo que pensaba hacer.
—¿Con qué? ¿Con esto? —Y te apunté.
Jamás te vi tan asustada, ni tan quieta. Te habías quedado congelada y tus ojos casi ni parpadeaban. Tus manos temblaban involuntariamente. Me di cuenta porque tratabas de ocultar su movimiento, ubicándolas debajo de tus piernas. Hasta creo que podía escuchar el latido de tu corazón. Un sonido fresco, que retumbaba en toda la habitación. Buenos Aires dormía y vos y yo, estábamos más despiertos que nunca.
—¿Desde cuándo? —Fueron tus primeras palabras, después de un escrutinio concienzudo al entorno hostil que me rodeaba.
—Bastante.
—Hablemos.
¿Qué creías? Que con un simple “hablemos”, íbamos a solucionar los problemas que nos aquejan desde hace tanto tiempo. Problemas que suspendimos en el aire, como dándoles pausa, para seguir con nuestra rutina monótona y ficticia. Un “hablemos” no borraba la vergüenza, el desconsuelo y el dolor. Ya no hacía falta hablar, porque todo lo habías dicho con hechos, con movimientos, con llegadas tardes, con madrugadas de zapatos en la mano,  y excusas baratas. Sin decir una palabra, me habías dejado todo bien en claro.
—Por favor Ricardo. No hace falta que…—te largaste a llorar como una nena. ¿Cuántas veces te permitiste ese regalo, el de mostrarme tus verdaderos sentimientos? Pocas. Las justas y necesarias. 
—¿No hace falta que qué?
—Que lleguemos a esto. Yo te puedo explicar.
Aunque confieso que tenía ganas de oír tus razones, me insté a recordar todas esas noches que te esperé con la cena lista, y una rosa sobre la mesa. Tu favorita. Las veces que te fui a buscar al trabajo, para sorprenderte, y ya te habías ido. Traté de pensar en las llamadas que me propinabas, diciéndome que te tenías que quedar sí o sí. No. No necesito que me expliques nada.
Me viste moverme, y te tapaste los ojos, como si te diera repugnancia verme, o al menos, eso sentí. Verte ahí, embullada en ese enorme sillón, que te tragaba y te comía, me dio pena. Pero, no me diste pena vos, sino yo. Yo me di pena. Como si de un momento a otro, todo volviera a su lugar, caí en la cuenta que nada de lo que estaba pasándonos, valía la pena ser vivido.
Hace unas horas, pensaba matarte y matarme yo. Terminar con tanta amargura. Ahora que te veo detenidamente, no vale la pena. No vale la pena morir por vos.
Buenos Aires dormía y yo estaba más despierto que nunca. 

lunes, 26 de octubre de 2015

Historia de parejas IV. ¿Dónde? No lo encuentro.



—Leo…—No la oyó.—Leo… —Tampoco lo hizo. Por eso, revoleó el repasador y caminó apresurada al living. —¡Leo!
—¿Qué?
—¿No vas al lavadero, y me traes el mantel que dejé sobre el secarropas? Quiero poner ese y…
—¿Qué cosa?
—El mantel, Leo. Sobre el secarropas. —él la miraba sin entender lo que sus labios decían. —¡En el lavadero!
—Ahí voy.
—¡Dale, Leo! Estoy preparando la cena para tu hermana y no doy abasto. Alcanzáme el mantel. — No se movió. Seguía atento a las repeticiones del último partido de Racing. — ¡Ahora! —Elevó la voz y por fin se levantó.
Noelia se hizo a un lado y lo vio dirigirse a la cocina. Más exactamente, al cajón donde suelen guardarse los manteles y repasadores.
—¡Al lavadero, Leo!—vociferó.
Ella se acercó a la mesada y estaba dispuesta a seguir preparando la cena cuando la voz de su marido le llegó como un de javu, unos segundos antes que hablará. Por eso, le respondió casi al mismo tiempo que hizo la pregunta.  
—¿Dónde?
—Sobre el secarropas, Leo. ¿Sabes lo que es un secarropa, no? — Le gritó desde la cocina.
—Sí. Pero no lo veo. ¿Segura que está acá?
Noelia se mordió los labios. Suspiró y antes de salir y dirigirse al lavadero, le dio una oportunidad más.
            —Sí. Estoy segura. Lo dejé ahí para que se seque. Fijate si no lo apoyé en…. No. Tiene que estar ahí.
Podía oírlo repetir. “Sobre el secarropa. Sobre el secarropa.” Y luego la frase culminante. La que le da el fin a todas y a cada una de las situaciones en las que a Leo se le pide buscar algo en algún lado.
            —Noe. No lo encuentro. No debe estar acá. Seguramente lo…
            —Sí. Está ahí. Fijate bien.
            —¿De qué color es?
            —Blanco, Leo. El único que tenemos.
            —En el secarropa… Blanco… ¡No! Acá no est…—No alcanzó a terminar la frase, que Noelia ya lo miraba con ojos de rabia desde la puerta del lavadero. Parecía haberse tele trasportado.
            —¿Qué?—levantó un hombro para no darle importancia a la actitud impaciente de su mujer. La desafió. — No está. Vení, mirá vos.
            —Leo…—él la observó con ojos sorprendidos. Como quien contempla la calma, antes de la tempestad. —  ¿Qué es eso blanco que esta sobre el secarropa?
            —¿Qué cosa? —Levantó el mantel y se lo mostró— ¿Esto?
            —Sí.
            —¡Ahhh! No lo había visto.

viernes, 23 de octubre de 2015

Santa



“El suplicio de un papel lo ha convertido en fugitivo.
Y no es de aquí porque su nombre no aparece en los archivos, ni es de allá porque se fue.” (Mojado. Ricardo Arjona) 

En algún lugar de Estados Unidos, de Puerto Rico, de Grecia, de República Dominicana. En algún lugar, donde siempre podemos encontrar a quien esté dispuesto a ayudar. 

1
Lo despabiló el pinchazo en el costado izquierdo. Por un segundo, creyó que como siempre, los resortes de su cama destartalada, lo habían vuelto a pinchar. No tardó mucho en darse cuenta que el dolor se debía a otra cosa.
El color blanco de una pared humedecida, fue lo primero que vio cuando sus ojos remolones, decidieron enfocar. No recordaba cómo había llegado a esa habitación. Ni se daba cuenta, si en realidad lo era o no. O era todo producto de un mal sueño o un espejismo. Trató de enumerar sus últimos recuerdos, ponerles color y situación. Ponerles nombre y fecha. Hizo un primer intento, pero el dolor en la costilla y un fuerte mareo, lo alejaron de ellos y lo abandonaron en el vacío. Lo dejaron solo, con el sonido de las olas de fondo,  en aquel lugar que no reconocía.
—Buenos días. —una voz ronca y tímida le hablaba desde un rincón de la pieza.
La cama en la que yacía crujió, y el cuerpo dio un respingo cuando quiso incorporarse. Lo siguiente fue una mano que lo empujaba hacia atrás y lo devolvía a la misma posición cómoda, en la que se encontraba.
—No, hombre. Quédese ahí. Quietito. Se le va a abrir la herida. —La misma voz. Solo que un poco más cerca.
Le hizo caso porque cómo estaba, no podía hacer otra cosa. No hizo falta volver a intentarlo para darse cuenta que estaba mal herido.  Se durmió profundamente, unos minutos después. 

2
Parpadeó. Las mismas huellas de humedad, pero esta vez acompañadas por un leve aroma que su olfato no reconocía y que empapaba el ambiente. No le molestó. Lentamente, acarició su lado izquierdo con la  mano móvil que se movía curiosa a través de su piel. Sintió lo áspero de la gasa y se estremeció al notar el calor que emanaba de la zona. Ese calor, contrastaba con el frio de sus extremidades.
Se movió, como pudo, y se destapó. Respiró aliviado cuando divisó sus piernas enteras, sin ningún rasguño aparente. Pero aún así, no se movieron. Sin importar cuánto se esforzara, sus piernas no le respondían. Dolorido y agarrándose de los caños oxidados de la cama, se tiró al piso. Desde esa posición pudo notar mas detalles de la habitación. Un espejito sobre una pequeña mesita con ropa y con un frasco con medicina. Un vaso de agua completaba el paisaje. Descalzo y apretándose el costado, se arrastró hasta el espejo y lo atrajo hacia él. Se sintió obnubilado por el reflejo.
Sin embargo, lo que vio, no hizo más que prolongar el dolor que sentía su cuerpo y que ahora se trasladaba a su alma. Porque allí, frente a sí mismo, recordó lo que no quiso y hubiese preferido olvidar.
Recordó la barca, la gente, el dolor, la angustia y la desazón. Recordó la impotencia, el desarraigo y los ojos de su mujer despidiéndose de él, en aquel puerto lejano. Recordó la tormenta y los gritos de los niños.
Hincó los dedos sobre la gasa, hasta que se tiñeron de rosa. Rechinaron sus dientes y sintió en todo el cuerpo, el frio del agua helada, golpeándole cada músculo. La sal se le hizo carne en la boca.
—Por fin despertó. —Reconoció esa voz. Giró sobre sí y se encontró con un hombre que lo observaba desde las alturas. ¿Acaso no pensaba ayudarlo?
Su cara le hacía pensar en Santa Claus. No tanto por la barba blanca que le cubría la piel dorada por el sol, sino por la mirada benévola y apacible. Hasta se lo imaginó con las manos repletas de regalos. Se desconcertó por unos segundos, pero luego volvió en sí. Volvió a verse tirado en el suelo, en esa habitación húmeda de paredes blancas y con aroma delicioso.
Se observaron ambos. Hasta que por fin el hombre sonrió sobre sus hombros y se acercó a él con un paso lento, pero seguro. Intentó levantarlo. Él lo rechazó sin hablar. Todavía no sabía porque no había roto en un grito. Un grito que lo liberara de tanta angustia y dolor. Aunque el grito lo desgarrara por dentro, su boca no esbozó ni un solo sonido.
—No tenga miedo, hombre.  Acá estamos tranquilos. ¿Se siente bien? ¿Recuerda su nombre?
No hubo respuesta. Una lágrima deslizándose por la mejilla derecha habló por sí misma y por él.
—No se preocupe. Entiendo. Cuando esté más tranquilo y seguro… me busca en el muelle. Ese que está allí. —Señaló a través de la ventana y salió.
¿Cómo pensaba que iba llegar hasta allí? La rabia se deslizó esta vez,  pero por la mejilla izquierda.

3
“Una barca naufragó el pasado… “ “Dos de los sobrevivientes han sido deportados a…”
No continuó leyendo. No había sido buena idea recibir el periódico. No hacía más que recordarle su circunstancia y su destino fatal. Sus piernas seguían estáticas. Las visitas de Santa eran continuas. Lo obligaba a tomarse la medicina, le hablaba del mar, de sus peces y de Carmen.
Carmen era quien perfumaba la habitación y los alrededores con menta, con miel, y con mil aromas distintos. Ella le traía la comida, el periódico y algunos libros que, por desgracia,  ya había leído.
—Usted sí que es callado. ¿No me va a contar de donde viene?—El silencio rodeaba sus sentimientos y los ahogaba una y otra vez en ese mar en el que había naufragado. En ese mar que se había llevado en cada ola, su sueño. Su sueño de progresar, de cambiar, de crecer. Un mar que lo devolvió a la costa, invalido.  
La mañana en que “Santa” le narró los acontecimientos que lo llevaron a pescar  durante aquella noche fatal, y de cómo lo encontró, le paralizaron el corazón. Lo llenaron de sentimientos dispares. Pasaba de la felicidad de verse a salvo en tierra firme, a amargarse por la soledad, la desesperación y la agonía de verse tan lejos. Pero aunque sus sentimientos lo mareaban y lo agotaban, la única constante que permanecía inmutable era el hecho de estar vivo en el cuerpo pero muerto en el corazón.
En un momento entendió porque Carmen le seguía trayendo los periódicos, pese a su negativa. Claro. Ella quería que él la suerte con la que había corrido. La suerte de haberse topado con “La Paloma”, el barco de Santa y no con el de la guardia costera. La suerte que había tenido de dejar sus piernas en el mar, por nadar un poco más allá.   

4
Santa y Carmen le trajeron un regalo. Una vieja silla de ruedas que consiguieron en el siguiente pueblo y que a modo de préstamo, canjearon por un cajón repleto de peces a entregar mes a mes. Volvió a ver el azul del mar. Volvió a llorar de la misma manera que había llorado tendido en el piso. Añoró más que nunca haberse quedado en su país, en su lugar, con su mujer.