Todos dormían tapados hasta el cuello en aquellas noches
heladas de invierno. Ella, en cambio, circulaba por los pasillos de la antigua
casa, como si fuese el medio día.
Los pliegues de su piyama rosaban las maderas de los
cuartos, el baño y la cocina. Una y otra vez. Así pasaba las noches;
acariciando los picaportes y las ventanas, mirando a los demás dormir.
En una de sus tantas noches de vigilia, un par de ojos la
descubrieron.
—¿Qué haces tú, por aquí? Deberías estar durmiendo. —le dijo
al pequeño que la miraba desde la otra punta del pasillo.
—Es mi casa…y… —titubeó antes de continuar.
—Claro que es tu casa, cariño. Ven. Quiero mostrarte algo.
El pequeño Tim la siguió, encandilado por la ternura de su voz.
Ella extendió su mano, y él, se la tomó. No hablaron por un largo rato y se
dejaron tragar por las oscuridades de los recovecos.
Al día siguiente, Tim se despertó con el grito desesperado
de su madre. Abrió los ojos, corrió el cobertor y descalzo, caminó guiado por
los alaridos que salían de la última habitación. Allí se encontró con su madre
que hamacaba nerviosamente el cuerpo de su hermana melliza. Él lo comprendió
todo, pese a su corta edad. La casa se vistió de luto, una vez más.
Dos noches después del funeral, cuando por fin le permitieron
volver a su habitación, volvió a encontrarse con la mujer. De su mano, recorrió
los pasillos de la casa, mientras charlaban de tonterías. Vieron a sus padres
dormir, a sus hermanos mayores y hasta a los sirvientes que descansaban en el sótano.
—Ven. Quiero que veas algo. —susurró al oído del niño,
mientras avanzaban por la casa. Cuando Tim se dio cuenta hacia donde se dirigían,
intentó retroceder. —Vamos, no seas gallina. Quiero mostrarte algo.
La curiosidad de Tim venció al miedo de entrar a la habitación
donde había muerto su hermana. La mujer, lo aguardaba sentada en la cama, con
una caja de madera en la mano.
—¿Y eso? ¿Qué es?
—Algo muy valioso para mí.
La mujer abrió la caja lentamente y dejó ver al niño lo que
había dentro. Una cantidad de fotos, de recortes sobresalían del montón.
—Mira, Tim. Ésta soy yo… —señalaba en una foto a una niña
con los carillos inflados y de sonrisa torcida. — Y esa… de ahí… es mi hermana.
—Se parecen mucho.
—Así es. Éramos idénticas de pequeñas. Como tú… y tu
hermana.
—¿eran mellizas?
—Sí.
—¿y ella… donde esta?
—Aquí.
—¿Aquí?
—Sí. Ahora duerme en la primera habitación. La que solía ser
de nuestros padres.
Tim volvió a despertar con una mueca de horror en la cara,
sobresaltado. No esperó a que lo llamaran las muchachas a desayunar, ni que el
señor Bean abra las ventanas del salón. Corrió despavorido hacia sus padres,
con la caja que sacó de la última habitación. Cuando lo vieron entrar con los
gestos desencajados, creyeron que correría el mismo destino de su hermana. Su
padre lo instó a relajarse, pero él hizo caso omiso. Extendió la caja abierta y
repleta de fotos viejas frente a su madre.
—¿De dónde sacaste eso, Tim Corban?
—Debajo de la cama de Lucy.
—Pero… ¿Cómo es posible?
—Esa eres tú… y esa es la tía…
—Clelia. Ella… murió cuando era muy joven.
Tim le explicó acerca de la mujer, de sus vigilias y lo que
había ocurrido la noche anterior. Su padre salió de la habitación, convencido
que debían internar a la creatura. La madre creyó que todo lo había inventado.
Que seguramente Lucy había hallado la caja y juntos, tramaron la historia. Tim
prefirió callar y buscar la manera y las pruebas necesarias para desenmascarar
al fantasma de la Tía Clelia.