Se tapa hasta la cabeza, cierra los ojos e
imagina que está en su cocina.
Los muebles de color caoba, el mármol negro
como la noche. Los estantes bien acomodados, repletos de utensilios y mercadería.
El horno y la heladera incrustados perfectamente en los huecos que dejan las
alacenas. Todo en orden y en sintonía. Los ribetes que decoran los bordes de
las cerámicas combinan con el piso y la pintura de la pared; tonalidades de
rojo, bermellón y bordó encienden el ambiente. ¡Qué hermosa luce su cocina! Es
la envidia de las vecinas, de su suegra y sus cuñadas. Cada vez que la visitan
le piden el teléfono del albañil, del pintor o el de la maderera donde mandó a
hacer la mesa y las sillas. Beatriz sonríe feliz, con el corazón exultante de
orgullo porque ella ha sido la diseñadora y la creadora de ese espacio de
ensueño. Ella con sus dibujitos y sus pruebas ha ideado cada rincón de su casa.
Las habitaciones y el baño también están decoradas
con exquisitez, pero la cocina se lleva todos los galardones. Cuando se encuentra
sola, acaricia las manijas de las puertas de melamina y lustra cada rincón con
esmero y dedicación. Una vez finalizada la tarea, contempla los detalles y gustosa
se sienta a tomar unos mates sin dejar de mirar cómo ha quedado su espacio.
Cuando decide lo que preparará para cenar,
también se alegra; porque cocinar es una fiesta. Contar con todos los elementos
e ingredientes para llevar a cabo el plato elegido, la llena de emoción. Pato a
la naranja, grillé de vegetales, fondue de queso, cerdo agridulce y… ¡Los
postres! Los postres que prepara con las medidas exactas y el horno a la
temperatura justa que las recetas piden. Todo… todo en su cocina es perfecto.
Se acomoda y gira hacia la pared, apretando los
párpados con fuerza para no escapar de esas imágenes que la transportan a un
mundo añorado. Con el movimiento, su espalda queda al descubierto y el viento
se cuela entre la poca ropa que lleva puesta y su piel arrugada. El frío que
azota la ciudad no le da tregua. Los abrigos, las mantas y frazadas no alcanzan
para soportar las temperaturas de este invierno en Buenos Aires. ¿Por qué? Porque
las calles no están hechas para dormir.
Beatriz se remueve y tiembla, le rechinan los
dientes. Intenta con todas sus fuerzas volver a ese lugar donde la cocina, con
el horno prendido, le calienta el alma y las penas. Con una mano, aprieta con
fuerza la revista de decoración que encontró en la basura y con la otra, se
cubre la espalda. Quizás algún día puede tener su propia cocina.