Sé que se sorprenderán al leer mis palabras. Ustedes, más
que nadie, saben que jamás tomaría una pluma, si no fuese de vital importancia.
Pues, créanme. La situación lo demanda. Al fin y al cabo son mi familia y
ustedes más que nadie, se merecen saber el porqué de mi repentina partida.
Me entristece no haber podido despedirme de ustedes. Pero
más me duele no haber podido besar la mejilla de Margarita. Rozar sus carrillos
rosados, hubiese implicado retrasar mi huida y no podía permitir que al hacerlo,
las dudas se apoderaran de mí. Ustedes saben que esa muchachita tiene un poder
sobrenatural sobre mí. En fin. No voy a ahondar en los sentimientos y
sensaciones que me invaden en este momento. Solo quiero que sepan que no han
sido ustedes los culpables. En sí, nadie lo fue. Fue ese maldito diario.
Todo comenzó la mañana que visité la tumba de papá. Como
siempre, todo transcurrió dentro de los parámetros normales y esperables. Unas
cuantas lágrimas, unos susurros al viento y una lila sobre la lápida. Sin
embargo, mientras observaba la tierra humedecida por el rocío matinal, sentí
algo particular. Algo que jamás había sentido en aquel lugar. Quizás me tomarán
por loco, pero por un instante, creí que el viejo estaba allí; a mi lado. De
pronto me vi con la cabeza girando hacia ambos lados en busca de alguna señal
que me dijera que estaba en lo correcto. Con mucho esfuerzo, traté de
desestimar lo que el cuerpo me decía. Con la garganta hecha un nudo y el pecho
acelerado, me puse de pie y caminé hacia la salida.
Jamás me gustaron los cementerios. Creo que papá no está
allí. Aunque sus huesos lo estén. Es paradójico, lo sé. Pero tengo la fuerte
convicción que a veces, solo voy a conversar con un montículo de tierra. Es por
eso que no voy tan seguido como antes. Cada día me convenzo más acerca de esa
teoría. Creo que lo voy a hallar sentado en el living de casa o fumando un
abano en el balcón y no en el cementerio. Pero bueno, aún así, seguí yendo.
Creo que estoy haciendo muy larga la introducción y no quiero aburrirlos. Es
que el cementerio y papá, tienen mucho que ver. Porque fue allí, mientras
caminaba hacia las rejas oscuras que separan a los vivos de los muertos, que la
vi.
Estaba agachada sobre una tumba. Lloraba. Lo supe porque
su espalda subía y bajaba con cada sollozo. Sin notarlo, mis pies se detuvieron
ante la escena. No me faltaba mucho para salir y ahora que lo pienso, esos pocos
pasos me hubiesen salvado de este gran lio. ¡Mierda! ¡Si tan solo hubiese
seguido caminando!
Era joven, muy joven. Lo supe por su vestimenta. La misma
clase de vestido que usa Margarita. Sus bucles negros besaban la tierra sucia
de una tumba aislada, alejada de las demás. Yo continuaba embobado con su
imagen. No por morboso, no porque hubiese disfrutado ver a una mujer llorar.
No. Pero es que había tanta congoja y angustia en su cuerpo delgado, que me era
imposible pensar que alguien tan joven, pudiera cargar con tanto dolor. Me
acerqué despacio, intentando no asustarla. “¿Se encuentra bien, señorita?” Le
pregunté y enseguida me arrepentí. ¿Qué hacía yo, metiendo mi nariz en el dolor
y el luto ajeno? ¿Qué hubiese hecho yo,
si alguien osaba interrumpir la charla con mi padre? Ya saben la respuesta. Pero
el mal ya estaba hecho. Mis palabras ya habían salido de mi boca. Su rostro opaco
me alcanzó como una ráfaga y sus ojos azules se clavaron en mí, como espadas.
Espadas que no me dejaron moverme durante el tiempo en el que ella se levantó,
secó sus lágrimas, susurró unas palabras en un idioma que no entendí y depositó
sobre mis manos, un libro. Tampoco me moví cuando desapareció de mi vista. Lo
último que vi de ella, fue su cabellera negra despeinada por el viento otoñal.
No recuerdo cómo llegué a casa. Y no viene al caso. Lo
que sí importa es que desde ese momento, en el que la tapa helada del libro se
posó sobre mis falanges, mi vida ha ido de mal en peor. No hace falta que les
diga la fecha en que todo esto sucedió porque sé que son inteligentes y atarán
cabos. Sabrán que mi mala suerte comenzó un tiempo antes de que Magdalena y yo…
Y de allí para acá, todo fue horror, pena, incertidumbre. Todo ha sido un
espanto desde aquella mañana en que fui al cementerio a ver a papá. Desde que
me detuve a consolar a una desconocida. Y desde que puso su maldito libro en
mis manos.
Ese mismo día, aún sin recuperarme de la catarata de
sensaciones que me había azotado en el cementerio, me tumbé sobre la cama a
ojear lo que aquella muchacha me había dado. Se preguntarán cómo es que no
regresé e intenté devolverlo. O cómo es que no me deshice de él. Pues, verán.
La curiosidad mató al gato. Y ustedes más que nadie, saben cuán curioso puedo
llegar a ser.
Mientras el agua hervía en la cocina, descubrí que aquel
no era un simple libro. Más bien era un diario. No lo supe por sus palabras,
sino por las fechas que encabezaban los párrafos. ¿Qué decía? Tampoco lo supe
enseguida. Estaba escrito en otro idioma y ustedes saben que no se me da muy
bien con las lenguas extranjeras. Nunca tuve la facilidad que posee mi querida
Margarita. Solo cuando lo lleve con un conocido, fue que descubrí que el diario
estaba escrito en alemán. Y fue el mismo Roberto, quien me ayudó a traducir las
partes en las que el diccionario prestado no me era de gran ayuda.
4 de mayo de 1945
Sé
que están aquí. Sé que vienen por mí. No hay escapatoria ni aun estando tan
lejos de mi país.
No debí seguir leyendo. Después del primer párrafo debí
haber quemado ese maldito diario. Pero bueno. No me juzguen, por favor. Saben
que no podría haber abandonado aquel misterio así como así. Y allí, empezó mi
agonía. Una agonía que no relacioné con el diario, sino hasta hace unos días.
8 de mayo de 1945
Me
siguen. Me siguen por las calles y por las azoteas. Ella cree que con sus besos
va a borrar mi pasado. Vienen por mí y si no me alejo, ella caerá conmigo. Debo
decirle adiós. Por su bien.
Me pregunté quién sería “ella”. ¿Su mujer? ¿Su novia? ¿Su
esposa? ¿O su amante? Algo era claro, el pobre hombre estaba desesperado. Quizás
algún alemán buscado. Un criminal, pensé yo. Ustedes saben que las cosas en el
mundo a esa altura, estaban muy embromadas. Otra certeza: Sabía que no podría
tratarse de la muchacha del cementerio. No los voy a abrumar con mis teorías y
conjeturas. Ustedes sacaran sus propias conclusiones. Solo les digo que la página
siguiente, no se hallaba en el diario; arrancada de cuajo. Del 8 de mayo,
saltaba al 23 de Junio. ¿Qué había ocurrido con esa pagina? No lo sé y no lo
sabremos nunca.
23 de Junio de 1945
Ya
no hay marcha atrás. La arrastré junto con mis pecados. La pobre aun sonríe sin
saber que todo esto terminará de la peor manera. No puedo decírselo. Creo que
lo mejor será que viva los últimos momentos en paz y tranquilidad. En su
estado, no es recomendable moverse. Su amor incondicional y ahora su vientre,
me atan a Buenos Aires, más que nunca. Justo ahora que debería marchar. ¿Qué
haré?
¿Qué hará? Y de nuevo, más preguntas. Más incógnitas. Era
claro que la mujer del “alemán” —pongámoslo así— estaba en estado de buena
esperanza. ¿Qué habría ocurrido con ella? ¿Sería la muchacha del cementerio, el
fruto de ese amor? Esas son algunas de las preguntas que me hice, mientras leía
una y otra vez su diario. Pase horas sin dormir. Descuidé a Magdalena, mi
empleo, mi casa, a ustedes. ¿Valió la pena? Pues fíjense que no. Me marcho y no
sé si podré regresar algún día. Esta obsesión me ha consumido hasta el último
resquicio de cordura.
6 de enero de 1946
Jamás
vi a un ser tan inmaculado. Es un ángel y es mía. Mi pequeña hija. Jamás pensé
sentir un amor tan grande por algo tan pequeñito. Sus ojos grandes y azules, me
recuerdan a mi padre. Su sonrisa en cambio, es igual a la de su madre. Bella
por donde la mire. Me han dado un poco más de tiempo y pienso gastarlo con
ellas. No separarme de su lado y atesorar cada detalle de ambas. No me queda
mucho tiempo y quiero aprovecharlo al máximo. La fecha está marcada.
Les confieso que a medida que avanzaba en la historia de
este pobre condenado, la intriga, la rabia y la tensión desbordaban mi cuerpo.
Volví al cementerio. A la tumba donde la hallé. Pensé que encontraría el nombre
de un hombre. No. “Aquí yacen los restos
de la pequeña Sofía. Un angelito que iluminó la tierra por unos pocos días”.
Regresé a casa, con la respiración entrecortada, porque corrí desaforadamente
las últimas cuadras. Abrí el diario y busqué la página marcada. La ultima que había
leído. Y ahí lo confirmaba.
22 de enero de 1946
Ya
nada tiene sentido sin mi pequeña Sofía. Mi mujer se ha ido, me ha abandonado.
Ya nada vale la pena… Sin ellas no hay nada.
No alcancé a terminar el párrafo porque alguien golpeó la
puerta insistentemente. Mi cabeza daba tantas vueltas que no me percate de lo
extraño de la situación. Sofía. Ojos azules. La muchacha del cementerio. Creo
que van a caer en el mismo pensamiento que yo. Y del que nadie me saca. Ella,
Sofía, la hija del alemán del diario, era la misma que me lo había dado. ¿Cómo
puede ser? ¿Un fantasma quizás? No lo sé. Pero planeo averiguarlo. Con estos
pensamientos abrumadores abrí la puerta de mi casa sin vacilar. Me topé con dos
hombres altos y fornidos. Entraron a los tumbos y me preguntaron por el diario.
No lo hallaron. Y pese a los golpes, y las trompadas, no dije nada. Necesitaba
averiguar qué había ocurrido con el alemán. Me dejaron tendido en el suelo y se
marcharon. Con la poca fuerza que me quedaba, me arrastré hasta el diario que,
escondido descansaba bajo mi escritorio.
23 de enero de 1946
Me
entrego hoy. Ya nada queda por hacer. Sin ellas no hay nada. Ya no me importa
retrasar el tiempo. Solo quiero que acaben conmigo de una vez.
El último párrafo fue una burla a mi espíritu inquisidor.
No podía terminar entregándose a sus captores. No podía yo, quedarme sin saber
aunque sea su nombre. Y allí, desesperado, con la boca sangrando, revisé y
hallé lo que estaba buscando: Sus últimas palabras en el diario. “En la oscura Alemania permanece mi historia,
esperando a ser contada. Dimitris Herman. 1946.”
Me despedido de ustedes, esperando que entiendan mi
repentina partida. Adiós mamá. Adiós Margarita. Adiós a todos.
17 de Marzo de
1972.
Comienzo mi diario de viaje. Voy camino a Alemania, en
busca de la identidad perdida del pobre Dimitris Herman. Traigo conmigo su
diario y su legado. Sé que saben que lo sé, y por eso como en el 45 lo
persiguieron a él, hoy me persiguen a mí. Si tan solo hubiese seguido
caminando, hoy quizás reposaría junto a mi querida Margarita sin pensar que
corre riesgo mi propia vida.