¿Alguna
vez soñaron dentro un sueño?
Una
noche soñé que soñaba. Fue tan raro que jamás dejé de pensar en ello. Y creo
que, pensándolo bien, no volví a soñar desde aquella vez. O por lo menos, no
que yo recuerde. ¿Cómo? ¿de qué se trataba mi sueño? ¿Cuál? El sueño que soñé
dentro del sueño. O el que… Sí. Ya sé. Los estoy mareando. Disculpen. Es que
hace tanto que no hablo de este tema que… No, no. Lo que pasa es que estoy sentenciado,
¿saben? No puedo hablar de estas cosas. ¿Por qué? Porque… ¡Shh! No digan nada,
pero… es que todo el mundo cree que estoy un poco loco.
Bueno…
resulta que —en el primer sueño—yo estaba acostado sobre un colchón de plumas
de pato. No me pregunten cómo sabía que eran de pato, porque ni idea. Solo lo
sabía. Cuestión que estaba tirado ahí, en una especie de cama enorme… pero no
estaba en ninguna habitación. No. Estaba flotando sobre una gran nube negra y viajaba
a través de los cielos, llevando lluvias y tormentas. Hasta que me aburrí de
hacer lo mismo una y otra vez y me volví a dormir. Y ahí empezó el sueño,
dentro del otro sueño. Hasta ahí, vamos.
¿no?
Caminaba
por la calle Corrientes con un sombrero de paja y una bolsa de basura en la
mano. La gente me miraba, me observaba. Yo, como si todo aquello fuese normal,
seguí mi camino sin prestarles demasiada atención. Llegué a la esquina, crucé
la calle y me senté en el primer bar a tomar un té. Cuando el mozo se acercó y
notó mi bolsa a los pies de la silla, me pidió que me retirara. Me dijo que el
lugar se reservaba el derecho de admisión y no sé qué otra sarta de bolu… ¡Perdón!
Tonterías. Me tuve que ir, obviamente.
Caminé y caminé hasta que llegué a una plaza enorme; Árboles por todos lados,
flores, niños jugando. Me senté sobre el pasto y ahí me quedé hasta que cayó la
noche. Como saben, en los sueños los tiempos son diferentes, todo pasa o muy
rápido o muy lento. Bueno, cuestión que anocheció y el cielo se tornó de un
azul intenso, como el de las profundidades del océano. Una a una, las estrellas
colmaron el firmamento. Y con ellas, el frio helado iba calando cada uno de mis
huesos. Ahí me di cuenta que llevaba puesta una remera finita… finita. Y
pantalones cortos. Empecé a temblar. Pensé que quizás si me movía, se me
pasaría el frio. Entonces, caminé y caminé. En el camino se me ocurrió hurgar
en la bolsa que llevaba encima y no soltaba.
Abrí
los ojos grandes como dos cebollas, cuando vi lo que había dentro; Una colcha,
un par de zapatillas, un par de medias, y un pantalón largo. ¡No saben la
alegría que tenía cuando empecé a sacar las cosas, una a una! ¡Estoy salvado!
Pensé. Entonces regresé a la plaza que les decía antes y armé mi campamento
junto a uno de los árboles más grandes. Si mal no recuerdo, era un ombú. Uno
gigante, de raíces amplias, que se esparcían hacia los lados y entre ellas,
unos hermosos recovecos para pasar la noche. Me acomodé y a medida que el calor
iba reconfortando mis extremidades, una relajación imposible de explicar me
invadía. Pero no me dormí. Me quedé así, contemplando los juegos vacíos, las
sombras de los árboles, el semáforo de la esquina, los pocos autos que pasaban.
No
me pregunten cómo, pero de un momento a otro, se largó a llover. La copa del
ombú, si bien era enorme, no podía contra los gotones que caían como misiles
sobre sus hojas. La manta se mojó, y el frío regresó con más fuerza. Era mejor
buscar otro sitio para descansar. Guardé todo en la bolsa y me hice al camino
una vez más. Vagué por las calles, hasta que, debajo de un puente encontré un
espacio, sobre un colchón húmedo. Un hombre de tez morena y de ojos tristes me
permitió compartir su morada hasta que por lo menos dejase de llover. Yo, le
compartí mi colcha.
Cerré
los ojos por un momento y entonces regresé a la nube negra que, justamente,
descargaba su ira sobre una ciudad de cartón, construida bajo un puente. Y ahí
quise despertarme. Y no pude. Verán… cuando uno sabe que está soñando y éste no
es un sueño muy grato, y desea volver en sí, es muy difícil. Bueno, por lo
menos a mí, me cuesta muchísimo. Sabía muy bien que allí, debajo de la nube,
debajo del puente, estaba mi amigo dormido y acurrucado esperando a que pase el
diluvio. Rogando que el agua no se llevase las pocas cosas que posee.
Me
revolví entre las plumas de pato, de acá para allá. Pateé. Chillé. Nada. Me
cacheteé y hasta intenté arrojarme al vacío. Nada. Me resigné a esperar que ese
sueño maldito terminase de una buena vez. Se ve que me volví a dormir.
De
un momento a otro, estaba en mi cama —en aquella en la que solía dormir—junto a
la mujer que amé, en la habitación que construí con mis propias manos. Amanecía
y la alarma del reloj que había sido de mi padre, la despertó. Caminó con los
ojos cerrados hasta el baño, prendió la luz, se lavó los dientes. Salió de la
habitación sin mirarme y se dirigió a la habitación de los chicos. Los despertó
para ir al colegio y regresó a cambiarse. Parecía enojada. El colchón crujió
cuando se sentó a ponerse las zapatillas. Yo, estiré el brazo para acariciarle
la espalda y… me desperté.
Me
desperté con el sacudón que me dio mi amigo para quitarme la colcha y
acomodarse un poco mejor sobre el colchón húmedo, debajo del puente, bajo la
lluvia que caía sin cesar sobre la ciudad de cartón.