Créeme cuando te digo que se
esperan y desesperan. Lo sé. A mí nadie me puede decir lo contrario. No importa
cuántas veces las vea durante el día o la noche oscura, sé que se buscan y se
miran.
Una de ellas camina delante de la
otra, pasa a su lado y le guiña el ojo. No puedo decir cual es hombre y cual
mujer. O quizás, sean LOS, o LAS. Eso es algo que no sé. Como siempre las
nombramos de manera femenina, quedémonos con eso. Tratándolas de ellas. No
quiero complicarlos más.
Al principio creí que eran madre
e hija. Después presté más atención y noté los roces suspicaces y las miradas
cómplices. Las esperas y las tardanzas. Las vueltas repetidas. Una y otra vez.
Y otra y otra vez. La cosa es que es tan corto el momento en el que se encuentran,
que no creo que desperdicien un segundo, sin decirse lo que sienten.
Una noche silenciosa de verano,
esas que bañados en repelente esperamos a que refresque, entré a la cocina a
buscar agua y las oí por primera vez. Su voz se entremezclaba con el sonidito
constante del segundero, pero pude advertir las vocecitas dentro del reloj floreado.
Me quedé oyendo lo que decían, pero desafortunadamente sólo llegué a oír
ciertas expresiones. ¿Cuáles? Bueno… Digamos que ahí fue cuando me di cuenta
que no eran madre e hija sino algo más.
Un te quiero, un te extraño y un volvé pronto. Si, ya sé que una madre
le podría decir tranquilamente eso a un hijo, pero créeme cuando te digo que
esa voz aunque suavecita y aguda, estaba cargada de pasión y desesperación. Esa
desesperación descontrolada que solo te causa un amor. El amor.
Aunque me moría de ganas de
volver a oírlas, no lo hacían durante el día. Noté que cuando se cruzan casi no
se hablan. Como ya les dije es muy corto el tiempo. Pero a las doce de la
noche, a oscuras y a solas, se descontrolan. Hablan por demás. ¿Qué si a las
doce del medio día no lo hacen? Bueno, déjame decirte que unas cuantas veces
estuve en casa esperando oírlas, pero nada. Sólo advertí las miradas taciturnas
de aquellos que se aman en la penumbra. Tal vez se marean. Tal vez el tercero
en discordia sea el segundero, o no. No lo sé. Solo sé que de día, solo se
rozan una vez por hora, y se aguardan. Se miran, se desean y se extrañan.
¿Qué sí he oído a otras
manecillas hablar? Pues claro. ¿Qué creías? ¿Qué me baso solamente en el reloj
floreado de mi casa? No. Primero probé con las del único reloj pulsera que
funciona. Nada. Absolutamente nada. Me decepcioné mucho. Pero creo que se debe
a lo pequeñas que son. Un amigo me recomendó utilizar un amplificador de
sonido, pero aún no he hecho la prueba. En cambio, las del reloj de mi antigua
casa, donde aún viven mis padres, hablan aún más que las mías. ¡Puf! Esas no
tienen vergüenza. Se aman a plena luz del día. Ese instante en el que se
cruzan… desastres. Hacen desastres. Mi mamá me contó una vez que el reloj
estuvo parado a las seis y media por tres días. Luego siguió funcionando solo.
No quiero ni pensar lo que habrán hecho. Aunque si quisiera, creo que no podría imaginarlo. ¿Y
vos? Lo sé. Es difícil procesar lo que te digo.
Las de mi amigo Fernando son otra
historia. No se aman, se odian. Una noche me quedé con él, como testigo, para
que oyera conmigo. Sí. Efectivamente. Esas dos no se soportan. Era un griterío
cuando pasaban una junto a la otra que hasta nos dio ganas de quitarle las
pilas a ese reloj chino. No creo que tenga nada que ver que sea un reloj chino,
pero Fernando comentó aquello y me hizo dudar. Y no, no hablaban en chino. En
español y bien clarito se puteaban de arriba abajo. Creo que el único que se
salvaba ahí era nuestro querido segundero. Callado, pasaba sin ser percibido
quizás por vergüenza ajena o por extrapolarse de los líos que armaban las otras
dos. Terrible. Creo que si hubiese podido apurar su paso para que el instante
de encuentro pase más rápido, lo hubiese hecho. Pobre. Me dio pena.
Y de eso mismo modo inquisitivo y
preguntón, me fui metiendo en la casa de mis vecinos, de mis amigos, de mis
familiares, de mis compañeros de trabajo. Las escuché dulces y melosas, nacionales
y extranjeras, locas y cuerdas. Imagínense que no debe ser nada fácil dar
vueltas alrededor de ese círculo perfecto que las aplasta y las comprime.
Admiré su postura y su amor incondicional.
Si. Si y sí. Es difícil enterarse
de cosas tan extrañas como la relación amorosa de las manecillas del reloj.
Supongo que otras cosas, y cuando digo cosas me refiero al termino literal,
también lo harán. Por lo menos, así lo creo yo. De la misma manera que lo hacen
vos y ella, o yo y mi mujer. Ellas también tienen todo el derecho de amarse una
vez por hora. ¿O no?
Desde entonces, me la paso en
silencio, tratando de oír lo que me ha sido imperceptible antes. Lo que siempre
estuvo delante de mis ojos, y nunca supe ver. Es decir, de ver el amor en cada cosa que se
me cruza en la camino.
¿Qué hora es? ¿Casi las doce? Te
dejo. Me están esperando.