lunes, 22 de junio de 2020

Capítulo 30: La última canción


“Ser profundamente amado te da fuerzas,
mientras que amar profundamente a alguien te da coraje.”
Lao Tse
—No puedo creer que Ceci esté embarazada. —comentó Sebastián en el coche.
—Está preciosa. Esa nena va a ser muy feliz.
—¿Nena?
—Sí. Presiento que va a ser mujer.
—Bueno… Si lo es, más vale que se cuide porque entre el padre y el tío…
—¡Pobrecita! ¿Dónde vamos?
—¿Qué día es hoy?
—Viernes. ¿Por? —Sebastián le sonrió.
—¡No! No, no…
—Dale…
—No, Sebastián. No quiero ir al karaoke.
—Bueno, está bien. No vamos al karaoke. Hay cena show en un barcito de Castelar. Va a cantar Paula y Gastón nos invitó.
—Bueno… ahí me gusta más. Además, me duele la garganta.
—¡Mentirosa!
—¡Es verdad!
Conversaron durante todo el trayecto sobre la casa que era de sus abuelos. Sandra había decidido alquilarla para tener otro ingreso y poder comprarse un coche. Aunque Sebastián le había ofrecido ayuda, ella no quiso aceptarla.
—¿Lo vas a hacer por inmobiliaria?
—No sé. Hay una familia, amiga de Romi, que necesitan una casa porque se les termina el contrato en diciembre y no pueden renovar. Pensaba hacerlo directamente con ellos.
—¿Son de confianza?
—Espero que sí.
—Bueno… ¿Cuánto vas a cobrar?
Se embarcaron en una discusión sobre los precios y los montos. Entre medio de los comentarios y las idas y vueltas, Sebastián la interrumpió y le dijo:
—Quiero que vivamos juntos.
—¿Eh? —preguntó ella que seguía envuelta en el tema y no se había percatado del cambio. El auto detenido en un semáforo y los ojos marrones de él que la observaban esperando una respuesta.
—Quiero que vivamos juntos. —repitió y agregó—; Esto de ir y venir entre tu casa y la mía, ya no da para más.
—Emmm…
—Pensalo. —arrancó y a los pocos minutos llegaron al pub donde Paula daría su show.
Entraron, buscaron una mesa alejada del escenario; el único lugar que encontraron y se acomodaron. Sebastián esperaba con ansias a que ella le dijera algo, pero… Gastón se acercó a saludar, se sentó en su mesa y hasta que Paula no apareció en la tarima, no se retiró. La voz tan dulce de ella, ocupó el lugar y capturó los sentidos de los presentes. El repertorio varió entre baladas en inglés y en español. Todos aplaudían con ganas al finalizar cada canción hasta que…
—Bueno, esta ha sido mi última canción. Les agradezco infinitamente que hayan venido hasta acá; para mí es una noche muy especial.
—¡Otra! ¡Otra! ¡Otra! —gritaba la audiencia, ávida por seguir oyéndola.  
—Bueno… Está bien. —sonrió con picardía porque nunca, jamás, la última canción se anuncia. Siempre hay algún bonus track que los cantantes suelen regalar. —Esta última canción tiene una dedicatoria especial. Un amigo me pidió que se la dedicara a la mujer que ama. Sandra, ¿Dónde estás? —Sandra levantó la mano desde el fondo del bar y todo el mundo se giró en sus asientos para verla. —¡Decile que sí!
La pista de una melodía muy reconocida inundó el lugar y Sandra no tuvo ojos para nadie más que para Sebastián. Paula cantaba “Castillo azul” de Ricardo Montaner y en la letra iba también la propuesta que le había hecho en el auto. Así como ella le había cantado que lo amaba, él le proponía un futuro juntos a través de una canción.
Poco a poco voy mostrándote el lugar
Pondremos las persianas y el sofá
Y un candelabro antiguo aquí
Un cesto de flores en medio del zaguán
Poco a poco y al desnudo en el salón
No han puesto las alfombras y es mejor
Porque el amor calienta el sol
El frío del piso y al hielo del polo sur
En este castillo azul se escribirá una historia
Basada en nosotros dos
En el momento pleno de hacernos sexo
A orillas del mesón
Ven y te explico lo que somos
En nuestra habitación
Una paloma y un jilguero
En vuelo de estación
Emigrando al árbol del limón
Elevando un grito hasta amanecer
Encima de tu piel

—¡Bravo! —aullaba la muchedumbre que poco vio del movimiento de los dos que se habían parado a bailar y sentir esa canción.
Los brazos alrededor del cuerpo del otro, en el lugar perfecto, donde siempre debieron estar. En sus ojos se proyectó una película: el hospital, el dolor y la muerte, las noches en hoteles alojamientos, las risas, las miradas cómplices, las discusiones, el abandono, los dos años separados, el encuentro en el colectivo. Juan Manuel y Tamara. El estacionamiento de Jurere, la lluvia y la rueda de auxilio, las lágrimas, las confesiones, las segundas oportunidades. La aceptación y el abrazar las luces y las sombras del otro como si fuesen las propias.
Todo eso y más en aquella última canción.
—¡Sí! —le susurró en el oído.
—Gracias. —le acomodó el cabello al costado de la oreja y la besó con dulzura.
—Gracias a vos. Por amarme a pesar de todo.
—Gracias por enseñarme que el amor todo lo puede. Incluso mira, hasta logró que bailara.



Epílogo

Seis años después.

—Buenas tardes. Mi nombre es Sandra Rodriguez. Voy a ser su Profesora de Historia. Me gustaría preguntarles, antes de empezar a presentar la materia, ¿Por qué creen que es tan importante saber Historia?
Ninguno de los treinta y tres adolescentes que tenía en frente respondió. Todos los años desde que se había recibido le pasaba igual. Tosió nerviosa y se dio vuelta para escribir la fecha en el pizarrón. Tomó aire y se volvió para enfrentarlos. Los miró. Uno a uno. Caminó a lo largo del salón observando los detalles que rodeaban a cada uno. Prestó atención. Llegó al final y se apoyó en la pared. Algunos se giraron para seguirla con la mirada. Sonrió y dijo;
—Amo la historia porque me ayuda a saber de donde vengo y a donde voy. Este año ustedes van a aprender de dónde venimos y porqué estamos cómo estamos.
La clase terminó y aunque fueron pocos los que se interesaron en lo que Sandra tenía para decir, salió de la escuela con una sonrisa. En la esquina la esperaba Sebastián con Toby, un perrito que habían rescatado durante el último verano.
—¿Cómo te fue? —la saludó con un beso sobrio. Ya había sido amonestado el día anterior cuando le había comido la boca a la salida de otra escuela.
—Hola, Toby, lindo de mamá. ¡A nadie le interesa la historia! ¡Cómo siempre!
—Son chicos. Mañana te tocan los más grandes y vas a ver que se van a interesar un poco más. Además, siempre empezás el año igual y después terminás adorándolos.
—Puede ser. Y… ¿Vos? ¿Cómo salió la reunión?
—¡Es nuestro! —de la emoción se olvidó donde estaban y lo abrazó, y lo besó por todos lados.
—¡Viste! Yo sabía que te iba a ir de diez.
—¿Vamos?
—Sí. Toby, arriba. ¡Vamos!
Llegaron a su casa, esa que eligieron los dos y remodelaron a su gusto en un barrio muy lindo de Haedo. Tomaron mate y Sebastián le dio detalles de la marca importante que había elegido a su empresa publicitaria para hacerle la campaña. Estaba feliz. Ella comentó un poco sobre las ideas que tenía para esos primeros días de clase y entre mimos y arrumacos se recostaron en el sillón.
—Mañana vamos a buscar a Isa. Se me ocurrió que pasemos un día en la laguna de Lobos o de Navarro. ¿Qué decís? —dijo refiriéndose a la hija de Pablo y de Cecilia.
—Sí. Es buena idea. —Sebastián miraba hacia la mesa del living con insistencia sin prestarle demasiada atención a las palabras de Sandra.

—¿Qué pasa?
—Nada, nada…
—No sabés mentir.
—¿Me alcanzás el control remoto?
—Sí, cla…—se detuvo cuando miró hacía la mesa ratona y vio un sobre blanco entreabierto. —¿Qué es eso?
—No sé. Fijate.
Sandra metió el dedo y sacó el papel donde la letra mayúscula de Sebastián se veía grande y prolija. Leyó enseguida y tuvo que volver a hacerlo porque no podía creer lo que sus ojos veían.
EL JUEVES NOS ESPERAN PARA CONOCER A DOS HERMANITOS.
Sandra lloró desconsoladamente. Sebastián la dejó hacer porque con esas lágrimas lavaban el dolor que le había provocado enterarse que no podía tener hijos. Enseguida, habían comenzado los trámites de adopción. Y esa mañana habían recibido un llamado, por fin.
—Vamos a tener una familia. —repetía incrédula.
—Así es. ¿Estás feliz?
—Tanto que siento que me va a explotar el corazón. ¡Te amo, Seba!
—¡Y yo a vos! —la besó con ganas, devorándose esos labios que tanto adoraba.
—¿Cómo serán? ¿Cuántos años tienen? ¿Sabés?
—Ocho y diez.
—¿Cómo se llaman? ¿Te dijeron?
—Ignacio y Francisco. —le dijo y el llanto regresó con más fuerza aún.
—Mis hijos…
—Nuestros hijos.

Fin

La última canción: Capítulo 29: La felicidad sabe a chocolate con maní.


“Bioquímicamente, el amor es igual que comer grandes cantidades de chocolate.”
John Milton. Pactar con el diablo.

—¡Qué buena onda que es Leo! —comentó Sebastián mientras se quitaba la campera y la colgaba en el perchero de la habitación de Sandra.
—Es lo más.
—Y Romina también me cayó muy bien.
—Sí… me di cuenta. Se la pasaron haciendo chistes.
—¿Qué sabés de Ceci y de Pablo? A mi no me respondieron.
—Estaban en la clínica. Me dijo que me iban a avisar apenas supieran… Aún nada. —apoyó el celular sobre la mesa de luz y comenzó a sacarse las zapatillas.
—¿Cómo estás? —le preguntó y se sentó a su lado. No habían tenido tiempo de conversar demasiado en la fiesta sorpresa que Leo había organizado para ella en su casa.
—Rara. Un día muy… extraño. —se puso de pie.
—¿Te vas?
—Ahora vengo. Quiero mostrarte algo. —regresó con el sobre de papel madera que Aníbal le había dado esa mañana.
—¿Qué es esto? —preguntó mientras lo recibía.
—Mi papá me dejó la casa y se fue a vivir a Rosario. —A Sebastián ese “mi papá” le llamó poderosamente la atención, pero no dijo nada. Se dedicó a sacar los papeles y a colocarlos sobre la cama.
—¿Se fue?
—Sí. Obvio que le eché en cara el quilombo que armó para quedarse con todo y después, ¿para qué? Para irse en cuatro meses. No lo entiendo.
—¿Y estas fotos?
—Estaban junto con los otros papeles. —Sebastián sonrió ante los cachetes inflados de Sandra en las primeras fotos y se rio a carcajadas con su flequillo de la adolescencia. —¡Basta! ¡Suficiente! —Sandra se las arrebató y las guardó en el cajón de la mesa de luz. —No sabía que las tuviera.
—¿Y cómo te sentís con su actitud?
—Rara. Lloré mucho esta mañana. —meditó lo que diría y después de un silencio que Sebastián le respetó, preguntó—; ¿Está mal que lo perdone?
—¿Querés perdonarlo? —Él siempre lograba hacerla repensarse todo.
—Quiero dejar todo el dolor atrás. Quiero empezar de nuevo, con vos… mejor parada, sin tantos rencores encima. ¿Estoy equivocada?
—No, San. Al contrario. Me parece lo más sano.
—¿Tu mamá perdonó a tu papá alguna vez?
—Mi vieja vivió perdonándolo. Hasta que se murió y… bueno, se dio la oportunidad de ser feliz.
—Vos me dijiste que amar no es sinónimo de andar perdonando todo.
—No. Lo que yo dije fue que no perdonamos exclusivamente porque amamos o viceversa.
—Yo perdoné porque necesitaba perdonar.
—Me parece muy bien. Ahora… ¿Puedo darte mi regalo?
—¿Otro? —sonrió Sandra.
—Sí. La camperita la eligió Cecilia, pero yo conseguí algo que quiero que disfrutemos esta noche.
—¿Disfrutemos? ¿El regalo es para mí o para los dos?
—Es para vos… —saltó de la cama y fue hasta la cocina— pero… si querés convidarme, no me enojo. —Regresó con las manos en la espalda escondiendo una bolsa de regalo. —Cerrá los ojos, mete la mano y decime qué es.
Sandra le hizo caso y tanteó el contenido de la bolsa. No necesitó mucho para darse cuenta que lo que sus manos sentían a través del envoltorio, eran rectángulos de chocolate; su chocolate favorito.
—¡Block! —abrió los ojos y delante de ella, apareció un kilo de chocolate con maní. Sonrió feliz porque en verdad no había nada que le gustara más que aquel dulce. —¡Es el mejor regalo! —lo abrazó y besó con rapidez, ávida de devorarse un pedacito de esa exquisitez.
—¿Me vas a convidar?
—Obvio que… ¡No! Es mi regalo.
—Está bien… está bien…—dijo él ofendido.
—No, vení. Te convido, pero con una condición.
—¿Cuál?
—¿Hacés un cafecito?
—Dale. Ahora vengo.
Conversaron hasta que el sueño los venció. La lluvia acarició sus oídos durante la madrugada y los llevó a dormir acurrucados. Sandra, muy fiel a su costumbre, se despertó en medio de la noche y salió de la cama sedienta. Antes de salir de la habitación, lo observó despatarrado en la cama y sonrió feliz. El cuadro era perfecto. Él entre sus sábanas, la lluvia del otro lado de la ventana y el chocolate con maní sobre la mesa de luz.
—Buenos días…
—¿Hay que ir a trabajar? —refunfuñó Sebastián.
—Sí. ¡Arriba! ¡Dale, que vas a llegar tarde!
Sebastián salió del baño y la encontró sentada en la mesa del comedor, con el desayuno preparado. La besó en los labios y se detuvo un largo tiempo acariciando su mejilla.
—Estás hermosa.
—¡Tonto! ¡Dale, come algo!
—¿Qué planes hay para hoy?
—Vamos a lo de Cecilia y Pablo a la noche.
—Ah, ¿sí? ¿Y eso por qué?
—Nos invitaron a cenar.
—Bueno… ¿Y no mencionaron nada de ayer?
—No. Sólo que estaba todo bien. Sin detalles.
—Mmm. Sospechoso.
Desayunaron envueltos en una tranquilidad que cada vez les gustaba más y más y que les costaba soltar cuando les tocaba despedirse para ir cada uno a sus puestos de trabajo.
—¿Qué vas a hacer con la casa?
—No sé. No lo pensé. Hoy voy a ver en qué condiciones quedó.
—¿Ya te anotaste en el Joaquín?
—El mes que vienen es la inscripción. Tranquilo que no me voy a olvidar.
—Bueno… ¿Nos vemos a la tarde?
—Dale. ¿Voy para tu casa y salimos de allá?
—Claro que sí. Espero salir temprano. —le dio un beso en la boca y se despidió de ella, que aún seguía en pijamas. Antes de subirse, y con la puerta abierta le gritó; —¡Te amo!
—Yo también. —le arrojó un beso volador y lo observó hasta que se perdió en la esquina.
Se bañó, se peinó, guardó una muda de ropa en la mochila para cambiarse en lo de Sebastián. Salió a tomarse el colectivo y aunque aún el temor a que la volvieran a asaltar la rondaba, caminó hasta la parada sin apurar el paso. Llegó al negocio y mientras levantaba la persiana, oyó que la llamaban por teléfono. No llegó a atender, pero enseguida volvió a sonar.
—Ceci… ¿Estás bien?
—¡Sí! ¿Cómo estás?
—Bien. Abriendo el negocio. ¿Vos?
—En casa.
—¿No trabajas hoy?
—Emmm… no.
—Ah, ¿Seguís descompuesta?
—Un poco, sí. Hoy vienen, ¿no?
—Sí, mi vida. Te dije que íbamos. Seba sale y vamos para allá.
—¿Podrías venir vos sola más temprano?
—Si, creo que sí… ¿Por?
—Necesito hablar con vos. A solas.
—Me deberías haber llamado más tarde, nena. Ahora voy a estar pensando en lo que me vas a decir todo el maldito día.
—No es malo, tranquila. ¿Te espero?
—Sí. Pero… adelan…—Y Cecilia le cortó.
Llegó, después de explicarle a Sebastián varias veces que no pasaba nada, que estaba todo bien pero que su amiga la había citado con anterioridad y nada más. Tocó timbre y del otro lado, Cecilia le dijo que ya bajaba. Unos pocos minutos y su amiga emergía del ascensor. Mientras avanzaba, Sandra iba pensando qué podría decirle que fuese tan importan…
—¡Estás embarazada! —le gritó cuando ella abrió la puerta para recibirla.
—¡Sí! —Sandra la abrazó tan fuerte que Cecilia se quejó. —¿Cómo supiste?
—No lo sé. Ay, amiga… ¡Qué alegría!
—Ay, Sandra… tengo mucho miedo. Necesitaba que vengas antes porque… ¡Ahora te cuento todo!
Sandra lloró cuando Cecilia le confesó que quería que fuese la madrina de su bebé. Y también le dijo que esa noche le pedirían a Sebastián que fuese el padrino. Se abrazaron varias veces hasta que Pablo llegó con la cara resplandeciente de felicidad. Sonreía a través de cada poro.
—¡Felicitaciones! —lo abrazó y le dijo; —Yo sabía. Ese día que viniste a buscar el teléfono al taller, lo supe. Supe que ibas a ser muy importante en la vida de mi amiga. Gracias por hacerla tan feliz.
—Gracias a vos por darme su número sino… hubiese sido imposible. Sos nuestra hada madrina. Y ahora, madrina de nuestro bebé, también. —ella no pudo evitar volver a emocionarse.  
Sebastián lloró igual o más que Sandra cuando, durante la cena, le contaron las buenas nuevas. Brindaron felices los cuatro por todos los cambios que se vendrían en la familia. Pablo sacó el helado y sirvió para todos.
—¡Tengo un antojo! —gritó Cecilia desde la cocina mientras lavaba las copas.
—¡No te abuses! —le contestó Pablo. —Tenés antojos cada cinco minutos. Eso no puede ser normal. —dijo y todos rieron.
—Quiero comer… chocolate con maní.
—¿En serio? —preguntó Sebastián y le guiñó un ojo a Sandra.
—Sabés que justo tengo unos pedacitos en la cartera… —agregó ella y fue en busca de la bolsita hermética donde había guardado algunos cuadraditos de chocolate para el viaje y se los regaló a su amiga.
—¡Mmmm!
Sí, definitivamente. Si alguna vez alguien pregunta a qué sabe la felicidad: a chocolate con maní.



sábado, 13 de junio de 2020

La última canción: Capítulo 28: Soltar


“Lo que aceptes completamente te hará sentirte en paz,
incluyendo la aceptación de que no puedes aceptar, de que te estás resistiendo.”
Eckhart Tolle.

—¡Que los cumplás feliz! ¡Que los cumplás, Sandrita, que los cumplas feliz! —cantó Romina y obligó a soplar la velita clavada en un alfajor. —¡Treinta y cinco!
—Si volvés a repetirlo, te echo.
—¡Ey, que susceptible! Pensé que la relación con Sebastián había mejorado tu humor. Pensé que este cumpleaños sería diferente, pero… me equivoqué.
—No me gusta cumplir años. Ya lo sabés. Sin embargo, seguís haciendo la misma rutina cada año y preguntando las mismas boludeces.
—Bueno… bueno… me salgo de la zona de combate. ¿Cómo viene la mañana?
—Muy tranquila. ¿Vos? ¿Tus cosas?
—Todo bien. ¿Hago mate?
—Ya está todo listo.
Había dos clientes esperando mientras una chica se decidía a comprar el regalo del día del niño, que sería el domingo siguiente. Romina salió de atrás con el segundo cambio de yerba y le dio una mano para que pudieran sentarse de una vez. Cuando el último se retiró, la puerta volvió a abrirse y dejó a las dos estupefactas. Aníbal se abrió paso entre la mesa repleta de juguetes que habían armado en el centro y se acercó a ellas. Traía un bolso y un sobre en la mano.
—Buenas…
—Hola. Ya mismo te doy la plata del alquiler. —Enseguida, Sandra desapareció para ir hasta la caja y traer el monto exacto. Quería que se fuera lo más rápido posible. Maldijo haberse olvidado de pagarle antes.
—Gracias. —dijo él cuando recibió el dinero. Sandra se llevó las manos al bolsillo del pantalón nerviosa e incómoda con la presencia de él ahí. ¿Por qué no se iba? Se preguntó.
—Bueno… —empujó la palabra de su boca, esperando que él hiciera lo mismo con su cuerpo y lo trasladara fuera del negocio.
—Me gustaría hablar con vos, si puede ser. —el tono que usó estaba muy lejos de aquel altanero que había tenido la última vez en que se cruzaron.
—Bueno, está bien. Hablá.
—A solas… —Romina que alternaba la mirada entre los dos con el mate en la boca, atenta al espectáculo, entendió el comentario; apoyó todo en el mostrador y salió.
—Estoy al lado.
—Okey.
Cuando Romina despareció, Aníbal apoyó el bolso en el piso y se acercó a ella. Los separaban no sólo muchas golosinas y galletitas sino años de soledades, de reclamos, de dolor. Sandra, fastidiada ante el silencio y la cámara lenta de la situación, agarró el mate y se sirvió uno como para hacer algo. Como para llenar el tiempo y el espacio.
—Me voy. —dijo él y esperó la reacción de Sandra. —Un amigo me consiguió un trabajito en Rosario. Hay casa y comida.
—Bien. ¿Vas a vender la casa de la abuela? ¿Eso es lo que me viniste a decir?
—No. —extendió la mano y le entregó un sobre de papel madera doblado a la mitad. —Es tuya. Hace lo que quieras con ella.
—¿Cómo? ¿Qué dijiste? —preguntó Sandra incapaz de interpretar lo que le estaba diciendo. —Pero… si no hace ni siquiera cuatro meses que te mudaste…
—Ya lo sé.
—¿Me estás diciendo que yo me tuve que mudar y hacer malabares para que vos en cuatro meses te fueras como si nada hubiese pasado?
—Sandra… perdóname. No fui el mejor padre… lo sé.
—¿El mejor padre? Nunca fuiste uno.
—Sí. Tenés razón. Sabes que… sos igual a tu abuela. No sólo por el parecido físico sino también su modo de ir para adelante, siempre luchando. Solo que, al contrario de vos, mi madre veía bondad en todas las personas.
—Oh, yo también la veo. Bueno… en casi todas.
—En ese sobre están todos los papeles. Y te dejé algunas cosas que quizás te gustaría ver. Me voy.
—Chau…
Aníbal se detuvo en la puerta del negocio y se giró para observarla por última vez. Jamás le volvió a hablar de su enfermedad ni tampoco mencionó que su llegada a Buenos Aires había sido solamente para pasar sus últimos años junto a su hija. La encontró enojada, dolida y eso, sumado a los malos consejos de los supuestos amigos, hicieron que las cosas empeoraran y ya, no hubo marcha atrás. Tampoco el último parte del médico había ayudado. Lo mejor sería irse por donde había venido. Estaba decidido. Aunque… jamás se lo diría. Ahora entendía a quién había salido tan orgullosa.
—Feliz cumpleaños, Sandra. —le dijo y se fue.
Ella se quedó parada con el sobre en las manos y con la mirada perdida detrás de la puerta. Esa despedida… ese modo de hablar, la llevaron a decir en voz alta y sin pensarlo;
—Cuidate, papá.
Romina llegó unos minutos después y la encontró observando un sobre como si fuese oro.
—¿Qué quería?
—Me dejó la casa y se fue.
—¿¡Qué!?
—Eso. Se fue a vivir a Rosario.
Sandra abrió con cuidado y ojeó lo que había dentro. Escrituras, algunas declaraciones juradas y allá abajo unas fotos. Metió la mano, las sacó y las observó. No pudo evitar sonreír ante la primera imagen; era ella de bebé con su mamá y su papá. Los dos sonreían felices iluminados por la juventud de sus días. No parecían tristes ni compungidos por su nacimiento; al contrario. La alegría que traspasaba el papel y le llegaba como una caricia, la sorprendió.
Pasó a la siguiente, ya no estaba su madre y en cambio eran solo su papá y ella delante de la torta de su primer añito. La próxima: ya no se encontraba él junto a ella en el cumpleaños numero cinco, sino que eran sus abuelos, Hilda y Osvaldo, quienes la sostenían sobre una silla. La sensación de ir perdiendo miembros de la familia con cada pasada, le dolió bien adentro.
Llegó a la última fotografía. Ella más adolescente, cuando se había dejado crecer el flequillo. Ese flequillo horrible que su abuela tanto le había criticado por habérselo cortado ella misma una tarde encerrada en el baño ¿Cómo había llegado esa foto a Aníbal? Giró y leyó el dorso. Era la letra de su abuela;

Sandrita ya es toda una mujer. Crece bella y hermosa. Es educada, amable. Aunque tiene tu carácter podrido, no puedo negarlo. Aún así, sé que ve va a ser una mujer de bien y sé que vos también deseas que sea muy feliz. ¿No es cierto, hijo? 
Apenas salgas, venite a vernos. Estamos solitas y nos haría muy feliz que decidas estar con nosotras.
Te ama, mamá.

Sandra entendió que su abuela siempre había sabido de la situación de su papá y supo también, porqué jamás se lo había contado. Ya cargaba suficiente resentimiento hacia él como para agregarle una razón más para odiarlo. Aunque… el saber que su papá conservaba fotos de ella, había ablandado su corazón que de a poco, había ido derritiéndose cada vez más. Tal y como había pasado con su mamá, día tras día y con la ayuda de Sebastián ahora, iba dejando atrás ese dolor que marcó su vida. Que signó sus decisiones.
—¿Estás llorando? —le preguntó Romina y pasó el brazo por debajo del de Sandra. —¡Los treinta y cinco vinieron con todo! —bromeó.
—¡Callate, nena! —se secó las lágrimas y guardó de nuevo las fotos en el sobre. Al meterlas, descubrió un papel doblado y enseguida lo sacó y lo abrió. Era una carta de su papá para ella el día de su cumpleaños numero quince.

Sé que no tengo perdón de Dios. Abandonarte fue la cosa más difícil que me tocó hacer en mi vida. Cada día me arrepiento de mi decisión, pero, sin embargo, cada día me alejo más y más de ustedes. Con cada kilometro recorrido hacia el lado contrario, menos cara tengo para golpear las manos frente a tu casa. Hoy, hija mía, cumplís quince años y quiero decirte que…

Y hasta ahí llegaba el texto. No había nada más. Giró el papel y se encontró con cuatro oraciones escritas en lapicera y con la prolijidad con la se escribe estando en calma. Con muchos años y experiencias encima.

En ese momento no supe qué decirte. Hoy, cumplís treinta y cinco. El deseo de tu abuela y el mío se cumplió el día en que naciste. Siempre serás mi hija.
Papá.

En ese mismo momento Sandra lo perdonó. Lo perdonó como había perdonado a su mamá y a sus medio hermanos por no querer verla. Lo perdonó como perdonó a su abuela, minutos atrás, por ocultarle la verdad sobre él. Lo perdonó como Hilda lo había perdonado aún habiéndola condenado a no volver a verlo. Lo perdonó como la perdonó Juan Manuel tácitamente después de haberlo engañado en Brasil. Lo perdonó como la perdonó Sebastián y lo aceptó con amor, como él la había aceptado a ella. Con sus luces y sus sombras.
Lo perdonó porque el perdón libera. Suelta.




martes, 9 de junio de 2020

La última canción: Capítulo 27: Rotos.



“Tal vez estaba hecho pedazos, pero te di lo mejor de mí.”
Jim Morrison.
—¿Vos crees que el amor todo lo puede? —lo sorprendió ella.
—No. —Sandra lo miró extrañada.
—No entiendo…
—Eso. Amar a alguien no significa aguantarse todo porque lo amás. Y, no necesariamente, ese sentimiento va a poder contra todos los obstáculos.
—Entonces vos decís que…—la incertidumbre sobre lo que estaba escuchando era tal que le era imposible pensar con claridad o articular una frase inteligente.
—Yo no digo nada. Solo respondo una pregunta. Me parece ilógico que, en nombre del amor, se busque el perdón constantemente. ¿Vos? —Sebastián se llevó el vaso de cerveza a la boca y la miró desafiante. Aquella contienda no sería nada fácil. Había mucho en juego y…
—Creía que sí hasta hace un minuto atrás.
—Ahora. Ponete una mano en el corazón. ¿Vos creías, cuando me dejaste aquella noche, que el amor que sentías por mí era más fuerte que todo lo demás?
—No, en ese…
—¡Ves! A veces, el amor no alcanza. No es suficiente.
—Hace un tiempo que empecé a creer que sí. —No le hizo caso al comentario y se mantuvo en el punto que quería dar. — Que el amor, el amor verdadero, puede contra todo. Y, por eso, entendí que quizás nuestro momento era ahora y no dos años atrás. Aunque…
—Y…ahora te hago otra pregunta. ¿Vos crees que lo que nosotros sentimos va a poder con tus mambos y los míos? ¿Con nuestras inseguridades? ¿Con tu miedo a estar sola? ¿Con mis celos?
—Ey… Si lo ponés de ese modo, suena tan mal.
—Suena mal porque está mal.
—Yo no sé qué tanto pueda ayudarnos esta charla cuando lo único que estás haciendo es exponer todo lo malo que tenemos.
—Pero eso es lo que nos separa, una y otra vez. ¿O no?
—Sí, pero yo creo que…
—Te escucho.
—Necesito un pucho. —hurgó en su cartera hasta que encontró ese paquete que había comprado semanas atrás. No se había dado cuenta, pero desde que había vuelto con Sebastián, no había retomado el vicio. Hasta esta noche. Lo prendió y le dio una bocanada profunda. Tosió ante la falta de costumbre.
—No estoy tratando de boicotear la charla. Quiero que eso te quede en claro, pero… si vamos a poner todas las cartas sobre la mesa hay que empezar por el elefante dentro de la habitación.
—Y… ¿Cuál sería?
—Nuestras inseguridades. Es uno de los temas más importantes.
—Yo… —cerró los ojos buscando las palabras necesarias rogando salir lo más sana posible de aquella conversación. Dolería, estaba segura. Sebastián estaba dispuesto a ir al fondo de todo. Hasta allá adentro donde ni ella era capaz de asomarse. —te quiero pedir disculpas por lo de Juan…
—Ya pasó. No estamos hablando ni de él ni de Tamara. Vos y yo. ¿Cómo solucionamos esto? Porque así, como dijiste en la calle, no nos está funcionando. Al contrario, nos estamos haciendo mierda.
—Sabés de mis mayores temores. No sé qué más podría decirte, contarte…
—Sí, tenés razón. Sé que te abandonaron, que tu vida siempre estuvo plagada de ausencias, de despedidas. Que te aterra que no te amen. —Sandra levantó la vista con los ojos empañados. Expuesta su alma, su vida entera. —Y no entiendo por qué, porque tenés mucha gente que te ama de verdad. ¿Querías amor verdadero? ¡Ahí lo tenés!
—No sé porque estás tan a la defensiva.
—Sin pelos en la lengua, Sandra, para que nos quede bien en claro a los dos.
—Ya sé que tengo mis quilombos. ¿Sabés que… cuando era chica pensaba que me iba a casar a los veintitrés? Quería tener cuatro hijos; dos nenas y dos varones. Si hasta pensé en sus nombres, María Clara, Sofía, Juan Ignacio y Francisco. Me hubiese encantado que a mis hijos les dijeran Nacho y Pancho. Ya sé, es muy tonto, pero por mucho tiempo lo soñé. ¡Y lo desee tanto! Pero…a medida que los años fueron pasando, me di cuenta que la vida era otra cosa. Que había que trabajar demasiado y que, aun rompiéndose uno el alma, era medio difícil eso de cumplir los sueños. Cuando mi abuelo murió, mi viejita y yo, nos pusimos al hombro todo. Y la vida de un día para otro, dejó de tratarse de encontrar al hombre de tus sueños o tener cuatro hijos. Solo era cuestión de conformarse. Nada más. Ser feliz o intentar serlo con lo poquito que tenía. Por lo menos, así fue para mí. Terminé la secundaria y me puse ayudarla con la costura, después vino el negocio… Después me había hecho tan buena que me llamaron de un taller. Y…
—Cuando te conocí había luz en tu mirada, te reías mucho.
—Falleció ella, quien fue mi todo… e irónicamente con ella se fue todo. Me apagué. Fui un par de veces más a terapia, pero sentía que era en vano. Así que lo dejé e intenté seguir con el taller después de que Cecilia se fuera. Después te conocí… y como te dije todo se volvió a iluminar para mí. Hasta que una sombra, esa misma que me acompañó durante toda la vida, me convenció de que no iba a funcionar. Que, de un momento a otro, te ibas a dar cuenta de que no era lo más acertado seguir con una mujer mucho más grande que vos. Y un día, vi una pareja en el colectivo y me acordé de los cuatro hijos y… pensé; ¿Podríamos? Y en mi cabeza una voz me gritó que no tan fuerte que me aturdió. Sembró la semilla de no sería posible. Y esa noche…
—Me preguntaste si quería tener hijos y yo me reí. Ya sé. Pero no me estás diciendo nada que no sepa. Yo estaba ahí. Necesito que vayas más adentro. ¿De qué se trata esa sombra?
—Esa sombra… ¡Ja! Esa sombra son todas las decepciones, los sufrimientos, las lágrimas, los abandonos, las ausencias, los pocos amigos… Las pésimas decisiones. Esa sombra fue mi consejera por mucho tiempo. Es la misma que ahora me dice que debería levantarme y volver a mi casa porque esta conversación va a terminar mal.
—Estoy cansado de querer echar luz sobre esa sombra de la que hablás. ¿No te das cuenta cuánto te amo? ¿No es suficiente para vos? Te elijo, te elegí y te seguiría eligiendo, incluso con todo eso que me contás. ¿Por qué preferís quedarte con lo negativo?
—¡Vos te estás quedando con lo negativo! Yo vine a tu casa a buscarte y pedirte perdón por lo de Juan, a explicarte que fue un error y que no va a volver a pasar y me encontré en este bar escuchando mis peores miserias. ¿Y las tuyas? O acaso… ¿La única imperfecta acá soy yo?
—No, claro que no. Yo tengo lo mío. Los celos por ejemplo y, no es por echar culpas, pero no me había pasado con nadie hasta que te vi con él en el cumpleaños de mi prima. Cuando se trata de vos, me pongo ciego y sí, lo tengo que trabajar, ya lo sé. Por eso no te escribí y me dediqué a pensar durante todos estos días. ¿Sabes cuál es mi mayor temor? Siento que… que en cualquier momento se te va a cruzar esa voz que te boicotea y me vas a volver dejar porque, perdóname por lo que voy a decir…pero… creo que sos una cobarde.
—¿Cobarde? —apagó el cigarrillo en el cenicero con bronca. —¿De qué mierda me estás hablando?
—Te escudás en eso del abandono, del miedo. ¿Sabés por qué? Porque te es más fácil hacer eso que enfrentarte a lo que vendrá.
—¡Sos un idiota! —le dijo y se puso de pie. —Yo estoy dando muchísimo más de lo que vos crees que soy capaz de dar. Todas las mañanas lucho con mis prejuicios, cuando me baño y me veo la panza, las estrías, el culo lleno de celulitis. Cuando me cepillo el pelo y notó que cada día tengo más y más canas. Más arrugas. Que dentro de un tiempo no voy a poder formar una familia porque… porque los años pasan y sigo igual que siempre. ¡Sola! Porque…—tragó para no tenderse a llorar ahí mismo— se ve que la única persona a quien le abrí mi corazón, no supo entenderlo e interpretarlo. No, no es suficiente con que me ames. ¡Quiero que me entiendas y que me aceptes como soy! —agarró la cartera y dio un paso. Sebastián se puso de pie y se le cruzó en el camino.
—Acabas de decirme exactamente lo que querés de mí. Desafortunadamente tuve que lastimarte para que dejaras salir eso que tenías tan adentro. Mirame. —Ella escondió la mirada entre sus zapatillas y las de él —Mirame, por favor. —Sandra levantó la vista y lo observó. En sus ojos marrones no estaba la altanería de recién. Al contrario, había… ¿Ternura? ¿Tristeza? ¿Amor? —Te acepto así. Te entiendo. Te respeto. Te admiro y, sobre todo, te amo. No volvamos a guardarnos nada más, por favor. —Sandra no dijo nada y en cambio, volvió a ocupar la silla frente a él.
—No voy a cambiar, Sebastián. Yo soy así. Con todo esto… con mis miedos, con mis locuras, con mis mambos e inseguridades. Como te dije, estoy haciendo un gran esfuerzo para ver el bosque en su totalidad y no enfocarme en un árbol en particular. Un árbol de mierda que me tiene re podrida.
—Yo, al igual que vos, estoy haciendo un esfuerzo descomunal por no besarte ahora mismo. —Sandra sonrió incapaz de mantener la guardia alta por mucho más tiempo y él se acercó por sobre la mesa para sentir sus labios. Al rozarlos, un sabor salado delató las lágrimas de ella. —Voy a confiar en vos.
—Nunca te engañaría…
—No, no sobre eso.
—¿Sobre qué?
—Sobre que el verdadero amor puede contra todo.