No es el más fuerte el
que sobrevive,
ni el más inteligente,
sino el más adaptable al
cambio.
Charles Darwin
UN MARTES CUALQUIERA
NADIA
Salió del
baño algo mareada y caminó con pasos cortos hasta la cocina; recordó que debía desarmar
el árbol de Navidad de una vez. Mañana sin falta, se dijo. El resfriado,
la congestión nasal y sus alergias, no le permitían descansar bien desde hacía ya
unos cuántos días. Estaba casi segura de que tenía temperatura, pero no había
tenido tiempo para cerciorarse. Le hubiese encantado quedarse en la cama hasta
que su cuerpo sanara completamente y descansar. ¡Eso! Descansar. Ya no
recordaba cómo se sentía aquello. Sin embargo, las actividades, el trabajo, la
vida no se detendrían a esperar su recuperación.
Su hijo
dormía plácidamente en la cama que una vez había sido suya, en la habitación
que una vez había sido suya y que ahora estaba pintada de azul y tenía
estrellas fluorescentes pegadas en el techo. Ella lo había convencido de que se
había ganado aquel lugar gracias a su habilidad en los naipes. Le dejó creer
que si ella dormía en el comedor no se debía a la imposibilidad de mudarse a un
lugar mejor o más grande, sino a su excelencia en el juego, por supuesto. A
decir verdad, a ella tampoco le importaba dormir allí. Si él era feliz, el
esfuerzo valía cada contractura.
—Ben… –lo
llamó con dulzura y una vez más fue testigo de la maravilla. La mirada de amor
de su hijo era todo lo que necesitaba para comenzar el día. Cuando él la miraba
de ese modo, cada dolor, cada molestia, desaparecían por completo–. Buenos
días, cielo. ¿Cómo has dormido?
–Bien –el
niño se estiró en la cama y ella aprovechó a besarle el vientre una vez más,
como lo había hecho desde que nació, diez años atrás.
–Vístete que
ya mismo preparo el desayuno. Paula llegará por ti de un momento a otro.
¡Vamos! ¡Arriba!
Con las pocas
fuerzas que le quedaban, calentó la leche y armó una tostada con jamón y queso.
Mientras esperaba a que su príncipe azul apareciera en la cocina, le escribió a
su compañera de trabajo–y mejor amiga–dejándole saber que llegaría tarde.
Pasaría por la guardia médica a que le dieran algo para el resfriado y de allí,
derecho a la oficina. Había mucho qué hacer y no podía darse el lujo de faltar.
Marina:
Ni se te
ocurra aparecerte por aquí.
Yo te cubro,
amiga.
Descansa.
Nadia:
Gracias.
Te avisaré cualquier cosa.
De todas maneras, estimo que en unas horas estaré allí.
Marina:
No te
preocupes. Puedo hacer tu trabajo, Nadia.
De verás… 😉
Nadia:
¿Te he dicho que te adoro? ♥
Marina:
Yo a ti.
Cuídate.
–¡Benjamín! ¡Vamos! Se enfría la leche.
–Aquí estoy. Aquí estoy–dijo restregándose la cara–¿¡Sándwich!? ¡Sííííí!
–festejó con efusividad y ella no pudo más que sonreír. Su hijo se alegraba por
todo. Hasta lo más insignificante se volvía especial para él.
–De nada, cielo. Come, come que Paula no tardará en tocar la puerta. Me
he quedado dormida.
–¿Te sientes bien? –preguntó preocupado por ella.
–Sí, cariño. Es solo una congestión, nada más. Iré al médico por alguna medicina
y ya mañana estaré curada.
Paula no tardó en llegar y con ella los cuatro niños del edificio a los
que cada mañana llevaba al colegio. Nadia la adoraba; era una joven entusiasta,
estudiante universitaria, a quien cada vez se le hacía más difícil continuar
con su carrera contable. La falta de dinero la había obligado a ofrecerse como
niñera y de un día para otro, estaba llevando a todos los muchachitos del condominio
que asistían a la misma escuela como algo extra.
–Buenos días. ¿Estamos listos? –preguntó con una sonrisa.
–Así es –respondió ella mientras ayudaba a su hijo con el abrigo–¿Cómo
te ha ido ayer, Pau? –quiso saber.
–He tenido que faltar, ¿sabes? –respondió la muchacha desde la puerta.
–¡No! ¿Es broma? –Nadia detuvo lo que estaba haciendo para mirarla con
atención.
–Qué más quisiera que lo fuera. Pero es que Gloria ha tenido que
quedarse más tarde en el trabajo y no he podido asistir. Tendré que tomarlo más
adelante o el año siguiente.
–¡Pero volverás a… –tosió con fuerza y se volvió por un sorbo de café
antes de continuar– atrasarte!
–Sí, lo sé. ¿Y tú? ¿Estás enferma? No luces para nada bien.
–Mamá no se siente bien hoy –interrumpió Ben–. Irá al médico más tarde.
Yo quisiera ir con ella, pero no puedo faltar a clases.
–No. Claro que no puedes –Nadia se agachó a terminar de cerrarle el
abrigo y darle un beso en cada mejilla; el único espacio libre ante tanto gorro
y bufanda.
–Nos vemos más tarde, entonces–agregó el niño.
–Nos vemos más tarde. Te amo, cielo. ¡Cuídense, chicos! –saludó al grupo
y a Paula le dispensó un guiño de ojo.
–Tienes mi número. Si hace falta retirarlo, me avisas–le dijo la
muchacha antes de correr escaleras abajo.
Y, como una premonición, Nadia tuvo que avisarle que se ocupara de Ben
aquella tarde.
En el camino intentó comunicarse con su médico de cabecera y se enteró de
que se encontraba de vacaciones. Le ofrecieron una cita con la doctora que lo
suplantaba para el día siguiente, pero decidió que necesitaba resolver la
cuestión ese mismo día. No podía ni quería seguir sintiéndose mal. Así fue que se
dirigió directamente al Hospital Negrín para hacerse ver a través de la guardia.
Conociendo la reputación del lugar, estaba segura de que le atenderían bien. Le
tomaría unas horas, sí, pero conseguiría que la vieran ese mismo día. De paso,
pensó que sería una buena idea realizarse un chequeo general. Hacía mucho que
no lo hacía y siempre por una cosa u otra, no lograba hacerse el tiempo.
Dos pájaros de un tiro.
–Nadia Santana. ¿Nadia Santana?
–Aquí estoy, doctor –guardó su agenda y su teléfono y caminó hasta el
cubículo apresurada.
El médico la auscultó, la revisó y recetó todo tipo de estudios. Entre
ellos, uno muy especial por el cual recibió un llamado de atención que le
recordó a su madre y a su abuela. Con un gesto apretado, el caballero entrado
en años, la regañó por no haberse acercado antes. Ella se excusó una y otra vez,
pero el hombre parecía tan enajenado con su actitud que apenas si oía sus
explicaciones. Al cabo de media hora, salió de allí con una orden específica y directo
a otro sector donde le realizarían estudios de sangre y una ecografía de
urgencia.
El término urgencia no la paralizó, estaba acostumbrada a lidiar
con cuestiones de último momento, resolver problemas graves y salir airosa de
todo. Con seguridad y resolución se hizo todo lo que le ordenaron. Sin embargo,
cuando la mandaron a llamar de camino a la oficina, al cabo de unas pocas
horas, se preocupó.
La mala noticia fue recibida en un consultorio pequeño, pintado de un
rosa opaco. Maldijo la hora en que le comentó al médico sobre la molestia que
sentía en su seno izquierdo. Pensando que solo sería un control de rutina– al
fin y al cabo, había ido a hacerse ver por el resfriado nada más–, intentó
continuar con su día. Y ahora allí estaba, sentada en la camilla resolviendo
cuestiones laborales que no podían esperar al igual que su salud, al parecer.
–Gracias por acercarse nuevamente, señora Santana –apartó el celular
cuando oyó una voz masculina ingresar y concentró toda su atención en el hombre
joven y apuesto que se ubicaba del otro lado del escritorio.
–Pensé que me atendería el mismo doctor de esta mañana–dijo sin saludar.
–No, no. Ha tenido que marcharse, pero créame que estoy al tanto de
todo. Mi nombre es Nicolás Aguirre. ¿Cómo se siente?
–Igual. Espero que los medicamentos hagan efecto rápido. Tengo mil cosas
que hacer.
–La vida no espera, ¿verdad? –comentó mientras le tomaba la presión una
vez más y revisaba su respiración.
–Nadie espera, doctor–agregó ella entre inspiración e inspiración–.
Pero… dígame. ¿Qué encontraron? ¿Por qué tanto apuro?
–Paso a explicarle. Venga, siéntese por aquí–la invitó a acercarse y
acomodarse en una de las sillas frente al escritorio donde además de unos
papeles había un monitor y un teléfono de línea–. Lamento decirle que su
mamografía es la razón por la cual usted está aquí. Verá…
El doctor giró la pantalla, mostrándole la imagen de sus mamas,
apuntando a la razón de su molestia. Quiso saber hacía cuánto tiempo la sentía y
ella una vez más respondió que bastante, pero que había creído que era
muscular. Coincidía con sus primeras clases en un gimnasio. Él le preguntó por
sus controles ginecológicos de rutina y ella le dijo que, con el trabajo y un
hijo, se le hacía difícil reservarse una mañana para ir al médico. Que la
última vez que había visto a su ginecóloga había sido años atrás. Esta vez, por
suerte, no hubo regaños. En cambio, él solo hizo un gesto preocupante y anotó
algo en sus papeles, luego le señaló la masa amorfa que se observaba a simple
vista. Aquello podía indicar una sola cosa.
–¿Es cáncer, doctor? ¿Cáncer de mamas? –él pestañeó un par de veces
pensando qué responder o, mejor dicho, cómo hacerlo.
–¿Hay antecedentes en la familia? –preguntó y a Nadia no le hizo falta
oír una respuesta afirmativa.
–¿De cáncer de mamas específicamente?
–De cualquier tipo.
–Sí, hay.
–Bueno. Necesito que me haga caso, ¿está bien? Vaya a ver a su médico de
cabecera, hágase todos los análisis y una vez que vean cómo se encuentra todo,
veremos cómo seguimos.
–¿Es muy urgente, entonces?
–Demasiado urgente. Si no puede conseguir turno, venga a verme y yo
mismo me encargaré de que la vea un profesional. De todas maneras, estimo que
seguridad social la derivará con nosotros. Tenemos un equipo excelente.
–¿Habrá quimioterapia y esas cosas?
–Puede que le manden a hacer una biopsia, primero. Deben analizar esa
masa. Pero tranquila… todo irá bien.
Nadia escuchó todo lo que el doctor le indicó. En su cabeza se iba
formando una lista larga de cosas que debía hacer; lugares, turnos, reuniones
que debería suspender. Tiempo. Mucho tiempo. Debería pedir días y faltar a su
trabajo, su compañera se llenaría de tareas. Y lo peor; no le pagarían aquel
dinero extra; dinero que no le venía nada mal y que ahorraba para comprarse su
casa propia algún día.
¿Qué hacer primero? Entre tantos pendientes y obligaciones, el rostro de
su hijo apareció en sus pensamientos.
–Recuerde. Ocuparse antes de preocuparse –dijo el doctor y la despidió
con una sonrisa compasiva.
–Gracias por su amabilidad.
Salió del hospital Negrín y se montó al coche. El celular vibró sobre
sus piernas, pero no pudo ni quiso atender. No podía dejar de pensar en Benjamín
y en el presunto diagnóstico que acababan de darle. Cáncer. La palabra maldita.
Aquella que tiñe de oscuridad todo lo que toca, la que desgasta, agota y absorbe
la vida de los enfermos y de aquellos que los rodean. La que arrastra como un vendaval
todo a su paso. Planes, sueños, historias. Todo. Absolutamente todo.
Y ahí estaba el huracán tocando a su puerta, expectante. Cáncer.
–Me cago en la pu... –golpeó con fuerza el volante.
Nadia sabía lo que significaba y todo lo que traería esa enfermedad. Su
madre había perecido ante ella y su muerte la había alejado completamente de su
hermana quien la culpó por no haber estado a su lado durante todo el proceso.
¿Qué era aquello, entonces? ¿Un castigo? ¿El karma? Podía ser.
***
–No te preocupes. Ya estoy en la puerta. Se viene con nosotros. Tú
termina tus cosas que yo me encargo de él. ¿Cómo te ha ido en el médico? –le
preguntó Paula al teléfono.
–Resfriado.
–¿Reposo?
–Dos días.
–¿Te los tomarás?
–No lo sé.
Nadia cortó y se acomodó en el asiento de aquel bar que había visto al
pasar un mes atrás y al que se acercó para beberse un café y detenerse por un
momento a pensar. ¡Y vaya si tenía para pensar ese martes! Sin embargo, aunque
intentó aislarse de todo, no logró encontrar la tranquilidad necesaria y se retiró.
Se montó al coche y manejó buscando alejarse de los edificios, del bullicio.
Subió hasta detenerse en un punto conocido desde donde podía contemplar la
ciudad que yacía a sus pies: Las Palmas de Gran Canaria. La ciudad que la había
acogido algunos años atrás.
Desde lo alto observó todo; la perspectiva siempre ayudaba.
No recordaba la última vez que había llegado hasta allí; puede que
durante los primeros meses después de su llagada, haya estado en ese mismo
sitio, buscando respuestas. Respuestas que solo encontraba en su interior, en
silencio y alejada de todo. Ocuparse en vez de preocuparse. Las palabras
del doctor rondaban en su cabeza y se mezclaban con el nombre de su hijo, con
su pasado, con su historia. La vida a sus veintisiete años no se la había
puesto nada fácil y últimamente sentía que era una mujer de sesenta en el
cuerpo de una jovencita. Demasiadas experiencias, demasiados escollos… demasiados
dolores. ¿Y ahora? Una cosa más. Un problema más. Un enfrentar, un batallar.
Una vez más le tocaba arremangarse y pelear por lo que tenía, por lo que había
construido con lágrimas y sudor.
–Por él. Todo por él –dijo y confirmó el turno con la doctora que había
rechazado por la mañana.
En el horizonte, el sol se escondía y ella sabía que debía regresar a su
casa y sonreírle a su hijo. Esconder el miedo, la incertidumbre. Guardarlo bien
adentro para poder continuar. Se llevó la mano al seno izquierdo y acarició el
sitio donde habían encontrado aquello.
–Pude con muchas cosas, podré con esta también –declaró y se secó las
lágrimas que caían sobre sus mejillas. Estaba asustada, aterrada sí, pero por
su hijo debía seguir.
Encendió el auto, pasó por una pizzería: compró una grande de muzzarella
y se dirigió a su apartamento. Antes de golpear la puerta de la casa de Gloria,
su vecina, donde sabía estaría su hijo junto a Paula y sus amigos, tomó aire y
se dijo que daría todo de sí, costara lo que costara.
–Sea cual sea el resultado, siempre luchando, Nadia. Siempre luchando.
Dan ganas de darle un abrazo a Nadia!!!
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