lunes, 6 de febrero de 2017

Tía Clelia

Todos dormían tapados hasta el cuello en aquellas noches heladas de invierno. Ella, en cambio, circulaba por los pasillos de la antigua casa, como si fuese el medio día.
Los pliegues de su piyama rosaban las maderas de los cuartos, el baño y la cocina. Una y otra vez. Así pasaba las noches; acariciando los picaportes y las ventanas, mirando a los demás dormir.
En una de sus tantas noches de vigilia, un par de ojos la descubrieron.
—¿Qué haces tú, por aquí? Deberías estar durmiendo. —le dijo al pequeño que la miraba desde la otra punta del pasillo.
—Es mi casa…y… —titubeó antes de continuar.
—Claro que es tu casa, cariño. Ven. Quiero mostrarte algo.
El pequeño Tim la siguió, encandilado por la ternura de su voz. Ella extendió su mano, y él, se la tomó. No hablaron por un largo rato y se dejaron tragar por las oscuridades de los recovecos.
Al día siguiente, Tim se despertó con el grito desesperado de su madre. Abrió los ojos, corrió el cobertor y descalzo, caminó guiado por los alaridos que salían de la última habitación. Allí se encontró con su madre que hamacaba nerviosamente el cuerpo de su hermana melliza. Él lo comprendió todo, pese a su corta edad. La casa se vistió de luto, una vez más.
Dos noches después del funeral, cuando por fin le permitieron volver a su habitación, volvió a encontrarse con la mujer. De su mano, recorrió los pasillos de la casa, mientras charlaban de tonterías. Vieron a sus padres dormir, a sus hermanos mayores y hasta a los sirvientes que descansaban en el sótano.
—Ven. Quiero que veas algo. —susurró al oído del niño, mientras avanzaban por la casa. Cuando Tim se dio cuenta hacia donde se dirigían, intentó retroceder. —Vamos, no seas gallina. Quiero mostrarte algo.
La curiosidad de Tim venció al miedo de entrar a la habitación donde había muerto su hermana. La mujer, lo aguardaba sentada en la cama, con una caja de madera en la mano.
—¿Y eso? ¿Qué es?
—Algo muy valioso para mí.
La mujer abrió la caja lentamente y dejó ver al niño lo que había dentro. Una cantidad de fotos, de recortes sobresalían del montón.
—Mira, Tim. Ésta soy yo… —señalaba en una foto a una niña con los carillos inflados y de sonrisa torcida. — Y esa… de ahí… es mi hermana.
—Se parecen mucho.
—Así es. Éramos idénticas de pequeñas. Como tú… y tu hermana.
—¿eran mellizas?
—Sí.
—¿y ella… donde esta?
—Aquí.
—¿Aquí?
—Sí. Ahora duerme en la primera habitación. La que solía ser de nuestros padres.
Tim volvió a despertar con una mueca de horror en la cara, sobresaltado. No esperó a que lo llamaran las muchachas a desayunar, ni que el señor Bean abra las ventanas del salón. Corrió despavorido hacia sus padres, con la caja que sacó de la última habitación. Cuando lo vieron entrar con los gestos desencajados, creyeron que correría el mismo destino de su hermana. Su padre lo instó a relajarse, pero él hizo caso omiso. Extendió la caja abierta y repleta de fotos viejas frente a su madre.
—¿De dónde sacaste eso, Tim Corban?
—Debajo de la cama de Lucy.
—Pero… ¿Cómo es posible?
—Esa eres tú… y esa es la tía…
—Clelia. Ella… murió cuando era muy joven.

Tim le explicó acerca de la mujer, de sus vigilias y lo que había ocurrido la noche anterior. Su padre salió de la habitación, convencido que debían internar a la creatura. La madre creyó que todo lo había inventado. Que seguramente Lucy había hallado la caja y juntos, tramaron la historia. Tim prefirió callar y buscar la manera y las pruebas necesarias para desenmascarar al fantasma de la Tía Clelia. 

sábado, 4 de febrero de 2017

Torta fritas

La tarde lo encontró solo y saboreando unos mates amargos. La llanura, pincelada de tonalidades naranjas y marrones se extendía hasta donde sus ojos verdes podían observar. Ya había concluido con la faena. Era domingo, y no había nada más que hacer.
                El calor del mate de aluminio, se trasladaba a través de sus dedos primero, y luego hacía sus manos. Si bien el sol aún calentaba los yuyos, el fresco de la noche venía avanzando por el este. Y por cómo se blandían los eucaliptos, Pedro sabía que se avecinaba una tormenta.  Tal vez no ésta noche, pero sin falta, mañana, el cielo se enfurecería con su cosecha. Chupó desesperadamente el último sorbo y se dispuso a acomodar todo para el día siguiente, mientras esperaba la llegada de su mujer. 
                Juana emergió en el horizonte, montada sobre su yegua. Aún con cincuenta y tres años, cabalgaba como una jovencita.  Apretó el tranco, cuando lo vio. Sabía que la estaba esperando. En pocos minutos, metía a su preciada compañera en el establo y se encaminaba a la casa. Una casa solitaria en el medio de un campo, alejado del mundo.  Alejados de todo y de todos.
                —¿Cómo te fue? —La voz de Pedro lo ocupó todo. —¿Cómo la encontraste?
                —Mal. Muy mal. No creo que pase la noche. Y encima, parece que se viene con todo. Mañana no voy a poder salir.
                —Y… no.  Ya guardé todo.
                —Perfecto. ¿Tomaste mate?
                —Sí. Algunos. Pero te acompaño, si vos querés tomar.
                —No.  La hija de María me cebó unos cuantos, antes de salir. Estoy verde.
                —Bueno.
                —¿Probaste las torta fritas? —Se acercó a la mesada, donde reposaba el colador repleto de las tortitas que había amasado y freído a la mañana temprano. Levantó el repasador y encontró la misma cantidad que había dejado— ¿Cómo…?
                —No las probé. Te estaba esperando.
                —Uy. Hubieses comido.  Yo me llevé algunas. No me salieron tan mal.
                —Después las pruebo.
                Juana se movió del cuarto al baño varias veces, antes de acomodarse en el sillón de mimbre, junto a la salamandra que ya ardía, y calentaba el ambiente. De una canasta enorme, sacó dos agujas largas y un ovillo de lana verde agua.  Pedro, se sentó a su lado, con un cigarrillo en la boca. La observaba atentamente, mientras ella, sólo contaba los puntos que iba haciendo, sin reparar en su mirada incisiva. El silencio se removía con los leños quemándose dentro del hierro fundido. El viento comenzaba a bambolear las hojas y un silbido seco, recorría el campo.
                —Juana…—Habló sin quitarle los ojos de encima. Cómo ella no le respondió, volvió a susurrar su nombre.
                —¿Qué paso?
                —¿Sos feliz?
                —¿A qué viene esa pregunta, Pedro? —No lo miraba. Seguía tejiendo.
                —No me respondás con otra pregunta. ¿Lo sos?
                —Claro que sí. No me hubiese casado con vos o venido a vivir a este desierto, si no lo hiciera.  ¿No creés? —Por fin lo miró a los ojos. Y como siempre, no hayó nada.
                Pedro se levantó y se apoyó sobre la ventana que daba al establo, al gallinero y a la quinta. Juana notaba que tenía la necesidad de hablar, de decir algo. Tal vez fuese aquello que no le habría querido confesar tantos años atrás. Eso que ella sabía y que él pretendía ocultar.
                —Y vos… ¿Sos feliz, Pedro? ¿Sos feliz conmigo?—Dio vuelta la conversación. Quizás aquel sería el momento.
                —¿Qué es la felicidad, Juana?
                Juana sonrió para no llorar, mientras él, de espalda contemplaba el paisaje. El viento se puso más rebelde. La noche venía cayendo y con ella, la luz se desvanecía poco a poco. Cuántos domingos habían pasado allí. Muchísimos. Tantos, que ya ni los recordaba. Depositó el tejido sobre el sillón, avivó el fuego y se acercó a la ventana. El cigarro se había consumido en los labios. Lo notó viejo y cansado. Le observó la mano, que apoyada sobre el marco de la ventana, rebelaba las venas apretadas y la piel reseca y arrugada. No se volvió a mirarla.  
                Abandonó la lectura del hombre que tenía enfrente, con el que había dormido los últimos treinta y un años y con quien había tenido dos hijas hermosas.  También, como él,  se detuvo en el afuera, en la noche oscura que los venia a buscar una vez más. Que los tragaba y los apretaba. Una noche que era larga y eterna. Una noche que traía consigo un nuevo día. Uno igual al anterior, y al de mañana.
                —No lo sé. —Rompió por fin el silencio. Ese silencio que actuaba como puente entre dos corazones rotos, solitarios y aguerridos. Dos corazones infelices que jamás se habían animado a confesar sus verdaderos sentimientos. — Creo que ninguno de los dos la ha encontrado aún. —Lo vio asentir con un movimiento leve. Se removió en su rincón y despegó por fin la palma de la madera barnizada. Chasqueó la lengua y se acomodó la boina.
                —Voy a probar esas tortas fritas.
                —Pongo la pava.