domingo, 29 de noviembre de 2015

Celeste, bajo la luna plateada.



                 —¿Si la luna bajará y me diera un beso en la boca, te enojarías, tía? Espero que no. No es ni más ni menos, que la luna.  —Eso me preguntaba, mientras intentaba no escuchar a la tía Marta, que daba lecciones de moral, y prestarle atención a los detalles que te rodeaban en esa noche calurosa de verano. 
                A medida que me iba fijando en tus dedos largos y como la luz plateada bañaba tu sonrisa, el corazón me latía muy fuerte con cada movimiento de tus labios, con cada mirada de refilón y con cada respiración. Las consonantes y vocales se balanceaban en tus labios y me sumergían en un mar de sensaciones.  Nunca había sentido algo como esto. Ni siquiera por el pobre Pedro.
                No era la primera vez que te veía. Pero sí, que te miraba de esta manera. De pronto, un temblor estrepitoso en el bajo vientre, me dejó perpleja. Gracias a Dios, no estaba hablando, porque si no me hubiese quedado muda en ese mismo instante. Y menos mal que no estaba cebando el mate, me hubiese quemado seguramente.
                Incontrolable. Esa era la palabra. Fue un momento de puro descontrol del cuerpo y de la mente. Ya no recordé qué te había traído hasta nuestra casa. Ni qué hacías hablando con mi tía Marta pasada las diez de la noche. Ya no recordé más. Solo podía pensar en esto que me estaba pasando.
                —Celeste… —¿Alguien dijo mi nombre? Seguía tratando de analizar las vibraciones de este cuerpo menudo, que intentaba hablarme. Decirme algo. ¿Pero qué?  
                —Celeste… ¿Estás bien?
                —Sí, tía. Es tarde, me voy a descansar. —Me levanté, intentando no tirar todo a mi paso. Sentía que mi cuerpo era un remolino, un huracán. Un armatoste que no era capaz de maniobrar. ¿Qué me pasaba?  Hice una anotación mental. Hablar con Gracia cuanto antes. Ella sabría que era todo esto. —Buenas noches.
                —Buenas noches, Celeste. — No. No. No hablés. No hablés. Así, no llegaré a mi habitación en dos pies. —Que descanse. —Y acá vamos. Tomate del umbral antes que caigas desparramada entre los rosales de la tía Marta.
                —Usted también. —Listo. A dormir.
                No habíamos prendido el farol porque la noche era tan clara que parecía de día. Siempre lo dejamos encendido, para poder utilizar el baño que está afuera. Pero hoy no hace falta. Me levanté traspirada. Había mojado la almohada y las sabanas. La tía roncaba desde la otra habitación. Descalza saqué la tranca lentamente y me senté en la silla en la que te habías sentado unas horas antes. Acaricie el hierro oxidado y suspiré una vez.  La luna me observaba desde las alturas.
                Me lavé la cara, me cambié el camisón sudado y me senté afuera con una copa de coñac que saqué silenciosamente de abajo de la cama de la tía. Necesitaba algo fuerte que me calmara los nervios.  Algo que me hiciera olvidar estas extrañas sensaciones.
                —¿Celeste? ¿Qué hace acá afuera, a esta hora? —¿Estoy soñando? Me quedé dormida y no me di cuenta. Ahora hasta lo oigo en mis sueños.
                —¿Celeste? ¿Se encuentra bien?
                —¡Shhh! Déjeme dormir. Ya bastante con lo que me hizo hoy…
                —¿Qué le hice? Disculpe si le falté el respeto en algu…
                —Déjeme dormir.
                —¿Celeste? — ¿Y ahora qué? ¿También lo veía? No. No podía ser. No era un sueño. Era el coñac. ¿Pero si no bebí nada más que un sorbito? ¿Ya comencé a tener alucinaciones?
                —Venga. La acompañaré a la casa. —¿Las alucinaciones pueden tocarlo a uno? Esto es peor de lo que pensé. No más coñac. No más coñac. Y acá viene otra vez. El temblor.
                —Celeste… no se preocupe. Es solo un sueño. Tal vez sea… ¿Cómo se dice? Ah, sí. Sonámbula.
                —Yo no soy sonámbula. Deje de tocarme. Puedo caminar sola. —No me toque más. Por favor. ¿No ve? ¿No ve cómo me tiemblan las piernas? Dios, estos sueños que se toman  demasiadas atribuciones… Cada vez peor.  
***
                La copita de coñac, el catre bajo la parra y su caballo en el palenque, eran señales que me decían, que me gritaban, que todo lo que yo había creído un sueño, no lo era. Todo había ocurrido. Yo suspirando bajo la noche estrellada por él, él observándome y acompañándome hasta mi habitación. ¡Qué papelón!
                No llegué al tambo a saludar. Apenas pude, me escapé por la tranquera, derechito a lo de Gracia. Necesitaba hablar con alguien.  Ella sabría que era todo esto.
                —¿Con que un temblor, eh?
                —Sí. Rarísimo. Jamás lo sentí. Ni siquiera cuando Pedro me tomó la mano. ¿Qué es esto Gracia? ¿A ti te pasa con Manuel?
                —Todo el tiempo.
                —¿Si?
                —Sí. Ya no eres una niña, Celeste. Eso, amiga mía se llama, deseo. Estás caliente con ese tipo.
                —¿Deseo? ¿Caliente? Háblame en castellano. Deja de reírte, Gracia. No es un chiste.
                —Sí. Deseo, Celeste. DE-SE-O.  —¿Por qué sonríe como una estúpida? ¿Será que me está tomando el pelo?
                —Bueno. Ahora que sé lo que es. Me voy. Adiós Gracia. Mañana nos vemos en la iglesia.
                —Adiós, Celeste. Saludos a Doña Marta.
***
Llegué a mi casa dando saltitos. Hasta que vi sus ojos observándome desde la tranquera. No más saltitos, Celeste. No eres una niña. Ya te lo dijo Gracia. Ahora debes comportarte como una mujer. Actúa normal, casual. No. No tanto. Espera. Te vas a caer. No. Sigue así.
                —Buenos días, Celeste.
                —Buenos días. —Camina derecho… derecho a la cocina.
                —¿Celeste?
                —Sí tía.
                —Ven un momento. —Me delató. Lo sé.
                —¿Dónde estabas?
                —En lo de Gracia. Me pidió que…
                —Bueno, ven. Prepárale unos mates a nuestro invitado, por favor. Voy a darle de comer a las gallinas y los chanchos. No quiero que se asolee. Hace mucho calor.
                —Está bien tía.
                —¿Qué te pasa? ¿Estás rara? ¿Te sientes bien?
                —Sí. —Pregúntaselo. Tal vez ella…— Tía…
                —¿Sí?
                —¿Usted sentía deseo o se calentaba por el tío Juan? ¿Alguna vez sintió un temblor aquí?
                —Shhh. Celeste. Santa María, divina. Sin pecado concebida. ¿Cómo me vas a preguntar eso? Cierra esa boca. Una niña decente no habla de esa manera. Dios… ¿Qué se te ha metido? No más reuniones en lo de Gracia. Esa muchachita te lleva por mal camino. No me mires así. ¡Anda! Hacele unos mates al pobre hombre. Dice que se desveló anoche. Que casi no durmió.
                Bueno Celeste… no más hablar de deseo con la tía Marta. Tendrás que aprender a manejar ese torbellino, a tu manera.  ¿Será que no sabe lo que es?
Fin.

jueves, 26 de noviembre de 2015

En las manos de Alá.



No veía nada. Le habían tapado la cabeza con una bolsa de arpillera que le raspaba el cuello. Sabía que tenía las costillas rotas, porque le dolía exhalar. Escuchó que lo matarán pronto. Solo esperaban la orden. ¿Qué hora sería? No sabía.  Lo que sí sabía era que casi no podía respirar ahí adentro.  Los labios resecos y los ojos pesados. No había nada más que hacer. Se resignó y se encomendó a Alá.
***
                La mañana del 9 de Abril, luego de hacer la oración de Fajr en su habitación, justo antes de que sol bañe el horizonte parisino, Jean Pierre se lavaba los dientes y pensaba en las citas que su secretaria había organizado para él. Desayunaba junto a su mujer y como todos los días llevaba a sus dos hijas al colegio. De camino al trabajo, bebía un café en aquella confitería preciosa que se escondía del ruido y de la preponderancia de la gran ciudad.  
                Llegó a su oficina, revisó los mensajes, atendió clientes y tuvo dos reuniones consecutivas con empresarios extranjeros. Una en la sala de juntas y otra en su pequeña oficina a través de Skype. Justo antes de extender su alfombrita sobre el piso helado, giró sobre sí mismo y contempló el cielo francés. Desde su edificio podía ver la torre Eiffel, en su mayor esplendor. Le agradeció a Alá por estar vivo.  Se puso en cuclillas y apoyando suavemente la frente sobre el piso, comenzó a orar. Dhuhr: La oración cuando el sol está en el punto más alto.
                Guardó la alfombrita en un estante, junto a su escritorio y prosiguió con su tarea. Muchas cosas que hacer.  Sonó el teléfono.
                —Jean Pierre, su hermano en la línea. ¿Se lo paso?
                —Sí. —Hoy era un buen día para hablar con él. Todo marchaba muy bien. El sol brillaba cálidamente.  —¡As-salamu alaykum jabibi! ¿Cómo has estado?
                —¡wa alaykumu salam! No muy bien. No tengo tiempo de explicarte. Me están siguiendo.
                —¿Dónde estás?
                —Escúchame Ahmed, tienes que irte de París. Hoy mismo. Van por ti.
                —¿Qué? ¿Irme? Estás loco. Eso se ter…—Su hermano no lo oyó, ya había cortado.
                ¿Hace cuánto venia rogándole a Alá que su pasado no lo persiguiera? Ya no lo recordaba. Tampoco había tiempo para hacerlo, ni para renegar de eso. Una advertencia de Abdula bastaba para creer que todo podía volver a empezar. Tenía que marcharse. Pero primero, debía sacar a las niñas y a su mujer del medio. 
                Estaba tan apresurado que se salteó la oración de Asr. Llegó a la escuela desesperado y sacó a las niñas de sus clases. Las dejó en casa de unos amigos, para que luego las alcanzaran a sus abuelos. De camino al trabajo de su esposa, intentó llamarla. No se pudo comunicar. No la encontró allí. Había salido almorzar quien sabe dónde. No podía esperarla. Pasó por su casa, y tomó sus pasaportes y una de las armas escondidas en el fondo de su closet. Armó un bolso con dos mudas de ropa y le escribió una nota que pegó en la heladera, antes de irse. “Tuve que viajar de improviso. Las nenas están en casa de Corina. Más tarde las llevan a lo de tu mamá. Cuídalas. Por lo que más quieras, cuídalas. No creas nada de lo que te digan de mí. Je taim. Jean Pierre. “
                Pidió perdón a Alá por obviar la oración de la tarde y se dispuso a cumplir con ambas al atardecer. En un costado del Aeropuerto, y a pesar de los ojos atentos, se arrodilló y pidió con todas sus fuerzas. Pidió por la vida de las mujeres que dejaba atrás.
***
                La madrugada del viernes fue larga y tediosa. No había ningún asiento disponible en ningún vuelo, sino hasta el amanecer. Caminó por el lugar, mirando sin ver. Pensando y analizando sus posibilidades. No quería pensar en las peores, pero debía hacerlo. Debía adelantárseles.
                Una cara conocida, lo inquietó. Una vez que lo perdió en el gentío, buscó asilo en la enfermería, alegando sentirse mal. Allí esperó por dos horas. La enfermera lo observaba con cara de pocos amigos y no tuvo más remedio que salir de allí. Miró hacia ambos lados y no notó ningún movimiento anormal. Tal vez lo había confundido con alguien más. Su ticket decía que el vuelo a Londres partiría a las 5:50. Chequeó su reloj pulsera: las 4:30. Respiró y tratando de calmar sus nervios, se dirigió a la puerta de abordaje. Se acomodó en un asiento, rodeado de personas y esperó.
                El teléfono celular vibró y con él, la adrenalina lo recorrió de pies a cabeza. Era su secretaria. No la atendería. Apenas abordará el avión, arrojaría el teléfono a la basura. Tal vez, lo estaban rastreando. Quién sabe. Desconfiaba de todos. Los minutos en el reloj parecían detenerse y el tiempo en el bullicioso Charles de Gaulle no pasaba más. Abrió su billetera y contempló la fotografía de su mujer y sus hijas. Sonrientes y divertidas. ¿Qué pasaría con ellas? No podía saberlo.  Volvió a poner sus vidas en las manos de Alá.
                Por fin abordó. Respiró cuando el avión de Air France despegó. Recién allí, pudo respirar con normalidad. Para las ocho de la mañana, ya estaba hospedado en un hotel en el centro de Londres. Había pagado en efectivo y dado un nombre falso. Desde un teléfono publico, se comunicó con la única persona que podía ayudarlo.
                —¿Aló. Marie?
                —¿Jean Pierre?
                —Estoy en Londres. Necesito tu ayuda.
                —Claro. ¿Dónde estás?
                Le dio la dirección del hotel y el número de habitación. Una hora después golpeaban la puerta. Marie estaba radiante, como siempre. Se fundieron en un abrazo. Lloraron los recuerdos y las cicatrices, rieron al presente y se acomodaron en el sillón.
                —¿Qué mierda pasó?
                —No lo sé. Eso es lo que planeo averiguar.
                —¿Las niñas?
                —En la casa de su abuela.
                —¿Ella lo sabe?
                —No. Claro que no.
                —Mejor así. Ya me comuniqué con Charly… veremos en un par de horas. No te preocupes por ellas. Van a estar bien. Envié a mi mejor agente a París. Hay que sacarlas de allí. Lo más pronto posible.
                —Sí. —se hundió  aún más en el sillón y allí se quedó. Pensativo.
***
                El sábado salió a recorrer la ciudad. La última novedad que tenia de París era que la ayuda de Marie había dado frutos. Las niñas y su esposa estaban en camino hacia Portugal. A salvo.  Se quedarían por unos días hasta que todo se resolviera.  Acerca de su estado, nada se sabía.  Marie no había podido averiguar absolutamente nada. O si lo había hecho, no dijo palabra. Sabía entender los silencios de su más fiel compañera.
                —¿Quién te dio aviso?—Quiso saber Marie aquella noche, mientras cenaban.
                —Abdula.
                —¿Ese mal nacido?
                —Marie, solo quiso ayudarme. Nada más.
                —No me extrañaría que esto viniera de él y de su gente.
                —A él también lo buscan.
                —Lo sé.
                —¿Desde cuándo?
                —Varios meses.
                —¿Después del atentado?
                —Sí.
                —Marie yo no…
                —También lo sé.
                Se sentó en un banco de plaza y allí permaneció por un momento. Contemplando los pájaros y los colores. Luego,  se dirigió a la mezquita más cercana y oró por varias horas. No podía ser que Alá lo hubiese abandonado. No ahora. No ahora que no había hecho absolutamente nada. Que había dejado esa vida muy atrás. Que la había enterrado y escupido sobre ella. Se volvió al hotel. Marie lo esperaba con dos agentes más. Había que moverse. Sabían donde estaba.
                —Te irás a los Estados Unidos.
                —¿Los Estados Unidos? No. Ni loco. Tú sabes cómo son con los musulmanes. Ellos creen que todos somos…
                —No hay otra opción.  Allí tengo gente que podrá esconderte por un tiempo. Yo misma, viajaré contigo para acompañarte. El vuelo sale en dos horas. Vamos.
                No pudo objetar. Se montó a ese avión y dejó todo en las manos de Alá. No había más opciones. Si Marie lo decía, era porque era lo mejor que podía hacer.  Cerró los ojos y trató de recordar una vez más la sonrisa de sus hijas y los besos de su mujer.
***
                No llegó al hotel. Un taxi, un silenciador, un disparo en el pecho a su amiga fiel, la confusión y la capucha en su cabeza. Con los labios resecos y los ojos pesados, oró una vez más. Tal vez sería la última.  No había nada más que hacer. Se resignó y se encomendó a su Dios. Pero parece que Alá lo oyó. La voz lejana de Abdula lo reconfortó. Por un momento creyó estar muerto. Alguien le sacó la capucha y lo desató de la silla. La luz le quemaba las pestañas. No pudo abrir los ojos por un momento. Mejor. No deseaba ver lo que había a su alrededor.  
                —Aljamdu Lilah! (Alabado sea el Señor) 
Fin

miércoles, 18 de noviembre de 2015

De Moreno a Castelar



—Hoy no me cagan. —O al menos eso pensé.
            Me tomé el tren a Moreno. No quería viajar parado. Ya demasiado tengo que soportar las nueve horas, parado en el negocio como para... No. Me voy a Moreno, me siento y me duermo una siestita hasta Once. Eso fue lo que pensé.
            Al principio, y hasta ayer, juzgaba a todos aquellos que decidían retroceder para poder viajar más cómodos. Los tildaba de boludos. Para mí, estos y aquellos que hacen la tercer cola para tomarse el bondi a su casa son unos boludos. Porque macho; el tiempo que tardas (parado) haciendo la bendita cola, es el tiempo que tardas en llegar a tu casa. Parado en la parada, parado en el bondi. ¿No es lo mismo? Digo, no sé. Así lo veo yo. Pero en fin, lo mismo que apunté de los bondis, se aplica a los trenes. ¿Cómo te vas a ir hasta Moreno, desde Ituzaingó, para viajar a Caballito? No lo podía entender. Hasta ayer.
            Ayer, en un ataque de rabia y repugnancia, me cansé del aliento a huevo y cebolla. Me cansé del chivo, y de los perfumes ácidos y asquerosos. Me cansé de los mal educados que te empujan y no te piden permiso. Me cansé del vendedor que quiere atravesar el pasillo, cuando no cabe ni un alfiler. Me cansé de apretar a las pobres muchachas que no ven en mí, más que a un depravado queriéndolas manosear. En síntesis, me cansé de viajar parado. Bueno, parado, apretado, apostillado, acalambrado, etc., etc.
            Hoy, me tomé el tren a Moreno. Obviamente, viajé sentado hasta la última estación que separa el cono urbano bonaerense, de la capital. Y si. ¿Quién va para ese lado, a las 6:30? Porque, obviamente, tuve que salir una hora antes de casa, para poder hacer semejante movida. Bueno… Entonces, llegué a Moreno a las 6.50. La gran mayoría abandonó la formación y se dirigió a la salida. Otros boludos, como yo, hoy, esperamos sentaditos a que el tren regresara a Once.
            Me acomodé en el asiento, el segundo cerca de la puerta, y saqué el libro de turno que estoy leyendo. Va… que intento leer durante el viaje. Busqué la página marcada con un pequeño doblés en su extremo y cuando me disponía a leer, me entró la duda. Miré hacia ambos lados. Las tres personas que ocupaban el vagón, seguían en sus posiciones. Dos de ellos dormían, y el otro, como yo, miraba su alrededor. ¿Estaría pensando lo mismo que yo? No podría saberlo. Cerré el libro y recapitulé sobre mi duda. Sí. Mi análisis era claro. Tomé mi mochila y abrazándola, me dirigí al medio del vagón. Es decir, a la altura de la mitad de los asientos. No quería estar cerca de la puerta. Todos sabemos lo que significa estar cerca de la puerta. Una embarazada yendo a control, un discapacitado camino a la escuela especial, un anciano al ANSES. No podía permitir que me robaran el tan ansiado asiento. Por él, mi alarma sonó mucho antes, y desconté horas de sueño para conseguirlo. Por eso, me moví rápidamente hacia el medio y me acomodé junto a la ventana. Respiré. ¿Quién llegaría hasta allí? Nadie. Primero deberían ocupar todos los asientos más cercanos a la puerta y recién ahí, me tocaría a mí.
            Miré por la ventana. En 8 minutos saldría mi tren. La gente empezó a ingresar cuando yo había leído apenas tres líneas de mi libro. Se ocuparon todos los asientos rápidamente. ¿De dónde salió tanta gente? Parecen hormigas. Sonreí. Ninguna embarazada, ni madre con niños pequeños que no puedan agarrarse, ni abuelitos, ni…. No. Lo atraje con mi mente. Susi tiene razón, si lo pensás mucho, lo atraes. Un hombre con muletas mirando hacia ambos lados en busca de un lugar. Por suerte, el primer asiento estaba libre. Una señora se corrió y lo ayudó a sentarse. Y sí, nadie se quiso sentar allí. Claramente, todos pensamos igual.
            No alcancé a compenetrarme con la lectura, cuando un llanto desgarrador lo ocupó todo. Creo que la gente del andén siguiente, pudo oírlo también. Levanté la vista. Una mamá embarazada con una niña de no más de dos años, llorando a moco tendido. Un capricho, obvio.  El señor de gorro de la segunda fila, le cedió el asiento. Pobre, no con muchas ganas, se paró. Con la cara larga, se acomodó en el caño junto a la puerta y allí continuó leyendo el diario.
            Tres minutos para partir. La gente se iba acomodando y ya había, fácil, veinte personas paradas en el vagón. Señoras maquilladas, hombres elegantes, albañiles, secretarias, todos  buscaban el mejor lugar y analizaban las caras de los allí sentados, tratando de adivinar en qué estación se bajarían. Ja. ¡Si lo habré hecho!  Confieso que muchas veces, la pegaba. Otras, terminaba putendo cuando me corría de lugar creyendo que aquella rubia se bajaría en Villa Luro, y en la próxima estación se bajaba aquel de anteojos, que estaba en el sitio de donde me había movido.
            Cerraron las puertas, por fin. Por un momento consideré la posibilidad de guardar el libro, e imitar a los de la segunda y tercera fila que ya babeaban y roncaban. O al menos, eso parecía. Pero no, seguí firme con mi plan del boludo del día, y quise avanzar con mi lectura. Tenía que aprovechar mi primer viaje sentado al trabajo. Al fin y al cabo, para cuando llegáramos a Padua o Ituzaingó, no entraría un alfiler. Nadie llegaría hasta mi sitio para pedir mi asiento.
            Paso del Rey. Listo. No hay más lugar donde pararse e ir agarrado de algún cañito. Los altos, pueden tomarse de las manijas colgantes, los petisos han ocupado cada manija. Los que se bajan en la mitad del recorrido, se abarrotaron en la puerta impidiendo el paso a los que suben. Como siempre. Estaba todo lógicamente dispuesto para impedir que una embarazada, o un ancianito llegué hasta mí. Sonreí y agradecí a Dios, haberme convertido en un boludo más. Un boludo que retrocedía para avanzar. Pero… un boludo sentado. Mis piernas me lo agradecían encantadas.
            La felicidad me duró hasta Castelar. Porque no me pregunten cómo, pero cuando levanté la vista de mi libro, tenía a una señora mirándome fijamente con ojos de cordero.  Con esos ojos que te dicen, “No ves que ya soy mayor. Vos sos un chico joven. No puedo viajar parada. Por favor, cédeme el asiento”. ¡La puta madre! Sabía que tenía que haberme dormido.  No pude con mi genio. Si no se lo daba, mi conciencia me lo reprocharía por siempre. No podía ser como el hijo de puta que venía sentado a mi lado, con los auriculares puestos, y haciéndose el que cabeceaba. Mis viejos no me ensañaron eso.
            —Siéntese señora.
            Empujé y me acomodé cerquita de mi tan buscado y ansiado asiento. Rogando que la señora se bajara en Ramos, o Ciudadela. Pero no. No tuve esa suerte. Viajé parado hasta Once, como todos los días, parado, apretado, apostillado, acalambrado. Rodeado de olores irreconocibles, de gente maleducada y de vendedores que intentan pasar.
            Ahora, ya en casa, escribiendo mi experiencia, pienso y agradezco a Dios haber sido un boludo, solamente de Moreno a Castelar.