domingo, 5 de mayo de 2024

ATDLG: Capítulo 5


MARGARITA

NADIA

El azul del mar debajo de sus pies la obnubiló. Últimamente todo la sorprendía y pasaba largos minutos observando cosas que siempre habían estado allí, pero que ahora se le antojaban distintas. Quizás se debía a la posibilidad de morirse y la necesidad de vivir cada segundo como si fuera el último; aferrándose a todo lo lindo que la vida podía regalarle. ¡Quién sabe! Había llegado a la conclusión que no le temía a la muerte sino a lo que aquello provocaría en Ben; su niño adorado, su príncipe azul. Quería dejar el camino de su pequeño lo más resuelto posible. Había logrado desprenderse del miedo y aceptar que aquello era simplemente un escollo. Un escollo del que debía ocuparse si quería disfrutar de su hijo por mucho tiempo más.

La doctora Martín, jefa de oncología del hospital Negrín le había dado una cita unos días atrás y le había explicado con calma todos los detalles de su estado. Escucharla le había traído algo de paz porque ella misma había sido paciente y se había recuperado. Había esperanzas, muchas, si el tratamiento funcionaba. Por lo pronto, arrancarían con sesiones de quimioterapia una vez regresaran de su viaje. Luego, de acuerdo a su evolución, evaluarían el tema de la operación.

Pensaba en sus horarios, en la organización familiar y en que tarde o temprano, debería contarle a su hijo lo que sucedía, cuando su vocecita la alcanzó.

–¿Estás bien, mamá? –preguntó Ben más atento a ella que de costumbre, como si intuyera que algo estaba sucediendo.

–Sí, cielo. Un poco nerviosa. Hace muchos años que no vuelo en avión–mintió y esperó que su hijo no hallara grietas en su respuesta.

–Yo estoy fascinado. Quizás me convierta en piloto. Acabo de descubrir que me gustan las nubes.

–Ah, ¿sí? ¿Y qué ocurrió con aquello de ser bombero?

–Podría ser las dos, ¿no crees?

–Podrás ser todo lo que sueñes.

Benjamín sonrió complacido y continuó mirando los dibujos animados en la pantalla que aparecía delante de él. Ella en cambio, regresó la vista al horizonte. Ya no se veía el mar sino una alfombra blanca iluminada apenas por el sol del atardecer.

Regresaba a Madrid. Regresaban los recuerdos.

11 años atrás.

–Respira. Vamos. Respira conmigo–inhalé y exhalé mientras daba vueltas por la habitación buscando que el aire entrara a mis pulmones–. Vamos. Tú puedes. Vamos–repetía Becca como autómata.

–No puede ser–no podía creerlo. Mi pecho subía y bajaba agitado ante la noticia que acababa de recibir y que aún sostenía entre las manos.

–No es el fin del mundo, Nadia–decía mi hermana y para mí lo era. Era el maldito apocalipsis.

–¿Qué haremos ahora? No, no. ¡No puede estar pasándome esto!

–Todo irá bien. Lo resolveremos. No eres ni la primera ni…

–¡No se lo cuentes a nadie! –interrumpí desesperada y rogaba que por primera vez me hiciera caso–. ¡Por favor!

–Deberías hablar con papá y mamá. Estoy segura de que lo entenderán.

–No. No lo harán. Mamá se ha cansado de decirme que me cuidara, que… ¡Dios! ¡Me matarán! –¿Es que acaso no los conocía? Me juzgarían. Lo sabía.

–No. Ya verás que no.

–Si la embarazada fueses tú, estoy segura de que hasta lo celebrarían. En cambio, yo… conmigo todo es muy distinto, Becca. Las dos lo sabemos muy bien.

–No digas esas cosas.

–¡Pues es cierto! No se los diré aún. No. Primero necesito hablar con… con… Lucas, sí. Debo saber qué piensa él. Quizás podría irme a vivir a su casa, no sé…trabajar en algún sitio…  ¡Debo ir a verlo! –mi cabeza comenzaba a elucubrar un plan.

–¿Tienes que hacerlo ahora? ¿A esta hora de la noche?

–Sí. Ahora–tomé mi bolso, guardé algunas pocas pertenencias y antes de cruzar la puerta le dije–: ¡Ni una palabra a nadie, Rebeca!

–No puedes pedirme eso–sabía que tenía la lengua floja. Aquel era uno de sus mayores defectos. No podía guardar un maldito secreto.

–Dame veinticuatro horas, al menos–era todo lo que necesitaba.

–Un día, Nadia. Un solo día.

Y no había sido un día. Habían sido horas. Cuando no la encontró en casa al regresar de la escuela, corrió a la cocina y se lo contó todo a su mamá. Afortunadamente, Nadia la conocía tan bien que se le había adelantado unos cuántos pasos. Para cuando su familia supo lo del embarazo ella ya se encontraba camino a la casa de su abuela en Alovera.

Recordar a Margarita la puso triste. Tan tiste que tuvo que mojarse el rostro en el apretado baño de avión para recomponerse. Aun dolía su ausencia.

–¿Estás bien, mamá? –volvió a preguntar su hijo cuando se acomodó en el asiento.

–Sí. Ya estoy mejor–acarició su cabello y besó su frente.

–Háblame de la tía. Quiero saber cómo es.

–Uff… ¿Qué puedo decirte? Rebeca es… especial.

–¿A qué te refieres?

–A que… bueno… ella…

–Disculpen. ¿Qué desean cenar? ¿Pollo, pescado o…?

La azafata llegó en el momento más oportuno y Nadia lo agradeció para sus adentros. No sabría qué decirle a Ben, exactamente. No sabía si contarle de aquella que le había enseñado a andar en bicicleta, o de la que había roto su promesa confesándole a sus padres acerca de su embarazo adolescente. O quizás, podría hablarle de la persona con la que habló por teléfono el día que su madre murió. Esta última versión de Becca, como solía llamarla, no era la más afortunada, a decir verdad.

–Podría hablarte de la bisabuela Margarita, si quieres. Y de paso contarte que nos quedaremos en su casa, ¿sabes?

–¿Sí? ¿En Avo…?

–Alovera. Y te llevaré al lugar donde naciste y en el que diste tus primeros pasos. Y volverás a ver a tu padrino.

–¡Sí! Cuéntame. Cuéntame de nuevo cómo fue que nací.

–Antes de llegar a ese punto en la historia quiero contarte sobre el día que volví a ver a tu bisabuela.

–¿Es cierto que tuviste que irte de tu casa porque estabas embarazada de mí?

–Así es. Yo era muy pequeña y a tus abuelos no les gustó. Entonces, como yo quería tenerte solo para mí–lo acurrucó en sus brazos–, me monté a un autobús y me fui a vivir con Margarita. Estaba muy nerviosa porque la había visto pocas veces, ¿sabes? Y tenía miedo que no quisiera recibirme.

10 años atrás.

No puedo estar embarazada. No puedo estar embarazada. No puedo estar embarazada.

Una vez que deseché la posibilidad de esconderme en casa de mis amigos, decidí viajar a lo de mi abuela, con el poco dinero que tenía encima. Asumí que mis padres no tardarían en buscarme en lugares conocidos; entonces, debía ir más lejos. Mi madre no tenía contacto con ella, pero yo sabía que vivía en Alovera. Y, si bien ellas dos no hablaban, la abuela Margarita se las arreglaba para dejarnos saber que pensaba en nosotras.

Llegué a la ciudad cuando el sol apenas acariciaba los tejados. Encontré un restaurante y desayuné mientras pensaba qué le diría; si es que la encontraba, claro. Me estaba arriesgando a que me corriera, a que no me aceptara, a que se molestara tanto que amenazara con llamar a mi casa, contándole a mi familia dónde estaba. Sin embargo, algo me decía que había tomado la decisión correcta. No podía quedarme en la ciudad, no podía enfrentarme a los ojos de mis padres que, al igual que todos, juzgarían mi accionar. Sería el hazmerreír de los Santana. Sería aceptar que todos habían tenido razón; que no servía para nada más que para causar problemas.

Con el estómago lleno y más decidida que unas horas atrás, comencé mi recorrida. Sabía que mi abuela era dueña de una tienda, que había sido maestra, que su último esposo se llamaba Paco y que había sido zapatero. Con esos datos y su nombre y apellido, pregunté y pregunté hasta dar con ella. La había visto en fotos alguna vez, pero, aun así, no me costó reconocerla entre un grupo de mujeres que conversaban en el parque de la Tirolina donde me habían indicado que estaba. Mi madre era un calco suyo solo que con el cabello menos canoso. Antes de acercarme, acomodé mi ropa y respiré profundo. Crucé la calle y me detuve a unos pocos pasos de ellas.

–Bue… buenos días.

–¡Hola! –escuché repetidas veces.

–Quisiera hablar con Margarita, ¿podría ser? –pregunté mirando fijamente el perfil de mi abuela.

–Sí, claro–la mujer se giró para enfrentarme.

–Hola. Soy...

–¡¿Nadia?! ¡¿Eres tú?! –se abalanzó sobre mí antes de que pudiera presentarme–. Oh, claro que sí. ¡Eres tú! Muchachas, ella es mi nieta. La más pequeñita. ¿Acaso no es preciosa? –sonreí nerviosa–¿Qué estás haciendo por aquí? ¿Has venido solita? ¿Y tu hermana? ¿Tus padres?

–Quisiera hablar con usted, si es posible.

–Sí, claro. Vamos para la casa. ¡Chicas! Más tarde conversamos, ¿sí?

Caminamos unas cuadras hasta detenernos frente a un portón blanco. Giró la llave y me invitó a pasar. Ya dentro, la frescura del hogar me tranquilizó. Me ofreció algo para beber y acepté. Una vez acomodadas en el salón, me tocaba explicar la situación.

–¿La escuela? –preguntó para abrir la conversación.

–En el mismo sitio, estimo–no le hizo gracia mi chiste.

–¿Y tu hermana?

–Muy bien, gracias.

–¿Tu madre?

–Trabajando, supongo.

–¿A qué has venido, cariño? Habla de una vez–no había enojo en su tono de voz, pero sí incertidumbre y ansiedad. 

–Bueno… yo… verá… me he enterado de–tomé aire y solté mi verdad– …que estoy embarazada–se llevó las dos manos a los labios y me observó por unos minutos sin decir nada.

–¿Cuántos años tienes? ¿Dieciséis?

–En un mes cumplo diecisiete.

–¡Santo Dios! –se puso de pie y desapareció. Regresó con una copa vacía que olía a coñac, sin los lentes y con el cabello algo revuelto–. Al parecer, la manzana no cae muy lejos del árbol.

–¿A qué se refiere?

–Yo he quedado embarazada a los quince. Tu madre a los diecinueve. Y tú, cariño, has seguido la misma tradición.

–¿O querrá decir maldición?

–No, no. Maldición jamás. Un hijo es un regalo de Dios. ¿Tus padres lo saben?

–Estimo que, para esta hora, ya lo sabrán. Becca no podrá guardar el secreto por mucho tiempo. Me he marchado apenas lo confirmé.

–Entiendo. Carmen puede ser un poco… en fin. Ya conocemos a tu madre. Y, cuéntame. ¿Qué hay del padre?

–Mmm… bueno. Verá. Solo lo he visto una vez, en una fiesta. Ni siquiera recuerdo su nombre, a decir verdad.

–¿Y qué has venido a buscar aquí? ¿Dinero?

–No, no. Solo quería preguntarle si puedo quedarme unos días, hasta que decido qué hacer. Estoy segura de que mamá no se imaginará que estoy aquí y si lo hace, no vendrá a buscarme tampoco. Y, estimo que usted tampoco se lo contaría, ¿verdad? –se quedó callada por un largo tiempo mientras yo sostenía la respiración aguardando su respuesta–. Es demasiado. Lo sé. Fue un atrevimiento de mi parte, aparecerme así y pedirle semejante cosa–me puse de pie y quise despedirme, pero me detuvo con un roce cariñoso.

–Hoy tengo un almuerzo con unas amigas. A algunas de ellas, las has visto en el parque. Si quieres, puedes darte un baño mientras preparo la comida. Esta es tu casa, cariño. Siempre lo ha sido. Tanto para ti, como para tu madre y tu hermana. Quédate todo el tiempo que quieras.

–Y la abuela te dejó quedarte–agregó Ben sorprendido.

–Me dejó quedarme y me ayudó a criarte. Los primeros años fueron muy difíciles para mí. No sabía cómo ser mamá y ella fue…–un nudo de nostalgia se atravesó en su garganta al recordar cada detalle y cada cosa que había aprendido a su lado– todo para nosotros. Ella nos salvó, hijo. Si la abuela Margarita no nos hubiese abierto las puertas, no sé qué hubiese sido de nosotros.

–¿Y los abuelos nunca fueron a verte?

–Esa es otra historia que te contaré más adelante.

Ben se quedó dormido poco después de la cena. Nadia envidió su capacidad de descansar en cualquier sitio. Ella, en cambio, no podía hacerlo. Demasiados pensamientos sobrevolaban en su cabeza como para entregarse al sueño. De todo, lo que más la atormentaba, era el encuentro con Becca. ¿La recibiría? ¿Podría perdonarle todos aquellos años alejadas? ¿Su ausencia en los momentos más difíciles? Esperaba que así lo hiciera no por ella, sino por su hijo.


 

lunes, 29 de abril de 2024

ATDLG: Capítulo 4

 

PERDIDO

ALEJANDRO

Ana no regresó a la habitación. Podía oírla moverse por la casa, pero no parecía querer acercarse. ¿Es que no pensaba aclararle aquello que le había dicho? ¿Cómo o más bien, cuándo, se había acabado todo?

Se puso de pie y caminó de pared a pared, intentando calmarse y buscando en su interior las respuestas a todas las preguntas que iban surgiendo en su mente. ¿Era cierto? ¿La había perdido? ¿Seguía amándola? Volvió a sentarse sobre aquella cama y no pudo alejar los recuerdos que habían compartido juntos durante tantos años en ese mismo lecho. Él no le mentía; en verdad la quería. ¡Por supuesto que la quería! Pero, como siempre, ella había contraatacado y había puesto en jaque su posición: no era suficiente. ¿Lo era?

¿Qué hacer? ¿Debía quedarse y dormir en el sillón como hacía después de una discusión? ¿Cuán grave e irreparable era la situación? ¿Debía marcharse? ¿Dónde iría? Y de nuevo la misma incógnita: ¿qué hacer?

No supo cuánto tiempo pasó desde que ella lo abandonó en la habitación. Lo único que pudo hacer fue quedarse quieto, intentando resolver lo que ocurría dentro de sí, como primera medida. No era solo la pérdida del bar, ni los problemas económicos. Era un pasado, un presente y un amor. Eran Lucía y Juan. Era su vida. Lo poco –¿o mucho? –que había construido desde su llegada a la isla.

–Alejandro.

La voz de Ana llegó como un susurro. Giró la cabeza y la halló, fuerte y firme en el umbral de la puerta. Detrás, la casa en penumbras. Llevaba la bata puesta y en su rostro las señales del cansancio y de las lágrimas derramadas.

–No sé qué debo hacer–confesó él, con una sinceridad de espanto.

–No sabes qué hacer desde que te conozco. Nunca lo supiste exactamente–se miraron.

–Me iré.

–Me parece lo mejor, sí. Pero mañana. Ahora necesitas dormir.

–No te preocupes. Dudo que pueda hacerlo. Solo esperaré a que Hugo despierte y le pediré un lugar en su comedor.

–¿Tan mal está la situación que no puedes ir a un hotel?

–Muy mal.

–Dios. ¿Cómo es que llegamos a esto? No me respondas–exclamó cuando lo vio abrir la boca para decir algo–. Olvídalo. No quiero hablar de esto a las tres de la madrugada. Duerme. Mañana desayunaremos juntos y veremos qué hacer con los muchachos. Cómo se lo diremos y demás.

–Admiro tu practicidad, Ana. Me da la sensación que llevas pensándolo hace bastante tiempo.

–Sí. A decir verdad, sí. Sabía que este día llegaría.

–¿Cómo?

–Hablaremos en el desayuno, con un café de por medio y después de pensar bien lo que le diremos al otro. No quiero herirnos, Alejandro. Hazme caso. Intenta descansar–cerró la puerta una vez más, dejándolo con un vacío desastroso en el pecho.

Tal y como Ana había preparado, diagramado y organizado; desayunaban café, inmersos en un silencio espeso. Sabía que ella tomaría la palabra y que, a él le tocaría oír verdades de las que había pretendido huir durante los últimos años.

–Quiero que me cuentes sin dejar detalles afuera, qué fue lo que ocurrió con el bar. Habías dicho que era una mina de oro y por momentos todos lo creímos así. ¿Qué fue lo que pasó, Alejandro? –se llevó la taza a la boca y lo observó atenta.

–Querrás decir cómo lo eché a perder.

–No he dicho eso.

–Malas decisiones, supongo. Hice inversiones que no debía; como embarcarme en la remodelación completa del lugar. La suba de los precios no me ayudó. Las crisis. Clientes que dejaron de venir… y… el robo.

–¿Qué robo?

–No te lo había contado para no preocuparte, Ana. No quise que se asustaran.

–No quiero excusas. No des más vueltas, Alejandro. Este es el momento de hablar.

–Hace un año atrás, uno de los empleados…

–El tal Jonay, ¿no es cierto? –ella interrumpió y él asintió–¡Lo sabía! Te lo había dicho, Alejandro. Ese hombre no era de confiar.

–Pues, nada. Uno de los días en que sabía que juntábamos el dinero para pagarle a los proveedores y a los muchachos entraron a primera hora de la mañana y se llevaron todo. No hemos podido recuperarnos de ese golpe. Y ya sé, no hace falta que lo digas. También tenías razón sobre la bancarización y las formas de pago. Ya sé que es toda mi culpa.

–Alejandro. Dime algo. ¿Tanto te cuesta ver que a veces no tienes la razón?  

–Al parecer, sí.

–Entonces, desde ese día todo ha ido mal–él asintió.

–He tenido que sacar préstamos, créditos. Hemos estado pagando deudas y más deudas. Y no ha alcanzado con las ganancias del otro bar.

–El que nunca debiste comprar.

–Exacto.

–¿Y la última opción es venderlo?

–El abogado, el doctor Gutiérrez, un conocido de Hugo y quien nos ha estado asesorando y representando, quiere comprarlo. Pagaría las deudas y se quedaría con el bar. Puede que quede algo de dinero y bueno yo había pensado que quizás podríamos invertirlo.

–Bien. Cuando estén listos los papeles, firmaremos. Pero vuelvo a repetirte. Ese dinero no será para el bar. Los muchachos necesitan tener un respaldo para ir a la universidad.

–Sí, tranquila. Lo he entendido.

–Bien. Ahora quiero que me expliques porqué. ¿Por qué te has guardado todo esto?

–Bueno, yo… yo… creía que los estaba protegiendo. Que era lo mejor. Hugo se ha cansado de decirme que hablara contigo.

–¡Guau! Tu mejor amigo tiene más visión que tú.

–Al parecer todo el mundo ve cosas que yo no. Quizás haya algo malo en mí.

–Eres demasiado ingenuo, demasiado niño. Creí que después de tantos años juntos, de dos hijos… madurarías y verías la vida como en realidad es. Pero no. Al contrario. Tomas decisiones sin pensarlas, sin analizarlas; eres impulsivo y no sabes controlarte. No te detienes a pensar que quizás puedas arruinarlo todo.

–Es cierto, pero recuerdo que esa impulsividad era lo que más te gustaba. Me lo has dicho, Ana.

–Sí. Amaba que fueras arriesgado y que te importara poco el futuro. Así como adoraba tu tranquilidad por las mañanas; tu modo de saborear el café hasta beberlo casi frío. Mírate. Si es que no le has dado ni un sorbo a tu taza. Adoraba esa dualidad en ti. Tienes razón. Pero ocurrieron muchas cosas en el camino. Tuvimos hijos, Alejandro. Tuvimos dos niños de una vez y todo cambió. Mis prioridades y las tuyas, se colocaron en sitios diferentes.

–Comenzó a molestarte mi tranquilidad por las mañanas–repitió como procesando lo que oía.

–Entre muchas otras cosas. Me dejaste sola. Con ese discurso del crecimiento, de la ambición… me abandonaste. Te empeñaste en invertir en ese bar, me usaste para conseguir el dinero de papá–Alejandro negó con efusividad–. No digas que no. Me enredaste para cumplir con tu deseo. ¿Y el mío? ¿Dónde quedó? Olvidado junto con aquel argentino al que conocí en Barcelona. Aquel jovencito que me sonrió una tarde de lluvia y que lo único que añoraba era dormir a mi lado. Nada más. No necesitabas nada más. ¿Te acuerdas? ¿Te acuerdas de eso? Apuesto que aquel muchacho debe sentirse totalmente traicionado.

–Aquel que conociste desapareció hace mucho tiempo Ana y sabes muy bien, mejor que yo, porqué. Porque la vida arrastra, empuja… obliga. ¿Tú me hablas de realidad a mí?  No puedo creerlo. Yo sé muy bien lo que es la realidad y cuánto cuesta todo, Ana. Yo, a diferencia de ti, tuve que hacer malabares para invitarte a salir y poder pagar la cuenta. Yo no tenía dónde dormir, prácticamente. Con lo único que contaba en ese momento era con una habitación de mala muerte y tu amor. Nada más. Y por supuesto que me aferré a ti y fuiste todo para mí.

–Me alegra que reconozcas eso. Fui. Hace tiempo que no lo soy.

–Fui muy feliz aquellos años, Ana. A tu lado conocí el mundo y gracias a eso, quise crecer. Por ti y por mí. ¿Qué tan malo puede ser eso? Quise ser mejor. La oferta de trabajo que se apareció era tentadora, no puedes negármelo.

–No, no. Era fabulosa y auguraba un futuro de ensueño para los dos. Sin embargo, decidiste dejarlo todo seis meses después de que nos instaláramos aquí. Me alejaste de mi familia y de mi casa, de mis proyectos. Y yo estaba feliz de hacerlo, no te lo niego. Porque te amaba como a nadie. Y te hubiese acompañado de vuelta a Argentina si me lo pedías.

–Ana… ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué me arrepiento de todo?

–No. Ya es muy tarde para eso. Ya ha pasado demasiada agua debajo de nuestros puentes.

–Pues tampoco podría hacerlo, ¿sabes? No me arrepiento de haberlo intentado. Sí, me he equivocado y mi necedad ha hecho estragos en nuestras vidas. No soy bueno siguiendo a los demás porque siempre he estado solo.

–Es ahí donde te equivocas. No has estado solo. ¡Jamás! Hemos estado aquí para ti por mucho tiempo. Demasiado, diría yo. Primero he sido yo, y luego yo junto a los niños. Esperándote por las noches, dejándote carteles con corazones, cartitas. Por Dios, si apenas te veíamos.

–Ahora lo veo. Ahora veo que he estado mirando las cosas de manera errónea. Y lo peor es que no puedo arreglarlo, tampoco.

–No. No podemos volver el tiempo atrás. No podemos recuperar todos los años que perdimos y en los que nos alejamos más y más. A mí no me interesa hacerlo, Alejandro y sé que a ti tampoco. Me has dejado de amar hace muchos años.

–Si lo sabías, si lo notaste… ¿Para qué o por qué te quedaste aquí?

–Pensé que si ya no nos amábamos como antes al menos seríamos unos buenos compañeros de vida. Que podríamos caminar juntos hacia la vejez aun cuando el único sentimiento que nos uniera fuese un profundo cariño. Pero tampoco. ¡Ni eso! Has destruido esa posibilidad también y con ella, me di cuenta de que merezco más. Merezco un compañero, sí, pero además alguien que me ame. Que tenga ganas de compartir su vida entera y su alma conmigo.

–Siento que he estado intentando sostener una pared que no tiene cimientos ni bases sólidas. Estoy agotado. He estado agotado desde hace tiempo.

–Es momento de descansar, entonces. Todos. Tú, yo y los muchachos.

–¿Seguiremos siendo una familia, Ana?

–Eso dependerá de ti, Alejandro.

***

–Gracias por recibirme, Hugo. En verdad… muchas gracias.

–No te preocupes. ¿Para qué están los amigos? El espacio es pequeño, pero creo que te servirá. Ya prácticamente no se utiliza, ahora que Betty se la pasa más instalada en el apartamento de nuestro hijo.

–¿Cómo está él? Disculpa que no te he preguntado antes. Es que con todo lo sucedido no he tenido cabeza. Perdón.

–Tranquilo. Ya lo sé. Andrés está mucho mejor. La operación ha salido de diez y creen que, con paciencia, volverá a ser el que era.

–Cuánto me alegro, Hugo. En verdad y de todo corazón.

–Yo también. Fueron momentos muy duros. Mucha tensión, pero tanto él como su madre son ¡excepcionales!

–¡Claro que sí! Te has ganado la lotería con ese par.

–Definitivamente. Bueno, te dejo para que te acomodes, hombre. No te retengo más. Allí tienes el baño y puedes utilizar todo lo que necesites. No hace falta que preguntes.

–Gracias por todo, Hugo.

–¿Irás al bar más tarde?

–Sí. Por la noche. ¿Vienes conmigo?

–No. Lo siento. Planeo llevarles algo de cenar a Betty y a Andrés.

–Me parece bien.

–Me voy, Ale.

–Ve tranquilo. Gracias de nuevo.

–Adiós.

Hugo desapareció de aquel pequeño apartamento que no era más que una gran habitación con baño privado y una cocinita con pocas comodidades. Por mucho tiempo lo habían rentado, pero últimamente se encontraba desocupado. Con rastros de humedad en los rincones, con olor a encierro y tristeza, pero con un amplio sillón en el que abrazar sus penas. Dejó su bolso, con las pocas pertenencias que se había llevado de la casa y se recostó. ¿Qué hacer? Esa era la gran pregunta que se venía repitiendo desde hacía un par de días. Por primera vez en su vida, se encontraba sin rumbo ni dirección.

Perdido, completamente perdido.

martes, 23 de abril de 2024

ATDLG: Capítulo 3

 

DE A DOS

NADIA

Había creído que podía. Se había creído imbatible, capaz de hacerlo sola. Había creído que no necesitaría apoyo o compañía. Sin embargo, cuando se encontró con los últimos resultados y la noticia de una futura operación, supo o entendió que debía compartir lo que ocurría.

Nadia:

¿Esta noche estarás ocupada?

 

Marina:

Vicky me ha invitado a cenar, pero puedo suspenderlo si hay un plan mejor.

😉

 

Nadia:

No, no. Ve tranquila.

Otro día nos veremos.

 

Marina:

¡No!

¡Hecho! Acabo de escribirle a Vicky.

Envía a Ben a algún lado, llevo alcohol.

 

Nadia:

Aquí te espero.

 

Marina:

Ya era hora, cabrona.

 

Nadia:

No llegues tarde.

Adiós.

 

Esperó con paciencia a que Marina llegara a su casa. Benjamín ya había hecho planes con sus vecinos; irían al cine y después una pijamada con otros compañeritos. Gloria trabajaría hasta tarde así que Paula cuidaría de los muchachos. Cocinó con esmero un pollo al champiñón que, sabía, le encantaría a su amiga. Descorchó una botella de vino y se preparó para compartir una noche que se avecinaba larga y amarga.  Golpearon la puerta y antes de abrir, respiró profundo. Se convenció de que necesitaba hacerlo. Que ya había llorado lo suficiente, que ya se había sentido impotente y que ahora le tocaba enfrentarlo. ¡Y qué mejor que hacerlo de la mano de su mejor amiga!

–Hola.

–Hola, hermosa mía –Marina entró con una sonrisa en el rostro y una botella de vino en la mano –¡No me digas que has preparado…! –exclamó al percibir el aroma que provenía de la cocina.

–Por supuesto. Sé muy bien qué es lo que te gusta, cariño.

–Eres la mejor. ¿Lo sabías?

–No. ¡Qué va! Vamos. Ponte cómoda que enseguida sirvo la comida. Espero no te moleste que comencemos por aquel –dijo señalando la bebida ya abierta sobre la mesa.

–Pero… ¡para nada! ¿Y mi sobrino?

–Ahora mismo deben estar en el cine. Ya nos enteraremos cuando regresen. Se quedarán a dormir aquí al lado.

–¿Y no hay peligro de que quiera regresar?

–No. Paula sabrá entretenerlos.

–Esa chica es un sol. No entiendo como no ha estudiado para ser maestra o algo así.

–Debería comentárselo, sí. Es cierto. Es demasiado buena con los niños. Y ellos… ¡la aman! –se acercó con los platos cargados y se acomodó frente a su amiga.

–Mmm. Huele delicioso. ¿Hacía cuánto no cenábamos tú y yo? ¿Solas?

–¡Puf! Ya ni lo recuerdo.

–Esa maldita oficina nos ha quitado las ganas de vivir –Nadia revoleó los ojos en señal de desaprobación y Marina sonrió con picardía–¡Perdón! Es que a veces se me olvidan tus aspiraciones… y cuánto quieres crecer allí dentro.

–Es un trabajo que me gusta. Lo disfruto y…

–Y el señor Rojas se ha portado tan bien conmigo–agregó en un tono sarcástico, imitándola.

–¡No te burles!

–No me burlo. Pero es que ya has pagado con creces tu famosa deuda, ¿no crees?

–Oh, sí. Ahora solo me quedo porque sé que, si te dejase sola, lo arruinarías todo–comentó sonriente.

–¡Calla! ¿Comemos?

–Por favor.

Mientras devoraban la especialidad de Nadia, conversaron de nimiedades; del trabajo, de los gastos, de las vacaciones y de las relaciones amorosas de ambas. Marina contó en qué estaba con Damián y la supuesta separación de su mujer. Nadia no dijo mucho al respecto porque a decir verdad desde que había intentado construir una relación con el doctor Hernández en Alovera, no había vuelto a estar con nadie y no se sentía capaz de expresar una opinión en cuanto a relaciones amorosas se tratara. El amor, al menos de pareja, ocupaba el último lugar en su lista de pendientes.

Con los platos sucios en el fregadero, las dos se tendieron en el sofá que por las noches se convertía en la cama de Nadia, con una copa en la mano.

–Ya hemos hablado de muchas cosas, pero aún no me has dicho por qué estoy aquí. O más bien, porqué has decidido hablar ahora y no hace dos meses atrás cuando sé que algo ha ocurrido contigo. ¿Qué ha pasado, Nadia? ¡No me digas que ha aparecido el padre de Ben!

–¡No! ¿Qué dices? Nada que ver.

–¿Entonces?

–Hablo cuando puedo. Ya me conoces –jugueteaba con el borde de la copa buscando las palabras exactas.

–De ciertas cosas–la corrigió–. Porque con otras no tienes problemas en contarme. Algo grave ha pasado y me alegro que hayas decidido hacerme partícipe esta noche–dijo como una caricia, animándola a hablar.

Pasaron unos largos segundos hasta que la voz de Nadia ocupó el lugar y con ella, su historia se hizo visible.

–Verás…–bebió un sorbo de vino antes de continuar para juntar fuerzas–me han diagnosticado cáncer de mamas. El día de aquel resfriado, ¿recuerdas? –Marina asintió sin moverse–. Ese día le comenté al doctor que me atendió, que sentía una pequeña molestia en mi pecho izquierdo. Y bueno, me hicieron una mamografía y unos estudios más, en los que salió que había algo allí.

–¿Ese mismo día te dijeron que tenías cáncer? –se apresuró a preguntar.

–Por la tarde, cuando regresé por los resultados… un doctor, algo más amable que el primero, me explicó lo que aparentaba verse en las imágenes. Me habló sobre la urgencia de la cuestión y al siguiente día me ocupé de lo que debía ocuparme. Ha habido más estudios y hoy ha llegado el resultado de la biopsia. Por supuesto; maligno. No te aburriré con detalles de qué tipo de tumor es, porque todavía no termino de entenderlo yo.

–Espera un momento–Marina se puso de pie y caminó frente a su amiga un par de veces antes de hablar. Nadia podía imaginar su cabeza entrelazando pensamientos– ¿Cómo es que no me lo has dicho antes? ¿Cómo has podido aguantar? ¿Y has estado soportando todo esto sola? ¿Todo este tiempo? –Nadia asintió y bajó la cabeza, agotada.

Marina apoyó su copa y la de su amiga sobre la mesita y se acercó con lentitud. Sabía cómo era ella; la conocía lo suficiente. Romper esa coraza que había traído desde el continente no era nada fácil. Sabía cuánto significaba este momento de supuesta debilidad para ella. Nadia siempre se mostraba fuerte, alegre, sonriente. Ella era el pilar de todo el mundo y ahora, así de vulnerable debía aceptar ayuda y acompañamiento de los demás cuando siempre la cosa había sido al revés.

–Pues ya no lo estás, ¿sabes? Yo estaré a tu lado en todo momento, Nadia. Y juntas haremos lo que haga falta hacer, ¿oíste?

–Tengo mucho miedo, Mari. Más que por mí...

–Por Ben–completó y Nadia asintió–. Lo sé, cariño. Lo sé.

–Tanto que… –el corazón de Marina acabó por desgarrarse de dolor y sin esperar, se abalanzó sobre su amiga, cubriéndola con sus brazos.

Lloraron las dos. Temblaron las dos. Desahogaron su alma hasta quedar laxas; elevaron plegarias a Dios y materializaron el deseo de estar mejor, de sortear este gran escollo. Quizá las buenas energías, las buenas intenciones, de a dos, funcionaran mejor.

***

La madrugada las encontró recostadas en la habitación de Ben, ambas con los ojos enrojecidos de tanto llorar. La angustia y el temor se habían hecho visible y las dos conocían todo lo que aquello podría traer y cuál podría ser el desenlace. Marina giró para enfrentarla y Nadia hizo lo propio. Se miraron con atención casi sin pestañear.

–Imagino que, conociéndote, querrás ocultárselo a tu hijo. Salvarlo de las preocupaciones, ¿verdad?

–No sé qué hacer.

–Deberías decírselo–opinó Marina resuelta.

–Pero…

–Sí, lo sé. Será muy duro para él, pero es un muchacho despierto e inteligente. No lo subestimes. Además, toda la ayuda que puedas conseguir, será bienvenida. Sabes que se vendrán tiempos difíciles, Nadia. No será fácil y que él lo sepa, te ayudará a transitarlo mejor.

–Lo sé. Es solo que… no quiero que piense que voy a morirme, ¿sabes? No quiero que esté pensando en eso cuando debería estar disfrutando de su vida, de sus amigos, de la escuela. ¿Te he contado que, al parecer tiene novia?

–¿Otra?

–Así cómo lo oyes. Paula me ha enviado una foto de él y una niña pelirroja hermosísima, conversando en la puerta de la escuela.

–¡Cuánto ha crecido! ¡Santo Dios! Pensar que apenas decía algunas palabras cuando lo conocí.

–Muchísimo, sí. Pero, si bien está más grande y maduro, sigue siendo mi bebé.

–¿Y qué harás cuando comiences con las quimios? Sabes que el cabello se caerá, que no te sentirás muy bien.

–Entre otras cosas, sí.

–Sea lo que sea que decidas, aquí estaré.

–Gracias. Sabes que eres mi familia y que desde que llegamos con Ben, tú has sido un ángel para nosotros. Contar contigo es una bendición.

–Ya, ya. Sabes cuánto los quiero a ustedes también. Iremos paso a paso. Lo importante aquí es cargarse de buenos pensamientos. Te has permitido llorar, dudar, estar triste, asustada, pero ya está. ¿Okey? ¡Ya! A partir de mañana comenzaremos a pensar distinto. Hay que visualizarse sano. La mente es poderosa, amiga. Muy poderosa.

–Lo sé. Lo intentaré.

–No, no. Es más que intentarlo. ¡Lo lograremos! Ya lo verás. Ahora cuéntame más del doctor Aguirre. Quiero saberlo todo–Nadia soltó una pequeña carcajada que trajo algo de la calma y la esperanza anhelada.

–Es muy joven; tanto que dudé si realmente estuviese recibido–se burló Nadia.

–¿Cuán joven?

–Estimo que como treinta y pico.

–Uy, justo lo que estoy necesitando para olvidarme del energúmeno de Damián.

–Cuéntame de él. ¿Qué es lo que está pasando entre ustedes?

–Pues nada. No pasa nada. Él se empeña en pedir tiempo para separarse y yo sé que no lo hará jamás. No tiene las agallas para vivir, para ir por lo que en verdad desea. Es un cobarde, básicamente.

–No todos podemos ser tan seguros como tú, Mari.

–No se trata de seguridad. Se trata de buscar ser feliz. Nada más simple que eso. ¿Para qué quedarse en un sitio que te amarga, que saca lo peor de ti? ¿Por qué no vivir por siempre y para siempre en un subidón maravilloso de alegría y adrenalina, de risas… de fiestas?

–Eres única. ¿Lo sabes?

–¡Y a mucha honra! En este mundo repleto de falsedad y amargura, cualquiera que se anime a ser, es tildado de diferente. Pero no me molesta, eh. Todo lo contrario. Orgullosa, cargo mi bandera de libertad.

–Sí, sí. Mucha liberación, mucha libertad, mucha adrenalina, pero tú lo sigues amando.

–Por desgracia, sí. Digamos que intento hacerme la superada, pero sé que su última conexión ha sido hace una hora y diez minutos. A quién quiero engañar, ¿verdad?

–Somos todo eso y más, Mari. El subidón y la adrenalina. Y también la amargura y la tristeza. No podemos evitarlo.

–¡Puaj! Por eso, dime algo. ¿Cuándo es que tienes que ir al médico? Quiero conocer al doctorcito.

–El próximo viernes tengo que llevar los resultados de la biopsia. Allí sabremos cuáles son los pasos a seguir.

–Bien. Iré contigo–declaró mientras se quitaba el vestido para ponerse el pijama–. Además de acompañarte, quizás el doctor Aguirre resulte ser un buen aliciente para dejar de pensar en el idiota ese.

Nadia rio ante el comentario y llevó las copas a la cocina. A su regreso, se detuvo en el umbral. Marina ya se acomodaba en la cama. Como cada vez que cenaban, la cita acababa con las dos durmiendo juntas hasta el otro día.

–Mari.

–¿Sí?

–Quería preguntarte algo.

–Claro. Lo que quieras.

–¿Te molestaría cambiar tus vacaciones por las mías? Quisiera llevar de paseo a Ben antes de que comience el tratamiento. Quizás ya no podré hacerlo después, tú sabes.

–¡Por supuesto que sí! No he programado nada aun así que puedo moverlas, tranquila. ¿Dónde planeas ir?

–Quisiera regresar a Madrid.

–¿¡A Madrid!? ¿Y qué harás allí?

–Intentar ver a Becca.

–¿Has hablado con ella?

–No.

–¿Y planeas caerle de sorpresa?

–Pues, sí.

–¿A qué se debe este cambio? –se sentó sobre la cama y la observó con atención–. Por lo que me has contado, las cosas con tu hermana no han acabado bien–Nadia se la quedó mirando sin decir nada– ¡Oh! Ahora entiendo todo–dijo cuando se dio cuenta de lo que pensaba su amiga.

–No iré allí a dar lástima si es eso lo que estás pensando–se alejó camino al baño y Marina abandonó su posición para seguirla.

–¿Entonces? ¿A qué vas? –le preguntó con seriedad.

–Quiero que conozca a su sobrino.

–¿Y cómo sabes que estará feliz de hacerlo?

–Rebeca amará a mi hijo sin importar lo que haya ocurrido entre nosotras. La conozco lo suficiente.

–Sigo sin entender.

–Si algo me sucediese… –comenzó a decir mientras colocaba la pasta en su cepillo.

–¡No! ¡No, no, no! Ni siquiera lo digas. ¡Ni siquiera lo pienses, maldición! ¿Qué fue lo que hablamos?

–Si algo me sucediese…–continuó con seguridad–quisiera que Ben tuviese a alguien más en su vida a aparte de ti.

–¿Estás segura de que te hará bien?

–No lo sé, pero quiero hacerlo. No le diré nada de mi situación. Solo intentaré hacer que conozca a Ben. Nada más.

–Si te digo que creo que estás equivocada, irás de todas maneras. Entonces, dime. ¿Qué día planeas viajar?