Túneles
Cuando
uno llega del centro, en el Sarmiento, después de un día cansador, agotador… es
medio difícil prestarle atención a la vida que se mueve a tu lado, te respira,
te grita, te llora, se te enoja. En síntesis, es difícil darle bola al mundo
que sigue su rumbo, mientras vos bajás las escaleras y te metés al túnel para
salir de un lado o del otro de Rivadavia y vas relojeando tu cartera y mirando
para atrás porque hay un flaco “sospechoso” que se bajó en Merlo, igual que
vos.
Para
mí, siempre fue difícil.
Hasta
hoy.
***
Faltaba
media hora para cumplir con mi tiempo estipulado. Había llegado a las cuatro y
tenía hasta las seis, para tocar y tocar. Para tocar y desenchufarme de la
realidad, una vez más. Mi viola sonaba amplia y acústica, en uno de los túneles
más asquerosos del Oeste. Pero… ¿Qué iba a hacer? Ya había probado con tocar en
Ramos; no hay mucho lugar ahí abajo donde los vendedores se pelean por un trozo
de pared. En Haedo, no pasa ni el mono por el túnel. En Morón, el reguetonero
me sacó cagando porque dijo que aquel era su lugar. Y yo que soy respetuoso,
guardé mi instrumento y me tomé el tren de vuelta a mis pagos. En Ituzaingó no
me bajé porque ya hay un muchacho que toca el saxo y la descose. No vale la
pena. A Castelar ni lo cuento porque no me va la onda de la gente, y en Padua
no hay túnel. Así que… Merlo—municipio donde nací— me recibe hace dos días en
las entrañas de su estación.
Las
ultimas notas sonaron entre mis dedos cuando una catarata de gente inundó el
gran túnel que une Merlo Norte con Merlo Sur. Ahí estaba yo, parado contra una
pared mal pintada y esperando que la mayoría de los apresurados se escurrieran
entre las escaleras. Un distraído me pateó el estuche de la guitarra. Lo puteé
en voz baja y me guardé los diez pesos que me habían dado durante las casi dos
horas tocando. ¡Sí, tan solo diez pesos! Cuando por fin la mayoría había
desaparecido, me volví a acomodar. Apoyé mi pie sobre la pared —es la mejor
manera para zapar—y rasgué mi guitarra por decimocuarta vez.
Siento el calor de toda tu piel, en mi
cuerpo otra vez. Estrella fugaz que enciende mi ser… Misteriosa mujer…
Canté,
tal y como lo había practicado en casa, esa mañana. Era la primera vez que
cantaba ese tema: uno de mis favoritos. Cerré los ojos porque, como siempre me
pasa cuando canto, una energía extraña se apodera de mí y parezco un poseído. Prefiero
no mirar a nadie y perderme en ese mundo que construyo para mí.
…En aquel camino por el que vas…
Sonó
mi último acorde y abrí los ojos.
***
Bajé
apresurada a tomar el colectivo. Sabía que pasaba menos diez y si me lo perdía
no tendría otro sino hasta las seis y diez. Gracias a Dios, el muchacho
“sospechoso” giró hacia la derecha y se perdió de mi vista. Retomé mi paso
habitual y aflojé la presión del brazo sobre la cartera. La gran manada de
animales —Sí. Yo creo que somos como animales, cuando bajamos del tren— ya
había pasado y el túnel no se encontraba tan repleto. Digamos que podía caminar
con libertad y a la velocidad que quisiese. Saludé al vendedor de rosquitas que
está junto a la escalera del medio y compré como cada viernes, media docena de
las rellenas con dulce de leche. Me despedí sonriendo porque hasta el lunes no
nos veríamos las caras.
—¡Hasta
el lunes!
—Buen
fin de semana, preciosa. —me dijo con la boca bien abierta. No me molestaba el
comentario viniendo de él; sus gestos eran sinceros y amables. Además, hacía
tres años que nos veíamos a la misma hora y en el mismo lugar. Y sí. Uno
termina encariñándose con extraños. Más cuando sabés que en casa no te espera
nadie y que te vas a comer seis roscas sola, mirando la serie de turno en
Netflix.
Guardé
la bolsa de papel madera en la cartera y sin mirar, caminé hacia la salida del
túnel, lado Norte. Cuando llegué a las escaleras por donde antes pasaba el
directo, una melodía me despabiló. Una guitarra sonaba más adelante y tocaba mi
canción. ¡Mi canción! Intenté apresurar el paso para llegar a él. A medida que
avanzaba, la voz del cantante me acariciaba los oídos y mis pasos se acoplaban al tempo musical.
Dame tu alma hoy, haz el ritual...
Llevame al mundo donde pueda soñar…
Empecé a cantar yo también, para mis adentros.
¡Qué hermosa voz! Pensé, mientras levantaba el cuello para ver la silueta del
chico que tocaba más allá. El túnel volvió a llenarse de gente. A veces pienso
que es como la marea. Sube y baja. De a momentos no pasa nada y otros, explota
de movimiento. Justo cuando estaba a punto de alcanzarlo, de tenerlo más cerca,
una horda de personas arremetió contra el pobre que parecía no percatarse de la
situación. Tenía los ojos cerrados, como saboreando la canción. Esperé.
Cuando
por fin, el pasillo se quedó casi vacío, di mis últimos pasos hasta llegar a su
altura y me quedé mirándolo desde la pared contraria. La remera negra, la
guitarra empapelada de stickers de bandas que no reconocía. El flequillo sobre
la cara y un arito en la ceja. El pie, apoyado contra la pared, le daba el
toque final a este musico transeúnte que me había embelesado con su canción. Bah…
mi canción.
Tu presencia marcó en mi vida el amor,
lo sé.
Es difícil pensar en vivir ya sin vos.
Corazón sin Dios, dame un lugar.
En este mundo, tibio, casi irreal.
Estaba a punto de
terminar y yo no quería que lo hiciera. Ya me había perdido el colectivo y no
me importaba nada. Me quería quedar ahí, escuchándolo una y otra vez. Mis pies se movían al compás de su ritmo, de
su versión. Me dio pena notar que nadie le había dejado ni siquiera dos pesos.
¡Y con lo lindo que cantaba!
Me
permití acercarme un poco más. Me despegué del borde y cruce hacia él,
ubicándome justo en frente. Me detuve en los músculos de su brazo, tensándose a
la vez que lo hacían las cuerdas. Sus dedos recorrían el brazo del instrumento
y dibujaban firuletes sobre él. ¡Maravilloso! Quería aplaudir, pero aún no
había terminado. Podía sentir la mirada curiosa de las personas que pasaban a
mis espaldas y me miraban, parada frente al músico, como una verdadera loca.
…En aquel camino por el que vas…
Sonó
su último acorde y abrió los ojos.
***
Lo
primero que vi cuando volví en sí, fueron sus ojos marrones que me miraban
fijamente a través de unos lentes gruesos. Una mujer con un rodete en la
cabeza, ojeras, y la ropa algo desalineada me observaba con insistencia.
Primero me asusté. Estaba muy cerca de mí y hasta podía ver las pequeñas
arrugas al costado de sus labios. Sonreía. Sonreía con la mirada, con la boca y
con las manos que me aplaudían como si fuese aquel, un espectáculo del Colón.
—Gracias.
—Balbuceé mientras bajaba mi pie y acomodaba la guitarra. Ella seguía ahí. Por
lo menos ya no aplaudía. Me empezó a dar un poco de vergüenza y a incomodar su
presencia. Miré mi reloj. Las seis y cinco. —Gracias. —Dije una vez más, solo
que esta vez, ella me respondió.
***
—Tocás
hermoso. —exclamé cuando empezó a mirarme con cara rara. Sí, seguramente,
parecía una loca. A esas horas después de un día agotador, después del
Sarmiento. —Perdóname. —hice un paso atrás para dejarlo hacer. Ya se iba. —¿Podrías
tocar otra canción? —le pregunté dulcemente, intentando no asustarlo más de lo
que ya había hecho.
—Me
tengo que ir. —dijo, cortante.
—Uy.
—Puse mi mejor cara de perrito mojado. —Bueno… qué pena. —Metí la mano en mi
cartera, saqué un billete de cincuenta de mi billetera y la volví a guardar.
Obvio que cuando entendió lo que iba a hacer, se quedó esperando. Antes de
darle el dinero, saqué de uno de los bolsillitos de mi pantalón, mi tarjeta.
Extendí el brazo y le entregué ambos. —Gracias por este momento tan
maravilloso. ¡Llamame! —Le sonreí una vez más, me acomodé el bolso y me despedí
con un movimiento de cabeza.
Era
la primera vez en tres años, que salía del túnel con una sonrisa. Mínimamente,
se lo tenía que agradecer, ¿no?
***
Cuando
entendí lo que iba a hacer, esperé. Obvio que esperé. Un artista como yo, que
intenta mantener su arte haciéndolo, necesita de estas contribuciones. Sacó la
plata de su billetera, la guardó y antes de dármelo, metió la mano en el
bolsillo y sacó una tarjeta que me dio junto al billete de cincuenta pesos.
“Gracias por este momento tan maravilloso. Llamame.” Me dijo sin dejar de
sonreír y se fue. ¿Llamame? ¿estaba loca? ¿o qué? ¡Podría ser mi mamá!
La
vi subir la escalera del túnel y perderse entre la gente que iba y venía.
Cuando por fin desapareció, abrí mi mano, separé el billete que rápidamente me
guardé y leí la tarjeta. “Ma. Eugenia
Salaverría. Gerente General. MediaMusic. Buenos Aires, Argentina.” Detrás
estaba su número de teléfono.
Me
quedé mirando el rectángulo rojo y negro por varios minutos. No podía creerlo.
¡Estas cosas pasan en Merlo!