martes, 28 de enero de 2020

LUC. Capítulo 1: Una tarde sin auto



“Solo nos separamos para reencontrarnos”
John Gay

Preparó el mate a conciencia. Nada de azúcar. Unas gotas de limón dentro del termo y el edulcorante en la mochila. Agarró dos paquetes de galletitas; unos bizcochos Don Satur y unas palmeritas con azúcar; sabía que eran sus favoritas. Una botellita de agua congelada y un paquete de cigarrillos. Se acercó a la parada para tomar el colectivo que la llevaría hasta Capital Federal donde se encontraría con Cecilia para luego dirigirse a los bosques de Palermo y pasar la tarde de aquel domingo primaveral. Maldijo por enésima vez tener el auto en el taller. Hizo una nota mental; llamar a Horacio para reclamarle. Ya debería tener su Fiat uno listo en el garaje de su casa.
En el camino, le escribió y le dejó saber en cuánto tiempo llegaría al punto de encuentro. Iba ansiosa porque hacía meses que no se veían. Su amiga llevaba una vida muy distinta a la que solían compartir cuando trabajaban juntas en un taller de costura. Ella, por su parte, también había renunciado y había decidido cambiar su vida. Con casi 32 años, había comenzado la carrera de profesora de historia en el Instituto Joaquín V. González. De eso, habían pasado dos años ya.
Sacó un libro de la mochila y se dirigió al final para ver la bibliografía y qué autores habían participado de la investigación. Con el dedo iba bajando a través de los nombres y de los títulos de sus obras. Como le habían enseñado, aquella parte era tan importante como el mismo material. En eso estaba cuando alguien le tocó el hombro con suavidad. Levantó la vista y se sorprendió de verlo. Estaba cambiado: llevaba la barba un poco crecida y el pelo más largo que la última vez que se habían visto, días después del casamiento de su mamá, dos años atrás.
—Seba…
—¿Cómo estás? —se agachó y le dio un beso en la mejilla.
—¡Bien! ¿Y vos?
—Bien.
Ninguno de los dos pudo o quiso seguir preguntando. El silencio era tan desagradable que asqueaba y, a medida que pasaban los minutos, todo se volvía más y más incómodo. ¿De qué hablan los ex? ¿Sobre qué preguntan?
—¿Tu mamá? ¿Sigue en San Martín de los Andes? —fue ella quien rompió el hielo. Al fin y al cabo, era la más madura. ¿O no?
—Sí. Aunque ahora está acá en Buenos Aires.
—¡Qué bueno!
—Sí.
De nuevo al silencio. Sandra pensó que quizás debería tomar el libro y continuar con la lectura. Aunque sabría que no podría. No solo porque la concentración sería imposible sino porque no deseaba cortar aquella conversación extraña con él. Quería seguir viéndolo, hablándole. Le hubiese gustado preguntarle por su intimidad. Si tenía novia, si se había enamorado, si ya la había olvidado.
—Voy a ver a tu prima.
—Ah, ¿sí? ¿Dónde se encuentran?
—Vamos a tomar mate a los bosques de Palermo.
—Qué bueno. Mandale saludos.
Estaba cortante; sabía muy bien por qué. Se notaba que no deseaba alargar los temas y Sandra estaba cansada de ser quien nombrara personas para conversar. Regresó a su libro y el viaje continuó sin ninguna otra palabra. No se dio cuenta de que él se había sentado en el asiento de adelante. Se había colocado los auriculares y ella se preguntaba qué música estaría escuchando. Podía adivinar que se trataba de Queen o Foo Figthers, sus bandas favoritas. Cerró el libro y se dedicó a observar su cuello. Por momentos, él miraba hacía afuera y ella podía delinear su perfil. Aunque, sin faltar a la verdad, era capaz de hasta dibujarlo con los ojos cerrados porque conocía a la perfección y de memoria cada rasgo. Guardó el libro. Definitivamente, mirarlo a él era más interesante que la historia, que el material de estudio, que todo. Se echó hacía atrás y contempló la espalda del hombre por el que aún latía su corazón.
Estaba en plena observación cuando el celular sonó, sobresaltándola. Tuvo que sacar las galletitas, el libro y la billetera para dar con el aparato que seguía sonando en el fondo de mochila. Una vez en su mano, en la pantalla, un número que no reconoció. Estuvo a punto de cortar, pero se arrepintió; quería tener el privilegio de mandar al carajo a los de las empresas telefónicas que la llaman constantemente.
—Hola. —silencio del otro lado. —Hola. Hola. ¡Pelotudos! —cortó y volvió a guardar todo en la mochila.
Cuando estaba acomodándose para disfrutar del paisaje, Sebastián se paró y la miró. Se acercó y le dio un beso.
Se bajaba.
—Chau.
—Nos vemos.
Con el corazón débil, lo vio bajarse y alejarse del colectivo que se había detenido en la parada. Tuvo ganas de seguirlo, de decirle que lo amaba, de explicarle que había sido una estúpida y que lo extrañaba como jamás había extrañado a nadie. Que las noches sin él eran tan largas que dolían. Sin embargo, como siempre, la cobardía fue más fuerte. Nunca podría ser sincera con él. Aun amándolo como lo amaba.
El viaje hasta la capital fue horrendo. Su cabeza no paraba de recordar los momentos que habían pasado juntos. Sebastián con ocho años menos que ella, había hecho tambalear su mundo con tan solo una sonrisa. Él había desnudado su alma, su corazón y su cuerpo como nadie lo había hecho. Sebastián había sido, era y seguiría siendo el amor de su vida.
Llegó a la esquina pactada y esperó a que Cecilia apareciera. Prendió un cigarrillo y con cada pitada, metía más adentro el dolor de haberlo perdido, de haberlo rechazado, de haberlo abandonado. ¿Pero qué iba a hacer? Continuar con esa relación era una locura. Ella lo sabía y él, incrédulo, no había querido verlo. Por eso, todo había terminado mal.
—¡Ey! —Cecilia se acercó sonriente. Últimamente sonreía todo el tiempo.
—¡Ceci! —la abrazó con fuerza, alejando el pucho de los rulos de su amiga y ahí permaneció unos segundos. —Te extrañé, nena.
—Yo también. ¿Vamos?
—Sí, sí.
Como a Sandra se le había hecho un poco tarde, decidieron tomar un Uber hasta los lagos de Palermo. En el camino se pusieron al día. Cecilia estaba feliz con su nueva carrera y crecía cada vez más en su trabajo. La relación con su novio Pablo, mejoraba cada día y había planes de comprar una casita para mudarse de Recoleta donde estaban viviendo por el momento.
—¿A vos? ¿Cómo te va en el Joaquín?
—Bien. Es difícil, no te voy a mentir. Nos exigen muchísimo, pero… ¡Me encanta!
—¡Qué bueno! Cuanto me alegra saber que encontraste lo tuyo.
—Sí. Estoy muy contenta.
—San… ¿Esta noche tenés planes?
—No. ¿Por?
—Emm…  ¿Entonces cenarías con nosotros? Después te llevamos. Sé que estás sin el auto.
—Sí. Sigo esperando al mecánico. Obvio que ceno con ustedes. —Cecilia sonrió de una forma diferente. —¿Qué pasa?
—Con Pablo queremos presentarte a alguien.
—¿Qué?
—Pablo tiene un conocido en el estudio, un abogado. Muy copado. Yo lo conozco. Tiene cuarenta y dos años. Está divorciado.
—¿Tiene hijos?
—Sí. Una nena de seis años.
—Ay, Ceci. ¡No! Sabes que con hijos es re difícil.
—Pero yo no te estoy diciendo que te cases con él. Conocelo. Quizás si pegan onda, salen… se divierten. ¡Por favor! Yo le dije a Pablo que habías dicho que sí.
—¿Cuándo? ¡Si recién me preguntaste!
—Dale, San. Por favor.
—Ay, Dios. Ultima vez. Ya viste lo que pasó con Ulises. Un pelotudo a cuerda. Si esta vez no funciona, prométeme que vas a dejar de presentarme gente.
—¡Palabra de honor! —levantó la mano y se colgó de su cuello para darle un beso en la mejilla. —¿Trajiste el mate?
—Sí. Yo no entiendo cómo me haces traer las cosas a mí que vengo desde la loma del culo.
—Vos lo haces rico, yo no. ¡Vamos! Llegamos.
Cecilia le pagó al chofer y bajaron las dos. Cruzaron la calle Andrés Bello y se acomodaron en un lugarcito donde el sol pegaba de lleno. Mientras Sandra preparaba el mate, Cecilia le enviaba un audio a su novio, confirmándole la cita de la noche y recordándole que debían llevar a Sandra hasta su casa. Cuando guardó el teléfono en la carterita, Sandra le contó con quien se había cruzado en el colectivo.
—Tu primo te manda saludos. —le dijo.
—¿Sebas?
—¿Tenés otro? Presentamelo.
—¡Tonta! ¿Dónde lo viste?
—En el colectivo.
—Está cambiado, ¿viste?
—Muy. Se ve que le hizo bien la separación.
—¡No! No empecés con ese tema.
—Bueno… pero es la verdad. Yo sabía que él necesitaba otra cosa. Y mirá si no tengo razón. Está mejor que antes.
—Sos una boluda. Vos ya sabes lo que opino.
—Ya sé. No hace falta que me lo digas.
—Sí, pero cada tanto parece que te olvidas porque tengo que repetírtelo. La que estuvo equivocada fuiste vos. La única que se creyó ese cuento de la edad, fuiste vos. Ahora, aguántatela.
Si. Tenía que aguantársela. Aguantarse su amor y masticar su recuerdo.