martes, 31 de enero de 2017

Salchichón primaveral



Hoy les voy a contar la historia de Vanesa. Puedo decir Vanesa, o puedo decir Juan, o Manuel…o Martita. Todos podemos haber hecho enojar a una Vanesa en algún momento de nuestras vidas. Todos.

Tenía ganas de renunciar hace tiempo. Y cada medio día, se preguntaba por qué no lo había hecho todavía. Y de nuevo, la invadían los mismos pensamientos reiterativos y contundentes, que la llevaban a aguantarse ese trabajo. El más importante: era la única que tenía un salario en la familia. Ya con eso, era suficiente como para dejar de pensar en la estupidez de abandonar el almacén. 
Y otra vez, como cada día, se dispone a guardar los fiambres, a baldear el piso, y a limpiar las heladeras.
            —Buenas. —Irrumpe en el vacío y lustroso almacén un alma que, seguramente se ha propuesto arruinarle el día.
            —Qué tal, Mario. —Lo observa avanzar y puede ver en su mirada, un poco de regocijo, de placer. Toma una bolsita de pan del canasto y agarra una Coca Cola de vidrio. Ella que agachada, repasa el vidrio, lo mira expectante. —¿Algo más?
            —Sí. Voy a llevar un poquito de fiambre.
Los ojos de ella se ponen de un negro oscuro, profundo. Sigue remojando el trapo en el balde con lavandina, mientras él le sonríe hipócritamente. Mira el reloj: la una menos cinco. En cinco minutos, se bajan las persianas y “taza… taza, cada uno para su casa”. La cajera, se asoma por sobre la heladera mostrador y con un movimiento de cabeza le pregunta; ¿Es que acaso no vas a atenderlo? Ella le responde con los labios apretados. Los aprieta porque teme que se le escape una barrabasada.
Suspira ruidosamente. No pretende ocultar su malestar, su bronca. La cajera la sigue con la mirada. Da la vuelta con el balde en la mano y lo apoya sobre el piso. Se seca las manos, y sin mirarlo le pregunta;
            —¿Qué le doy?
            —Cien de queso y cien de salchichón.
            —¿Salchichón? —Lo vio asentir mientras tamborileaba los dedos en el mostrador.
            —¿Qué?¿no hay?
            —Sí. Sí, hay. —Esta vez respondió la cajera, ante la inmovilidad de su compañera. —Vane… Cien de salchichón, te pidió el señor.
Vanesa la oía pero no podía moverse.  En su mente, las imágenes revoloteaban sobre su cabeza como cuervos.  Y aunque sabía que lo estaba imaginando, lo vivía como si fuese real. Por lo menos, sus pulsaciones aceleradas, así lo indicaban. Primero, saltaba el mostrador y agarraba a Mario de las solapas de la camisa a cuadros. Tal era la fuerza con que lo sacudía, que la gaseosa y el pan, terminaban desparramados en el piso recién trapeado. Pero en su secuencia imaginaria, Mario se reía. Se reía de ella. De su máquina de cortar fiambre lustrosa y brillante recién limpiada. Se reía porque el salchichón llenaría todo de morrón y de aceituna. Y entonces, tendría que lavar y fregar todo de nuevo.  Maldito.
            —Vanesa…—Se acercó la otra muchacha, al verla tiesa junto a la heladera. —¿Estás bien?
            —Sí. Me pidió salchichón. Salchichón primavera. —Se agachó y hurgó entre los fiambres que poco antes habían sido tapados y acomodados meticulosamente. —Acá está.  
El frió del fiambre la despabiló del ensueño violento en el que había caído. Mario no reía como en su imaginación. En cambio, la miraba a la espera de su fiambre. Como si no hubiese notado la disconformidad y la ira que había despertado en ella. ¿Cómo alguien era capaz de venir, a esa hora, y pedir fiambre? ¡Y encima, salchichón primavera!
            —¿Cien?—Le preguntó mientras levantaba la manija, y colocaba el fiambre.
            —Sí.
Mario se fue contento con su fiambre, con su pan y su gaseosa. Vanesa se tuvo que quedar diez minutos más porque había que limpiar la maquina otra vez.
Tres días después, Mario volvió a repetir la acción. Medio de pan, una gaseosa y cien de salchichón primavera a la una menos cinco. Vanesa volvió a llegar tarde a casa.
Una semana después Mario atravesó la puerta con la misma intención. Vanesa tuvo la misma visión. Solo que esta vez llegó aún más tarde. Tuvo que limpiar la gaseosa desparramada sobre el piso recién trapeado.



viernes, 27 de enero de 2017

Si tan sólo...



            Sé que se sorprenderán al leer mis palabras. Ustedes, más que nadie, saben que jamás tomaría una pluma, si no fuese de vital importancia. Pues, créanme. La situación lo demanda. Al fin y al cabo son mi familia y ustedes más que nadie, se merecen saber el porqué de mi repentina partida.
            Me entristece no haber podido despedirme de ustedes. Pero más me duele no haber podido besar la mejilla de Margarita. Rozar sus carrillos rosados, hubiese implicado retrasar mi huida y no podía permitir que al hacerlo, las dudas se apoderaran de mí. Ustedes saben que esa muchachita tiene un poder sobrenatural sobre mí. En fin. No voy a ahondar en los sentimientos y sensaciones que me invaden en este momento. Solo quiero que sepan que no han sido ustedes los culpables. En sí, nadie lo fue.  Fue ese maldito diario.
            Todo comenzó la mañana que visité la tumba de papá. Como siempre, todo transcurrió dentro de los parámetros normales y esperables. Unas cuantas lágrimas, unos susurros al viento y una lila sobre la lápida. Sin embargo, mientras observaba la tierra humedecida por el rocío matinal, sentí algo particular. Algo que jamás había sentido en aquel lugar. Quizás me tomarán por loco, pero por un instante, creí que el viejo estaba allí; a mi lado. De pronto me vi con la cabeza girando hacia ambos lados en busca de alguna señal que me dijera que estaba en lo correcto. Con mucho esfuerzo, traté de desestimar lo que el cuerpo me decía. Con la garganta hecha un nudo y el pecho acelerado, me puse de pie y caminé hacia la salida.
            Jamás me gustaron los cementerios. Creo que papá no está allí. Aunque sus huesos lo estén. Es paradójico, lo sé. Pero tengo la fuerte convicción que a veces, solo voy a conversar con un montículo de tierra. Es por eso que no voy tan seguido como antes. Cada día me convenzo más acerca de esa teoría. Creo que lo voy a hallar sentado en el living de casa o fumando un abano en el balcón y no en el cementerio. Pero bueno, aún así, seguí yendo. Creo que estoy haciendo muy larga la introducción y no quiero aburrirlos. Es que el cementerio y papá, tienen mucho que ver. Porque fue allí, mientras caminaba hacia las rejas oscuras que separan a los vivos de los muertos, que la vi.
            Estaba agachada sobre una tumba. Lloraba. Lo supe porque su espalda subía y bajaba con cada sollozo. Sin notarlo, mis pies se detuvieron ante la escena. No me faltaba mucho para salir y ahora que lo pienso, esos pocos pasos me hubiesen salvado de este gran lio. ¡Mierda! ¡Si tan solo hubiese seguido caminando!
            Era joven, muy joven. Lo supe por su vestimenta. La misma clase de vestido que usa Margarita. Sus bucles negros besaban la tierra sucia de una tumba aislada, alejada de las demás. Yo continuaba embobado con su imagen. No por morboso, no porque hubiese disfrutado ver a una mujer llorar. No. Pero es que había tanta congoja y angustia en su cuerpo delgado, que me era imposible pensar que alguien tan joven, pudiera cargar con tanto dolor. Me acerqué despacio, intentando no asustarla. “¿Se encuentra bien, señorita?” Le pregunté y enseguida me arrepentí. ¿Qué hacía yo, metiendo mi nariz en el dolor y el luto ajeno?  ¿Qué hubiese hecho yo, si alguien osaba interrumpir la charla con mi padre? Ya saben la respuesta. Pero el mal ya estaba hecho. Mis palabras ya habían salido de mi boca. Su rostro opaco me alcanzó como una ráfaga y sus ojos azules se clavaron en mí, como espadas. Espadas que no me dejaron moverme durante el tiempo en el que ella se levantó, secó sus lágrimas, susurró unas palabras en un idioma que no entendí y depositó sobre mis manos, un libro. Tampoco me moví cuando desapareció de mi vista. Lo último que vi de ella, fue su cabellera negra despeinada por el viento otoñal.
            No recuerdo cómo llegué a casa. Y no viene al caso. Lo que sí importa es que desde ese momento, en el que la tapa helada del libro se posó sobre mis falanges, mi vida ha ido de mal en peor. No hace falta que les diga la fecha en que todo esto sucedió porque sé que son inteligentes y atarán cabos. Sabrán que mi mala suerte comenzó un tiempo antes de que Magdalena y yo… Y de allí para acá, todo fue horror, pena, incertidumbre. Todo ha sido un espanto desde aquella mañana en que fui al cementerio a ver a papá. Desde que me detuve a consolar a una desconocida. Y desde que puso su maldito libro en mis manos.
            Ese mismo día, aún sin recuperarme de la catarata de sensaciones que me había azotado en el cementerio, me tumbé sobre la cama a ojear lo que aquella muchacha me había dado. Se preguntarán cómo es que no regresé e intenté devolverlo. O cómo es que no me deshice de él. Pues, verán. La curiosidad mató al gato. Y ustedes más que nadie, saben cuán curioso puedo llegar a ser.
            Mientras el agua hervía en la cocina, descubrí que aquel no era un simple libro. Más bien era un diario. No lo supe por sus palabras, sino por las fechas que encabezaban los párrafos. ¿Qué decía? Tampoco lo supe enseguida. Estaba escrito en otro idioma y ustedes saben que no se me da muy bien con las lenguas extranjeras. Nunca tuve la facilidad que posee mi querida Margarita. Solo cuando lo lleve con un conocido, fue que descubrí que el diario estaba escrito en alemán. Y fue el mismo Roberto, quien me ayudó a traducir las partes en las que el diccionario prestado no me era de gran ayuda.

4 de mayo de 1945
Sé que están aquí. Sé que vienen por mí. No hay escapatoria ni aun estando tan lejos de mi país. 

            No debí seguir leyendo. Después del primer párrafo debí haber quemado ese maldito diario. Pero bueno. No me juzguen, por favor. Saben que no podría haber abandonado aquel misterio así como así. Y allí, empezó mi agonía. Una agonía que no relacioné con el diario, sino hasta hace unos días.

8 de mayo de 1945
Me siguen. Me siguen por las calles y por las azoteas. Ella cree que con sus besos va a borrar mi pasado. Vienen por mí y si no me alejo, ella caerá conmigo. Debo decirle adiós. Por su bien.

            Me pregunté quién sería “ella”. ¿Su mujer? ¿Su novia? ¿Su esposa? ¿O su amante? Algo era claro, el pobre hombre estaba desesperado. Quizás algún alemán buscado. Un criminal, pensé yo. Ustedes saben que las cosas en el mundo a esa altura, estaban muy embromadas. Otra certeza: Sabía que no podría tratarse de la muchacha del cementerio. No los voy a abrumar con mis teorías y conjeturas. Ustedes sacaran sus propias conclusiones. Solo les digo que la página siguiente, no se hallaba en el diario; arrancada de cuajo. Del 8 de mayo, saltaba al 23 de Junio. ¿Qué había ocurrido con esa pagina? No lo sé y no lo sabremos nunca.

23 de Junio de 1945
Ya no hay marcha atrás. La arrastré junto con mis pecados. La pobre aun sonríe sin saber que todo esto terminará de la peor manera. No puedo decírselo. Creo que lo mejor será que viva los últimos momentos en paz y tranquilidad. En su estado, no es recomendable moverse. Su amor incondicional y ahora su vientre, me atan a Buenos Aires, más que nunca. Justo ahora que debería marchar. ¿Qué haré?

            ¿Qué hará? Y de nuevo, más preguntas. Más incógnitas. Era claro que la mujer del “alemán” —pongámoslo así— estaba en estado de buena esperanza. ¿Qué habría ocurrido con ella? ¿Sería la muchacha del cementerio, el fruto de ese amor? Esas son algunas de las preguntas que me hice, mientras leía una y otra vez su diario. Pase horas sin dormir. Descuidé a Magdalena, mi empleo, mi casa, a ustedes. ¿Valió la pena? Pues fíjense que no. Me marcho y no sé si podré regresar algún día. Esta obsesión me ha consumido hasta el último resquicio de cordura.

6 de enero de 1946
Jamás vi a un ser tan inmaculado. Es un ángel y es mía. Mi pequeña hija. Jamás pensé sentir un amor tan grande por algo tan pequeñito. Sus ojos grandes y azules, me recuerdan a mi padre. Su sonrisa en cambio, es igual a la de su madre. Bella por donde la mire. Me han dado un poco más de tiempo y pienso gastarlo con ellas. No separarme de su lado y atesorar cada detalle de ambas. No me queda mucho tiempo y quiero aprovecharlo al máximo. La fecha está marcada.

            Les confieso que a medida que avanzaba en la historia de este pobre condenado, la intriga, la rabia y la tensión desbordaban mi cuerpo. Volví al cementerio. A la tumba donde la hallé. Pensé que encontraría el nombre de un hombre. No. “Aquí yacen los restos de la pequeña Sofía. Un angelito que iluminó la tierra por unos pocos días”. Regresé a casa, con la respiración entrecortada, porque corrí desaforadamente las últimas cuadras. Abrí el diario y busqué la página marcada. La ultima que había leído. Y ahí lo confirmaba.

22 de enero de 1946
Ya nada tiene sentido sin mi pequeña Sofía. Mi mujer se ha ido, me ha abandonado. Ya nada vale la pena… Sin ellas no hay nada.  

            No alcancé a terminar el párrafo porque alguien golpeó la puerta insistentemente. Mi cabeza daba tantas vueltas que no me percate de lo extraño de la situación. Sofía. Ojos azules. La muchacha del cementerio. Creo que van a caer en el mismo pensamiento que yo. Y del que nadie me saca. Ella, Sofía, la hija del alemán del diario, era la misma que me lo había dado. ¿Cómo puede ser? ¿Un fantasma quizás? No lo sé. Pero planeo averiguarlo. Con estos pensamientos abrumadores abrí la puerta de mi casa sin vacilar. Me topé con dos hombres altos y fornidos. Entraron a los tumbos y me preguntaron por el diario. No lo hallaron. Y pese a los golpes, y las trompadas, no dije nada. Necesitaba averiguar qué había ocurrido con el alemán. Me dejaron tendido en el suelo y se marcharon. Con la poca fuerza que me quedaba, me arrastré hasta el diario que, escondido descansaba bajo mi escritorio.

23 de enero de 1946
Me entrego hoy. Ya nada queda por hacer. Sin ellas no hay nada. Ya no me importa retrasar el tiempo. Solo quiero que acaben conmigo de una vez.

            El último párrafo fue una burla a mi espíritu inquisidor. No podía terminar entregándose a sus captores. No podía yo, quedarme sin saber aunque sea su nombre. Y allí, desesperado, con la boca sangrando, revisé y hallé lo que estaba buscando: Sus últimas palabras en el diario. “En la oscura Alemania permanece mi historia, esperando a ser contada. Dimitris Herman. 1946.”
            Me despedido de ustedes, esperando que entiendan mi repentina partida. Adiós mamá. Adiós Margarita. Adiós a todos.












17 de Marzo de 1972.
            Comienzo mi diario de viaje. Voy camino a Alemania, en busca de la identidad perdida del pobre Dimitris Herman. Traigo conmigo su diario y su legado. Sé que saben que lo sé, y por eso como en el 45 lo persiguieron a él, hoy me persiguen a mí. Si tan solo hubiese seguido caminando, hoy quizás reposaría junto a mi querida Margarita sin pensar que corre riesgo mi propia vida.  

domingo, 22 de enero de 2017

En las sombras de la gran ciudad



Leonardo no había vuelto a casa esa noche. Había decidido quedarse dando vueltas por ahí, sin rumbo alguno, acompañado por las sombras de la gran ciudad.  En una esquina se cruzó con una cara conocida. Unas cervezas, unos fasos y alguna que otra pastilla.

                El amanecer lo encontró sentado sobre un cordón sin saber dónde estaba y cómo había llegado hasta allí. Una vez que de sus ojos se removió el velo de la inconsciencia, notó sus manos sucias y sanguinolentas. Se puso de pie rápidamente, y buscó en su cuerpo algún orificio. Respiró con tranquilidad ante la ausencia de heridas graves. Se llevó las manos a la cabeza y notó que le faltaba la gorra. Buscó a su alrededor pero lo único que halló fue un revolver en el piso, junto a una de sus zapatillas. Giró la cabeza hacía ambos lados, buscando a alguien a quien pedir ayuda.
                Temblando de frio, escondió el arma en su pantalón y comenzó a caminar a lo largo de una calle vacía. El sol despuntaba de a poco y con él, los colectivos y los vehículos acompañaban sus pasos cansados. No se atrevía a mirar a nadie a los ojos por miedo a que leyeran en su mirada, su estado. Siguió caminando.
                Cerca del medio día, muerto de sed y de sueño, se recostó debajo de un puente que le parecía conocido, pero que no reconocía aún. Cerró los ojos, hasta que una voz grave y un puntapié en el estomago lo despabiló. Dos uniformes azules le tapaban la visión.
                —Levantate, pibe. —vociferó uno de los policías.
                —Llevémoslo, Juan. Tiene pinta de haber andado en quilombos, éste.
Lo levantaron con tanta fuerza del piso, que el arma fue a parar delante de uno de los oficiales.
                —Aja… ¡Con que esas tenemos! Tenías razón, Ramírez. Este anduvo en alguna, anoche.
                —Te lo dije.
                Lo metieron en un patrullero y lo llevaron a la comisaría. Aunque tuviese ganas de saber dónde estaba, qué barrio era aquel, no dijo ni una sola palabra. Mientras recorría el lugar, sentado en la parte trasera de la camioneta, recordaba las palabras de su difunta madre. “Vas a llegar lejos, Leo. Vas a ver. Solo tenés que tener fe en vos… en tu corazón”. Pensó que si no estuviese muerta, la mataría con aquel disgusto.
                —Bajate, pibe.
                Lo sentaron en un pasillo desde donde se oía una radio, y un teclado de computadora. Algunas voces más lejanas y el trinar de las chicharras. En vano era intentar recordar lo que había ocurrido la noche anterior. Lo último que sabía era que había estado tomando y fumando con unos pibes de La Perlita en una esquina, bastante alejada de su casa. Eso era lo que le decía su mente y él, lo repetía una y otra vez a los policías que lo cuestionaban. ¿y el arma? Nada. ¿y las manos con sangre? Nada. ¿Dónde estuviste? Nada. Decidieron dejarlo en una celda hasta que, según ellos, se dignase a decir la verdad.
                —Éste, con esa cara de gil, se debe haber cargado a algún pobre tipo.
                —Más que seguro. Pero hasta que no sepamos bien qué carajo pasó… no podemos tenerlo mucho tiempo acá. Por ahora conseguí la orden para analizar esa sangre. Después, veremos.
                —¿queres que lo ponga con los demás? Allá en el fondo. Así va a saber lo que es bueno.
                —No. Esperemos un par de días.
                Cuarenta y ocho horas más tarde, uno de los policías abrió la celda y lo dirigió a una pequeña habitación donde solo había una silla y una mesa de madera. A pesar de que intentaba controlar sus miedos, temblaba como una hoja. La cara seria y rígida del policía, no ayudaba.
                —¿Seguis sin saber qué pasó, eh? —Leonardo asintió. —Yo te voy a contar qué pasó. —El hombre se prendió un cigarrillo y le ofreció una pitada. El joven extendió la mano y le dio una bocanada profunda. La nicotina calmó sus pulsaciones. —Ayer a la mañana vino un hombre a hacer una denuncia. La noche anterior, tres ladrones ingresaron a su casa y aterrorizaron a su mujer y a sus nietos. Los malvivientes le pegaron y lo dejaron tendido en el piso con la cara partida. —El oficial hizo una pausa, esperando alguna reacción del muchacho. Continuó. —Aún así el hombre, en su testimonio, cuenta que uno de ellos intentó detener la brutalidad de su compañero e impedir que golpearan a su mujer también. El hombre asegura que si no fuese por él, quizás, estaría muerto.
                —¿y…entonces? —por fin habló.
                —El arma con la que apuntaba primero al dueño de casa, desvió su objetivo, y comenzó a apuntarles a los otros dos ladrones. Así fue que dejaron la casa sin llevarse nada. El joven ayudó al hombre a ponerse de pie y le pidió disculpas antes de saltar la medianera.
                —No entiendo…entonces…
                —La sangre que te encontramos coincide con la del denunciante. ¿No recordás nada de lo que acabo de decir?
                —No. —“Te lo dije, Leo. Vos sos un buen pibe” La voz de su mamá lo acompañaba en silencio.
                —Desgraciadamente, aunque ayudaste al tipo… entraste a robar y bueno, te vas a tener que comer un tiempo adentro.
                —Sí.
                La siguiente hora transcurrió entre identikits y testimonios, nombres y direcciones. Leonardo les habló de la barra con la que se juntaba. De los capos, e inclusive de los supuestos oficiales que ayudaban a los ladrones a concretar sus trabajos.
                Antes de fuese trasladado a su celda, a esperar que lo sentenciaran y lo trasladaran al penal, se cruzó con el hombre al que supuestamente había salvado. El caballero de unos setenta años, con la cara marcada de golpes y magullones, le dio un fuerte abrazo. Su palma abierta, tronaba en el pasillo de la comisaría. Leonardo se dejó llevar por el perfume de su camisa y las palabras que le dijo al oído.
                —Sos un buen pibe, flaco. Vas a ver que todo va a salir bien. Sólo tenés que creer en vos. —La voz dulce del anciano, tenía un tinte femenino que reconocía muy bien. Una lágrima selló su destino y jamás volvió a caminar en las sombras de la gran ciudad.