martes, 30 de abril de 2019

Túneles.



Túneles

Cuando uno llega del centro, en el Sarmiento, después de un día cansador, agotador… es medio difícil prestarle atención a la vida que se mueve a tu lado, te respira, te grita, te llora, se te enoja. En síntesis, es difícil darle bola al mundo que sigue su rumbo, mientras vos bajás las escaleras y te metés al túnel para salir de un lado o del otro de Rivadavia y vas relojeando tu cartera y mirando para atrás porque hay un flaco “sospechoso” que se bajó en Merlo, igual que vos.
Para mí, siempre fue difícil.
Hasta hoy.

***
Faltaba media hora para cumplir con mi tiempo estipulado. Había llegado a las cuatro y tenía hasta las seis, para tocar y tocar. Para tocar y desenchufarme de la realidad, una vez más. Mi viola sonaba amplia y acústica, en uno de los túneles más asquerosos del Oeste. Pero… ¿Qué iba a hacer? Ya había probado con tocar en Ramos; no hay mucho lugar ahí abajo donde los vendedores se pelean por un trozo de pared. En Haedo, no pasa ni el mono por el túnel. En Morón, el reguetonero me sacó cagando porque dijo que aquel era su lugar. Y yo que soy respetuoso, guardé mi instrumento y me tomé el tren de vuelta a mis pagos. En Ituzaingó no me bajé porque ya hay un muchacho que toca el saxo y la descose. No vale la pena. A Castelar ni lo cuento porque no me va la onda de la gente, y en Padua no hay túnel. Así que… Merlo—municipio donde nací— me recibe hace dos días en las entrañas de su estación.
Las ultimas notas sonaron entre mis dedos cuando una catarata de gente inundó el gran túnel que une Merlo Norte con Merlo Sur. Ahí estaba yo, parado contra una pared mal pintada y esperando que la mayoría de los apresurados se escurrieran entre las escaleras. Un distraído me pateó el estuche de la guitarra. Lo puteé en voz baja y me guardé los diez pesos que me habían dado durante las casi dos horas tocando. ¡Sí, tan solo diez pesos! Cuando por fin la mayoría había desaparecido, me volví a acomodar. Apoyé mi pie sobre la pared —es la mejor manera para zapar—y rasgué mi guitarra por decimocuarta vez.

Siento el calor de toda tu piel, en mi cuerpo otra vez. Estrella fugaz que enciende mi ser… Misteriosa mujer…

Canté, tal y como lo había practicado en casa, esa mañana. Era la primera vez que cantaba ese tema: uno de mis favoritos. Cerré los ojos porque, como siempre me pasa cuando canto, una energía extraña se apodera de mí y parezco un poseído. Prefiero no mirar a nadie y perderme en ese mundo que construyo para mí.

…En aquel camino por el que vas…

Sonó mi último acorde y abrí los ojos.

***
Bajé apresurada a tomar el colectivo. Sabía que pasaba menos diez y si me lo perdía no tendría otro sino hasta las seis y diez. Gracias a Dios, el muchacho “sospechoso” giró hacia la derecha y se perdió de mi vista. Retomé mi paso habitual y aflojé la presión del brazo sobre la cartera. La gran manada de animales —Sí. Yo creo que somos como animales, cuando bajamos del tren— ya había pasado y el túnel no se encontraba tan repleto. Digamos que podía caminar con libertad y a la velocidad que quisiese. Saludé al vendedor de rosquitas que está junto a la escalera del medio y compré como cada viernes, media docena de las rellenas con dulce de leche. Me despedí sonriendo porque hasta el lunes no nos veríamos las caras.
—¡Hasta el lunes!
—Buen fin de semana, preciosa. —me dijo con la boca bien abierta. No me molestaba el comentario viniendo de él; sus gestos eran sinceros y amables. Además, hacía tres años que nos veíamos a la misma hora y en el mismo lugar. Y sí. Uno termina encariñándose con extraños. Más cuando sabés que en casa no te espera nadie y que te vas a comer seis roscas sola, mirando la serie de turno en Netflix.
Guardé la bolsa de papel madera en la cartera y sin mirar, caminé hacia la salida del túnel, lado Norte. Cuando llegué a las escaleras por donde antes pasaba el directo, una melodía me despabiló. Una guitarra sonaba más adelante y tocaba mi canción. ¡Mi canción! Intenté apresurar el paso para llegar a él. A medida que avanzaba, la voz del cantante me acariciaba los oídos y mis pasos se acoplaban al tempo musical.

Dame tu alma hoy, haz el ritual...
Llevame al mundo donde pueda soñar…

 Empecé a cantar yo también, para mis adentros. ¡Qué hermosa voz! Pensé, mientras levantaba el cuello para ver la silueta del chico que tocaba más allá. El túnel volvió a llenarse de gente. A veces pienso que es como la marea. Sube y baja. De a momentos no pasa nada y otros, explota de movimiento. Justo cuando estaba a punto de alcanzarlo, de tenerlo más cerca, una horda de personas arremetió contra el pobre que parecía no percatarse de la situación. Tenía los ojos cerrados, como saboreando la canción. Esperé.
Cuando por fin, el pasillo se quedó casi vacío, di mis últimos pasos hasta llegar a su altura y me quedé mirándolo desde la pared contraria. La remera negra, la guitarra empapelada de stickers de bandas que no reconocía. El flequillo sobre la cara y un arito en la ceja. El pie, apoyado contra la pared, le daba el toque final a este musico transeúnte que me había embelesado con su canción. Bah… mi canción.

Tu presencia marcó en mi vida el amor, lo sé.
Es difícil pensar en vivir ya sin vos.
Corazón sin Dios, dame un lugar.
 En este mundo, tibio, casi irreal.

Estaba a punto de terminar y yo no quería que lo hiciera. Ya me había perdido el colectivo y no me importaba nada. Me quería quedar ahí, escuchándolo una y otra vez.  Mis pies se movían al compás de su ritmo, de su versión. Me dio pena notar que nadie le había dejado ni siquiera dos pesos. ¡Y con lo lindo que cantaba!
Me permití acercarme un poco más. Me despegué del borde y cruce hacia él, ubicándome justo en frente. Me detuve en los músculos de su brazo, tensándose a la vez que lo hacían las cuerdas. Sus dedos recorrían el brazo del instrumento y dibujaban firuletes sobre él. ¡Maravilloso! Quería aplaudir, pero aún no había terminado. Podía sentir la mirada curiosa de las personas que pasaban a mis espaldas y me miraban, parada frente al músico, como una verdadera loca.

…En aquel camino por el que vas…

Sonó su último acorde y abrió los ojos.

***
Lo primero que vi cuando volví en sí, fueron sus ojos marrones que me miraban fijamente a través de unos lentes gruesos. Una mujer con un rodete en la cabeza, ojeras, y la ropa algo desalineada me observaba con insistencia. Primero me asusté. Estaba muy cerca de mí y hasta podía ver las pequeñas arrugas al costado de sus labios. Sonreía. Sonreía con la mirada, con la boca y con las manos que me aplaudían como si fuese aquel, un espectáculo del Colón.
—Gracias. —Balbuceé mientras bajaba mi pie y acomodaba la guitarra. Ella seguía ahí. Por lo menos ya no aplaudía. Me empezó a dar un poco de vergüenza y a incomodar su presencia. Miré mi reloj. Las seis y cinco. —Gracias. —Dije una vez más, solo que esta vez, ella me respondió.
***
—Tocás hermoso. —exclamé cuando empezó a mirarme con cara rara. Sí, seguramente, parecía una loca. A esas horas después de un día agotador, después del Sarmiento. —Perdóname. —hice un paso atrás para dejarlo hacer. Ya se iba. —¿Podrías tocar otra canción? —le pregunté dulcemente, intentando no asustarlo más de lo que ya había hecho.
—Me tengo que ir. —dijo, cortante.  
—Uy. —Puse mi mejor cara de perrito mojado. —Bueno… qué pena. —Metí la mano en mi cartera, saqué un billete de cincuenta de mi billetera y la volví a guardar. Obvio que cuando entendió lo que iba a hacer, se quedó esperando. Antes de darle el dinero, saqué de uno de los bolsillitos de mi pantalón, mi tarjeta. Extendí el brazo y le entregué ambos. —Gracias por este momento tan maravilloso. ¡Llamame! —Le sonreí una vez más, me acomodé el bolso y me despedí con un movimiento de cabeza.
Era la primera vez en tres años, que salía del túnel con una sonrisa. Mínimamente, se lo tenía que agradecer, ¿no?
***
Cuando entendí lo que iba a hacer, esperé. Obvio que esperé. Un artista como yo, que intenta mantener su arte haciéndolo, necesita de estas contribuciones. Sacó la plata de su billetera, la guardó y antes de dármelo, metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta que me dio junto al billete de cincuenta pesos. “Gracias por este momento tan maravilloso. Llamame.” Me dijo sin dejar de sonreír y se fue. ¿Llamame? ¿estaba loca? ¿o qué? ¡Podría ser mi mamá!
La vi subir la escalera del túnel y perderse entre la gente que iba y venía. Cuando por fin desapareció, abrí mi mano, separé el billete que rápidamente me guardé y leí la tarjeta. “Ma. Eugenia Salaverría. Gerente General. MediaMusic. Buenos Aires, Argentina.” Detrás estaba su número de teléfono.
Me quedé mirando el rectángulo rojo y negro por varios minutos. No podía creerlo. ¡Estas cosas pasan en Merlo!

miércoles, 24 de abril de 2019

FLORES AMARILLAS

Si viniste a leer los siguientes capítulos, te cuento que...
Flores amarillas ha comenzado un nuevo camino. 
Pronto tendrán más novedades. 
Gracias a todos los que pasaron por acá a leerla. 
Feliz de saber que llegó a muchos de ustedes y que la disfrutaron conmigo. 
Nos leemos pronto! 
Eri ♥