sábado, 27 de agosto de 2016

El pueblo de Kamil



La marea lo atraía como el polen a las abejas. Sentado sobre la fina arena en una playa solitaria, decidió hacerse a la mar. Un par de contactos, unos apretones de mano y cuando menos lo pensó, se encontraba lanzando amarras en un puerto lejano.
Creía que había hallado la felicidad entre la espuma y la sal. Creía que su destino se labraba en el vaivén de las olas. ¡Qué equivocado estaba! Su mundo y sus planes se desmoronaron cuando la vio atravesar el muelle atestado de pescadores. Miraba hacia los barcos amarrados mientras avanzaba hacia el suyo. Tenía el cabello lacio y una figura pequeña. Su sonrisa resplandecía en la mañana nublada.  Llegó al borde de su embarcación y preguntó por alguien. Un movimiento apresurado llamó su atención. Joan, su mejor amigo, avanzaba a largas zancadas por estribor, con la mirada fija en la muchacha que acababa de llegar.
Joan. Había conocido a ese noble hombre, un tiempo después de embarcarse. Joan era cordial, buen compañero y nunca se inmiscuía en ninguna disputa a bordo. Siempre estaba haciendo lo suyo, alejado del resto de la tripulación. Eran sus cualidades honorables las que lo había llevado a hablarle durante una noche tormentosa en la que la mayoría pretendía dormir. Desde que el mar les perdonó la vida y hasta el día de hoy, Joan era el hermano que había elegido.
La sonrisa de su amigo se ampliaba cada vez más, mientras avanzaba hacia ella. Había detenido el trabajo para observarlos. Se abrazaron y aún en la distancia pudo ver como los labios de Joan rozaban la blancura de su cuello. Todo lo demás ocurrió muy rápido.  Tanto que, no se dio cuenta cómo llegó a una mesa adornada, repleta de comida, en una casa humilde a pocos metros del muelle. Los arrumacos de la flamante pareja no lo dejaban concentrarse en las palabras dulces y amables de la dueña de casa. En lo único que pensaba era en las veces que había visto sonreír a Joan. Muy pocas.  Más tarde, mientras bebían una cerveza y observaban la luna balancearse sobre el mar, se enteró de los detalles. Kamil era la prometida de Joan. La próxima vez que atracaran en su puerto, se casarían.
Esa noche Joan durmió en la casa de sus futuros suegros. Él, como siempre, dormiría en su litera incomoda. Antes de abandonarse a los sueños, caminó por la costa. Sus pies se enterraban en la arena húmeda y el silencio del pueblito que renacía con el amanecer, lo invitaban a pensar. Se había enamorado de Kamil. No había duda. Se había enamorado como un idiota de la mujer su amigo.
La mañana trajo consigo un poco de paz. El ajetreado día lo mantuvo ocupado. Joan se había tomado unos días y no volvería a trabajar sino hasta que volvieran a zarpar. No había vuelto a ver a Kamil. Sin embargo y pese a estar fuera de servicio, su amigo, se acercaba a tomar una cerveza con él, como cada atardecer.
—Me pregunto… cuándo regresaremos.
—Tal vez en unos meses. ¿Por qué?
—Kamil quiere casarse antes de que nos vayamos.
—¿Por qué el apuro?
—No lo sé. De repente quiere casarse ya mismo. Habíamos quedado en que…
—¿Cuál es el problema? ¿Es que acaso no la amas?
—No es eso, amigo.
—¿entonces qué?
—Yo…
—¿tú, qué?
—Veras…Kamil no es la única…
—¿No le eres fiel?
—Desde que la conocí no he estado con nadie más. Es que… estoy casado.
—¿Casado?
—Sí. Mi esposa se llama Loana. Vive en mi pueblo. Y eso no es todo.
—¿Qué más?
—Tenemos una hija. Samira.  
La confesión de Joan solo había revuelto las aguas del océano que se agitaba en su interior.  Una vez que hubo terminado de hablar y de explicar, se mantuvo callado. No lo juzgaba. Sabia lo dura que podía ser la vida de un hombre en altamar. También sabia de las sensaciones que producían una mujer como Kamil.
—¿Qué piensas hacer?
—No lo sé.
Ya no hablaron más al respecto aunque siguieron cenando juntos en la casa de la muchacha. Joan se mostraba esquivo y pensativo. Kamil sufría por su indiferencia. Esa preocupación, la llevo a seguirlo en su caminata nocturna antes de ir a dormir. Se dio cuenta que lo seguía apenas llegado a la costa. Caminaron un buen rato y se sentaron al final de la playa a contemplar los rayos que iluminaban el firmamento y hacían bramar al mar.
—Ya no me quiere. ¿Por qué?
—¿El te ha dicho eso?
—No. Pero lo sé. No se quiere casar conmigo.
—Deberías hablar con él. —Intentó ponerse de pie, pero unas manos suaves lo retuvieron.
—Ya lo intenté.
—¿Qué quieres que haga?
—Habla con él. Dile que lo amo.
—Él lo sabe. —Se deshizo de su mano y la abandonó en la orilla.
El sol asomó tímido en el horizonte y trajo con él, el último día en aquel lugar. Joan apareció cerca del medio día con su bolso.
—¿Has tomado una decisión?
—Me casaré con ella. Nadie se enterará, jamás. Viajaría una vez al año.
—Joan…
—No lo digas. No hagas que cambie de opinión.  Te lo suplico. Es lo mejor.
—Creo que estas equivocado.
—No puedo romperle el corazón.
—Se lo romperás de todas maneras.
—No, si no se entera.
Esa noche, como despedida, la familia de Kamil se había esmerado más de lo normal. Mucha bebida, mucha comida. Para el final de la cena, el alcohol había recorrido su cuerpo y no podía mantenerse en pie. Intentaba no pensar, concentrarse en otras cosas como en lo plateado de la luna, y el brillo de las estrellas. Kamil salió detrás de él para agradecerle.
—Gracias. Gracias por hablar con él. Por hacerlo entender…
—No he sido yo.
—No me importa ya. Ahora que estamos casados…
—¿Casados?
—Sí. Joan y yo nos hemos casado esta mañana. —Kamil sonreía y le regalaba la blancura de sus dientes perfectos.
—No puedo creerlo. Lo ha hecho.
—¿Hacer qué?
—Nada. No importa ya.
—¿Qué ocurre? —Él se volvió de pronto, mirándola fijamente. Se acercó a tal punto que su respiración, rozaba sus mejillas.
—él no te merece, Kamil. —los ojos de ella, revoloteaban de acá para allá.
—¿Qué pasa aquí?—la voz de Joan, lo atravesó como un puñal. Kamil se rebulló y apresurada caminó hacia él.
—Sólo me estaba felicitando.
—Ya veo.
—No hace falta que le mientas, Kamil. Él sabe muy bien de que se trata todo esto. No puedo creer que lo hayas hecho.
—No hablaremos aquí. —Joan se movió rápidamente hacia él, intentando arrástralo fuera de la casa.
—Sí. Hablaremos aquí. —la cabeza le martillaba y cada segundo que pasaba se sentía más seguro. Tal vez fuese por el alcohol. —ella debe saberlo.
—¿Saber qué? —inquirió Kamil.
—No lo hagas. —suplico con las palabras y la mirada, Joan.
—Joan está casado.
Lo que siguió fue confusión. Llantos, gritos y un par de puñetazos en la cara. Despertó con el balanceó del mar. Sabía que se estaba moviendo. Vomitó antes que pudiese bajar de su litera. Cuando por fin se sintió mejor, subió a cubierta. Ahí estaba, ajustando cosas en el bauprés. Se acercó tambaleando porque la jaqueca no lo dejaba enfocar. La marea no ayudaba.
—Lo siento.
—Espero que estés contento.
—No lo estoy. Pero era lo mejor.
—No, no lo era. No para ella.
—Joan…
—No hables más. No quiero que vuelvas a dirigirme la palabra. Nunca más.
Caminó hacia la borda y allí permaneció, observando el pueblo de Kamil, hacerse cada vez más pequeño. 
Allí, en aquel lugar recóndito quedaban los resquicios de su amor y su amistad.

jueves, 18 de agosto de 2016

Cuidar el amor


Todos perdimos un amor. Algunos lo perdieron por idiotas. A otros se los arrebataron, como se arrebata la cartera de una anciana en plena calle. Cabe aclarar que cuando hablamos de perdida, dícese de la pareja que nos abandona o nos engaña. O del amor que se fue con la vida porque Dios lo ha querido así. Tampoco hablo de mujeres u hombres específicamente. Hablo de los padres, de los amigos, de los compañeros, de nuestras mascotas. Hablo del amor perdido. Ese que cada tanto, nos viene a dar una cachetada de revés porque lo hemos olvidado, o dejado de lado.
En mi caso y, afortunadamente, solo he perdido un par de amores. Mi perro Grako y mi amigo Nahuel. A los dos me los arrebataron. Pero no quiero ponerme triste ni sentimental. No quiero que crean que estoy acá para contarles acerca de mí. No. Vengo a dar testimonio de lo importante que es sufrir una perdida. Al principio no lo entendí.
Muchas veces luchamos contra del destino. Renegamos de las decisiones que hemos tomado y nos han llevado a donde estamos parados. No sólo nos quejamos de lo que hacemos nosotros sino que también, culpamos a los demás. Y cuando hablo de los demás no me refiero particularmente a las personas. Culpamos a éste, aquel, a Dios, al universo y a la mar en coche. Todos tienen la culpa de la situación que estamos pasando. Es su culpa que nosotros hayamos perdido a alguien. Ojo que ese enojo es completamente normal. Nadie quiere sufrir. Nadie quiere ser abandonado. Y menos que menos, nadie quiere decirle “hasta siempre” a un ser querido.
Nahuel era otro cantar. Hablo de él porque fue quien me enseñó, en sus últimos días, lo importante que es atravesar por situaciones como la pérdida de un amor.
Por esos momentos, cuando la enfermedad lo tenía tirado en una cama, hablábamos mucho de mi perro. Él sabía muy bien todo lo que había significado Grako para mí y cuanto había sufrido al perderlo. Una mañana, mientras tomábamos un té me dijo; “Sufrir es parte del crecimiento. Hay que sufrir para aprender a valorar y a amar mejor.” Yo me lo quedé mirando porque obviamente, me parecía una tontería. Con diecisiete años no podía entender lo que me estaba diciendo. Desafortunadamente, lo entendí después de que partió.
Lo que estoy tratando de explicarles es que todos nos vamos a perder alguna vez. Algunos ya nos perdimos hace mucho tiempo. Pero a lo que voy es que estas pérdidas nos van a ayudar a ser más fuertes. Nos hacen dar cuenta cómo queremos ser y cómo no queremos ser. Cómo queremos seguir viviendo. Cómo queremos amar. En simples palabras; a amar mejor, más fuerte.
En mi caso, yo aprendí a disfrutar de mis amigos y mi familia. Hablo con ellos casi todos los días y organizo salidas y encuentros constantemente. No era así cuando estaba Nahuel en mi vida. Nos dejamos de ver cuando él se cambió de colegio y recién cuando me enteré que estaba enfermo, fue que volví a verlo. La pérdida de Nahuel me enseñó mucho. Me enseñó que su paso por este mundo no había sido en vano. Que había que seguir para adelante porque aunque doliera, el sol seguiría saliendo para mí.
Todos perdimos un amor. Sin embargo, hay que agradecer que pudiéramos amar alguna vez. Porque gracias a ellos hoy, somos quienes somos. Su paso por nuestras vidas nos moldeó, nos pulió y nos formó. Y quizás —y eso es lo que me gusta pensar— si no se hubiesen ido, no hubiésemos sido iguales. Por lo menos yo. Hoy, aunque sin Grako y sin Nahuel, creo que soy mejor. Mejor amigo, mejor hermano, mejor compañero.

jueves, 11 de agosto de 2016

La sonrisa de marfil



Cinco días atrás, había decidido cambiar de vida. Había comprado una camioneta, con la que planeaba recorrer el país de su mano. Deseaba desesperadamente, huir del sitio que lo había visto convertirse en narcotraficante. Si bien estaba al tanto de las dificultades que atravesaría en el afán de salirse del negocio, estaba dispuesto a hacerlo por ella. Por ella sería capaz de desmantelar al mismo cartel de Juárez, si era necesario. Por eso, decidió desaparecer.
                —Nos vamos,  ya mismo. —Vociferaba mientras metía los vestidos que le había regalado, en un pequeño bolso.
                —Pero… ¿Por qué, Joaquín? ¿Por qué tanta prisa?
                —En el camino te explico. Ahora, vámonos. —Levantó el edredón, que fácil cedió a su fuerza, y tomó las dos bolsas negras que había debajo. —Ten. Guarda esto también. —Las arrojo, mientras  se acercaba a la ventana.
                —¿Todo?
                —Sí. Todo, Emilia. ¡Apresúrate, mujer!
                —No me grites. No sé porque estás tan nervioso.
Unos minutos más tarde, las ruedas chillaban en un asfalto solitario y arremetían contra la ruta en dirección al sur. Joaquín inhalaba y exhalaba grandes bocanadas de aire. Emilia jugueteaba con el viento caliente que entraba por la ventana.
                —Tendríamos que haber comprado una con aire. Esto es un infierno. —Intentó sacar un tema de conversación, pero él  mantenía la vista en el camino y en el horizonte. Si miraba con detenimiento, podía ver  las venas marcadas en su cuello tenso. Lo conocía y sabía que no debía hacer preguntas. Por lo menos, no ahora. Se detuvieron entrada la noche en una gasolinera de paso. Ella corrió al baño y el permaneció junto al vehículo, mientras llenaban el tanque.
                —No son de por aquí, ¿no es cierto? —quiso saber el anciano que atendía el lugar.
                —Venimos del DF. —Mintió.
                —Oh. ¿DF? Mi hermana vive allí. Bonito. Muy bonito.
                —Sí, lo es. —Sacó la billetera y pagó lo que debía. Se montó, puso en marcha la camioneta y esperó. Y ahí venia ella, con su sonrisa de marfil y su vestido rosa. Con el pelo negro empapado, y los labios bien pintados.
                —¿Qué me ves? —le preguntó con la boca abierta y la mirada picara.
                —Nada. ¿Lista? —la vio asentir, mientras hurgaba en su cartera. —Hay en la guantera. —Emilia abrió el compartimento y sacó una goma de mascar. Le quito el envoltorio y en seguida, se la puso en la boca.
                —Me olvidé de traer el cepillo de dientes.
                —Compraremos en la siguiente parada.
Recorrieron los cien kilómetros que los separaban del siguiente pueblo, en silencio. No solo porque de a ratos ella se dormía, sino también porque ninguno de los dos se animaba a hablar de lo que estaba ocurriendo. La noche se cerraba a sus espaldas y la luna se escondía detrás de unos nubarrones enormes. Llovería. Al cabo de una hora, los gotones que azotaban el parabrisas, le dieron la razón. Emilia, que iba acurrucada a su lado, se despertó con el sonido de un estrepitoso trueno.
                —Tranquila. Solo fue un trueno. Sigue durmiendo. Faltan unos cuantos quilómetros aún. —Ella volvió a su posición y él se permitió observarla dormir. Igual que lo había hecho muchas otras veces. Dormía con los ojos apretados y los labios entreabiertos. Cuando su mirada la abandonó y volvió al camino, ya era demasiado tarde. Dos luces amarillas lo encandilaban de frente y no tuvo tiempo de nada.
La noticia del periódico local mencionó el accidente ocurrido en las afueras de la ciudad, entre una camioneta azul y un camión de ganado. Se encontraron dos cuerpos sin vida que, según la policía, habían fallecido en el acto.  Aun no se identificaban a las víctimas.  Sólo se sabía que se trataba de una mujer de unos treinta años y el conductor del camión, de unos sesenta.

Joaquín abrió los ojos y lo primero que vio fueron dos ojos azules, observándolo con insistencia. Sintió algo frio corriendo por su cuerpo y no supo acertar a qué se debía. Sin fuerzas, volvió a bajar los parpados. Vio la suciedad de la ropa y cuando quiso enfocar en las gotas que caían sobre su pantalón, un golpe seco en su mejilla izquierda, lo trajo de vuelta.
                —Vamos, hombre. —Otro cachetazo. —Traigan un poco de agua, carajo.
Alguien apoyó el borde de un vaso sobre los labios de Joaquín, que aún seguía sin poder abrir los ojos y le dio de beber. Cuando hubo terminado, le arrojó el resto a la cara.
                —Despierta, mierda.
Joaquín intentó en vano enderezarse y acomodarse. Estaba atado a una silla. Levantó la cabeza y se volvió a topar con esa mirada.
                —Mira. —Lo tomó de la barbilla y lo obligó a mirarlo—No tengo el tiempo, ni las ganas de estar aquí, viendo la cara de un traidor. O me dices donde está el dinero que me robaste, o te mueres aquí mismo. En esta pocilga.— Joaquín parpadeó e intentó articular.
                —A…a…a…g…u…a. —Balbuceó.
                —Habrá más agua cuando me digas que mierda hiciste con mi dinero.
                —No… no… no…
                —¿no qué? —Acercó su oído a la boca de Joaquín.
                —No sé de qué me habla.
                —Ah… —Giró sobre sus pies y caminó a su alrededor.—¡Asi que no sabe de lo que le estoy hablando! Parece que el accidente le hizo perder la memoria, ¿no? —Lo tomó del pelo y lo sacudió con fuerza. —Joaquín… Joaquín. Más vale que recuerdes lo que hiciste con mi dinero… porque sino…
                —Señor. —Una voz ronca irrumpió en el lugar.
                —¿Qué?
                —Encontramos un bolso con dinero en la camioneta que manejaba.
                —¿Cuánto?
                —Diez mil.
                —Ja. Perfecto. —Suspiró aliviado y se acercó al hombre cuyo cuerpo había resistido un accidente, un traslado y unas cuantas palizas. —Joaquín, querido. Ya está. No se martirice más. Se acabó. No hace falta que siga diciendo que no sabe nada de este asunto. Ya no es necesario que recuerde. Ya encontré lo que andaba buscando. —Le palmeó el hombro y se retiró.
Lo siguiente fue un fuerte golpe y el frio del piso, helándole la mejilla. Sentía la sangre deslizarse por la sien, la misma que bajaba por los párpados y le dejaba en la boca un sabor ferroso. No podía especificar el tiempo que había pasado tendido en el suelo. No sabía por qué estaba allí, ni quiénes eran esos hombres. Lo único que sabía, era que estaba al borde de la muerte.  Y ahí,  justo antes de que el ángel de la noche pose sus largos dedos sobre él y viniese a saldar sus cuentas, lo recordó todo. Recordó su sonrisa de marfil y sus labios entreabiertos. Recordó las luces y el accidente. Entonces por fin, cerró los ojos y se dejó llevar por aquello que lo arrastraba al más allá.
                —Qué bueno que te acordaste de mi, Joaquín. —La voz dulce de Emilia, lo acunó una vez más, antes del suspiro final.


El borracho y el inmortal



La gran parte de la noche se la había pasado tomando. Comenzó con unas copas de vino, y ahora cargaba un vaso de whisky, que temblaba entre sus dedos. La cabeza le martillaba como si sobre sus hombros, se estuviese desarrollando un concierto de música electrónica. Era la primera vez que asistía a esa clase de fiestas y aunque no le gustase, su nuevo empleo lo requería. Rodeado de hombres con smoking y damas con vestidos largos se rebullía en el único lugar que había hallado paz; la barra. Se acomodó  y desde allí, observaba el panorama, siempre con un vaso en la mano. Y para agregarle una pizca de picante, estaba esa maldita carta. Esa que había recibido de manos de un extraño y que si era verdad lo que decía, le daría vueltas la vida, patas para arriba.
            Fue mientras jugueteaba con la tercera copa de vino cuando lo vio entrar por la puerta principal. Parecía salido de una película bizarra o de una fiesta de disfraces.  Caminó entre la muchedumbre, como si se tratase de un famoso. Como si a nadie le importase su atuendo. Una mujer de pelo castaño largo, le extendió la mano y juntos recorrieron el salón, mientras ella lo presentaba ante ciertos personajes, que parecían iguales o más importantes que él. Llevaba puesta una capa azul que caía a sus pies y rozaba las baldosas al pasar. Pero aunque su vestimenta le parecía extraña y fuera de lugar, era su sombrero alto lo que le impedía quitar los ojos de él. ¿Cómo alguien atendería una fiesta como aquella, vestido de esa manera? Luego, juzgo impropio criticar a alguien cuando él mismo, con sus pantalones rayados, no era un ejemplo a seguir. 
            —¿Todo está bien?—quiso saber el barman que lo atendía, mientras él se removía en la silla buscando al extraño de la capa y el sombrero entre la multitud.
            —¿Quién es? —preguntó mientras lo ubicaba entre las columnas de mármol, hablando animadamente con un grupo de mujeres.
            —Merlín. —Respondió el hombre sin detener la limpieza de la barra.
            —¿Merlín? ¿El inmortal? —el barman asintió. —No puedo creerlo. Pensé que…
            —Sí. Todo el mundo pensó lo mismo. Pero ya ve. Ahí está, igual que siempre pero mejor que nunca.
            Desde que lo había visto entrar, no había apartado su mirada del anciano. Lo seguía con ojos de gato a través de la pista, del pasillo y del salón. Lo vio conversar con las damas, con los caballeros y hasta con los mozos que lo atendían con reverencia y dedicación. Y a pesar que esa era la primera vez que lo veía, conocía con detalles la historia del mago inmortal. Sabía que solía desaparecer por tiempos prolongados y que siempre resurgía como el ave fénix entre las cenizas. Volvía a la luz, con la misma sonrisa carismática y los mismos trucos. Trucos que nadie conocía pero sabían que poseía. Sabía también, que tenía fieles discípulos, a los que supuestamente, iniciaba en el arte oscuro. Sin embargo, nunca creyó que fuese un hechicero de verdad. Él, que venía de antepasados críticos y analíticos, no podía entender qué era eso de la magia, de los trucos y los conjuros. Simplemente, no le creía. Aún pese a la maldita carta.
            A medida que pasaban los minutos, más se convencía que aquel era un impostor. Un simple hombre que había vuelto a la vida una fabula antigua, con la inmortalidad como única prueba. Y bueno, obvio que el atuendo y la actitud lo ayudaba.
            El alcohol galopaba por sus venas con la rapidez del rayo cuando lo vio venir. No podía focalizar en los detalles por razones obvias, pero sí veía una masa amorfa de color azul acercársele lentamente. En medio de esa ilusión óptica oyó la voz del barman.
            —Viene por usted.
            —¿Por mí? —Murmuró.
            Cuando la maza se volvió de un azul profundo como el del océano en el horizonte, perdió la conciencia. Se despertó en una cama muy cómoda y con la luz del sol arrebolándole las mejillas.
            —Buenos días.
            Abrió los ojos un poco más y lo divisó parado a los pies de la cama. Intentó incorporarse pero la punzada en la sien se lo impidió. Volvió la cabeza hacia atrás y permaneció allí, observando el techo.
            —En unas horas, se sentirá mucho mejor. —la voz del mago, llegaba a sus oídos como los violines que había oído durante la fiesta. —Tendrá muchas preguntas y créame, que con gusto las responderé. Pero por ahora…
            —¿Qué hago aquí?
            —Lo conduje a mi habitación anoche. Estaba usted en un estado deplorable. El barman me pidió ayuda, y…
            —¿El barman?—“Debe ser uno de sus discípulos”. Se dijo mientras recapacitaba.
            —Sí. Pero eso no importa. Descanse y cuando esté listo, venga a la cocina y beba un poco de café. Le sentará bien.
            Oyó la puerta cerrarse y volvió a intentar sentarse en la cama. Con esfuerzo y pese el incesante dolor, pudo acomodarse. Los ojos le pesaban y el sueño y el cansancio, le jugaban una mala pasada. ¿Sería aquel un sueño? Debía serlo. Se instó a volver a dormir para despertarse de aquella locura. Rogó que la carta también fuese parte de aquello.
            El aroma a café y a tostadas le despertó el apetito y terminó por despabilarse. Para su desconsuelo, seguía en el mismo lugar. Salió de la cama y encontró su ropa perfectamente acomodada sobre una silla. Se vistió y salió. Al final del pasillo divisó un ventanal enorme desde donde se podía observar la gran ciudad. Calculó que debían ser las diez de la mañana. Caminó hasta allí y lo encontró sentado en un sillón, contemplando el horizonte. Con los ojos hundidos en el más allá.  
            —Buenos días, dormilón. —exclamó sin mirarlo. —¿Se siente mejor?
            —Sí, gracias. ¿Dónde estoy?
            —En una de las habitaciones del hotel. —Giró sobre sí y clavó sus ojos azules en él. —Venga. Beba un poco de café. Hay tostadas también. Debe morir de hambre.
            —Disculpe las molestias, señor Merlín. Le agradezco mucho todo lo que ha hecho por mí… pero debo irme.
            —No, hombre. Ninguna molestia. Que siga usted bien. —Se volvió al punto en el horizonte que había abandonado segundos atrás y no emitió palabra alguna, mientras su huésped se dirigía a la salida en silencio.
            Cuando sus manos acariciaron el picaporte, se dijo que si dejaba pasar aquella oportunidad, no se lo perdonaría jamás. Por eso, volvió lentamente sobre sus pasos, y regresó al living donde el viejo mago lo esperaba tamborileando los dedos sobre el apoya brazos, con una sonrisa de par en par.
            —Muy bien. Siéntese y pregunte lo que desee saber.
            Esa mañana, Christopher Wilson se convirtió en el primer y único periodista en entrevistar a Merlín, el mago inmortal. Antes de partir, y tras una extensa charla, llevó a cabo la pregunta que tenía atragantada desde muy temprano.
            —Señor Merlín, dígame. ¿Por qué yo? Habiendo tantos…con tanta trayectoria.
            —¡Ja! Usted no sabe quién es. Y para eso estoy aquí. Para ayudarlo a descubrir el poder que tiene dentro y…
            —¿Yo? Yo no creo en la magia, señor. Ya se lo dije. A pesar de todo lo que me ha contado en el día de hoy… A pesar de esa carta de porquería— Merlín sonrió sarcásticamente— ¿Qué? ¿Acaso usted…? No importa. —Se puso de pie impulsivamente— No me interesa. Créame que lo único que me llama la atención, es su inmortalidad. Solo por eso fue que decidí quedarme y…
            —Sí, claro. —Rió mostrando todos los dientes. —No se preocupe, Christopher. Su secreto está a salvo conmigo.