Cada Navidad era diferente.
A veces la pasaba con Leonardo y su familia. A veces, se quedaba sola en
su casa y brindaba consigo misma. Y otras, simplemente no celebraba. Se
acostaba a las diez de la noche, ponía una película y se dormía como todos los
días. Ni siquiera escuchaba la pirotecnia. Desde que su abuela había fallecido,
todo había cambiado. Ya no había vitel toné, ni matambre de pollo o la clásica
ananá fizz para festejar. No había música, ni Crónica para saber a qué hora
exactamente debían levantar las copas. Ya no había nada.
Ese 23 de diciembre, mientras se encargaba de acomodar los juguetes que
había traído de Once para las fiestas, el teléfono sonó. Alcanzó a atender
antes de que cortaran.
—Hola.
—¿Hablo con Sandra Rodríguez?
—Sí. ¿Quién es?
—Hola, mi nombre es Aníbal Rodríguez.
No hizo falta que agregara nada más porque ella conocía ese nombre.
Sabía de quién se trataba.
—¿Qué quiere?
—Quisiera encontrarme con vos…
—¿Para qué?
—Quisiera… hablar.
—¿De qué?
—Sos lo único que tengo. —le confesó.
—Ah, ¿sí? —levantó la ceja y puso su mejor cara de sarcasmo. Deseó que
pudiera verla.
—Sí.
—¿Sabe qué? No se gaste. Usted no es nadie para mí. Usted se murió el
día en que me abandonó.
—Hija…
—¡No vuelva a llamarme nunca más!
—Pero…
Cortó.
Romina que, por esos días de fiesta, venía a ayudarla durante todo el
día, la notó pálida y enseguida se bajó de la escalera y se acercó.
—¿Qué pasa? ¿Quién llamó?
Sandra tenía el aparato en sus manos y había caído en un estado
catatónico. No podía reaccionar porque a su cabeza llegaban imágenes de todo
tipo. Imágenes de su vida, sin padres, sin nadie que la hubiese querido al
nacer. ¡A Dios gracias que había tenido a sus abuelos! Por ellos su infancia no
había sido ni tan triste ni tan solitaria. Sin embargo, jamás se olvidaba que,
ni su madre ni su padre la habían aceptado, ni la habían elegido. Los dos, por
distintas razones, la habían rechazado.
Al principio, cuando era una nena, conservaba la esperanza de que
volverían. Su abuela se había encargado de crearle una imagen positiva de los
dos; no quería que creciera en el odio ni en el resentimiento. Pero a medida
que los años pasaron, fue queriendo conocer más detalles. Terminó por darse
cuenta, sin que se lo dijeran, que simplemente no la habían querido. Y con ese
sentimiento de abandono continuó con su vida. A pesar de haber sido muy feliz
con sus abuelos, y haberse sentido cuidada, algo faltaba. Hasta que una tarde
de frío, una mujer tocó timbre y su abuela la atendió. La hizo pasar y hasta le
ofreció algo para tomar. Por ella, Sandra había accedido a hablarle y a
conectarse con quien la había parido.
Entre tazas de café, había oído su historia. Ahí se enteró que ella no
había sido la única; que tenía dos hermanos más y que habían corrido con la
misma suerte. Marta, seis años mayor que ella, vivía en Virrey del Pino y
Roberto, dos años más grande, vivía en Cañuelas. La necesidad de compartir su
historia, guio a Sandra a través de una búsqueda de sus raíces donde quitó a su
madre de la foto y pretendió agregar a sus hermanos. Cuando lo logró, la
desazón volvió a invadirla. Cada uno tenía su vida y ninguno compartía la
intención de mantenerse en contacto. El primer encuentro terminó con un simple
intercambio de teléfonos y una supuesta promesa de comunicación que nunca se
cumplió. De aquello habían pasado cinco años, ya.
Desde la tarde en que su madre regresó a su vida, cada seis meses, viene
a visitarla. Marta y Roberto comenzaron a aceptarla también; cada uno por
razones diferentes. Sandra, después de que su abuela falleciera, se negó a
verla por un tiempo. Pero, con cada llamada no respondida, con cada mensaje no
visto, sentía que no estaba honrando la memoria de quien le había enseñado todo.
Así que, sin dar muchas vueltas, le escribió y dejó abierta la puerta para la
próxima vez que estuviera cerca.
Y volvió. No una, sino muchas veces más.
Había aprendido a lidiar con su mamá. Si bien la alejaba de su
intimidad, de su vida, le permitía compartir unas horas donde escuchaba sobre
su presente. Sandra, lo único que hacía era cebarle mate. Cecilia había sido de
buena ayuda durante este proceso. Gracias a ella había podido dejar de lado su
bronca y aceptar que las decisiones habían sido de su madre y que ella tenía
que aceptarlas y aprender a vivir con eso. Cuando su amiga le hablaba de su
situación o la aconsejaba, Sandra sentía que era su abuela quien se dirigía a
ella para hacerle llegar el mensaje. Y ella lo oía.
Ya había hecho las paces con ella y ese lado de la historia. O por lo
menos, había aprendido a aceptarla. ¿Y ahora le tocaba hacer lo mismo con su
papá? No. Claro que no. Y en este caso la aprehensión era aún más fuerte. ¿Por
qué? Porque no solo la había abandonado a ella, sino también a sus padres.
Jamás volvió, jamás llamó. Los pobres viejos se murieron sin volver a ver a su
hijo. Y por eso, por haber hecho sufrir a las personas que más amó en su vida,
no lo perdonaría. Ni hoy ni nunca. Y no habría fuerza ni consejo lo
suficientemente fuerte como para hacerla cambiar de opinión.
—¡Sandra! —la despabiló Romina, con un movimiento brusco.
—¿Qué? —preguntó sobresaltada como si la hubiesen despertado de un
sueño.
—¿Qué te pasa? Me asustaste.
—Nada. Llamada equivocada.
—Te escuché hablando. Si no me querés decir, todo bien. ¿Por qué no vas
adentro un rato? Tomás algo fresco…
—Sí. Ahora vuelvo.
Desapareció y cruzó el patio hacia la parte de atrás donde estaba su
casa; la de siempre. La misma en la que se había criado con sus abuelos una vez
llegados de Santiago del Estero. En ese patio había pasado tardes jugando al
chinchón primero, al truco años más tarde. En ese patio había aprendido a tejer
al crochet y a usar la maquina de cocer que, después de un tiempo, le sirviera
para conseguir trabajo durante una época muy dura en el país. Sus abuelos le
habían dado todo. Su legado permanecería intacto y viviría con ella hasta el
último de sus días.
En eso pensaba cuando atravesó la puerta y se dirigió directo a la
heladera. Sacó la jarra de vidrio y tomó dos vasos de la alacena. Regresó al
negocio, y después de atender a unos clientes, se sentaron las dos a tomar un
poco de jugo. Sacaron las reposeras a la vereda y se ubicaron debajo de la
sombra del árbol de tilo que las amparaba del calor.
—¿Mejor? —le preguntó Romina.
—Sí. ¿Crees que vamos a tener que hacer otro viaje a Once para Reyes?
—Mmm… está parado. Quizás podamos conseguir algunas chucherías en
Ciudadela. Es una locura ir a Capital a esta altura.
—Ya sé. Bueno… veremos qué pasa mañana. A último momento más de uno va a
salir desesperado como todos los años.
—¡Olvidate!
Vinieron un par de personas más y la tarde cayó sobre el conurbano
bonaerense. Sandra y Romina, seguían afuera y ahora habían cambiado la limonada
por una cerveza bien helada. Leonardo más atareado que de costumbre, iba y
venía.
—¿Y ese? —preguntó Romina y Sandra levantó la cabeza del celular para
mirar hacia donde apuntaba su amiga.
—¿Juan?
En un auto que no reconocía lo vio buscando la altura de su casa. No
había vuelto desde la noche del cumpleaños de Cecilia y claro estaba que no
recordaba la dirección exacta. Sandra se puso de pie y levantó el brazo. Él la
vio, sonrió y aceleró.
—¿Quién es Juan?
—Un amigo.
—¿Un amigo? Ja. Me voy a reponer las heladeras. —dijo y se puso de pie
al tiempo que Juan se bajaba y se acercaba a Sandra.
—¡Quedate, maldita! —le susurró, pero Romina no le hizo caso y la
abandonó en la vereda.
—¡Hola! No me acordaba la casa. —saludó él.
—¡Me di cuenta! ¿Qué hacés acá? —le dio un beso en la mejilla y Juan la
quedó viendo sorprendido.
—¿Así me recibís? ¿Con un beso en el cachete?
—Perdón… —se acercó y lo besó en los labios con suavidad. Juan, lejos de
querer esa clase de beso, aplicó más presión y metió la lengua dentro de la
boca de Sandra.
—Te extrañaba. —le confesó después de soltarla.
—¿Por qué no me avisaste que venías? Me hubiese arreglado un poco. —Se
miró los shorts de jeans rotos y las ojotas viejas que tenía puesta. Avergonzada,
ni siquiera quiso pensar en la remera que llevaba encima. La peor de todas.
—Quería sorprenderte.
—Sentate que traigo otra silla.
—Bueno. Y una cervecita, ¿podrá ser?
—¡Cómo no!
Sandra entró y tuvo que empujar a Romina hacía el fondo del negocio
porque en cualquier momento Juan Manuel oiría su carcajada.
—Un amigo. Un amigo come bocas. —dijo y explotó de la risa.
—¡Callate, nena! Callate que te va a escuchar.
—Bueno… ahora te va a tocar presentármelo. Y me muero por ver tu cara y
la de él, cuando me lo introduzcas como tu amigo.
—¡Te vas a quedar sin laburo, Romina! —la amenazó. —Salí y presentate
sola. Decile que trabajas acá. ¡Andá!
—Mmm…
—¡Por favor!
—Okey.
Romina salió e hizo lo que le pidieron. Sandra regresó al tiempo con una
banqueta y una cerveza bien helada. La conversación osciló entre las ventas, la
ubicación, el precio de los juguetes y las compras de ultimo momento. A las
20:30, Romina guardó su silla y se subió a la moto con su novio, dejándola a
solas con Juan Manuel. Estar ahí compartiendo un terreno tan personal para
Sandra era tan incómodo como irreal. Aunque él se había comportado de diez y
había relajado el ambiente con chistes y comentarios agradables, ella seguía rígida
y sorprendida de tenerlo en la vereda de su casa.
—Te dije que te extrañé, ¿no? —estiró la mano y Sandra no tuvo corazón
para negarle el contacto.
—Sí. Me lo dijiste.
—Pero no vine solo por eso.
—Ah, ¿no?
—No. Vine a hacerte una invitación.
—Lo escucho.
—Me encantaría que pases Navidad conmigo mañana.
—¿Qué? ¡No! No puedo ir a tu casa… va a estar Emilia, la nena. No…
además yo tengo que...—Hiperventilaba. Hablaba sin parar.
—¡Esperá! —Sandra se calló y él agregó; —Primero, yo no dije que vengas
a pasarla con mi ex mujer y mi hija. ¿O sí?
—No. Pero vos…
—Sí. Yo te había dicho eso porque creí que íbamos a pasarla todos juntos
en la casa de los padres de Emilia, pero, no. Se fueron a la costa con unas
amigas, también separadas. Así que, asumirás que estoy por fuera de esa
invitación.
—¿Entonces?
—Entonces… pensé; o la pasó con mis viejos y el amargo de mi hermano en
Parque Patricios. O… con la mujer más hermosa que conocí.
—Juan. ¿Con quién vas a pasar Navidad? —se burló.
—Sí aceptás, la propuesta es: vino, sándwiches de lomito, helado de
postre y una cama para compartir la noche. ¿Qué decís?
—Sabés que trabajo hasta tarde mañana. Escuchaste que la gente viene
hasta la última hora.
—No hay problema. Vengo a ayudarte y nos vamos juntos cuando termines.
Imagino que el 25 no abrís.
—No, no.
—¿Y?
—Bueno, está bien. Pasemos juntos Navidad.
La carita de felicidad de Juan Manuel le alcanzó para convencerse de que
todo estaría bien. Aunque no fuera lo que tenía en mente; iría e intentaría
pasarla lo mejor posible. Poco a poco, la cosa se iba poniendo más y más seria
y ella, no estaba dispuesta a detenerlo. Quería que esa relación la arrasara
por completo y que se llevara todos los sentimientos que guardaba para otra
persona.