Juan Carlos
guarda su miembro aún erecto y gira sobre su cama, saboreando un cigarrillo,
sin prestarle atención al llanto de su hermana.
Juan Carlos
lee la sección deportiva del diario todos los días mientras su hermana y su
sobrina desayunan. Nadie dice nada. Quizás alguna radio mal sintonizada
acompaña el silencio del cuartucho que tienen como hogar. Un sorbida de mate,
una cuchara golpeando la taza, las hojas del diario acomodándose en las manos
del hombre.
Juan Carlos
ya no lee. Ahora mira a las mujeres de la casa con un interés particular. Su
hermana, aprieta los ojos contra la mesa para no mirarlo y su sobrina, aún en
la fantasía de la infancia, no llega a comprender lo que ha ocurrido la noche
anterior. El guardapolvo blanco y la sonrisa que adorna su cara, dan cuenta de
aquello.
La mujer se
levanta con las tazas en la mano y tiembla. Tiembla como lo ha hecho toda la
noche. Apoya las cosas y en susurros le dice a su hija que es hora de partir.
Juan Carlos no la deja pasar si no le da un beso y un abrazo. La niña hace caso
sin prestarle atención a los labios hinchados de su madre y al cuchillo que
acaba de tantear. El hombre la suelta y le guiña un ojo, a quien sigue sus movimientos
con atención.
—Nos vemos en un rato, hermosa.
—La mujer no sabe a cuál de las dos se dirige.
Prácticamente,
corre por los pasillos de la villa, hasta la avenida donde la mirada de los
vecinos la cobijan. Llegan a la escuela, se despiden y cada una parte hacia un
lado distinto. La niña se regocija en el abrazo de su maestra, la mujer no
regresa por donde vino.
Juan Carlos
camina por las calles atestadas, buscándolas. Hace dos días que no regresan a
la casa. No hay comida, no hay ropa limpia y no hay sonrisas de niña por las
mañanas. Visita la escuela, habla con los vecinos. Nadie sabe qué ocurrió con
su hermana y su sobrina.
Las noches
se le hacen eternas e intenta calmar a la fiera que lleva dentro con alcohol,
con mariguana, o con algo más fuerte. Intenta. De madrugada, suele deambular
por la avenida en busca de alguna otra que alivie la desesperación de su carne.
Pero él no quiere otras, él las quiere a ellas.
Un
patrullero se estaciona en la esquina de la avenida y dos policías caminan por
el pasillo hasta llegar a la casa de Juan Carlos. Golpean la puerta. El hombre,
no enfoca bien la vista porque las drogas no se lo permiten. Las botellas
vacías en el piso y el hedor invitan a los policías a entrar. Pasa el primero
pasa el segundo, y atrás viene ella.
—Vengo a buscar mis cosas, Juan Carlos.
Juan Carlos
trata, en vano, de despabilarse y preguntarle dónde se había metido y dónde
estaba la nena. Los policías hacen de valla, e impiden que se acerque a
hablarle, a convencerla.
—Vaya, señorita. Busque sus
cosas.
La mujer
camina hasta el mueble húmedo y roído que hace de divisor entre la habitación y
la cocina. Mete sus cosas y las de su hija en una bolsa y sale de la casa sin
mirarlo siquiera. Juan Carlos grita, maldice y revolea vasos, platos, tazas.
Unos minutos después, queda solo rodeado de vidrios rotos.
Juan Carlos
sabe lo que tiene que hacer. Le llevará meses, quizás años. Juan Carlos las va
a encontrar y las va a matar.
NI UNA MENOS. VIVAS, NOS QUEREMOS.