La marea lo
atraía como el polen a las abejas. Sentado sobre la fina arena en una playa
solitaria, decidió hacerse a la mar. Un par de contactos, unos apretones de
mano y cuando menos lo pensó, se encontraba lanzando amarras en un puerto
lejano.
Creía que había
hallado la felicidad entre la espuma y la sal. Creía que su destino se labraba
en el vaivén de las olas. ¡Qué equivocado estaba! Su mundo y sus planes se
desmoronaron cuando la vio atravesar el muelle atestado de pescadores. Miraba
hacia los barcos amarrados mientras avanzaba hacia el suyo. Tenía el cabello
lacio y una figura pequeña. Su sonrisa resplandecía en la mañana nublada. Llegó al borde de su embarcación y preguntó
por alguien. Un movimiento apresurado llamó su atención. Joan, su mejor amigo,
avanzaba a largas zancadas por estribor, con la mirada fija en la muchacha que
acababa de llegar.
Joan. Había
conocido a ese noble hombre, un tiempo después de embarcarse. Joan era cordial,
buen compañero y nunca se inmiscuía en ninguna disputa a bordo. Siempre estaba
haciendo lo suyo, alejado del resto de la tripulación. Eran sus cualidades
honorables las que lo había llevado a hablarle durante una noche tormentosa en
la que la mayoría pretendía dormir. Desde que el mar les perdonó la vida y
hasta el día de hoy, Joan era el hermano que había elegido.
La sonrisa
de su amigo se ampliaba cada vez más, mientras avanzaba hacia ella. Había
detenido el trabajo para observarlos. Se abrazaron y aún en la distancia pudo
ver como los labios de Joan rozaban la blancura de su cuello. Todo lo demás
ocurrió muy rápido. Tanto que, no se dio
cuenta cómo llegó a una mesa adornada, repleta de comida, en una casa humilde a
pocos metros del muelle. Los arrumacos de la flamante pareja no lo dejaban
concentrarse en las palabras dulces y amables de la dueña de casa. En lo único
que pensaba era en las veces que había visto sonreír a Joan. Muy pocas. Más tarde, mientras bebían una cerveza y
observaban la luna balancearse sobre el mar, se enteró de los detalles. Kamil
era la prometida de Joan. La próxima vez que atracaran en su puerto, se
casarían.
Esa noche
Joan durmió en la casa de sus futuros suegros. Él, como siempre, dormiría en su
litera incomoda. Antes de abandonarse a los sueños, caminó por la costa. Sus
pies se enterraban en la arena húmeda y el silencio del pueblito que renacía
con el amanecer, lo invitaban a pensar. Se había enamorado de Kamil. No había
duda. Se había enamorado como un idiota de la mujer su amigo.
La mañana
trajo consigo un poco de paz. El ajetreado día lo mantuvo ocupado. Joan se había
tomado unos días y no volvería a trabajar sino hasta que volvieran a zarpar. No
había vuelto a ver a Kamil. Sin embargo y pese a estar fuera de servicio, su
amigo, se acercaba a tomar una cerveza con él, como cada atardecer.
—Me pregunto…
cuándo regresaremos.
—Tal vez en
unos meses. ¿Por qué?
—Kamil
quiere casarse antes de que nos vayamos.
—¿Por qué el
apuro?
—No lo sé.
De repente quiere casarse ya mismo. Habíamos quedado en que…
—¿Cuál es el
problema? ¿Es que acaso no la amas?
—No es eso,
amigo.
—¿entonces
qué?
—Yo…
—¿tú, qué?
—Veras…Kamil
no es la única…
—¿No le eres
fiel?
—Desde que
la conocí no he estado con nadie más. Es que… estoy casado.
—¿Casado?
—Sí. Mi
esposa se llama Loana. Vive en mi pueblo. Y eso no es todo.
—¿Qué más?
—Tenemos una
hija. Samira.
La confesión
de Joan solo había revuelto las aguas del océano que se agitaba en su
interior. Una vez que hubo terminado de
hablar y de explicar, se mantuvo callado. No lo juzgaba. Sabia lo dura que
podía ser la vida de un hombre en altamar. También sabia de las sensaciones que
producían una mujer como Kamil.
—¿Qué
piensas hacer?
—No lo sé.
Ya no
hablaron más al respecto aunque siguieron cenando juntos en la casa de la
muchacha. Joan se mostraba esquivo y pensativo. Kamil sufría por su
indiferencia. Esa preocupación, la llevo a seguirlo en su caminata nocturna
antes de ir a dormir. Se dio cuenta que lo seguía apenas llegado a la costa.
Caminaron un buen rato y se sentaron al final de la playa a contemplar los
rayos que iluminaban el firmamento y hacían bramar al mar.
—Ya no me
quiere. ¿Por qué?
—¿El te ha
dicho eso?
—No. Pero lo
sé. No se quiere casar conmigo.
—Deberías
hablar con él. —Intentó ponerse de pie, pero unas manos suaves lo retuvieron.
—Ya lo
intenté.
—¿Qué
quieres que haga?
—Habla con
él. Dile que lo amo.
—Él lo sabe.
—Se deshizo de su mano y la abandonó en la orilla.
El sol asomó
tímido en el horizonte y trajo con él, el último día en aquel lugar. Joan
apareció cerca del medio día con su bolso.
—¿Has tomado
una decisión?
—Me casaré
con ella. Nadie se enterará, jamás. Viajaría una vez al año.
—Joan…
—No lo
digas. No hagas que cambie de opinión. Te lo suplico. Es lo mejor.
—Creo que
estas equivocado.
—No puedo
romperle el corazón.
—Se lo
romperás de todas maneras.
—No, si no
se entera.
Esa noche,
como despedida, la familia de Kamil se había esmerado más de lo normal. Mucha
bebida, mucha comida. Para el final de la cena, el alcohol había recorrido su
cuerpo y no podía mantenerse en pie. Intentaba no pensar, concentrarse en otras
cosas como en lo plateado de la luna, y el brillo de las estrellas. Kamil salió
detrás de él para agradecerle.
—Gracias.
Gracias por hablar con él. Por hacerlo entender…
—No he sido
yo.
—No me
importa ya. Ahora que estamos casados…
—¿Casados?
—Sí. Joan y
yo nos hemos casado esta mañana. —Kamil sonreía y le regalaba la blancura de
sus dientes perfectos.
—No puedo
creerlo. Lo ha hecho.
—¿Hacer qué?
—Nada. No
importa ya.
—¿Qué
ocurre? —Él se volvió de pronto, mirándola fijamente. Se acercó a tal punto que
su respiración, rozaba sus mejillas.
—él no te
merece, Kamil. —los ojos de ella, revoloteaban de acá para allá.
—¿Qué pasa
aquí?—la voz de Joan, lo atravesó como un puñal. Kamil se rebulló y apresurada caminó
hacia él.
—Sólo me
estaba felicitando.
—Ya veo.
—No hace falta
que le mientas, Kamil. Él sabe muy bien de que se trata todo esto. No puedo
creer que lo hayas hecho.
—No
hablaremos aquí. —Joan se movió rápidamente hacia él, intentando arrástralo
fuera de la casa.
—Sí. Hablaremos
aquí. —la cabeza le martillaba y cada segundo que pasaba se sentía más seguro.
Tal vez fuese por el alcohol. —ella debe saberlo.
—¿Saber qué?
—inquirió Kamil.
—No lo
hagas. —suplico con las palabras y la mirada, Joan.
—Joan está
casado.
Lo que
siguió fue confusión. Llantos, gritos y un par de puñetazos en la cara.
Despertó con el balanceó del mar. Sabía que se estaba moviendo. Vomitó antes
que pudiese bajar de su litera. Cuando por fin se sintió mejor, subió a
cubierta. Ahí estaba, ajustando cosas en el bauprés. Se acercó tambaleando
porque la jaqueca no lo dejaba enfocar. La marea no ayudaba.
—Lo siento.
—Espero que
estés contento.
—No lo
estoy. Pero era lo mejor.
—No, no lo
era. No para ella.
—Joan…
—No hables
más. No quiero que vuelvas a dirigirme la palabra. Nunca más.
Caminó hacia
la borda y allí permaneció, observando el pueblo de Kamil, hacerse cada vez más
pequeño.
Allí, en
aquel lugar recóndito quedaban los resquicios de su amor y su amistad.