viernes, 25 de noviembre de 2016

El cuartucho.



Juan Carlos guarda su miembro aún erecto y gira sobre su cama, saboreando un cigarrillo, sin prestarle atención al llanto de su hermana.
Juan Carlos lee la sección deportiva del diario todos los días mientras su hermana y su sobrina desayunan. Nadie dice nada. Quizás alguna radio mal sintonizada acompaña el silencio del cuartucho que tienen como hogar. Un sorbida de mate, una cuchara golpeando la taza, las hojas del diario acomodándose en las manos del hombre.
Juan Carlos ya no lee. Ahora mira a las mujeres de la casa con un interés particular. Su hermana, aprieta los ojos contra la mesa para no mirarlo y su sobrina, aún en la fantasía de la infancia, no llega a comprender lo que ha ocurrido la noche anterior. El guardapolvo blanco y la sonrisa que adorna su cara, dan cuenta de aquello.
La mujer se levanta con las tazas en la mano y tiembla. Tiembla como lo ha hecho toda la noche. Apoya las cosas y en susurros le dice a su hija que es hora de partir. Juan Carlos no la deja pasar si no le da un beso y un abrazo. La niña hace caso sin prestarle atención a los labios hinchados de su madre y al cuchillo que acaba de tantear. El hombre la suelta y le guiña un ojo, a quien sigue sus movimientos con atención.
                —Nos vemos en un rato, hermosa. —La mujer no sabe a cuál de las dos se dirige.
Prácticamente, corre por los pasillos de la villa, hasta la avenida donde la mirada de los vecinos la cobijan. Llegan a la escuela, se despiden y cada una parte hacia un lado distinto. La niña se regocija en el abrazo de su maestra, la mujer no regresa por donde vino.
Juan Carlos camina por las calles atestadas, buscándolas. Hace dos días que no regresan a la casa. No hay comida, no hay ropa limpia y no hay sonrisas de niña por las mañanas. Visita la escuela, habla con los vecinos. Nadie sabe qué ocurrió con su hermana y su sobrina.
Las noches se le hacen eternas e intenta calmar a la fiera que lleva dentro con alcohol, con mariguana, o con algo más fuerte. Intenta. De madrugada, suele deambular por la avenida en busca de alguna otra que alivie la desesperación de su carne. Pero él no quiere otras, él las quiere a ellas.
Un patrullero se estaciona en la esquina de la avenida y dos policías caminan por el pasillo hasta llegar a la casa de Juan Carlos. Golpean la puerta. El hombre, no enfoca bien la vista porque las drogas no se lo permiten. Las botellas vacías en el piso y el hedor invitan a los policías a entrar. Pasa el primero pasa el segundo, y atrás viene ella.
                 —Vengo a buscar mis cosas, Juan Carlos.
Juan Carlos trata, en vano, de despabilarse y preguntarle dónde se había metido y dónde estaba la nena. Los policías hacen de valla, e impiden que se acerque a hablarle, a convencerla.
                —Vaya, señorita. Busque sus cosas.
La mujer camina hasta el mueble húmedo y roído que hace de divisor entre la habitación y la cocina. Mete sus cosas y las de su hija en una bolsa y sale de la casa sin mirarlo siquiera. Juan Carlos grita, maldice y revolea vasos, platos, tazas. Unos minutos después, queda solo rodeado de vidrios rotos.
Juan Carlos sabe lo que tiene que hacer. Le llevará meses, quizás años. Juan Carlos las va a encontrar y las va a matar. 


NI UNA MENOS. VIVAS, NOS QUEREMOS. 

martes, 22 de noviembre de 2016

Charla con papá




                —No entiendo la violencia. —le dijo el pequeño Martín a su padre, mientras éste devoraba una hamburguesa de la tan conocida franquicia. —¿Qué es, exactamente?
                —Violencia es pegar. —comentó su hermano, dos años mayor que él.
                —¿Tiene razón, papá?
                —En parte, sí.
                —Violencia es pegar…—repitió el pequeño de tan sólo 9 años. —¿y gritar?
                —También, Martin. —aclaró su hermano.
El niño se quedó mirando a su padre fijamente. El hombre estaba tan hambriento que no se dio cuenta del escrutinio de su hijo. Unos minutos después y viendo la cara seria con que lo observaba preguntó;
                —¿Qué pasa, hijo? ¿Estás bien?
                —Sí. —dudó—Solo que…
                —¿Qué qué?
                —Que… creo que falta algo.
                —Papá…¿Puedo ir a jugar? —interrumpió el mayor.
                —Sí, anda. Pero un rato. Hasta que vuelva mamá ¿eh? —lo siguió con la mirada, hasta que se perdió entre los juegos de plástico. Volvió enseguida la vista al menor, que continuaba perplejo en el asiento de enfrente. —¿A qué te referís con que falta algo, enano?
                —Que violencia… no puede ser sólo pegar o gritar. Lucia me contó que el abuelo se hace pis encima y su mamá no lo quiere bañar porque le da asco. Que lo trata muy mal cuando lo hace y se enoja, se enoja mucho. A mí no me daría vergüenza bañarte, papá.  También me contó que lo quiere internar en un… ¿Cómo se llama ese lugar que encierran a los abuelos?
                —geriátrico.
                —Ese. Ahí. Eso también es violencia ¿o no, papá?
                —Sí, hijo. Eso también es violencia. —sorbió un poco de gaseosa e intentó cambiar de tema. Sabía que las conversaciones de Martin podrían acarrear largas horas de explicaciones y planteos. Era un niño muy especial. — ¿Por qué no vas a jugar con tu hermano, un rato?
                —No quiero jugar con él.
                —¿Por qué, Martin? Es tu hermano.
                —El empuja a las nenas en el colegio, papá. —Se rascó la nariz y estornudó— La maestra a veces lo reta. ¿Sabías? Yo lo veo. Y se ríe, se ríe mucho cuando lo hace. A mí no me da gracia, pero a sus amigos, sí.
                —Capaz porque lo molestan.  Habrá que…
                —Mamá dice que a las nenas no se les pega…o empuja. Aunque ellas sean malas y te traten mal. A las mujeres se las respeta, dice mami. Si Pedro lo hace, ¿es porque es violento?
                —Pedro es un nene, como vos. No entiende todavía. —Se acomodó el jopo y miró hacia ambos lados para ver si alguien estaba oyendo la conversación con su hijo—Hay que enseñarle ¿sabes?
                —¿Cómo, papá? ¿Cómo se enseña eso?
                —Con el ejemplo, Martin. Con el ejemplo.
                —¿Qué quiere decir con el ejemplo?
                —Que mamá y papá se tienen que tratar bien, y tratarlos bien a ustedes, para que ustedes —y le tocó la nariz con la punta del dedoaprendan a tratar bien a los demás. ¿Entendés? ¿Vos alguna vez viste a papá empujando a mamá? ¿O gritándole?  —El nene negó rápidamente con la cabeza— ¿Ves? Así es que se aprende. —Le sonrió y mirando al mayor que se sumergía entre las pelotitas del pelotero, agregó; —Voy a tener que conversar muy seriamente con tu hermano, entonces.
                —¿Papá…?
                —¿Qué, hijo?
                —Yo no quiero que le pegues a Pedro porque es violento. La seño dice que la violencia “egedra”…
                —engendra.
                —Eso. Más violencia. Quiere decir que nunca se termina, papá. —le explicó al verle la cara de sorpresa.
                —No le voy a pegar, Martín. Solo vamos a hablar. Nada más.
                —Está bien. Porque si vos le pegas, el va a aprender a pegar. ¿No es cierto?
                —Algo así, sí. —Giró la cabeza y vio venir a su mujer con la beba en sus brazos. —Mira, ahí viene mamá y Juli.
                —¡Mamá! —corrió, Martin a sus brazos. La cara de su esposo le decía que algo había pasado.
                —¿Todo bien, por acá?
                —Sí. Estábamos charlando.
                —¿No vas a jugar, hijo?
                —No. Hoy, no.
                —¿Por qué hoy, no? —quiso saber la mujer, intrigada, mientras movía la cabeza observando a su hijo y a su marido para ver cuál le explicaba la situación.
                —Porque con papá, estamos hablando de algo muy importante.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

No entiendo la violencia



Quería escribir un cuento interesante, polémico, profundo, dado que la frase que me ha tocado extiende un sinfín de posibilidades. Quería relatar una historia donde como siempre, la felicidad haga lo suyo y los personajes, coman perdices por el resto de sus días.  Quería, pero ya verán, no pude.
La verdad, que pensándolo bien, es muy complicado hablar de la violencia. Según el diccionario, una de sus definiciones es;  el uso de la fuerza para conseguir un fin, especialmente para dominar a alguien o imponer algo. Interesante. Vuelvo a releer la frase y lo primero que me imagino es a un tipo degollando a una mujer, a una madre, o a una ex. Y honestamente, no quiero escribir un cuento con esas características.  Sí, acerca de la violencia de género. Aunque pensándolo bien, debería.
Solo unos segundos después del punto seguido, pienso en mucho más y en todo lo que abarca el tema. Pienso en los niños, en los ancianos, en los animales. Pienso en ustedes y en mí.
Hay tanto qué decir acerca de esto, que me asquea la cantidad de cosas que mi imaginación proyecta, como si fuese una película de terror. Ustedes, coincidirán conmigo en esto seguramente. Ya ven, no es un cuento.  
Volviendo a la cuestión de la violencia en su término, luego de averiguar su definición, me pongo a pensar qué es la violencia para mí, tratando de unirla a situaciones y “ficcionarlas” para cumplimentar con la tarea requerida.  No les voy a mentir, me es imposible. No se me ocurre qué elegir de la gama jerárquica de la violencia. No sé si hablar de la vecina que revolea cosas cuando está enojada, o le dice a su hijo adicto que fue, es y siempre será una mierda. O quizás mencionarles a mi otra vecina que, cada tanto se olvida de los hijos y los deja en la calle. Bueno… ahora que lo pienso, puedo hablar del que vive tres casas más allá y tira basura en la calle. Sí, ya sé, estos hechos no se comparan a los casos de violencia física, o agresiones verbales, pero para mí, también eso es violencia. Ojo, también puedo contarles de la mujer que mataron en la esquina, hará cosa de 15 años atrás. Su ex marido la acuchilló. O del papá de unos de mis amigos que, aparentemente y para todo el barrio, murió a manos de uno de sus hijos. Cabe aclarar que el susodicho era hijo de otro matrimonio, no uno de mis amigos.
Miro la hora y pienso que me queda poco para ir a trabajar y quiero redondear la idea. Ahora pienso en mi trabajo y los casos de violencia que me regala, tan amablemente, mi profesión. Pienso en los nenes que son depositados en el colegio ocho horas. Pienso en los padres que están restringidos por orden judicial y en los casos de abuso. Pienso en las maestras, compañeras de profesión, que les gritan y los maltratan. Gracias a Dios, en mi entorno cercano, ninguna es así. Pero conozco muchas.
Sigo debatiendo entre entregar este relato, que más que relato es una descarga o un una simple expresión personal, o ponerme a armar un cuento como se debe. Aún no lo sé. Quizás lo logre antes del miércoles. Aunque lo veo un poco imposible, porque como verán, se me hace un poco complicado entender la violencia.