jueves, 3 de diciembre de 2015

Besos pegajosos.



            —¡Callate! Ahí viene. —Se acomodó en la cola del banco y puso la mejor sonrisa. Una sonrisa como la que habitualmente ponemos cuando nos preguntan si les queda bien aquello y nosotros sonreímos y decimos, “Claro”. En fin, una sonrisa falsa. — ¿Cómo estás? ¿Qué andas haciendo?—Le dio dos besos. Sí. Dos. A falta de uno. Como si te tratara de una diva de la tele.
            —Buen día, Aida. Bien. ¿Usted? Me escapé un ratito del hospital para hacer un trámite para la viejita.
            —Ay. Y… ¿Cómo anda Doña Ana? Me contaron que…
            —Bien. Mejor. Gracias a Dios. Pero todavía no le dan el alta. Así que… Acá estamos. —Sonrió amablemente y se alejó.
            La cola no se movía. Eran las diez y diez, el banco ya estaba abierto, pero la cola seguía en la misma posición. Aida le había dado la espalda para seguir conversando con la vecina, que también esperaba para cobrar. El sol de Febrero les calentaba las pantorrillas y los abanicos no daban a basto. Se balanceaban sin parar, de acá para allá. Su aleteo constante se entremezclaba con el canto de los pájaros y los “Adiooos” de la gente que pasaba frente al banco, saludando a los conocidos de la familia.   
            Fabiana, unos pasos más allá, se había refugiado bajo la sombra diminuta de un arbolito, dejando un espacio bastante amplio entre ella y la hipocresía de la señora que le acaba de dar dos besos pegajosos en las mejillas. Sí. Dos. Deseaba limpiarse. No lo hizo.

            El ambo blanco resplandecía en la mañana soleada de aquel pequeño pueblito al sur de Buenos Aires. Las bicicletas, las motos, los autos mal estacionados, irrumpían en la realidad de los habitantes como moneda corriente. El banco, frente a la plaza. La plaza frente a la iglesia. La iglesia junto a la Municipalidad y paremos de contar. Ese era el centro. Hacía la derecha, veinte cuadras a medio poblar, otras veinte para la izquierda y el campo imponente, mordiendo el polvo de las calles de tierra.
            —Nena… ¿Te vas? —Preguntó sorprendida al verla subirse a la bicicleta. — Mira que ya se está moviendo. Parece que…
            —Sí. Tengo que volver al hospital. Estoy de guardia y ya perdí mucho tiempo. Vuelvo más tarde… o mañana.
            —Saludos a Doña Ana. Voy a ver si paso a visitarla en estos días.
            —Bueno. Serán dados. ¡Hasta luego, Aida! —Movió la cabeza y se marchó por la avenida principal, directo al hospital.
            La cola avanzó un poco más, pero se detuvo, dejando a las vecinas en la puerta del banco. Al rayo del sol. El reloj de la Iglesia marcaba las once menos cinco.
            —Yo no lo puedo creer.
            —¿Qué cosa, Aida?
            —Que esta chica haya salido así. ¡Pobre Ana! Ella y Don Juan se rompieron el lomo para darle estudio… —revoleó los ojos detrás de los lentes gruesos—…y así les paga.
            —Sí. La verdad que sí. Es una vergüenza para la familia. Y tan bueno que salió Panchito. Nada que ver. ¿Viste?
            —Sí. Nada que ver. Ésta salió a los Martinez. Bien atorran…
            —¡Shh! Las paredes oyen, vecina.
            —Tenés razón. Pero la verdad… —se acercó, casi para susurrarle— no sé como hace para pasearse por el pueblo así, descaradamente. Vergüenza ajena da.
            —Ay. Mira. Cartón lleno. —Dijo la vecina, mientras observaba con picardía a una pareja que se acercaba a la cola.
            —¿Qué?¿Que pas…—tartamudeó— Buenos días, Don Martín. ¿Cómo le va? —Se apresuró a darle un beso, digo dos, al intendente del pueblo. —Buenos días Carina. —Dirigiéndose a su mujer— ¿Qué andan haciendo por acá?
            —¿Cómo le va, Aida? ¿No hay mucho movimiento, parece? —Aida meneó la cabeza. Él no respondió que había venido a hacer. —Voy a ver qué pasa que no se mueve la cola. Muchos abuelitos al sol.
Carina se quedó en la puerta del banco, esperando a su marido, ojeando el celular.
            —¿Cómo anda usted? Está más delgada.—Las dos señoras la observaban de arriba abajo.
            —Gracias. Y...—se miró la panza chata—.Debe ser el calor. Mucho líquido.
            —Sí. Puede ser. ¿Sabe qué? Recién se acaba de ir su prima. —La cara de la mujer cambió. Tenía muchas primas. Pero sabía muy bien a cuál se refería la anciana del abanico.
            —¿Ah, sí? ¿Fabiana? —Intentó disimular su gesto pero no pudo.
            —Sí. Un minuto antes y se la encontraba. —Sonreía sin parar. —¡Uy! Ahí se movió la cola. Un placer verla… como siempre. Salúdeme a Pedro. Hace mucho que no lo veo en el Centro de Jubilados. —Dos besos pegajosos más.
            Carina y Martín, el Intendente, se marcharon al cabo de unos minutos. Aida y la vecina se miraban solapadamente, sin decir palabra. Una hora más tarde, de camino a casa, retomaron el tema de conversación. La comidilla del momento. La novedad del pueblo. Fabiana Martínez, la enfermera, y el Intendente eran amantes.
            —Creo que está embarazada.
            —¿Quién? ¿Carina?
            —No, zonza. Fabiana.
            —¿De…?
            —Sí. ¿De quién más? Eso es lo que me contó Laura.
            —¿Qué Laura?
            —Laura Pérez. La hermana de la secretaria de Martin. Dice que se ven todos los días un rato. O ella pasa por lo de la mamá de Martín….  o él pasa por el hospital.
            —Pero si Martín vive en la otra punta.
            —¡Ay, querida! Me extraña. Un pelo de cachufla…Tira más que una yunta de bueyes. —Se abanicó más fuerte.
            —¡Que descaro!
            —Terrible. —Hizo un silencio— ¡Pobre Carina! A pesar de ser media… —dudó porque su vecina era una tía lejana—… asquerosa, es una buena mujer. —La vecina enmudeció y ella que no deseaba dejar de hablar, agregó; — Y lo sabe, eh. Porque Laura fue muy detallista cuando me contó de la vez que le hizo un escándalo a Martin en la casa de su mamá y estaba ella ahí… tomando mate, como si nada.
            —Juana nunca la quiso a Carina. Eso lo sabe todo el pueblo.
            — Eso es cierto. Pero… ¿Fabiana? La hija de un simple verdulero, con el Intendente…
            —No sé a dónde vamos a parar.
            —Yo tampoco. ¿Te veo más tarde?
            —Sí. Te paso a buscar a las seis. ¿Te parece?
            —Grandioso. ¡Hasta luego!
            —Adiós, querida.
            Uno… dos…besos pegajosos.
Fin.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Celeste, bajo la luna plateada.



                 —¿Si la luna bajará y me diera un beso en la boca, te enojarías, tía? Espero que no. No es ni más ni menos, que la luna.  —Eso me preguntaba, mientras intentaba no escuchar a la tía Marta, que daba lecciones de moral, y prestarle atención a los detalles que te rodeaban en esa noche calurosa de verano. 
                A medida que me iba fijando en tus dedos largos y como la luz plateada bañaba tu sonrisa, el corazón me latía muy fuerte con cada movimiento de tus labios, con cada mirada de refilón y con cada respiración. Las consonantes y vocales se balanceaban en tus labios y me sumergían en un mar de sensaciones.  Nunca había sentido algo como esto. Ni siquiera por el pobre Pedro.
                No era la primera vez que te veía. Pero sí, que te miraba de esta manera. De pronto, un temblor estrepitoso en el bajo vientre, me dejó perpleja. Gracias a Dios, no estaba hablando, porque si no me hubiese quedado muda en ese mismo instante. Y menos mal que no estaba cebando el mate, me hubiese quemado seguramente.
                Incontrolable. Esa era la palabra. Fue un momento de puro descontrol del cuerpo y de la mente. Ya no recordé qué te había traído hasta nuestra casa. Ni qué hacías hablando con mi tía Marta pasada las diez de la noche. Ya no recordé más. Solo podía pensar en esto que me estaba pasando.
                —Celeste… —¿Alguien dijo mi nombre? Seguía tratando de analizar las vibraciones de este cuerpo menudo, que intentaba hablarme. Decirme algo. ¿Pero qué?  
                —Celeste… ¿Estás bien?
                —Sí, tía. Es tarde, me voy a descansar. —Me levanté, intentando no tirar todo a mi paso. Sentía que mi cuerpo era un remolino, un huracán. Un armatoste que no era capaz de maniobrar. ¿Qué me pasaba?  Hice una anotación mental. Hablar con Gracia cuanto antes. Ella sabría que era todo esto. —Buenas noches.
                —Buenas noches, Celeste. — No. No. No hablés. No hablés. Así, no llegaré a mi habitación en dos pies. —Que descanse. —Y acá vamos. Tomate del umbral antes que caigas desparramada entre los rosales de la tía Marta.
                —Usted también. —Listo. A dormir.
                No habíamos prendido el farol porque la noche era tan clara que parecía de día. Siempre lo dejamos encendido, para poder utilizar el baño que está afuera. Pero hoy no hace falta. Me levanté traspirada. Había mojado la almohada y las sabanas. La tía roncaba desde la otra habitación. Descalza saqué la tranca lentamente y me senté en la silla en la que te habías sentado unas horas antes. Acaricie el hierro oxidado y suspiré una vez.  La luna me observaba desde las alturas.
                Me lavé la cara, me cambié el camisón sudado y me senté afuera con una copa de coñac que saqué silenciosamente de abajo de la cama de la tía. Necesitaba algo fuerte que me calmara los nervios.  Algo que me hiciera olvidar estas extrañas sensaciones.
                —¿Celeste? ¿Qué hace acá afuera, a esta hora? —¿Estoy soñando? Me quedé dormida y no me di cuenta. Ahora hasta lo oigo en mis sueños.
                —¿Celeste? ¿Se encuentra bien?
                —¡Shhh! Déjeme dormir. Ya bastante con lo que me hizo hoy…
                —¿Qué le hice? Disculpe si le falté el respeto en algu…
                —Déjeme dormir.
                —¿Celeste? — ¿Y ahora qué? ¿También lo veía? No. No podía ser. No era un sueño. Era el coñac. ¿Pero si no bebí nada más que un sorbito? ¿Ya comencé a tener alucinaciones?
                —Venga. La acompañaré a la casa. —¿Las alucinaciones pueden tocarlo a uno? Esto es peor de lo que pensé. No más coñac. No más coñac. Y acá viene otra vez. El temblor.
                —Celeste… no se preocupe. Es solo un sueño. Tal vez sea… ¿Cómo se dice? Ah, sí. Sonámbula.
                —Yo no soy sonámbula. Deje de tocarme. Puedo caminar sola. —No me toque más. Por favor. ¿No ve? ¿No ve cómo me tiemblan las piernas? Dios, estos sueños que se toman  demasiadas atribuciones… Cada vez peor.  
***
                La copita de coñac, el catre bajo la parra y su caballo en el palenque, eran señales que me decían, que me gritaban, que todo lo que yo había creído un sueño, no lo era. Todo había ocurrido. Yo suspirando bajo la noche estrellada por él, él observándome y acompañándome hasta mi habitación. ¡Qué papelón!
                No llegué al tambo a saludar. Apenas pude, me escapé por la tranquera, derechito a lo de Gracia. Necesitaba hablar con alguien.  Ella sabría que era todo esto.
                —¿Con que un temblor, eh?
                —Sí. Rarísimo. Jamás lo sentí. Ni siquiera cuando Pedro me tomó la mano. ¿Qué es esto Gracia? ¿A ti te pasa con Manuel?
                —Todo el tiempo.
                —¿Si?
                —Sí. Ya no eres una niña, Celeste. Eso, amiga mía se llama, deseo. Estás caliente con ese tipo.
                —¿Deseo? ¿Caliente? Háblame en castellano. Deja de reírte, Gracia. No es un chiste.
                —Sí. Deseo, Celeste. DE-SE-O.  —¿Por qué sonríe como una estúpida? ¿Será que me está tomando el pelo?
                —Bueno. Ahora que sé lo que es. Me voy. Adiós Gracia. Mañana nos vemos en la iglesia.
                —Adiós, Celeste. Saludos a Doña Marta.
***
Llegué a mi casa dando saltitos. Hasta que vi sus ojos observándome desde la tranquera. No más saltitos, Celeste. No eres una niña. Ya te lo dijo Gracia. Ahora debes comportarte como una mujer. Actúa normal, casual. No. No tanto. Espera. Te vas a caer. No. Sigue así.
                —Buenos días, Celeste.
                —Buenos días. —Camina derecho… derecho a la cocina.
                —¿Celeste?
                —Sí tía.
                —Ven un momento. —Me delató. Lo sé.
                —¿Dónde estabas?
                —En lo de Gracia. Me pidió que…
                —Bueno, ven. Prepárale unos mates a nuestro invitado, por favor. Voy a darle de comer a las gallinas y los chanchos. No quiero que se asolee. Hace mucho calor.
                —Está bien tía.
                —¿Qué te pasa? ¿Estás rara? ¿Te sientes bien?
                —Sí. —Pregúntaselo. Tal vez ella…— Tía…
                —¿Sí?
                —¿Usted sentía deseo o se calentaba por el tío Juan? ¿Alguna vez sintió un temblor aquí?
                —Shhh. Celeste. Santa María, divina. Sin pecado concebida. ¿Cómo me vas a preguntar eso? Cierra esa boca. Una niña decente no habla de esa manera. Dios… ¿Qué se te ha metido? No más reuniones en lo de Gracia. Esa muchachita te lleva por mal camino. No me mires así. ¡Anda! Hacele unos mates al pobre hombre. Dice que se desveló anoche. Que casi no durmió.
                Bueno Celeste… no más hablar de deseo con la tía Marta. Tendrás que aprender a manejar ese torbellino, a tu manera.  ¿Será que no sabe lo que es?
Fin.

jueves, 26 de noviembre de 2015

En las manos de Alá.



No veía nada. Le habían tapado la cabeza con una bolsa de arpillera que le raspaba el cuello. Sabía que tenía las costillas rotas, porque le dolía exhalar. Escuchó que lo matarán pronto. Solo esperaban la orden. ¿Qué hora sería? No sabía.  Lo que sí sabía era que casi no podía respirar ahí adentro.  Los labios resecos y los ojos pesados. No había nada más que hacer. Se resignó y se encomendó a Alá.
***
                La mañana del 9 de Abril, luego de hacer la oración de Fajr en su habitación, justo antes de que sol bañe el horizonte parisino, Jean Pierre se lavaba los dientes y pensaba en las citas que su secretaria había organizado para él. Desayunaba junto a su mujer y como todos los días llevaba a sus dos hijas al colegio. De camino al trabajo, bebía un café en aquella confitería preciosa que se escondía del ruido y de la preponderancia de la gran ciudad.  
                Llegó a su oficina, revisó los mensajes, atendió clientes y tuvo dos reuniones consecutivas con empresarios extranjeros. Una en la sala de juntas y otra en su pequeña oficina a través de Skype. Justo antes de extender su alfombrita sobre el piso helado, giró sobre sí mismo y contempló el cielo francés. Desde su edificio podía ver la torre Eiffel, en su mayor esplendor. Le agradeció a Alá por estar vivo.  Se puso en cuclillas y apoyando suavemente la frente sobre el piso, comenzó a orar. Dhuhr: La oración cuando el sol está en el punto más alto.
                Guardó la alfombrita en un estante, junto a su escritorio y prosiguió con su tarea. Muchas cosas que hacer.  Sonó el teléfono.
                —Jean Pierre, su hermano en la línea. ¿Se lo paso?
                —Sí. —Hoy era un buen día para hablar con él. Todo marchaba muy bien. El sol brillaba cálidamente.  —¡As-salamu alaykum jabibi! ¿Cómo has estado?
                —¡wa alaykumu salam! No muy bien. No tengo tiempo de explicarte. Me están siguiendo.
                —¿Dónde estás?
                —Escúchame Ahmed, tienes que irte de París. Hoy mismo. Van por ti.
                —¿Qué? ¿Irme? Estás loco. Eso se ter…—Su hermano no lo oyó, ya había cortado.
                ¿Hace cuánto venia rogándole a Alá que su pasado no lo persiguiera? Ya no lo recordaba. Tampoco había tiempo para hacerlo, ni para renegar de eso. Una advertencia de Abdula bastaba para creer que todo podía volver a empezar. Tenía que marcharse. Pero primero, debía sacar a las niñas y a su mujer del medio. 
                Estaba tan apresurado que se salteó la oración de Asr. Llegó a la escuela desesperado y sacó a las niñas de sus clases. Las dejó en casa de unos amigos, para que luego las alcanzaran a sus abuelos. De camino al trabajo de su esposa, intentó llamarla. No se pudo comunicar. No la encontró allí. Había salido almorzar quien sabe dónde. No podía esperarla. Pasó por su casa, y tomó sus pasaportes y una de las armas escondidas en el fondo de su closet. Armó un bolso con dos mudas de ropa y le escribió una nota que pegó en la heladera, antes de irse. “Tuve que viajar de improviso. Las nenas están en casa de Corina. Más tarde las llevan a lo de tu mamá. Cuídalas. Por lo que más quieras, cuídalas. No creas nada de lo que te digan de mí. Je taim. Jean Pierre. “
                Pidió perdón a Alá por obviar la oración de la tarde y se dispuso a cumplir con ambas al atardecer. En un costado del Aeropuerto, y a pesar de los ojos atentos, se arrodilló y pidió con todas sus fuerzas. Pidió por la vida de las mujeres que dejaba atrás.
***
                La madrugada del viernes fue larga y tediosa. No había ningún asiento disponible en ningún vuelo, sino hasta el amanecer. Caminó por el lugar, mirando sin ver. Pensando y analizando sus posibilidades. No quería pensar en las peores, pero debía hacerlo. Debía adelantárseles.
                Una cara conocida, lo inquietó. Una vez que lo perdió en el gentío, buscó asilo en la enfermería, alegando sentirse mal. Allí esperó por dos horas. La enfermera lo observaba con cara de pocos amigos y no tuvo más remedio que salir de allí. Miró hacia ambos lados y no notó ningún movimiento anormal. Tal vez lo había confundido con alguien más. Su ticket decía que el vuelo a Londres partiría a las 5:50. Chequeó su reloj pulsera: las 4:30. Respiró y tratando de calmar sus nervios, se dirigió a la puerta de abordaje. Se acomodó en un asiento, rodeado de personas y esperó.
                El teléfono celular vibró y con él, la adrenalina lo recorrió de pies a cabeza. Era su secretaria. No la atendería. Apenas abordará el avión, arrojaría el teléfono a la basura. Tal vez, lo estaban rastreando. Quién sabe. Desconfiaba de todos. Los minutos en el reloj parecían detenerse y el tiempo en el bullicioso Charles de Gaulle no pasaba más. Abrió su billetera y contempló la fotografía de su mujer y sus hijas. Sonrientes y divertidas. ¿Qué pasaría con ellas? No podía saberlo.  Volvió a poner sus vidas en las manos de Alá.
                Por fin abordó. Respiró cuando el avión de Air France despegó. Recién allí, pudo respirar con normalidad. Para las ocho de la mañana, ya estaba hospedado en un hotel en el centro de Londres. Había pagado en efectivo y dado un nombre falso. Desde un teléfono publico, se comunicó con la única persona que podía ayudarlo.
                —¿Aló. Marie?
                —¿Jean Pierre?
                —Estoy en Londres. Necesito tu ayuda.
                —Claro. ¿Dónde estás?
                Le dio la dirección del hotel y el número de habitación. Una hora después golpeaban la puerta. Marie estaba radiante, como siempre. Se fundieron en un abrazo. Lloraron los recuerdos y las cicatrices, rieron al presente y se acomodaron en el sillón.
                —¿Qué mierda pasó?
                —No lo sé. Eso es lo que planeo averiguar.
                —¿Las niñas?
                —En la casa de su abuela.
                —¿Ella lo sabe?
                —No. Claro que no.
                —Mejor así. Ya me comuniqué con Charly… veremos en un par de horas. No te preocupes por ellas. Van a estar bien. Envié a mi mejor agente a París. Hay que sacarlas de allí. Lo más pronto posible.
                —Sí. —se hundió  aún más en el sillón y allí se quedó. Pensativo.
***
                El sábado salió a recorrer la ciudad. La última novedad que tenia de París era que la ayuda de Marie había dado frutos. Las niñas y su esposa estaban en camino hacia Portugal. A salvo.  Se quedarían por unos días hasta que todo se resolviera.  Acerca de su estado, nada se sabía.  Marie no había podido averiguar absolutamente nada. O si lo había hecho, no dijo palabra. Sabía entender los silencios de su más fiel compañera.
                —¿Quién te dio aviso?—Quiso saber Marie aquella noche, mientras cenaban.
                —Abdula.
                —¿Ese mal nacido?
                —Marie, solo quiso ayudarme. Nada más.
                —No me extrañaría que esto viniera de él y de su gente.
                —A él también lo buscan.
                —Lo sé.
                —¿Desde cuándo?
                —Varios meses.
                —¿Después del atentado?
                —Sí.
                —Marie yo no…
                —También lo sé.
                Se sentó en un banco de plaza y allí permaneció por un momento. Contemplando los pájaros y los colores. Luego,  se dirigió a la mezquita más cercana y oró por varias horas. No podía ser que Alá lo hubiese abandonado. No ahora. No ahora que no había hecho absolutamente nada. Que había dejado esa vida muy atrás. Que la había enterrado y escupido sobre ella. Se volvió al hotel. Marie lo esperaba con dos agentes más. Había que moverse. Sabían donde estaba.
                —Te irás a los Estados Unidos.
                —¿Los Estados Unidos? No. Ni loco. Tú sabes cómo son con los musulmanes. Ellos creen que todos somos…
                —No hay otra opción.  Allí tengo gente que podrá esconderte por un tiempo. Yo misma, viajaré contigo para acompañarte. El vuelo sale en dos horas. Vamos.
                No pudo objetar. Se montó a ese avión y dejó todo en las manos de Alá. No había más opciones. Si Marie lo decía, era porque era lo mejor que podía hacer.  Cerró los ojos y trató de recordar una vez más la sonrisa de sus hijas y los besos de su mujer.
***
                No llegó al hotel. Un taxi, un silenciador, un disparo en el pecho a su amiga fiel, la confusión y la capucha en su cabeza. Con los labios resecos y los ojos pesados, oró una vez más. Tal vez sería la última.  No había nada más que hacer. Se resignó y se encomendó a su Dios. Pero parece que Alá lo oyó. La voz lejana de Abdula lo reconfortó. Por un momento creyó estar muerto. Alguien le sacó la capucha y lo desató de la silla. La luz le quemaba las pestañas. No pudo abrir los ojos por un momento. Mejor. No deseaba ver lo que había a su alrededor.  
                —Aljamdu Lilah! (Alabado sea el Señor) 
Fin