miércoles, 30 de septiembre de 2015

Feliz Aniversario!



Inés; 
Estás en el curso de crochet y aproveché que Juancito se llevó a los nenes un poco más temprano, para escribirte esta pequeña carta.  Como siempre me pedís que te escriba, que te diga lo que siente mi corazón, o que te diga “cosas lindas” y nunca lo he hecho. Acá está.
Se acerca el gran día y no puedo evitar emocionarme al pensar en que hemos pasado toda una vida juntos. Una vida repleta de altibajos, de logros, de penas, de risas. Pero sobre todo de mucho amor. Porque, Inesita de mi corazón, hoy casi sesenta años después de aquel tres de marzo, siento el mismo cosquilleo cuando te veo venir, como el que sentí cuando te vi por primera vez. O como el que sentí cuando te besé a escondidas en un rincón de la Iglesia de la Merced. 
No puedo enumerar los miles de recuerdos que se me vienen a la cabeza cuando pienso en todo lo que hemos pasado, lo que hemos vivido. Recuerdo nuestra primera vez, y aún hoy se me eriza la piel. Aunque con tantas arrugas no sé si se pueda ver. Pienso en el día que nació Sandra, y siento que el corazón se me sale por el pecho. ¡Qué valiente fuiste, negrita! Después me regalaste dos soles más; Juan y Pedro. Ustedes cuatro fueron y serán siempre la luz de mis ojos. Y Pedro aún más, que nos ilumina desde arriba. La estrellita que nos guía. Qué duro fue. Y ahora que lo pienso, no podríamos haberlo logrado separados.
Y, así, nos doblamos como el junco, pero seguimos firmes. Soportando cada una de las tormentas que nos atravesaron. Y cuando asomaba el sol cada día, volvíamos a mirarnos, a mimarnos, a cuidarnos. Como si los problemas pasaran como las nubes negras. Las mismas que el día anterior borraban nuestra sonrisa. Nos volvíamos a elegir, negrita. Cada día. Nos volvíamos a elegir.
Hoy sesenta años después, nos seguimos eligiendo. Elijo tu mal humor en las mañanas o cuando el hambre se apodera de vos. Elijo tu mirada sincera y franca. Elijo tus dientes postizos y tu ropa de cama.  Elijo cada pliegue y cada arruga de tu cuerpo. Te elegí ese domingo, y te elijo hoy. Te elijo como amiga, como esposa, como madre y como abuela. Como amante y compañera.
Creo que, si Dios me llamara a comparecer ante sus puertas mañana, no quisiera irme sin antes decirte cuanto es que te ama mi corazón. No quisiera partir sin expresar lo importante que sos para mí. La felicidad que me da despertarme en la madrugada y verte a mi lado, aún hoy, acurrucada. Recorrer las calles de tu mano, antes apresurados y hoy más sosegados. Los amaneceres, los atardeceres, tus lágrimas de emoción y las de sinsentido. Tus celos y tus miedos. Te amo con todo mi cuerpo. Entero.
Para terminar, le pido al Señor, que tus ojos sean lo último que contemplen los míos. Que tu voz sea lo último que escuche, antes de encontrarme con Pedro. ¿Y si es al revés? Atrás tuyo iré yo. Como siempre ha sido. Te seguiré en cada locura, a través de cada nube y en cada rayo de sol. Porque donde estés, negrita, estaré yo.
¡Feliz Aniversario, mi amor! 

Flores en el bondi



Como todos los días a las seis y cuarenta de la mañana, salío de su casa, cruzó el jardín y abrío la reja que lo separaba de la calle. Antes de dirigirse a la parada, contro si la puerta había quedado bien cerrada. Le daba pánico pensar que, tal vez, debido a su somnolencia, podría dejarla abierta. Y, así, los amigos de lo ajeno, irrumpirían en su pequeño edén, quitándole todo lo que se había ganado con esfuerzo y sacrificio. Chequeó otra vez, por las dudas.
Dio los ciento ochenta y dos pasos hasta la esquina, y esperó a que su colectivo apareciera. Como siempre, y gracias a la puntualidad excesiva del chofer, para las seis y cuarenta y ocho, ya estaba camino al trabajo. Se acomodó en el asiento de siempre, el que estaba delante de la rueda trasera. Tomó el libro de turno y se dispuso a leer.
Sus ojos vagaban por las primeras líneas del capítulo número doce, cuando un perfume floral, lo invadió todo. ¿Jazmines y rosas en el bondi? Intentó continuar con la lectura, pero aquello lo llevó a cerrar con ahínco su ejemplar y voltearse a ver de dónde provenía esa fragancia. La sola idea de que alguien hubiera subido con flores en su mano le daba curiosidad. ¿Para quién serían? ¿Por qué razón las llevaría tan temprano?
Recorrió las nucas de los que estaban sentados en su misma fila. Lentamente y con cautela, giró sobre su cuerpo, y volteó a ver si provenía del fondo.  Nadie con flores en el bondi. Era de suponerse, ¿quién llevaría flores a las siete de la mañana?  Nadie.
Afortunadamente, el olor iba mermando de a poco. Ya no le hacía picar la nariz, ni le producía ese cosquilleo placentero pero raro, en el estomago. Se relajó en el asiento. Miró a través del vidrio y contempló los primeros rayos del sol de invierno. Inspiró y exhaló. Aún le quedaba una hora de viaje.
Antes de volver a abrir el libro y remitirse a las últimas oraciones que sus ojos habían leído, acarició suavemente su tapa rígida, sintiendo en la punta de los dedos, la uniformidad de su textura. Suspiró. Se agarró firmemente del pasamano cuando el colectivo pareció deslizarse a través de la calle y provocarle una sensación inusual. No le dio importancia.
Despacio, fue buscando la hoja en la que había quedado. Como había cerrado el libro tan inoportunamente y con gran ímpetu, no se había concentrado en el número de la página. Por eso, recorrió varias hojas, hasta llegar a la que deseaba. Mientras avanzaba, un olor nauseabundo le revolvió las entrañas. Tanto se descompuso que se vio obligado a abrir un poco la ventana, sin prestarle demasiada atención a las caras largas que le regalaban los que estaban a su alrededor. ¡Qué asco!
Se llevó la mano izquierda a la nariz y mientras apretaba un ojo, con el otro observaba a los demás. Ninguno, salvo él, parecía sentir aquel olor repulsivo. Volvió a abrir el libro y se apresuró por llegar al capítulo doce. Quería comenzar a leer y olvidarse del mundo y de los olores. Del colectivo y de los idiotas con flores y los cerdos que, bueno… se les escapaban asquerosidades.
Cerró los ojos y trató de concentrarse en la historia que tenía en frente. Esa escrita con tinta, rodeada de comas, puntos, párrafos y signos. No pudo. Otra vez las flores. Esa fragancia dulce que a diferencia de la anterior, lo remetía a recuerdos bonitos e instancias de su vida en las que había sido feliz con alguna mujer.
Pero, si bien se sentía bien con esa fragancia dulzona dándole vueltas por las fosas nasales, quería saber de dónde provenía. Y otra vez la misma incógnita: ¿Quién anda con flores en el bondi y... a esa hora? Y, si no eran flores… debía… Eso. Debía ser un perfume en particular. Sí. Seguramente, alguna señorita, niña o anciana llevaba en su piel aquella delicia.
El timbre sonó y a él le pareció ver a una bella dama esperando a que las puertas se abrieran. Seguramente, ella sería la dueña de ese olor.
Se puso de pie velozmente y, empujando, caminó hasta la puerta. Llegó a tiempo, antes de que el chofer frenará. Inspiró con toda su capacidad, justo detrás de la mujer, disfrazando su accionar con la posibilidad de bajar. Para su desazón, ella llevaba sobre su piel otra clase de perfume. Uno ácido, que le hizo rechinar los dientes.
Todavía le faltaban cuarenta y cinco minutos para llegar a su destino. Iba parado, incómodo y con el maldito libraco en la mano. No sabía dónde poner o cómo agarrarlo, sin ninguna posibilidad de poder moverse o acomodarse para guardarlo.
Como si Dios hubiese oído sus plegarias, un hueco se liberó. Una parada habitual dejó al colectivo casi vacío de pasajeros parados. Al cabo de unos minutos, pudo sentarse otra vez. Se estiró en el asiento. Volvió a mirar por la ventana y se relajó con el sol que ya entibiaba la mañana. Abrió el libro en la página marcada por su índice derecho y se dedicó a leer. Si bien se sintió tentado de volver a comenzar el párrafo, continuó donde había dejado. No volvió a leer;  “Las rosas y los jazmines acechan la ciudad desde que la conocí…”

domingo, 27 de septiembre de 2015

Paula...


Paula…
7 de Noviembre.
Me parece mentira tener la lapicera en la mano y escribirte éstas líneas. Aún no entiendo cuál es el propósito de poner en palabras escritas, lo que mi boca oprime y no desea expresar. O más bien, se niega a decir. Pero en fin, aquí estoy. Escribiéndote.
Nunca fui valiente. Eso ya lo sabes. Siempre me dio miedo demostrar lo que realmente siento. Fue más fácil poner la misma cara de idiota y fingir cosas que distaban ampliamente de lo que pasaba dentro de mí. Quizás porque la vida no me la ha hecho fácil. Quizás mi pasado, pesa más de lo que puedo admitir. O pueden ser los miles de errores que cometí y que me encantaría borrar con el mismo puño que se balancea ahora, de aquí para allá, sobre esta hoja prístina. Desafortunadamente, no puedo. Nunca fui valiente y creo que no lo seré nunca. Menos ahora.
¿Qué hago escribiéndote? No lo sé. Vi tu cuaderno ahí, sobre la mesita de luz, tal y como lo dejaste, y las manos se fueron solas. Al principio, busqué algo tuyo, tus palabras. Volver a leerte. Luego recordé que éste lo compraste hace muy poquito. Casi no hay nada escrito. Sólo algunas frases que te servían de inspiración y nada más. En la primera página hay una foto nuestra.
12 de Noviembre
Volví. Aquí estoy. Escribiéndote otra vez. No pude continuar la última vez. Te imaginarás. No hace falta explicarte. Arranqué esta hoja y guardé tu cuaderno dentro de la caja donde también puse tus libros y todas las porquerías que tenias en el segundo cajón. Sí. También está la servilleta que guardaste de nuestra primera cita y la flor que te regalé. Todo, Paula. Todo.
Confieso que pensé que sería más fácil llevar a cabo esta tarea. Cuesta. Pero me ayuda. Porque pienso que escribiéndote, estamos más conectados. No sólo porque amabas escribir, sino porque las palabras aparecen prácticamente solas. Y porque de algún modo, siento que me estás leyendo. Debería haberte escuchado cuando me recomendabas que lo hiciera. Ahí tenés; el cobarde otra vez. 
Igual, ya no soy tan cobarde como antes. Como cuando te conocí. ¿Te acordás? Vos me ayudaste a mejorar, a crecer. Por lo menos, dentro de nuestra casa, logré ser como realmente quise ser. Me quitaba la “armadura” (como la llamabas vos) y podía expresarme libremente. ¿Y ahora? ¿Dónde seré yo, Paula? ¿Quién me ayudará a ser yo?
 20 de Noviembre
Te amo. Te extraño. Te necesito. Te fuiste sin mí. Dijiste que no te irías sola. Me lo prometiste.
21 de Noviembre
Perdón por mi exabrupto de ayer. No porque decirte que te amo y te extraño lo sea, sino porque ahora que lo leo, quedó descolgado. Fuera de lugar. Pero así como quedaron desconectadas mis palabras, quedó desconectada mi vida el día que decidiste partir. No sé cómo seguir, cómo continuar. Con tu último suspiro se fue el mío. Todo me parece inútil, descolgado y fuera de lugar sin vos. Te amo Paula. Ayer, hoy, mañana y siempre. Ojalá me estés leyendo ahora.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Eran veinte


 
—Guárdame en tu corazón por siempre. —le dijo en un susurro. Tomó su valija y se subió al autobús. No lo volvió a mirar. Sabía que si sus ojos se encontraban con los de él, una vez más, arrojaría su equipaje y volvería a sus brazos. 
“Tenías que dejarlo” le decía y le repetía una voz siniestra en su interior. Ella sabía que era lo mejor. Pero aún así, abandonarlo se convirtió en lo más difícil que hizo un su vida. Porque sabía muy bien que jamás le permitirían volver.  Y que tampoco lo intentaría. De hacerlo, tal vez, lo perjudicaría.
Releyó la primera oración de la página del libro, que su compañero de asiento iba leyendo: “If you really want to hear about it, the first thing you’ll probably want to know is where I was born…” Si de verdad querés saber acerca de eso, lo primero que querrás saber es dónde nací.  El guardián entre el centeno” o “The catcher in the Rye”. Había oído hablar de ese libro, pero jamás lo había leído. Ni siquiera había leído nada de ese autor. Aunque hubiese podido continuar, se quedó con la primera frase en la cabeza. ¿Dónde nací? México.
El autobús ya se había alejado de la gran ciudad, cuando se dignó a levantar la cabeza y observar el paisaje que la rodeaba. Eran veinte los que viajaban hacia el mismo lugar. Doce hombres, dos niños y seis mujeres. Obviamente, todos mejicanos. Deportados.
Nadie hablaba. El aire se cortaba con el sonido leve de las hojas del libro, que una a una iban pasando. Dos policías en la parte delantera, giraban de a ratos la cabeza, para ver en qué estaban los pasajeros. Cada tanto se oía algún chiste o algún comentario que le propinaban al conductor, otro policía. Para ellos era un día más de trabajo. En cambio para los otros veinte, la vida se les acababa. Los proyectos se les escurrían como arena entre los dedos y el mundo se derrumbaba ante sus ojos. No podían hacer más, que contemplar el paisaje árido que los rodeaba.
La ruta sobre la que tantas veces había conducido, la llevaba por última vez a su destino. La devolvía a un destino del que se había escabullido, del que se había burlado y que ahora, la enfrentaba sonriente y desafiante.
¿Qué estaría haciendo? Jugando, seguramente. No es lo suficientemente grande como para entender sobre su eminente partida. Con cinco años aún las cosas no son las cosas y la magia existe. Santa trae regalos y el hada de los dientes te deja dinero. Él seguiría su vida allí; asistiendo al mismo kindergarten. Ella volvería a su tierra con la pena en el alma.
Dejar a su hijo no era una decisión fácil de tomar. Pero la realidad y las posibilidades la ayudaron a esclarecer sus ideas. No se lo llevaría a México a pasar penurias. Su hermana, ya ciudadana, lo criaría con lo mejor. No dudaba en que allí alcanzaría todas sus metas. Tendría más oportunidades y sería feliz. Sin su madre, pero feliz.
Una lágrima rodó por su mejilla y giró la cabeza, para que el hombre a su lado no la viera. No quería flaquear. Todos se veían tan fuertes, decididos. Tristes sí, pero firmes. Con la frente en alto. Sus lágrimas no ayudarían.
—Llore. —Murmuró en español su compañero, sin despegar los ojos de la lectura.
—No.
—Hágalo. Le va a ayudar. Hágame caso.
Lentamente, sintió un calor tibio sobre su mano. El hombre había apoyado la suya, sobre la de ella. Se volvió para mirarlo y se encontró con unos ojos cargados de paz y resignación. Se concentró tanto en sus ojos que hasta podía contar sus pestañeos. Jamás recordó su nariz, su voz o su cara. Sí sus ojos y su cálida mano. No lo pudo evitar, y otra lagrima rebelde, se suicidó.
—No quiero llorar.
—Lo sé. Pero créame, después de hacerlo, se va a sentir mejor.
—¿Cómo lo hace?
—¿Qué cosa?
—Permanecer así, tan impermeable. Tan impoluto. Tan tranquilo.
—¿Qué más puedo hacer? Ya lloré lo que tenía que llorar.
—¿Qué haremos ahora?
—Seguir viviendo. 

Continuará...