jueves, 27 de febrero de 2020

LUC: Capítulo 7: Una Navidad distinta.


Cada Navidad era diferente.
A veces la pasaba con Leonardo y su familia. A veces, se quedaba sola en su casa y brindaba consigo misma. Y otras, simplemente no celebraba. Se acostaba a las diez de la noche, ponía una película y se dormía como todos los días. Ni siquiera escuchaba la pirotecnia. Desde que su abuela había fallecido, todo había cambiado. Ya no había vitel toné, ni matambre de pollo o la clásica ananá fizz para festejar. No había música, ni Crónica para saber a qué hora exactamente debían levantar las copas. Ya no había nada.
Ese 23 de diciembre, mientras se encargaba de acomodar los juguetes que había traído de Once para las fiestas, el teléfono sonó. Alcanzó a atender antes de que cortaran.
—Hola.
—¿Hablo con Sandra Rodríguez?
—Sí. ¿Quién es?
—Hola, mi nombre es Aníbal Rodríguez.
No hizo falta que agregara nada más porque ella conocía ese nombre. Sabía de quién se trataba.
—¿Qué quiere?
—Quisiera encontrarme con vos…
—¿Para qué?
—Quisiera… hablar.
—¿De qué?
—Sos lo único que tengo. —le confesó.
—Ah, ¿sí? —levantó la ceja y puso su mejor cara de sarcasmo. Deseó que pudiera verla.
—Sí.
—¿Sabe qué? No se gaste. Usted no es nadie para mí. Usted se murió el día en que me abandonó.
—Hija…
—¡No vuelva a llamarme nunca más!
—Pero…
Cortó.
Romina que, por esos días de fiesta, venía a ayudarla durante todo el día, la notó pálida y enseguida se bajó de la escalera y se acercó.
—¿Qué pasa? ¿Quién llamó?
Sandra tenía el aparato en sus manos y había caído en un estado catatónico. No podía reaccionar porque a su cabeza llegaban imágenes de todo tipo. Imágenes de su vida, sin padres, sin nadie que la hubiese querido al nacer. ¡A Dios gracias que había tenido a sus abuelos! Por ellos su infancia no había sido ni tan triste ni tan solitaria. Sin embargo, jamás se olvidaba que, ni su madre ni su padre la habían aceptado, ni la habían elegido. Los dos, por distintas razones, la habían rechazado.
Al principio, cuando era una nena, conservaba la esperanza de que volverían. Su abuela se había encargado de crearle una imagen positiva de los dos; no quería que creciera en el odio ni en el resentimiento. Pero a medida que los años pasaron, fue queriendo conocer más detalles. Terminó por darse cuenta, sin que se lo dijeran, que simplemente no la habían querido. Y con ese sentimiento de abandono continuó con su vida. A pesar de haber sido muy feliz con sus abuelos, y haberse sentido cuidada, algo faltaba. Hasta que una tarde de frío, una mujer tocó timbre y su abuela la atendió. La hizo pasar y hasta le ofreció algo para tomar. Por ella, Sandra había accedido a hablarle y a conectarse con quien la había parido.
Entre tazas de café, había oído su historia. Ahí se enteró que ella no había sido la única; que tenía dos hermanos más y que habían corrido con la misma suerte. Marta, seis años mayor que ella, vivía en Virrey del Pino y Roberto, dos años más grande, vivía en Cañuelas. La necesidad de compartir su historia, guio a Sandra a través de una búsqueda de sus raíces donde quitó a su madre de la foto y pretendió agregar a sus hermanos. Cuando lo logró, la desazón volvió a invadirla. Cada uno tenía su vida y ninguno compartía la intención de mantenerse en contacto. El primer encuentro terminó con un simple intercambio de teléfonos y una supuesta promesa de comunicación que nunca se cumplió. De aquello habían pasado cinco años, ya.
Desde la tarde en que su madre regresó a su vida, cada seis meses, viene a visitarla. Marta y Roberto comenzaron a aceptarla también; cada uno por razones diferentes. Sandra, después de que su abuela falleciera, se negó a verla por un tiempo. Pero, con cada llamada no respondida, con cada mensaje no visto, sentía que no estaba honrando la memoria de quien le había enseñado todo. Así que, sin dar muchas vueltas, le escribió y dejó abierta la puerta para la próxima vez que estuviera cerca.
Y volvió. No una, sino muchas veces más.
Había aprendido a lidiar con su mamá. Si bien la alejaba de su intimidad, de su vida, le permitía compartir unas horas donde escuchaba sobre su presente. Sandra, lo único que hacía era cebarle mate. Cecilia había sido de buena ayuda durante este proceso. Gracias a ella había podido dejar de lado su bronca y aceptar que las decisiones habían sido de su madre y que ella tenía que aceptarlas y aprender a vivir con eso. Cuando su amiga le hablaba de su situación o la aconsejaba, Sandra sentía que era su abuela quien se dirigía a ella para hacerle llegar el mensaje. Y ella lo oía.
Ya había hecho las paces con ella y ese lado de la historia. O por lo menos, había aprendido a aceptarla. ¿Y ahora le tocaba hacer lo mismo con su papá? No. Claro que no. Y en este caso la aprehensión era aún más fuerte. ¿Por qué? Porque no solo la había abandonado a ella, sino también a sus padres. Jamás volvió, jamás llamó. Los pobres viejos se murieron sin volver a ver a su hijo. Y por eso, por haber hecho sufrir a las personas que más amó en su vida, no lo perdonaría. Ni hoy ni nunca. Y no habría fuerza ni consejo lo suficientemente fuerte como para hacerla cambiar de opinión.
—¡Sandra! —la despabiló Romina, con un movimiento brusco.
—¿Qué? —preguntó sobresaltada como si la hubiesen despertado de un sueño.
—¿Qué te pasa? Me asustaste.
—Nada. Llamada equivocada.
—Te escuché hablando. Si no me querés decir, todo bien. ¿Por qué no vas adentro un rato? Tomás algo fresco…
—Sí. Ahora vuelvo.
Desapareció y cruzó el patio hacia la parte de atrás donde estaba su casa; la de siempre. La misma en la que se había criado con sus abuelos una vez llegados de Santiago del Estero. En ese patio había pasado tardes jugando al chinchón primero, al truco años más tarde. En ese patio había aprendido a tejer al crochet y a usar la maquina de cocer que, después de un tiempo, le sirviera para conseguir trabajo durante una época muy dura en el país. Sus abuelos le habían dado todo. Su legado permanecería intacto y viviría con ella hasta el último de sus días.
En eso pensaba cuando atravesó la puerta y se dirigió directo a la heladera. Sacó la jarra de vidrio y tomó dos vasos de la alacena. Regresó al negocio, y después de atender a unos clientes, se sentaron las dos a tomar un poco de jugo. Sacaron las reposeras a la vereda y se ubicaron debajo de la sombra del árbol de tilo que las amparaba del calor.
—¿Mejor? —le preguntó Romina.
—Sí. ¿Crees que vamos a tener que hacer otro viaje a Once para Reyes?
—Mmm… está parado. Quizás podamos conseguir algunas chucherías en Ciudadela. Es una locura ir a Capital a esta altura.
—Ya sé. Bueno… veremos qué pasa mañana. A último momento más de uno va a salir desesperado como todos los años.
—¡Olvidate!
Vinieron un par de personas más y la tarde cayó sobre el conurbano bonaerense. Sandra y Romina, seguían afuera y ahora habían cambiado la limonada por una cerveza bien helada. Leonardo más atareado que de costumbre, iba y venía.
—¿Y ese? —preguntó Romina y Sandra levantó la cabeza del celular para mirar hacia donde apuntaba su amiga.
—¿Juan?
En un auto que no reconocía lo vio buscando la altura de su casa. No había vuelto desde la noche del cumpleaños de Cecilia y claro estaba que no recordaba la dirección exacta. Sandra se puso de pie y levantó el brazo. Él la vio, sonrió y aceleró.
—¿Quién es Juan?
—Un amigo.
—¿Un amigo? Ja. Me voy a reponer las heladeras. —dijo y se puso de pie al tiempo que Juan se bajaba y se acercaba a Sandra.
—¡Quedate, maldita! —le susurró, pero Romina no le hizo caso y la abandonó en la vereda.
—¡Hola! No me acordaba la casa. —saludó él.
—¡Me di cuenta! ¿Qué hacés acá? —le dio un beso en la mejilla y Juan la quedó viendo sorprendido.
—¿Así me recibís? ¿Con un beso en el cachete?
—Perdón… —se acercó y lo besó en los labios con suavidad. Juan, lejos de querer esa clase de beso, aplicó más presión y metió la lengua dentro de la boca de Sandra.
—Te extrañaba. —le confesó después de soltarla.
—¿Por qué no me avisaste que venías? Me hubiese arreglado un poco. —Se miró los shorts de jeans rotos y las ojotas viejas que tenía puesta. Avergonzada, ni siquiera quiso pensar en la remera que llevaba encima. La peor de todas.
—Quería sorprenderte.
—Sentate que traigo otra silla.
—Bueno. Y una cervecita, ¿podrá ser?
—¡Cómo no!
Sandra entró y tuvo que empujar a Romina hacía el fondo del negocio porque en cualquier momento Juan Manuel oiría su carcajada.
—Un amigo. Un amigo come bocas. —dijo y explotó de la risa.
—¡Callate, nena! Callate que te va a escuchar.
—Bueno… ahora te va a tocar presentármelo. Y me muero por ver tu cara y la de él, cuando me lo introduzcas como tu amigo.
—¡Te vas a quedar sin laburo, Romina! —la amenazó. —Salí y presentate sola. Decile que trabajas acá. ¡Andá!
—Mmm…
—¡Por favor!
—Okey.
Romina salió e hizo lo que le pidieron. Sandra regresó al tiempo con una banqueta y una cerveza bien helada. La conversación osciló entre las ventas, la ubicación, el precio de los juguetes y las compras de ultimo momento. A las 20:30, Romina guardó su silla y se subió a la moto con su novio, dejándola a solas con Juan Manuel. Estar ahí compartiendo un terreno tan personal para Sandra era tan incómodo como irreal. Aunque él se había comportado de diez y había relajado el ambiente con chistes y comentarios agradables, ella seguía rígida y sorprendida de tenerlo en la vereda de su casa.
—Te dije que te extrañé, ¿no? —estiró la mano y Sandra no tuvo corazón para negarle el contacto.
—Sí. Me lo dijiste.
—Pero no vine solo por eso.
—Ah, ¿no?
—No. Vine a hacerte una invitación.
—Lo escucho.
—Me encantaría que pases Navidad conmigo mañana.
—¿Qué? ¡No! No puedo ir a tu casa… va a estar Emilia, la nena. No… además yo tengo que...—Hiperventilaba. Hablaba sin parar.
—¡Esperá! —Sandra se calló y él agregó; —Primero, yo no dije que vengas a pasarla con mi ex mujer y mi hija. ¿O sí?
—No. Pero vos…
—Sí. Yo te había dicho eso porque creí que íbamos a pasarla todos juntos en la casa de los padres de Emilia, pero, no. Se fueron a la costa con unas amigas, también separadas. Así que, asumirás que estoy por fuera de esa invitación.
—¿Entonces?
—Entonces… pensé; o la pasó con mis viejos y el amargo de mi hermano en Parque Patricios. O… con la mujer más hermosa que conocí.
—Juan. ¿Con quién vas a pasar Navidad? —se burló.
—Sí aceptás, la propuesta es: vino, sándwiches de lomito, helado de postre y una cama para compartir la noche. ¿Qué decís?
—Sabés que trabajo hasta tarde mañana. Escuchaste que la gente viene hasta la última hora.
—No hay problema. Vengo a ayudarte y nos vamos juntos cuando termines. Imagino que el 25 no abrís.
—No, no.
—¿Y?
—Bueno, está bien. Pasemos juntos Navidad.
La carita de felicidad de Juan Manuel le alcanzó para convencerse de que todo estaría bien. Aunque no fuera lo que tenía en mente; iría e intentaría pasarla lo mejor posible. Poco a poco, la cosa se iba poniendo más y más seria y ella, no estaba dispuesta a detenerlo. Quería que esa relación la arrasara por completo y que se llevara todos los sentimientos que guardaba para otra persona.



viernes, 21 de febrero de 2020

LUC: Capítulo 6: Una cama solitaria


“En la sombra, lejos de la luz del día, la melancolía suspira sobre la cama triste…”
Alexander Pope

Estalló en un orgasmo dulce, excitante. Juan Manuel sabía cómo tocarla. Sus años de experiencia les habían dado a sus dedos unos toques maravillosos que la hacían vibrar. Mientras él se aseaba en el baño, ella se tapaba con la sábana y parpadeaba observando el cielo raso. Era la primera vez que llevaba a un hombre a su casa. Nunca había querido que nadie traspasara ese límite. Ni siquiera Sebastián.
Giró y le dio la espalda a la puerta. Hubiera querido que fuera él quien desarmara su cama, quien usara su baño, su toalla. No, Juan Manuel. Pero… ahí estaba, desnuda, esperando que otro hombre se metiera entre sus sabanas. Se sintió una miserable. Una traidora. Una mentirosa. Una infiel.
—¿Estás bien? —le preguntó Juan mientras se acercaba.
Ella no le contestó. Se hizo la dormida y dejó que la abrace, que la acaricie y que se duerma sobre sus almohadas. No podía ni quería, hacer otra cosa. Debía seguir, mantener esa relación para poder arrancárselo de la cabeza.
Juan comenzó a roncar y en ese momento ella supo que ya no se despertaría; aun cuando le bailasen un malambo al lado. Entonces se levantó sin hacer ruido, cerró la puerta y se dirigió a la cocina. Puso la pava y preparó el mate. Sobre la pared blanca de la cocina, desplegó su historia con Sebastián. En ella vio la primera vez en que habían conectado.
Se habían conocido al poco tiempo que Cecilia había comenzado a trabajar en el taller junto a ella. Una tarde, cuando hubo más confianza, ella la había invitado a cenar y Sebastián había llegado con un amigo a saludar a sus tíos y prima. Era un pibe simpático, alegre. En ese momento a Sandra ni siquiera se le había ocurrido pensar en él como un hombre. ¡Para nada! Muy lejos estaba de eso. Sin embargo, volvieron a cruzarse muchas veces más. El tiempo pasó, Cecilia se peleó con quien era su novio y Roxana comenzó a salir con él. A partir de ese momento, las cosas pasaron demasiado rápido y de forma vertiginosa. Un día cocían las tres en el taller de la calle Paraguay, se reían y pasaban las mejores tardes juntas, y al otro, esperaban en una sala de hospital a que Roxy se salvara después de practicarse un aborto. Esa situación horrenda había unido a Cecilia, a Sebastián y a Sandra. Los tres habían armado un grupo de WhatsApp para informarse las novedades y darse ánimo. Y por eso, el vínculo se había vuelto más fuerte con el pasar de las horas.
Una tarde, ella se había acercado a hacer la visita rutinaria y había encontrado a Sebastián destruido. Lloraba en silencio sentado en el piso. La imagen la conmovió tanto que, impulsada por lo que su cuerpo le pedía, se acercó y se sentó a su lado. Estiró el brazo y lo envolvió como si fuera una criatura. Él se dejó consolar y así se quedaron hasta que Nelly, la mamá de Roxy, apareció. Esa tarde, con ese abrazo, compartiendo el dolor, se habían reconocido.
Comenzaron a hablar más seguido. Primero, sobre la situación de Roxana, después sobre cosas más personales. Hasta que la muerte tocó a la puerta y salieron los dos a recibirla, tomados de la mano. Nadie se percató que, en ningún momento, Sandra y Sebastián se habían separado. Sus dedos entrelazados, sus miradas cargadas de sentimiento, solo eran visibles para ellos dos. Los días pasaron y creyeron que solo se estaban acompañando en el dolor de una pérdida. Pero no. Los mensajes siguieron y éstos se convirtieron en reuniones, en salidas, en encuentros.
—Estoy enamorado de vos. —le había dicho una noche mientras compartían una cerveza en un bar de Morón.
—¿Qué decís? —había preguntado ella, incrédula de que aquello que tanto había imaginado, se estuviera convirtiendo en realidad.
—Eso digo. Que me gustas. Que quiero estar con vos.
Como un profesional, llevó la mano a la mejilla de Sandra, la acarició y con la mirada le pidió permiso para besarla. Ella, como si estuviera en la secundaria, bateó las pestañas y acercó sus labios para recibirlo. El beso fue… todo y más. Sintió como si hubiese descendido al infierno y en el mismo momento subido al cielo. Por primera vez en su vida, con treinta y dos años, sentía que su boca, su corazón y su alma estaban unidas con un beso. Ella también estaba enamorada de él; loca, desesperadamente. Tanto que, por un tiempo, no pensó en los años que se llevaban, en que el futuro sería tan incierto y que todas esas dudas, la asustarían tanto que terminaría huyendo de su propia felicidad.
Acarició la manija de la pava y agachó la cabeza vencida por los recuerdos. En aquella pared blanca, también vio el dolor de su mirada al despedirse de él y con toda la intensión de que la olvidara, lo había lastimado de la peor manera. Lo había disminuido, lo había hecho sentir como un idiota. Y todo para que dejara de amarla. Para que entendiera que si bien, todo parecía ser genial y hermoso entre los dos, el tiempo se encargaría de separarlos. Porque ella estaba segura de que él querría otra cosa. Cosas que estaba convencida que solo le podría dar una mujer de su edad.
—¿Te desperté con los ronquidos? —la asustó Juan Manuel.
—Un poco. —mintió.
—Vení a la cama. Prometo no roncar. —le sonrió con dulzura y, Sandra una vez más, intentó convencerse de que debía apostar todo a esa relación.
—Dudo que puedas, pero bueno… —se levantó, apagó las luces y se dejó engullir por los brazos de Juan Manuel.
Se acostaron. Sandra apoyó la cabeza en el pecho de él y cerró los ojos. Se imaginó que aquella piel era la de Sebastián y por fin se durmió.
Juan Manuel se levantó bien temprano. Preparó el desayuno y se lo alcanzó a la cama. Juntos, compartieron un café con leche y comieron unas tostadas con mermelada. A los pocos minutos, se despidieron. Él se iría a pasar el día con su hija y Sandra abriría el negocio como todos los días.
Una vez que se quedó sola, volvió a recostarse y consultó la hora del celular. Tenía algunos mensajes de WhatsApp. Y, como era temprano, decidió quedarse acostada un rato más, revisándolos. Abrió el primer mensaje; de Juan. Siempre hacía lo mismo. Y siempre lograba sacarle una sonrisa. En esos momentos ella creía que por fin estaba enamorándose de él. Cada vez que se despedían, él le enviaba una pequeña línea con algún mensaje dulce. En esta oportunidad…
            Amé dormir en tu cama. Espero volver pronto. Buen sábado.
Ella le contestó con un emoticón de corazones y le escribió;
            Si hay desayuno de por medio, volvé cuando quieras.
Juan Manuel era perfecto. Ella al principio había sido reticente con la relación porque le preocupaba que tuviese una hija y, por ende, que esté en constante comunicación con su ex mujer. Sin embargo, él se encargó de despejar todas sus dudas. Siempre atento, siempre con la verdad, siempre de frente. Y eso a Sandra le encantaba. Veía en él un gran compañero. Obvio que sentía que lo traicionaba cuando la besaba o le hacía el amor porque por más que le pese, ella siempre llevaría a Sebastián entre su piel, entre sus dientes. Pero… quizás, tal vez…Juan Manuel con su dulzura y comprensión podría conquistar su corazón.
Cerró el chat con él y enseguida reconoció de quien provenía el siguiente mensaje. Ahí estaba el número desconocido que poco tenía de serlo porque se lo sabía de memoria. En un acto reflejo se lo llevó al pecho y cerró los ojos. ¡Volvía a aparecer! Respiró hondo y leyó el mensaje.
Perdón por haber sido tan cruel con vos anoche.
Te mereces un tipo como él.
De verdad, espero que seas feliz.
Un beso.
¿Qué era eso? ¿Se estaba disculpando? ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Por qué no dejar las cosas así? Si, al fin y al cabo, cado uno seguiría con su vida. ¿Qué necesidad había? Esta vez no pudo aguantarse y aunque dio vueltas durante todo el día e inclusive escondió el aparato para no sentirse tentada, cerca de la media tarde le respondió.
            Hola.
No pasa nada.
Yo también te traté muy mal y quizás, hasta me merezca tu desprecio.
Un beso.
Esperó en vano la respuesta de él. Se maldijo durante todo el fin de semana. Se maldijo porque con esa respuesta, con ese estúpido mensaje había vuelto a caer en sus manos. Otra vez, guiada por su corazón, había abierto una puerta que por dos años había mantenido cerrada. Estaba cansada, sí. Cansada de fingir que todo estaba bien. Pero… ¿Qué otra opción tenía? ¿Tenderse a llorar? ¿Llamarlo y rogarle que la perdonara? No. Había demasiada dignidad y orgullo dentro ella como para hacer una cosa como esa. No. Juan Manuel era la clave. Juan Manuel había aparecido en su mundo para cambiar las cosas. 


Las cartas se habían repartido de nuevo y quizás, si jugaba bien, podría ganar el partido.


lunes, 17 de febrero de 2020

LUC: Capítulo 5: Pretender


“Detener amores es pretender parar el Universo…”
Silvio Rodríguez

Dos meses pasaron de esa noche y esa hamburguesa, de ese beso en la calle. Dos meses de cenas, de salidas los domingos a la noche; de cines, de teatros. Sandra jamás se había divertido tanto como con Juan Manuel. Ni siquiera con Sebastián. Y eso le dolía. Le dolía disfrutar. Le dolía porque sabía que aun pasándola genial con él, su corazón seguía anhelando los brazos de otro, los besos de otro, las sonrisas y las miradas de otro, el cuerpo de otro. De otro que no le había vuelto a escribir. De otro a quien ella tampoco le escribiría. ¿Por qué? Porque era lo que debía ser. Estaba convencida de que tarde o temprano se olvidaría de él y su corazón aceptaría a Juan de una vez por todas. Su cuerpo ya lo había recibido y, a decir verdad, no la pasaba nada mal. A pesar de no sentir esa sensación arrolladora que sólo había vivido junto a Sebastián, se entregaba a las posibilidades sin escatimar en nada.
—Hola, Leo. ¿Cómo va? —le dijo a su amigo verdulero esa mañana de viernes lluvioso.
—Tranqui. ¿Vos?
—Acá, renegando con el auto. Otra vez con unos problemas. Voy a cambiar de mecánico. Lo llevo con Horacio y cada dos por tres, tiene un problema nuevo.
—Qué cagada. Mirá, puedo preguntarle a mi cuñado. Él conoce unos buenos mecánicos por la zona. Después le escribo y te aviso.
—Gracias. Encima, esta noche tengo un cumpleaños. Y si no soluciono el tema, me va a tocar viajar hasta capital en bondi.
—Ya mismo le mando mensaje.
A las doce del mediodía, Leo entraba con el celular en la mano. Del otro lado, el supuesto mecánico.
—San. Hablá con el tipo. Según Yeye, es el mejor de Casanova.
—Hola.
Sandra le explicó con detalles los ruidos y lo que ocurría con su Fiat. El hombre parecía saber cuál era el problema. Le dijo que acercara el auto y que, seguramente, en unas horas lo tendría funcionando. Le pasó la dirección y cortó.
—Gracias, Leo. Ya mismo cierro y lo llevo. No es tan lejos.
—Bárbaro.
Dejó el auto, volvió en colectivo hasta su casa y retomó su día como cualquier otro. Esa tarde había decidido faltar al parcial de Historia de Grecia. No había estudiado y ya estaba pensando en que le tocaría recursar. No le preocupaba. Había podido meter casi todas las materias; menos esa. Y, además, aprovecharía porque esa noche celebrarían el cumpleaños de Cecilia y quería ir descansada. Y arreglada.
A las seis de la tarde, el mecánico la llamó y le avisó que, desafortunadamente, no había podido conseguir el repuesto que necesitaba. Que, con seguridad, al día siguiente lo tendría.
¿Qué iba a decir?
—Espero que para mañana esté. La verdad que lo necesito y mucho.
—Mañana antes de las doce, está listo. Le pido mil disculpas.
—Okey. Chau.
Corrió. Se bañó rapidísimo y tuvo que cambiar de vestuario a último momento. No podía ponerse el pantalón blanco y viajar en colectivo. Así que optó por un jean negro nuevo y una blusa color mostaza que le había regalado Cecilia para su último cumpleaños y aún no había estrenado. Decidió pedirse un Uber hasta Morón y de ahí tomar el 166 hasta Palermo para después agarrar el subte y bajarse en Agüero. El camino sería largo, pero seguro. Antes de salir, le escribió a su amiga y le dejó saber que llegaría más tarde porque iba a viajando, a lo que Cecilia le respondió;
—¿Querés que le diga a Pablo que te vaya a buscar a Once? Venite en tren.
—No, no. Yo llego cuando llego.
—¿Segura? Mirá que él no tiene drama.
—Ya sé que no. ¡Si es un santo! Pero no, gracias. Ya estoy camino a la estación de Morón. Un beso.
—Nos vemos más tarde.
Dos horas después tocaba el timbre en el portero eléctrico.
—¡Ya bajo! —le dijo Cecilia del otro lado.
La sorpresa que se dio al ver a Sebastián con las llaves en la mano acercarse fue tal que se echó hacia atrás como impulsada por un resorte. Se obligó a permanecer quieta para que no se le notaran los nervios y la ansiedad de volver a verlo. ¿Había bajado a recibirla porque era ella? No. Enseguida se dio cuenta de que él ni sospechaba que quien había llegado era ella. Venía atento a la búsqueda de la llave que le habían indicado y no había reparado en quien esperaba del otro lado era Sandra. Cuando levantó la vista sus ojos se encontraron. Tardó un poco más en abrir y cuando lo hizo, ambos permanecieron tiesos observando al otro. El seguía con la misma barba que le había visto en el colectivo. Seguía igual de hermoso que siempre.
—¿Vas a pasar? —le preguntó con sequedad. ¿A qué se debía ese tono? ¿A que no le había respondido el mensaje?
—Sí. —dio un paso hacia adelante y…
—¡Sandra! ¡Sandra! —una voz la detuvo. Giró el cuello y vio a Juan Manuel acercarse con dos botellas entre las manos. —¡Hola! —se acercó y la besó en la boca. —¿Por qué no me dijiste que no tenías el auto? Podía haber ido a buscarte. —le preguntó mientras la abrazaba y se metían dentro.
Sebastián se había quedado con las llaves en la mano, la puerta abierta y las expresiones tiesas. Sandra se detuvo y los presentó;
—Juan, él es Sebastián. Es primo de Cecilia.
—Uy, perdón. No te vi. ¿Cómo va? —estiró la mano y Sebastián hizo lo mismo.
—No pasa nada. Suban. Los están esperando.
—¿Vamos? —le preguntó Juan Manuel a una Sandra que se había convertido en estatua y que no parecía querer moverse para ningún lado. Tenía la mirada clavada en los ojos inyectados de Sebastián que también la miraba fijamente.
—Subí. Me voy a fumar un pucho.
—Fumá en el balcón. Ya es tarde.
—Ya subo.
—Okey.
Juan Manuel se metió al ascensor y apenas se cerró la puerta, Sandra avanzó hasta Sebastián. Se detuvo a unos pocos pasos y lo miró con ternura. ¡Cuánto lo amaba! ¡Cuánto lo deseaba! ¡Cuánto…lo extrañaba! En ese momento pensó que la edad no significaba nada, que no le importaba nada más que estar entre sus brazos y sentirse amada por él.
—¿Vas a salir a fumar? ¿Te dejo las llaves?
—No. Sólo quería decirte que él…
—No hace falta que me expliques nada. Vos y yo no somos nada. Parece buen tipo. Justo de la edad que estabas buscando.
Jaque mate.
Dejó que la puerta se cerrara de un golpe y se alejó de ella dando pasos largos. ¿Qué esperaba? Intentó calmarse, guardarse las lágrimas, y a los pocos minutos subió. El pequeño departamento estaba atestado de gente, tanto que, para pasar de un lado a otro, casi todo el mundo debía moverse. Susana y Rodrigo, Patricio y la novia, María y Juan a quien se acercó a saludar enseguida. Algunos compañeros de trabajo y por supuesto, Sebastián. Cecilia estaba radiante y Pablo no perdía oportunidad de abrazarla y susurrarle cosas en el oído. Sandra y Juan Manuel conversaban en un extremo, aunque, el único que hablaba era él porque ella no era capaz de entender lo que ocurría a su alrededor. Apenas podía mover la cabeza y largar monosílabos para no parecer perdida. Solo tenía ojos y oídos para una sola persona. Y esa persona estaba apoyada en la mesada de la cocina saboreando una copa de vino, mientras conversaba con el papá de Pablo.
—Bueno… llegó el momento de la torta. ¡A ver! —gritó María que se acercaba con la bandeja.
Todos se acomodaron alrededor de la mesa y cuando la luz se cortó, Juan Manuel la hizo girar sobre sus pies y devoró su boca con pasión. De la misma manera que lo hacía siempre; no era raro en él y, hasta ese momento, no le había molestado. Al contrario. Solo que ahora… era diferente. Cuando la soltó, sintió la mirada de Sebastián sobre ellos dos, pero no quiso dejarse arrastrar por ella. Cantaron el feliz cumpleaños, Cecilia sopló las velitas, la luz se encendió y siguieron con las fotos.
—Me voy, Ceci. —le dijo Sandra después de probar la torta de Susi a la que no se pudo negar.
—¿Ya? ¿Por qué?
—Porque… ya sabés por qué.
—Vení…—Cecilia la arrastró hasta la habitación y cerró la puerta. —¿Qué pasó? Me di cuenta de las miradas de mi primo. Estimo que está así por Juan Manuel.
—No sé. Pero no me hace bien estar acá. Me quiero ir.
—Eso que yo le dije. —refunfuñó.
—¿Qué le dijiste?
—Que estabas saliendo con alguien.
—¡Cecilia! ¿Por qué?
—¡Porque es la verdad!
—¿Y qué te dijo?
—No me dijo nada. Bah… solo me preguntó cuántos años tenía él.
—Dios…
—Ya está. Tarde o temprano esto iba a pasar. Acaso… ¿No es lo que vos querías? ¿Olvidarte de él? Parece que Juan está cumpliendo su cometido, ¿o no?
—¿A vos te parece que lo esté cumpliendo?
—No, se ve que no. Pero ya está.  ¿Juan te lleva a tu casa?
—Sí.
—Bueno. Lo siento mucho, Sandra, de verdad. Sé que no la pasaste muy bien, pero… como te dije una vez, yo quiero a los dos en vida. No los quiero perder. Espero puedan resolver esta situación.
—Lo dudo. Me voy.
Se despidieron de casi todos. Juan Manuel bajó con Sandra y juntos, avanzaron hasta el auto de él. En el camino, el silencio fue raro, aplastante, y apenas se sentó en el asiento supo que él diría algo con respecto a Sebastián.
—¿Qué onda ese pibe? —¡Dicho y hecho!
—¿Quién?
—No te hagas la tonta. Sabés de quién hablo.
—Es el primo de Ceci. Ya te lo dije.
—¿Qué pasó entre ustedes?
—Nada.
—No me gusta que me mientan, Sandra. Si así va a ser nuestra relación, pongamos fin acá y cada uno por su lado.
—Salimos unos meses, nada importante. —¡Mentirosa!
—¿Y?
—Y nada. Él tiene veinticinco años. Es un pendejo. —eligió esa palabra a propósito.
Esa palabra había sido la última que le había dicho cuando se separaron. Le había dicho “No va a funcionar nunca porque vos sos un pendejo.” Y se marchó. Y lo dejó. Y en esa habitación no solo lo dejó a él, sino que también se dejó el corazón sobre aquella cama donde se amaron por última vez.
—Vuelvo a repetir… ¿Y? Que sea un pendejo no tiene nada que ver. No soy estúpido.
—No pasa nada, de verdad. Solo que…que desde que nos peleamos no nos habíamos vuelto a ver. Fue raro, nada más. —estiró la mano y acarició su mejilla. Él aflojó el ceño y besó sus dedos con dulzura.
—¿Me puedo quedar a dormir en tu casa?
—¿Hoy?
—Sí. Pude cambiar el día con Emilia. —le explicó—Y lo más importante… quiero estar con vos.
—Bueno. Quedate.
Pretender. Pretender. Pretender. 



miércoles, 12 de febrero de 2020

LUC: Capítulo 4: Una hamburguesa y un beso



“Y fue entonces cuando comprendió que, sin amor, todos los besos saben a lo mismo.”
Desconocido.

No le escribiría.
No. No. No y no.
Había tomado una decisión e iría por ella aun cuando se le quedara el corazón atascado entre el pecho y el alma. Aun cuando supiera que jamás lo olvidaría.
—Romi. —la llamó antes de entrar al Instituto. Estaba feliz que tenía su auto de vuelta.
—San, ¿Todo bien?
—Sí. Solo llamaba para saber si estaba todo bien. Hoy al mediodía pasaron unas caritas raras por la vereda, pispeando todo.
—¿Querés que atienda por la ventanita?
—Por favor. Me voy a quedar más tranquila.
—Dale, ya mismo cierro y trabo la reja. No te preocupes.
—Gracias. ¿Te va a buscar tu novio?
—Sí.
—Perfecto. Apenas salgas avísame, ¿sí?
—Sí, tranquila. Un beso.
—Cuidate, Ro. Cualquier cosa, me llamás. Un besote.
El profesor los dejó salir unos diez minutos antes. 21:50 estaba en la puerta del instituto, enviándole un mensaje a Juan Manuel.
            Salí un ratito antes. Avisame cuando estés cerca y me acerco.
La respuesta de él, llegó enseguida.
            Estoy en la esquina.
Sandra leyó el mensaje y se asomó para ver de qué esquina hablaba. Giró la cabeza a un lado y al otro, hasta que lo vio levantar la mano. Se acercó lentamente, pensando en que Cecilia la levantaría en peso por el atuendo que había decidido usar. Jeans, botas y un sweater común y corriente. El único toque diferente era el peinado. Se había hecho una trenza que caía a un costado y, con el paso de las horas, algunos mechones ya deberían estar adornando el borde de su cara. En ese momento, mientras avanzaba hacia él, se dijo que, si quería intentar algo nuevo, debía cambiar ella también. Si quería dar vuelta la página, debía hacer unos pequeños retoques en su vida y su vestuario podría ser el primer paso.
—Hola. ¿Hace mucho que estás? —se dieron un beso entre sonrisas.
—No. Hará cinco minutos. ¿Cómo estuvo la cursada?
—Aburridísima. Pero el profesor se copó y nos dejó salir unos minutos antes.
—Buenísimo. ¿Vamos?
—Sí. Decime donde nos encontramos. Yo voy en mi auto y vos en el tuyo.
—Ah, ¿Tenés auto?
—Sí. Me lo entregaron esta mañana. Estuvo en el taller desde la semana pasada hasta hoy.
—Qué bueno. ¿Y no querés venir conmigo y después te traigo hasta acá?
—Mmm… No sé.
—¿Pensás irte antes que yo?
—¡No!
—Y… ¿Para qué dos autos, entonces? Además, donde pensaba llevarte es complicado el estacionamiento. Y, es medio tarde.
—Bueno. Dale. Me convenciste.   
Se subieron y antes de que salieran, el teléfono de Juan Manuel comenzó a vibrar con insistencia debajo de la cola de Sandra.
—Ups. Perdón. Es la costumbre. Siempre lo dejó ahí.
—A ver…—Sandra se despegó del asiento y le entregó el aparato.
—Hola. Sí. ¿Y qué vas a hacer? —Sandra jugueteaba con la bola de boliche que colgaba del espejo. —No, no. En menos de media hora estoy allá. Estoy cerca. Sí, decile que ya voy. No, no. Si llegan a atenderla antes que yo llegue, me avisas. Dale, chau.
—Tu nena. —Para esa altura Sandra ya sabía que su hija tenía seis años, que se llamaba Victoria y que era hermosa. Juan Manuel se había encargado de enviarle diez de sus mejores fotos.
—Vuela de fiebre. Emilia le dio un ibuprofeno, pero no baja. Están en la guardia.
—No te preocupes. —Sandra tomó la manija del auto y se dispuso a bajar cuando la mano de Juan la detuvo.
—Quiero volver a verte. Dejame ver cómo está Vicky y arreglamos.
—Dale. —se despidió con un beso y se alejó camino a su coche.
Cuando se sentó al volante, apoyó la cabeza sobre el respaldo y cerró los ojos. Había sido un día muy largo. Antes de salir, controló los mensajes del celular.  Leonardo que vivía arriba de la verdulería siempre le escribía si había algún problema en el barrio o si no había luz; como para que ella no se encontrara con ninguna sorpresa. Desde que empezó a cursar, era una costumbre revisar el teléfono para ver si había alguna novedad. Tenía un solo mensaje: unos minutos antes Juan Manuel le había escrito; seguramente antes de arrancar.
            Perdón.
Prometo compensarlo apenas pueda.
Un beso y gracias por entender.
Sandra le respondió que estaba todo bien y que le avisara cómo había encontrado a su hija. Para sus adentros, agradeció el contratiempo. Quería volar a su casa para meterse en la cama y descansar de una buena vez. Sin embargo, en el camino, su estómago le hizo saber que los planes cambiarían. Pensó que no había comido nada durante toda la tarde y recordó que poco tenía en la heladera de su casa. Decidió frenar en un Burger King y pedirse una hamburguesa. Hacía tiempo que no se daba el gusto. Buscó en el GPS el más cercano y allá fue. Mientras caminaba al local de Avenida Rivadavia y San Pedrito, el teléfono sonó en su bolsillo.
—Hola.
—¿Dónde estás?
—Emm… a punto de comprarme una hamburguesa. ¿Por? ¿Qué pasó con Vicky?
—Ya están camino a casa. Emilia me avisó que el médico le dijo que era angina, le recetó unos medicamentos y reposo. Nada grave, por suerte.
—Ajá. Qué bueno.
—Emilia dice que está dormida y que es al pepe que vaya hasta allá. Prefiere que me quede mañana con ella que tiene que trabajar. ¿Te jode si me esperas unos minutos y te acompaño con la hamburguesa?
—No, dale. Todavía no entré. Te esperó para pedir.
—Perfecto.
Quince minutos después, Juan Manuel entraba y la buscaba entre las mesas. Sonrió cuando la vio y ella se puso de pie para alcanzarlo.
—Al final vamos a poder cenar. —dijo ella.
—Sí. No era este lugar lo que tenía en mente, pero…
—Me moría de ganas de comer una hamburguesa.
—Bueno. Pidamos.
La charla con Juan le quitó de la cabeza esa necesidad de volver a su casa cuanto antes. Se sentía bien hablar con una persona interesante, repleta de viajes y experiencias, que tenía muchas cosas que contar e historias que compartir. El tiempo cuando estaba a su lado parecía volar. Tenían muchas cosas en común y eso a Sandra, le hacía el camino más fácil.
Después de cortar con Sebastián, y tras un tiempo prudencial en el cual aprendió a tragarse el dolor de estar lejos de él, intentó conocer otros hombres. Cecilia había sido la celestina en muchas oportunidades aún sin estar de acuerdo con ella. Sí, había conocido tipos lindos, sexys, pero… con ninguno podía mantener una conversación constante e interesante. Sí, se acostó con algunos de esos hombres y tampoco en la cama encontró una excusa para mantenerlos cerca. Ulises había sido el último y fallido intento. Un tipo de cuarenta y ocho años, alto, deportista. Lindo… muy lindo. Pero, a Sandra no le bastaba con las salidas y las cenas, o los besos robados en un auto. Y menos, cuando se enteró que jamás se había divorciado de su mujer, como él decía. Aquella relación también había calmado a Cecilia que parecía insistir en conseguirle pareja. A veces se preguntaba quién estaba más ansiosa por olvidar a Sebastián. Si ella, o su prima.
Juan Manuel era diferente y eso la relajó. Se permitió soltar su lado más simpático, aflojó la sonrisa y por unos minutos, cuando él la miraba con ojos tiernos, ella creía que se olvidaba de a poco, de Sebastián. Creía…
—Bueno… ¿Nos vamos? Ya son las doce y media y tengo una hora hasta casa.
—Dale. Te acompaño hasta el auto.
Caminaron los dos hasta el vehículo conversando sobre Europa, su historia, sus lugares. Él le contó que había vivido en Madrid por dos años y allá había conocido a Emilia. Sandra no preguntaba, en cambio, escuchaba todo lo que él quería compartirle. En esa hora y media, supo más de la vida de él que de cualquier persona a su alrededor. Bueno, sin contar a Cecilia que era su mejor amiga.
—Este es mi coche. —Sandra se frenó y sacó las llaves del bolsillo de la mochila.
—Se la aguantan estos, eh. —exclamó él dándole un golpecito al capot.
—Tiene el motor nuevo. De afuera está medio caído, pero es una máquina. Me lleva y me trae y eso, es suficiente.
—No, no. Me imagino. —él se apoyó en coche y la miró expectante. Ella se quería despedir, subir y regresar a su casa. Él, parecía querer algo más.
—¿Qué pasa?
—Me encantó haberte conocido, Sandra.
—A mí también. Ya te lo había dicho.
—Sí, es verdad. ¿Cuándo nos vemos?
—Hablamos en estos días, ¿te parece?
—Me parece. —se acercó y corrió unos mechones sueltos de la trenza mal hecha. —Si te beso ahora… ¿Qué pasaría?
—Nada.
Y eso ocurrió. Él la besó y no pasó nada.