jueves, 22 de junio de 2017

Sueños de Cartón

¿Alguna vez soñaron dentro un sueño?
Una noche soñé que soñaba. Fue tan raro que jamás dejé de pensar en ello. Y creo que, pensándolo bien, no volví a soñar desde aquella vez. O por lo menos, no que yo recuerde. ¿Cómo? ¿de qué se trataba mi sueño? ¿Cuál? El sueño que soñé dentro del sueño. O el que… Sí. Ya sé. Los estoy mareando. Disculpen. Es que hace tanto que no hablo de este tema que… No, no. Lo que pasa es que estoy sentenciado, ¿saben? No puedo hablar de estas cosas. ¿Por qué? Porque… ¡Shh! No digan nada, pero… es que todo el mundo cree que estoy un poco loco.
Bueno… resulta que —en el primer sueño—yo estaba acostado sobre un colchón de plumas de pato. No me pregunten cómo sabía que eran de pato, porque ni idea. Solo lo sabía. Cuestión que estaba tirado ahí, en una especie de cama enorme… pero no estaba en ninguna habitación. No. Estaba flotando sobre una gran nube negra y viajaba a través de los cielos, llevando lluvias y tormentas. Hasta que me aburrí de hacer lo mismo una y otra vez y me volví a dormir. Y ahí empezó el sueño, dentro del otro sueño.  Hasta ahí, vamos. ¿no?
Caminaba por la calle Corrientes con un sombrero de paja y una bolsa de basura en la mano. La gente me miraba, me observaba. Yo, como si todo aquello fuese normal, seguí mi camino sin prestarles demasiada atención. Llegué a la esquina, crucé la calle y me senté en el primer bar a tomar un té. Cuando el mozo se acercó y notó mi bolsa a los pies de la silla, me pidió que me retirara. Me dijo que el lugar se reservaba el derecho de admisión y no sé qué otra sarta de bolu… ¡Perdón! Tonterías.  Me tuve que ir, obviamente. Caminé y caminé hasta que llegué a una plaza enorme; Árboles por todos lados, flores, niños jugando. Me senté sobre el pasto y ahí me quedé hasta que cayó la noche. Como saben, en los sueños los tiempos son diferentes, todo pasa o muy rápido o muy lento. Bueno, cuestión que anocheció y el cielo se tornó de un azul intenso, como el de las profundidades del océano. Una a una, las estrellas colmaron el firmamento. Y con ellas, el frio helado iba calando cada uno de mis huesos. Ahí me di cuenta que llevaba puesta una remera finita… finita. Y pantalones cortos. Empecé a temblar. Pensé que quizás si me movía, se me pasaría el frio. Entonces, caminé y caminé. En el camino se me ocurrió hurgar en la bolsa que llevaba encima y no soltaba.
Abrí los ojos grandes como dos cebollas, cuando vi lo que había dentro; Una colcha, un par de zapatillas, un par de medias, y un pantalón largo. ¡No saben la alegría que tenía cuando empecé a sacar las cosas, una a una! ¡Estoy salvado! Pensé. Entonces regresé a la plaza que les decía antes y armé mi campamento junto a uno de los árboles más grandes. Si mal no recuerdo, era un ombú. Uno gigante, de raíces amplias, que se esparcían hacia los lados y entre ellas, unos hermosos recovecos para pasar la noche. Me acomodé y a medida que el calor iba reconfortando mis extremidades, una relajación imposible de explicar me invadía. Pero no me dormí. Me quedé así, contemplando los juegos vacíos, las sombras de los árboles, el semáforo de la esquina, los pocos autos que pasaban.
No me pregunten cómo, pero de un momento a otro, se largó a llover. La copa del ombú, si bien era enorme, no podía contra los gotones que caían como misiles sobre sus hojas. La manta se mojó, y el frío regresó con más fuerza. Era mejor buscar otro sitio para descansar. Guardé todo en la bolsa y me hice al camino una vez más. Vagué por las calles, hasta que, debajo de un puente encontré un espacio, sobre un colchón húmedo. Un hombre de tez morena y de ojos tristes me permitió compartir su morada hasta que por lo menos dejase de llover. Yo, le compartí mi colcha.
Cerré los ojos por un momento y entonces regresé a la nube negra que, justamente, descargaba su ira sobre una ciudad de cartón, construida bajo un puente. Y ahí quise despertarme. Y no pude. Verán… cuando uno sabe que está soñando y éste no es un sueño muy grato, y desea volver en sí, es muy difícil. Bueno, por lo menos a mí, me cuesta muchísimo. Sabía muy bien que allí, debajo de la nube, debajo del puente, estaba mi amigo dormido y acurrucado esperando a que pase el diluvio. Rogando que el agua no se llevase las pocas cosas que posee.
Me revolví entre las plumas de pato, de acá para allá. Pateé. Chillé. Nada. Me cacheteé y hasta intenté arrojarme al vacío. Nada. Me resigné a esperar que ese sueño maldito terminase de una buena vez. Se ve que me volví a dormir.
De un momento a otro, estaba en mi cama —en aquella en la que solía dormir—junto a la mujer que amé, en la habitación que construí con mis propias manos. Amanecía y la alarma del reloj que había sido de mi padre, la despertó. Caminó con los ojos cerrados hasta el baño, prendió la luz, se lavó los dientes. Salió de la habitación sin mirarme y se dirigió a la habitación de los chicos. Los despertó para ir al colegio y regresó a cambiarse. Parecía enojada. El colchón crujió cuando se sentó a ponerse las zapatillas. Yo, estiré el brazo para acariciarle la espalda y… me desperté.

Me desperté con el sacudón que me dio mi amigo para quitarme la colcha y acomodarse un poco mejor sobre el colchón húmedo, debajo del puente, bajo la lluvia que caía sin cesar sobre la ciudad de cartón.

Labios rosados

Estiró su brazo y apoyó la palma de su mano izquierda sobre la superficie helada. Con el dedo índice, comenzó a golpear el material que la separaba de eso que veía. Intentó, en vano romperlo. Parpadeaba frente al espejo que le devolvía una imagen que no reconocía. Si bien había mucho de ella en la mujer que tenía en frente, ninguna facción le resultaba familiar Con la mano derecha, acarició su pómulo primero, para seguir por las líneas de sus labios. Sus dedos pesados removían el labial rojo de su carnosa boca, al pasar. Parpadeaba con más intensidad. Si bien quería apartar la vista de esa imagen que la obnubilaba, no podía.
Un golpe en la puerta, la extrajo de la ensoñación en la que había caído. Tardó unos segundos en darse cuenta dónde estaba. Volvió a mirarse en el espejo, pero esta vez no buscó respuestas. Se arregló el cabello despeinado y se lavó la cara. El labial corrido había dejado una mancha permanente rosada sobre sus labios gruesos. Como seguían llamando a la puerta, se permitió salir así.
Abrió. Del otro lado se encontró a una señora, de gestos rígidos, que la miraba con ganas de arrancarle el cabello. Apenas si había dado un paso, que ya la empujaba para entrar. Permaneció allí hasta que su mente comenzó a adaptarse a los ruidos, a los olores y a las formas. No reconoció nada de lo que veía. Caminó entre las personas, tratando de recordar lo qué hacía ahí. Atontada, salió a la calle y giró sobre sus pies, buscando una imagen, un punto de referencia que le permitiera ubicarse. Nada.
Sus pies se lanzaron a andar. Recorrió la cuadra lentamente, observando en las vidrieras su desconocido reflejo. Su cuerpo voluptuoso, su vestido negro, sus zapatos de tacón. ¿Quién era? ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba? La cabeza bombeaba ideas, preguntas, dudas… miedos. Se detuvo en la esquina. El semáforo titilaba y la gente de amuchaba para intentar cruzar cuando algún chofer educado frenaba y les permitía avanzar. Por un momento, sus parpadeos concordaban y se acompasaban a la luz amarilla intermitente. Volvió a girar sobre sus pies en busca de una señal. El cielo nublado, los edificios altos, la gente embobada con sus teléfonos celulares. Todo parecía normal. Sin embargo, nada lo era.
Permaneció ahí, detenida en la esquina por un largo rato. Estaba tan enfrascada en su estado que no advertía las miradas preocupadas de algunos que la observaban. Decidió, por fin, cruzar. Sin mirar hacia los costados, sus pies acariciaron el asfalto. Bocinazos, corridas y gritos. Sin prestarles atención, llegó al otro lado. Volvió a mirarse en una de las vidrieras oscuras e intentar encontrarse en ese rostro extraño. Un empujón. Calló de rodillas al piso. Las palmas de las manos ardían sobre la áspera vereda de granito.
—¿Estás bien? —Una voz. La primera voz que se dirigía a ella. Una mano apoyada en su hombro y la ayuda necesaria para ponerse de pie. —La gente está muy loca.
Se sacudió las manos y elevó los ojos, en busca de la voz que seguía hablándole. Quizás esa persona la ayudara a esclarecer un poco su…
—¿estás bien? Estás muy pálida. —Parpadeó unas cuantas veces más. —¡Ey! ¿Qué pasa?
Apenas parpadeaba. Con la misma minuciosidad que un relojero arregla relojes, observó las arrugas en la cara de la persona que le hablaba. No podía creerlo. Ahí estaban sus ojos, su pelo y su lunar en el cachete izquierdo. Sus dientes amarillentos y el aliento fuerte que solo le producían la mezcla del chicle de frutilla con los cigarrillos. Ahí estaba ella, o por lo menos, su cuerpo. ¿Qué hacer? ¿Qué decir?
—Bueno. Si no me vas a decir nada...
Su cuerpo se alejaba de ella. No lo podía permitir.
Caminó por varias cuadras hasta que la vio detenerse. Agazapada entre la multitud, observó a su cuerpo detenidamente. Sus ojos miraban hacia los lados, en busca de alguien. Pocos minutos después, un hombre alto, de traje, acariciaba su cuello y mordía su boca. Entraron al cine, tomados de las manos. Y ahí fue ella, también. Se sentó dos filas más atrás. Notó los roces y los besos apasionados. El hombre se puso de pie y la dejó sola por un momento. Ella, aprovechó la posibilidad y se acercó.
—¿Qué haces acá? —le preguntó, cuando reconoció el vestido y los labios rosados.
—Devolveme mi cuerpo.
—¿Cómo dijiste?
—Devolveme mi cuerpo. —repitió.
—¿Todo bien? —El hombre de traje había regresado. —¿Pasa algo?
—No. Sentate. No pasa nada. —Intentó ignorar a la mujer de negro que seguía a su lado y no le quitaba los ojos de encima.
—Quiero que me devuelvas mi cuerpo. ¿Escuchaste? ¡Damelo! ¡Es mío! —Gritó y la jaló de los cabellos. La mujer se retorcía debajo de sus uñas mientras que el hombre intentaba apartarlas. Las luces de la sala se encendieron y alguien llamó a seguridad.
—Señorita, si no se calma, la vamos a tener que detener. —Le susurró un joven, al oído.
Parpadeaba una y otra vez. Esta vez lo hacía para cerciorarse, para estar segura de que lo que veían sus ojos fuera cierto. Ahí estaba su cuerpo y no encontraba la manera de regresar a él.
—¡Está loca! Llévensela. —gritaba la mujer, acurrucada en los brazos de su amante.
Dos hombres la sostenían con fuerza. Sin embargo, ella seguía retorciéndose para zafarse. Gritaba, lloraba.
—Señorita, retírese. Por favor. —Habló uno de los oficiales, intentado calmar la situación. —se ve que el problema es con usted. Quizás si…
—Vamos. —El hombre de traje condujo fuera, a su mujer.
Las lágrimas nublaban su vista, pero, aun así, podía ver cómo una vez más, su cuerpo se alejaba de ella. Luchó con todas sus fuerzas. Mordió y pateó, hasta liberarse. Corrió desbocada hacia la calle. Los vio del otro lado de la vereda, estirando la mano para tomar un taxi.
Parpadeó por última vez y cruzó.
Sonreía y parpadeaba frente al espejo que le devolvía una imagen… de labios rosados, de grandes ojos, con arrugas en la piel y con un lunar enorme en el cachete izquierdo. Apagó la luz del baño y volvió a la cama.

No tardó en despertarse. Unos ruidos extraños, provenientes del baño, la despabilaron. ¿Qué sería? Parecía como si alguien estuviese golpeando algo… algo como… el espejo.