MARGARITA
NADIA
El azul del mar debajo de sus pies la obnubiló. Últimamente todo la
sorprendía y pasaba largos minutos observando cosas que siempre habían estado
allí, pero que ahora se le antojaban distintas. Quizás se debía a la posibilidad
de morirse y la necesidad de vivir cada segundo como si fuera el último;
aferrándose a todo lo lindo que la vida podía regalarle. ¡Quién sabe! Había
llegado a la conclusión que no le temía a la muerte sino a lo que aquello
provocaría en Ben; su niño adorado, su príncipe azul. Quería dejar el camino de
su pequeño lo más resuelto posible. Había logrado desprenderse del miedo y
aceptar que aquello era simplemente un escollo. Un escollo del que debía
ocuparse si quería disfrutar de su hijo por mucho tiempo más.
La doctora Martín, jefa de oncología del hospital Negrín le había dado
una cita unos días atrás y le había explicado con calma todos los detalles de
su estado. Escucharla le había traído algo de paz porque ella misma había sido
paciente y se había recuperado. Había esperanzas, muchas, si el tratamiento
funcionaba. Por lo pronto, arrancarían con sesiones de quimioterapia una vez
regresaran de su viaje. Luego, de acuerdo a su evolución, evaluarían el tema de
la operación.
Pensaba en sus horarios, en la organización familiar y en que tarde o
temprano, debería contarle a su hijo lo que sucedía, cuando su vocecita la
alcanzó.
–¿Estás bien, mamá? –preguntó Ben más atento a ella que de costumbre,
como si intuyera que algo estaba sucediendo.
–Sí, cielo. Un poco nerviosa. Hace muchos años que no vuelo en avión–mintió
y esperó que su hijo no hallara grietas en su respuesta.
–Yo estoy fascinado. Quizás me convierta en piloto. Acabo de descubrir
que me gustan las nubes.
–Ah, ¿sí? ¿Y qué ocurrió con aquello de ser bombero?
–Podría ser las dos, ¿no crees?
–Podrás ser todo lo que sueñes.
Benjamín sonrió complacido y continuó mirando los dibujos animados en la
pantalla que aparecía delante de él. Ella en cambio, regresó la vista al
horizonte. Ya no se veía el mar sino una alfombra blanca iluminada apenas por
el sol del atardecer.
Regresaba a Madrid. Regresaban los recuerdos.
11 años atrás.
–Respira. Vamos.
Respira conmigo–inhalé y exhalé mientras daba vueltas por la habitación
buscando que el aire entrara a mis pulmones–. Vamos. Tú puedes. Vamos–repetía
Becca como autómata.
–No puede ser–no podía
creerlo. Mi pecho subía y bajaba agitado ante la noticia que acababa de recibir
y que aún sostenía entre las manos.
–No es el fin del
mundo, Nadia–decía mi hermana y para mí lo era. Era el maldito apocalipsis.
–¿Qué haremos ahora?
No, no. ¡No puede estar pasándome esto!
–Todo irá bien. Lo
resolveremos. No eres ni la primera ni…
–¡No se lo cuentes a
nadie! –interrumpí desesperada y rogaba que por primera vez me hiciera caso–.
¡Por favor!
–Deberías hablar con
papá y mamá. Estoy segura de que lo entenderán.
–No. No lo harán. Mamá
se ha cansado de decirme que me cuidara, que… ¡Dios! ¡Me matarán! –¿Es que
acaso no los conocía? Me juzgarían. Lo sabía.
–No. Ya verás que no.
–Si la embarazada
fueses tú, estoy segura de que hasta lo celebrarían. En cambio, yo… conmigo
todo es muy distinto, Becca. Las dos lo sabemos muy bien.
–No digas esas cosas.
–¡Pues es cierto! No
se los diré aún. No. Primero necesito hablar con… con… Lucas, sí. Debo saber
qué piensa él. Quizás podría irme a vivir a su casa, no sé…trabajar en algún
sitio… ¡Debo ir a verlo! –mi cabeza
comenzaba a elucubrar un plan.
–¿Tienes que hacerlo
ahora? ¿A esta hora de la noche?
–Sí. Ahora–tomé mi
bolso, guardé algunas pocas pertenencias y antes de cruzar la puerta le dije–:
¡Ni una palabra a nadie, Rebeca!
–No puedes pedirme eso–sabía
que tenía la lengua floja. Aquel era uno de sus mayores defectos. No podía
guardar un maldito secreto.
–Dame veinticuatro
horas, al menos–era todo lo que necesitaba.
–Un día, Nadia. Un
solo día.
Y no había sido un día. Habían sido horas. Cuando no la encontró en casa
al regresar de la escuela, corrió a la cocina y se lo contó todo a su mamá.
Afortunadamente, Nadia la conocía tan bien que se le había adelantado unos
cuántos pasos. Para cuando su familia supo lo del embarazo ella ya se
encontraba camino a la casa de su abuela en Alovera.
Recordar a Margarita la puso triste. Tan tiste que tuvo que mojarse el
rostro en el apretado baño de avión para recomponerse. Aun dolía su ausencia.
–¿Estás bien, mamá? –volvió a preguntar su hijo cuando se acomodó en el
asiento.
–Sí. Ya estoy mejor–acarició su cabello y besó su frente.
–Háblame de la tía. Quiero saber cómo es.
–Uff… ¿Qué puedo decirte? Rebeca es… especial.
–¿A qué te refieres?
–A que… bueno… ella…
–Disculpen. ¿Qué desean cenar? ¿Pollo, pescado o…?
La azafata llegó en el momento más oportuno y Nadia lo agradeció para
sus adentros. No sabría qué decirle a Ben, exactamente. No sabía si contarle de
aquella que le había enseñado a andar en bicicleta, o de la que había roto su
promesa confesándole a sus padres acerca de su embarazo adolescente. O quizás,
podría hablarle de la persona con la que habló por teléfono el día que su madre
murió. Esta última versión de Becca, como solía llamarla, no era la más
afortunada, a decir verdad.
–Podría hablarte de la bisabuela Margarita, si quieres. Y de paso
contarte que nos quedaremos en su casa, ¿sabes?
–¿Sí? ¿En Avo…?
–Alovera. Y te llevaré al lugar donde naciste y en el que diste tus
primeros pasos. Y volverás a ver a tu padrino.
–¡Sí! Cuéntame. Cuéntame de nuevo cómo fue que nací.
–Antes de llegar a ese punto en la historia quiero contarte sobre el día
que volví a ver a tu bisabuela.
–¿Es cierto que tuviste que irte de tu casa porque estabas embarazada de
mí?
–Así es. Yo era muy pequeña y a tus abuelos no les gustó. Entonces, como
yo quería tenerte solo para mí–lo acurrucó en sus brazos–, me monté a un
autobús y me fui a vivir con Margarita. Estaba muy nerviosa porque la había
visto pocas veces, ¿sabes? Y tenía miedo que no quisiera recibirme.
10 años atrás.
No puedo estar
embarazada. No puedo estar embarazada. No puedo estar embarazada.
Una vez que deseché la
posibilidad de esconderme en casa de mis amigos, decidí viajar a lo de mi
abuela, con el poco dinero que tenía encima. Asumí que mis padres no tardarían
en buscarme en lugares conocidos; entonces, debía ir más lejos. Mi madre no tenía
contacto con ella, pero yo sabía que vivía en Alovera. Y, si bien ellas dos no
hablaban, la abuela Margarita se las arreglaba para dejarnos saber que pensaba
en nosotras.
Llegué a la ciudad
cuando el sol apenas acariciaba los tejados. Encontré un restaurante y desayuné
mientras pensaba qué le diría; si es que la encontraba, claro. Me estaba
arriesgando a que me corriera, a que no me aceptara, a que se molestara tanto
que amenazara con llamar a mi casa, contándole a mi familia dónde estaba. Sin
embargo, algo me decía que había tomado la decisión correcta. No podía quedarme
en la ciudad, no podía enfrentarme a los ojos de mis padres que, al igual que
todos, juzgarían mi accionar. Sería el hazmerreír de los Santana. Sería aceptar
que todos habían tenido razón; que no servía para nada más que para causar
problemas.
Con el estómago lleno
y más decidida que unas horas atrás, comencé mi recorrida. Sabía que mi abuela
era dueña de una tienda, que había sido maestra, que su último esposo se
llamaba Paco y que había sido zapatero. Con esos datos y su nombre y apellido,
pregunté y pregunté hasta dar con ella. La había visto en fotos alguna vez,
pero, aun así, no me costó reconocerla entre un grupo de mujeres que
conversaban en el parque de la Tirolina donde me habían indicado que estaba. Mi
madre era un calco suyo solo que con el cabello menos canoso. Antes de
acercarme, acomodé mi ropa y respiré profundo. Crucé la calle y me detuve a
unos pocos pasos de ellas.
–Bue… buenos días.
–¡Hola! –escuché
repetidas veces.
–Quisiera hablar con Margarita,
¿podría ser? –pregunté mirando fijamente el perfil de mi abuela.
–Sí, claro–la mujer se
giró para enfrentarme.
–Hola. Soy...
–¡¿Nadia?! ¡¿Eres tú?!
–se abalanzó sobre mí antes de que pudiera presentarme–. Oh, claro que sí.
¡Eres tú! Muchachas, ella es mi nieta. La más pequeñita. ¿Acaso no es preciosa?
–sonreí nerviosa–¿Qué estás haciendo por aquí? ¿Has venido solita? ¿Y tu
hermana? ¿Tus padres?
–Quisiera hablar con
usted, si es posible.
–Sí, claro. Vamos para
la casa. ¡Chicas! Más tarde conversamos, ¿sí?
Caminamos unas cuadras
hasta detenernos frente a un portón blanco. Giró la llave y me invitó a pasar.
Ya dentro, la frescura del hogar me tranquilizó. Me ofreció algo para beber y
acepté. Una vez acomodadas en el salón, me tocaba explicar la situación.
–¿La escuela? –preguntó
para abrir la conversación.
–En el mismo sitio,
estimo–no le hizo gracia mi chiste.
–¿Y tu hermana?
–Muy bien, gracias.
–¿Tu madre?
–Trabajando, supongo.
–¿A qué has venido,
cariño? Habla de una vez–no había enojo en su tono de voz, pero sí
incertidumbre y ansiedad.
–Bueno… yo… verá… me
he enterado de–tomé aire y solté mi verdad– …que estoy embarazada–se llevó las
dos manos a los labios y me observó por unos minutos sin decir nada.
–¿Cuántos años tienes?
¿Dieciséis?
–En un mes cumplo
diecisiete.
–¡Santo Dios! –se puso
de pie y desapareció. Regresó con una copa vacía que olía a coñac, sin los
lentes y con el cabello algo revuelto–. Al parecer, la manzana no cae muy lejos
del árbol.
–¿A qué se refiere?
–Yo he quedado
embarazada a los quince. Tu madre a los diecinueve. Y tú, cariño, has seguido
la misma tradición.
–¿O querrá decir
maldición?
–No, no. Maldición
jamás. Un hijo es un regalo de Dios. ¿Tus padres lo saben?
–Estimo que, para esta
hora, ya lo sabrán. Becca no podrá guardar el secreto por mucho tiempo. Me he
marchado apenas lo confirmé.
–Entiendo. Carmen
puede ser un poco… en fin. Ya conocemos a tu madre. Y, cuéntame. ¿Qué hay del
padre?
–Mmm… bueno. Verá. Solo
lo he visto una vez, en una fiesta. Ni siquiera recuerdo su nombre, a decir
verdad.
–¿Y qué has venido a
buscar aquí? ¿Dinero?
–No, no. Solo quería
preguntarle si puedo quedarme unos días, hasta que decido qué hacer. Estoy
segura de que mamá no se imaginará que estoy aquí y si lo hace, no vendrá a
buscarme tampoco. Y, estimo que usted tampoco se lo contaría, ¿verdad? –se
quedó callada por un largo tiempo mientras yo sostenía la respiración
aguardando su respuesta–. Es demasiado. Lo sé. Fue un atrevimiento de mi parte,
aparecerme así y pedirle semejante cosa–me puse de pie y quise despedirme, pero
me detuvo con un roce cariñoso.
–Hoy tengo un almuerzo
con unas amigas. A algunas de ellas, las has visto en el parque. Si quieres,
puedes darte un baño mientras preparo la comida. Esta es tu casa, cariño.
Siempre lo ha sido. Tanto para ti, como para tu madre y tu hermana. Quédate
todo el tiempo que quieras.
–Y la abuela te dejó
quedarte–agregó Ben sorprendido.
–Me dejó quedarme y me
ayudó a criarte. Los primeros años fueron muy difíciles para mí. No sabía cómo
ser mamá y ella fue…–un nudo de nostalgia se atravesó en su garganta al
recordar cada detalle y cada cosa que había aprendido a su lado– todo para
nosotros. Ella nos salvó, hijo. Si la abuela Margarita no nos hubiese abierto
las puertas, no sé qué hubiese sido de nosotros.
–¿Y los abuelos nunca
fueron a verte?
–Esa es otra historia
que te contaré más adelante.
Ben se quedó dormido
poco después de la cena. Nadia envidió su capacidad de descansar en cualquier
sitio. Ella, en cambio, no podía hacerlo. Demasiados pensamientos sobrevolaban
en su cabeza como para entregarse al sueño. De todo, lo que más la atormentaba,
era el encuentro con Becca. ¿La recibiría? ¿Podría perdonarle todos aquellos
años alejadas? ¿Su ausencia en los momentos más difíciles? Esperaba que así lo
hiciera no por ella, sino por su hijo.