A PIQUE
ALEJANDRO
Ana se levantó temprano y salió a correr como cada mañana. Alejandro acababa
de despertarse y los mellizos dormían como si no existieran las preocupaciones,
como si el mundo no importara. Correr la ayudaba a aclarar su mente y con cada
paso que la alejaba de su hogar, sentía que las decisiones que deseaba tomar
podían hacerse realidad. Madre ejemplar que había dejado de lado todo para
criar a sus hijos; incluso se había dejado a ella misma. Lo había dado todo por
su familia, por su esposo; tanto que sentía que ya no poseía nada de nada.
Vacía. Vacía y sola.
–Buenos días –saludó al que había sido su compañero de vida desde la
juventud y él apenas si le sonrió–. ¿Los chicos?
–No he podido levantarlos. Ya los he llamado no una, sino varias veces. No
me hacen caso.
–¿Es que no puedes con algo tan simple, Alejandro? –preguntó ofuscada
por la falta de consideración de su pareja quien tampoco acusó recibo de su
enojo. ¿Es que siempre debía resolverlo ella? Caminó hasta la habitación de sus
hijos y encendió la luz–¡Vamos! ¡Arriba! –levantó la persiana y dejó que el sol
terminara de hacer su trabajo.
–¡Mamá! –gritaron los dos y ella esperó unos minutos sabiendo que con
eso no bastaría. Como ninguno atinó a levantarse de la cama, descorrió las
mantas de ambos.
–¡No volveré a repetirlo! En cinco minutos los quiero en el comedor. No
llegarán tarde de nuevo, ¿oyeron?
Salió apresurada y se dirigió a la cocina. Allí Alejandro con su santa
paciencia servía el café para los dos. La enervaba que fuese tan lento, que se
tomara el tiempo para hacer las cosas cuando bien sabía que las mañanas se
escurrían en un santiamén y que todo estaba cronometrado. Esa paz que antes
había disfrutado y anhelado, ahora ponía sus nervios de punta.
–¿Leche? –preguntó sin mirarla.
–No, gracias. ¿Vendrás conmigo hoy?
–No, Ana. Lo siento. Esta tarde Hugo necesita faltar y deberé cubrirlo.
–¿¡Otra vez!?
–Sabes muy bien cuál es su situación. No puedo pedirle que venga a
trabajar cuando su hijo está internado, Ana.
–No estoy diciendo que le exijas algo como eso, pero, vamos, ¿no puedes
contratar un reemplazo? Creí que la sucursal caminaría sola. ¿No habías dicho
eso?
–Lo siento –repitió como si aquello arreglara algo.
–Habíamos quedado en que iríamos los dos. No quiero hacerlo sola,
Alejandro.
–No puedo, Ana. Quizá alguna de tus amigas podría ir contigo, ¿no crees?
–Quería que vinieras tú. No necesito a mis amigas allí, quiero a mi
marido. A mi compañero.
–No te encapriches, Ana. No puedo y no es porque no quiera hacerlo. Es
que…
–¡Buenos días! –saludó a sus hijos alejándose del dolor que le estaba
causando el… ¿hombre de su vida? –. ¡Hasta que por fin se levantaron! ¿Es que
acaso no durmieron nada anoche? Allí tienen café. Hay fruta en la nevera.
Tienen quince minutos. Alejandro, ¿los llevas tú?
–Sí, claro.
–Bien. Me voy a duchar. Desayunan y se marchan con papá, ¿okey? –ordenó
mientras se alejaba hacia el dormitorio.
–¿No puedes llevarnos tú? –preguntó Juan –. Papá, no te ofendas, pero…
–Pero… ¿Por qué? –se volvió a enfrentar a su hijo. Lucía se llevó la
taza a la boca para no opinar. No le gustaban los conflictos y este parecía ser
la antesala de uno. Un silencio extraño los rodeó; Ana no lograba entender la
situación y Alejandro, mucho menos–. Juan. ¿Por qué no quieres que papá los
alcance al colegio?
–No importa. Olvídenlo–respondió arrepentido de haber hablado.
–Sí que importa –agregó su padre–. Has abierto la boca, ahora toca
hacerse cargo. Vamos. ¿Qué ocurre?
–Nuestros compañeros se burlan de él, mamá –respondió Juan cortante
desde la otra punta de la mesa–. Es incómodo. Nada más–agregó el muchacho.
–¿Y qué es lo que dicen de mí? ¿Se puede saber? –preguntó Alejandro,
elevando el tono de voz.
–Cálmate, por favor–intervino Ana.
–Estoy calmado, mujer. Que hable. Que diga lo que dicen sus compañeritos
de clase sobre mí. Esos hipócritas, ricachones idiotas, que no tienen valores
ni moral. Apuesto a que ninguno de sus padres, han levantado un dedo en su vida
para trabajar. ¿Y esos son tus amigos? ¡Por favor! Si es que no sirven para otra
cosa más que gastar dinero. Ya lo había dicho yo. Esa escuela, Ana, es una
completa porquería –tomó aire y continuó–. ¿Qué pueden decir de mí? ¡Dime! ¡Habla,
Juan!
–Dicen que eres un fracasado, papá. Un extranjero fracasado –habló Lucía
con un tono triste, ante la falta de respuesta de su hermano.
–Entre otras cosas –agregó Juan incisivo. El silencio se convirtió en una
bomba a punto de explotar y a pesar de que nada ni nadie se movió, algo allí se
quebró.
–¡Guau! –hizo dos pasos hacia atrás, alejándose de su familia–. Llévalos
tú, Ana. Me voy al bar. Adiós–Alejandro tomó su abrigo, sus llaves y caminó
hasta la puerta donde fue interceptado por su esposa.
–No puedo creer lo fácil que te desligas de tus responsabilidades.
–No me estoy desligando. Ese mocoso quiere que los lleves tú, pues llévalos.
Tengo cosas más importantes que hacer.
–¿Más importantes que tu familia?
–Hoy, sí.
–Te desconozco, Alejandro. No sé quién eres.
–¿Cómo qué no? Fracasado, sí… tonto, no. No creas que no lo sé, que no
me doy cuenta. Tú también lo piensas. Nos veremos por la noche.
Ana permaneció en el umbral mientras veía como aquel hombre que una vez
había dicho amarla, se alejaba de ella y del amor que habían compartido. Sin
dudas, debía tomar decisiones. Serían dolorosas, lo sabía, pero no podía
continuar viviendo de esa forma. Ninguno de ellos.
***
–¿¡Otra vez!? Últimamente se la pasan discutiendo. ¿Y qué piensas hacer
para solucionarlo? –preguntó Hugo refiriéndose a la discusión con Ana.
–¿Qué quieres que haga?
–Que hables con la verdad. Que le digas de una vez cuál es la situación,
Alejandro. Que estás hecho un loco por todo lo que sucede aquí, hombre. No
puedes ocultarle lo que ocurre por mucho tiempo más. Gutiérrez se quedará con
el bar y deberás decírselo. Ana es tu esposa. No merece quedarse fuera de esto.
¡Si llega a enterarse te corta las pelotas!
–No quiero ni pensarlo. Tanto esfuerzo que costó para llegar a nada.
–Menos mal que tu suegro ya no está entre nosotros. Yo creo que si viera
en qué se ha convertido su capital, te asesina con sus propias manos.
–Un error que pagaré demasiado alto. Jamás debí pedirle ese dinero–se
acomodó en la silla y se sirvió el resto de la botella de whisky que quedaba y
que había dejado en el mismo lugar la noche anterior–. No nos alcanzará con un
solo bar, Hugo. No para mantener el ritmo de vida al que Ana y los muchachos
están acostumbrados. En poco tiempo terminarán la escuela e irán a la
universidad. ¿De dónde sacaré el dinero, santo Dios? –tomó la copa con las dos
manos y escondió su cabeza entre los brazos, abatido.
–Hombre. La vida no es solo dinero y dinero.
–En este momento para mí, lo es. Sé que la salud y todo eso es más
importante pero ahora mismo estoy enterrado en tanta mierda que no puedo pensar
en otra cosa.
–Por lo pronto, mi consejo es que hables, hombre. No podrás hacerlo solo.
Deja de dártela de superhéroe y habla con ella. Sabrá entenderte. Ana es una
mujer sensata e incluso hasta podría tener buenas ideas para salvar este
desastre. ¡Vamos! –Alejandro negó con la cabeza, incapaz de quitarse la palabra
fracasado de la mente.
–Creo que tienen razón–dijo tras largos minutos en silencio.
–¿Quiénes?
–No importa. Ve… ve a ver a tu hijo. Yo te cubriré esta noche.
Hugo se marchó. Alejandro acabó con su copa y aunque estuvo tentado de
abrir otra botella, partió camino a la oficina del abogado que dos días antes
le había hecho llegar una oferta tentadora de la que nada había comentado. El
hombre estaba interesado en pagar sus deudas y comprar el bar. ¡Y cómo no!
Aquel sitio era una mina de oro. Una mina de oro que él no había sabido
explotar. Pero… lo hecho, hecho estaba. Algo de dinero sobraría de la
transacción y con eso podría arreglar la pequeña sucursal que había adquirido
dos años atrás gracias a la ayuda de su suegro.
Recordar aquella época lo amargaba. Ana no había querido que invirtiera
en otro bar. Con uno había suficiente trabajo. ¿Para qué más? Había
preguntado hasta el hartazgo. Sin embargo, Alejandro quería crecer. Ambicionaba
con tener éxito y poder llegar a todos los lugares que una vez su madre había
soñado para él, del otro lado del océano. Y así fue que se embarcó en aquel
negocio sin escuchar los consejos de su esposa.
–¿Estamos de acuerdo? –la pregunta de Gutiérrez lo devolvió a la
realidad.
–Sí.
–Bien. Debido a que se trata de un bien común; entiendo que fue
adquirida por su esposa y por usted, deberán firmar los dos para concretar la
compra.
–¿¡Los dos!? Creía que con mi firma bastaba.
–No. ¿Su mujer no está de acuerdo?
–A decir verdad, no lo sabe.
–¡Oh! –se sorprendió el abogado.
–Pero no se preocupe. Esta noche hablaré con ella y en estos días
vendremos a firmar. Muchas opciones no tenemos, ¿verdad?
–Lamento decirle que no. Bueno, los estaremos esperando entonces. Le recuerdo
que, para el primer día hábil del siguiente mes, deberán estar todas las deudas
saldadas si no queremos tener más problemas.
–Lo sé muy bien. Hasta luego, Gutiérrez.
–Adiós, señor Ortiz. Que tenga un buen día.
¿Buen día? ¿Qué era aquello? Hacía tiempo que no tenía uno de esos.
La amabilidad del abogado lo asqueó. Caminó hasta el lugar que había
conseguido con esfuerzo, que había alquilado primero y comprado después gracias
a muchísimos sacrificios. Ingresó con la cabeza en alto pero el alma hecha
añicos. Las penumbras de aquel sitio que, últimamente había comenzado a abrir
solo por las tardes debido a la falta de personal, lo recibieron silenciosas.
Habían vivido tantas cosas en ese lugar; allí se había enterado de la llegada
de sus hijos. Entre las mesas y la barra habían dado sus primeros pasos, cuando
Ana solía venir y hacerse cargo de la caja. Aquellas habían sido épocas
gloriosas. En todo sentido.
Avanzó masticando la frustración que le provocaba todo. Sus pasos
retumbaron e hicieron eco en el lugar. Ingresó a la cocina y recordó cada risa,
cada historia que habían compartido con sus compañeros de trabajo durante
tantos años. Y ahora le tocaba decir adiós. Despedirse del sueño que lo había
tenido en movimiento durante mucho tiempo; que lo había motivado a salir de la
cama. Y lo peor estaba por venir: lo sabía. Lo peor sería enfrentarse a las
verdades que muchas veces Ana quiso hacerle ver y él no fue capaz de considerar.
Le tocaba hacer lo que más odiaba, darle la razón al otro; al que había visto
antes que él, cuán fracasado era.
Tosió para no llorar. Respiró profundo y salió de allí sabiendo que no
regresarían jamás. Ni él, ni Hugo. Ni los muchachos, ni Ana. Nadie volvería a
pasar por ese bar que una vez había sido suyo y que, en unos pocos días, no lo
sería más.
–Creí que vendrías más tarde–le dijo su mujer al verlo entrar–. Colocaré
un plato más.
–Terminen tranquilos. No planeo comer.
–¿Qué ocurre? –lo siguió hasta el dormitorio donde lo vio recostarse
boca arriba.
–No sé por dónde empezar.
–Por el principio.
–Tendremos que vender el bar.
–¿Cuál?
–El grande.
–¡¿Qué?¡ ¿Qué estás diciendo?
–Siéntate. Tengo mucho que contarte.
Ana lloraba con cada palabra que Alejandro decía. Lloraba porque no la
miraba y en cambio, fijaba la vista entre el techo y las lámparas de la
habitación. Lloraba porque se había estado guardando todo aquello y no había
compartido nada de nada con ella. ¿Tan poca cosa la creía? ¿Tan lejos estaban?
Al parecer, mucho más de lo que ella imaginaba.
–Necesitaré tu firma para que Gutiérrez lo compre. Con ese dinero podré
invertir en…
–No –fue lo primero que dijo después de que él le contara todo lo que
ocurría. Y entonces la miró. ¡Por fin la miró! –. No te llevarás el dinero para
invertirlo en ese bar de porquería. No otra vez.
–No entiendo.
–Hasta aquí llegamos, Alejandro. Hasta aquí. No puedo más. No más –Ana
se puso de pie y le dio la espalda. Por primera vez; literal y metafóricamente.
–¿De qué me estás hablando?
–No confías en mí. Durante estos últimos años has hecho y deshecho sin
consultarme, sin preguntarme qué pensaba, cuál podría ser mi opinión. Has
puesto en riesgo nuestro patrimonio y has enviado todo al demonio. ¿Y todo por
qué? Por un maldito capricho. Y en el camino… en el camino he dejado de ser tu
compañera, tu mujer. Lo nuestro, esto… –los apuntó a los dos– no va más.
–Estás mezclando las cosas, Ana.
–No. Bueno, puede ser que lo estoy mezclando todo, sí. Yo mezclo, pero
no separo. Eso lo has hecho tú. Iré a firmar los papeles que necesitas. Pero
ese dinero será para Juan y para Lucía. Tú arreglarás tus cosas y harás lo que
siempre has querido hacer, como lo has querido hacer: solo. Conmigo no cuentas.
Hasta aquí he llegado yo.
–No sé qué decir.
–No puedes decir nada porque sé muy bien que a ti te ocurre lo mismo. Ya
no hay nada entre nosotros. Quitémonos las caretas de una buena vez. Somos un
par de infelices, fingiendo que todo está bien.
–Yo te quiero, Ana. En verdad te quiero.
–No es suficiente para ninguno de los dos.
Ana se alejó de la habitación, dejándolo completamente solo.
Definitivamente su mundo se había ido a pique. En menos de veinticuatro horas,
todo había quedado patas para arriba. ¿Qué haría ahora que lo había perdido
todo?
Estoy enamorada de esta historia
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